—Mira, papá, estoy bien. —Me estiré con cuidado y bebí vino, esta vez más despacio—. Olvídalo, por favor.
—Sarpedón será el que juzgue eso, muchacho. Ese corte en el hombro necesita atención.
Estaba demasiado cansado y dolorido para discutir. Cuando Batilo se marchó, mi padre se volvió hacia mí.
¿Qué está pasando? —me preguntó.
Me encogí de hombros, o lo intenté.
—Estaba del otro lado del río. Me asaltaron. Me lastimaron y se llevaron mi cartera. Eso es todo.
—Estás mintiendo.
Noté sorprendido que le temblaban las manos y los músculos de la cara. Mi padre no es emotivo. En los banquetes, lo confunden con el plato de pescado. Y tampoco usa palabras groseras y directas, como «mintiendo». A lo sumo, dice algo así como «No creo que eso sea demasiado exacto» o «Me parece que te equivocas». Esa acusación franca me sorprendió tanto que ni siquiera pensé en negarla.
—Bien, de acuerdo. Estoy mintiendo. Me has pillado. ¿Y ahora qué?
Él estaba temblando. De furia, supuse.
—¡Marco, desiste! ¡Créeme, no sabes cuán peligroso es lo que estás haciendo!
—Pues dímelo. —Yo también me estaba enfureciendo. Había tenido un día largo y difícil y no estaba dispuesto a escuchar monsergas—. Dímelo, papá. Dime por qué el emperador odia tanto a un poeta muerto que no permite que sus cenizas vuelvan a Roma. Dime por qué, cuando hago preguntas sobre un escándalo tan viejo que ya ni siquiera tiene olor, todos mantienen la boca más cerrada que las rodillas de una vestal. Dime por qué casi termino en el Tíber con un tajo en el gaznate, sólo porque fui a ver a alguien a quien Augusto no exilió por no follar con su nieta. Y si puedes deducir qué significa esta última perla, papá, entonces podrás explicármelo, porque yo no tengo la menor idea.
Mi padre tenía el rostro ceniciento.
—No puedo hacer eso, Marco. No puedo fiarme tanto de ti.
Eso me paró en seco. No había dicho «No sé de qué estás hablando», sino «No puedo fiarme de ti».
—¿Qué diantres significa eso?
—Significa lo que dice.
—¿En qué sentido no te fías de mí?
—No creo que te guardes la información para ti.
Me eché a reír.
—¡Por el majestuoso y puñetero Júpiter! ¡Papá, media Roma está enterada de esto!
—No blasfemes, hijo. No media Roma. Sólo el elemento responsable. Y no dicen nada porque saben que no tiene importancia.
Esto era el colmo.
—Repíteme eso, por favor. Si no tiene importancia, no hay motivo para que no me digan nada.
—¡Escúchame, Marco! —Mi padre descargó un puñetazo en la mesa—. ¡Estoy tratando de salvarte la vida! ¡Claro que te están cerrando el paso! ¡Claro que hay un secreto! ¡Claro que hay una conspiración de silencio! ¿Esperas que niegue todo eso? Sólo te digo que tiene un propósito, que si los detalles se difundieran haría más mal que bien. Y antes de permitir que eso suceda, los poderosos se encargarán de que desaparezcas. Tú o yo o cualquier otro individuo, al margen de su cuna o su poder. No porque la información sea importante para la supervivencia del estado, sino porque no lo es. ¿He sido claro?
Nos miramos en silencio. Al fin mi padre se reclinó. Todavía estaba temblando, y una gota de sudor le brillaba en la frente. A mi pesar, yo estaba impresionado: mi padre hablaba en serio, o eso fingía.
—Bien, papá —dije—. Confía en mí. Juro que no se lo contaré a nadie. Ni siquiera a Perila. Y si es tan inocente como dices…
Mi padre cerró los párpados y se los apretó con las palmas, como si obligara a sus ojos a meterse en sus órbitas.
—Aún no has entendido, ¿verdad, hijo? No hay peros ni vueltas. No es una cuestión de criterio personal, tuyo o mío. Y no dije que el secreto fuera inocente. Dije que no importaba.
—Me importa un bledo si es inocente o no. Tengo que saberlo. Sea como fuere, para mi satisfacción personal. Podrías contarme todo y ahorrarnos a ambos muchos problemas. Juro que no pasará de aquí, si eso es lo que deseas.
—¿Y que te quedarás tranquilo? Si te lo cuento todo, ¿olvidarás ya mismo este estúpido asunto de Ovidio?
Guardé silencio. Mi padre asintió.
—¿Ves, Marco? Ambos estamos atrapados por nuestros principios. No puedo decirte lo que quieres saber a menos que me prometas no usarlo; tú no puedes hacer esa promesa hasta saber cuál es el secreto. Y yo no puedo ser responsable de contártelo a menos que me lo prometas. Lo único que ganaríamos es que nos mataran a los dos. Y por mucho que te ame, hijo, a pesar de todo, no estoy dispuesto a correr ese riesgo.
—¿Riesgo?
—Certeza, entonces. Sería una certeza, Marco. Desiste. ¡Por favor! Ese conocimiento no es importante, y menos ahora, te lo aseguro. Y si insistes, no vivirás el tiempo suficiente para lamentarlo.
Esa apelación emocional me impresionó. No creía que mi padre fuera capaz de hacerla. Siempre que fuera genuina, y no un truco retórico. Como orador experimentado, papá podía fingir cualquier emoción que deseara. Aun aceptando que esa emoción fuera auténtica, sin embargo, si él tenía sus creencias debía respetar las mías.
—Lo lamento, papá. Te lo he dicho. Tengo que saberlo. Y si tú no hablas, tendré que averiguarlo por mi cuenta.
Me miró largo rato, con tristeza, pero con una pizca de algo que quizá fuera orgullo.
—Eres como tu tío Cota, hijo, ¿sabes? Ambos pensáis con el corazón, no con la cabeza. Otros superan esa etapa. Él no la superó nunca, y tú tampoco lo harás.
—¿Eso es tan malo?
Su tono de voz no cambió. No estaba discutiendo. Sólo estaba… hablando.
—Claro que es malo. Éste es el mundo moderno, Marco, y pertenece a los grises burócratas. Si hubieras nacido hace cinco siglos, figurarías en los libros escolares junto con Horacio, Escévola y los demás héroes. Eres de los que se plantan solos en el puente aunque lleven las de perder, o que mantienen la mano en el fuego hasta que se achicharra para demostrar un argumento. Entonces te habrían llamado héroe. No se habrían cansado de homenajearte. Hoy sólo eres un bochorno.
No dije nada. Nunca había oído hablar a mi padre de ese modo.
—¿Alguna vez pensaste por qué Cota no obtuvo el consulado? ¿Por qué nunca ocupó una magistratura importante? Es de buena familia. Es inteligente, popular, políticamente avispado, buen orador. Mejor hombre que yo, en todos los sentidos. Pero yo obtuve mi puesto de cónsul antes de los treinta y cinco, y él, a los cuarenta y uno, no ha pasado de funcionario menor de finanzas. ¿A qué crees que se debe?
—A que no es un lameculos. —Fui deliberadamente brutal.
Mi padre ni siquiera parpadeó.
—Sólo porque alguien favorece al gobierno establecido —declaró serenamente—, eso no significa que debas acusarlo automáticamente de servilismo. Tiberio no es perfecto, el sistema imperial no es perfecto, pero podría ser peor. No me cabe la menor duda. Tiberio no será carismático, pero es estable, y eso es lo que necesitamos en un emperador. Estabilidad, no heroísmo. Lo más vistoso no siempre es lo mejor, Marco. Hay demasiadas cosas en juego. Mira las piruetas de Germánico en Germania. ¿De qué nos sirvieron, salvo para perder hombres y reputación?
Tuve que darle la razón. La campaña del hijo adoptivo de Tiberio (que el propio Germánico había publicitado como una gloriosa venganza por la matanza de Varo) había sido un fracaso espectacular.
—¿Conoces el chiste de los dos toros? —me preguntó mi padre.
Sorprendido, negué con la cabeza.
—Muy bien. —Puso una sonrisa curiosa y enigmática que yo nunca había visto—. Dos toros, uno viejo y uno joven, miran las vacas que pacen en un valle. El toro joven le dice al viejo: «¡Mira aquellas vacas, papá! Corramos a cubrir un par». Y el toro viejo le responde: «No, hijo. Caminemos y cubrámoslas todas».
Tardé un momento en comprender que mi padre había hecho una broma; y otro momento (porque él no sonrió) en comprender que no era una broma.
—No puedo evitar ser como soy, papá. Así como tú no puedes evitar ser como eres. Somos distintos y no nos mezclamos.
Él asintió con tristeza.
—Sí, hijo, lo sé. Somos distintos. Y es una pena.
Y entonces llegó Sarpedón con sus emplastos y vendajes, y no hubo más tiempo para hablar.
Al día siguiente, antes de ir a casa de Perila para contarle las novedades, pasé por el gimnasio que poseo cerca de la pista de carreras para hablar con uno de mis clientes, un ex entrenador de gladiadores llamado Escílax. El nombre (un apodo que significa «cachorro» en griego) es perfecto para el individuo. Tiene la contextura, los rasgos faciales y el temperamento de una de esas bestezuelas musculosas e invencibles que vemos en los circos del interior, destrozando criaturas que las superan doscientas o trescientas veces en tamaño. Así es Escílax. Una vez que muerde a alguien, se niega a soltarlo, y cuando lo suelta el cabrón pasó a mejor vida.
Nos habíamos conocido tres años antes en el gimnasio de Aquilo, donde yo iba regularmente a entrenarme. Mi compañero habitual de pugilato se había roto la muñeca y el viejo Aquilo trajo a este tipo. Tenía el aspecto de esas cosas que se llevan arrastradas con un garfio al final de los juegos, pero Aquilo lo presentó como si estuviera a un paso del mismísimo Júpiter. Debí haberlo tenido en cuenta. No lo tuve. Error número uno.
Cada uno midió al contrincante. La coronilla de la calva del animalejo estaba al mismo nivel que mi barbilla. Mierda, recuerdo que pensé, ¿debo pelear con esta cosa o darle de comer nueces?
—¿Preparado? —pregunté.
No respondió, así que entendí que sí. Hice una finta a la izquierda y dirigí la punta de la espada de madera a la parte superior del vientre en un impecable tajo de lado: si hubiéramos estado peleando en serio, esa estocada lo habría dejado con las tripas al aire. Aun con una espada de práctica, habría dolido como el demonio; pero entonces (error número dos) yo quise pavonearme.
La espada no lo tocó. En cambio, saltó súbitamente de mi mano y el pequeñín embistió contra mis ojos. Retrocedí con un grito, como una virgen cincuentona amenazada por una pandilla de violadores.
Escílax bajó la espada y me miró con desdén mientras yo yacía en la arena a sus pies.
—Así sois los niños mimados de la aristocracia —gruñó—. Sólo teméis que se os corra el maquillaje.
Me enfurecí. Me puse de pie y le solté una filípica.
—¿Cómo te atreves a atacar mis ojos? ¡Pudiste haberme dejado ciego, cabrón!
—Escucha, muchacho. —Su voz era apenas un susurro, pero me callé como si me hubieran clavado la lengua al paladar—. La esgrima no es un juego, ¿entiendes? Te propones matar a alguien, y el otro se propone matarte a ti. Ésa es la única regla. ¿Vale?
—Sí, sí, claro, pero…
—No hay pero que valga. ¿Recuerdas cómo César venció en Tapso, o en Munda, o donde cuernos fuera? Les dijo a sus hombres que cortaran la cara del enemigo. A los niños patricios del otro bando no les importaba morir, pero no digerían la idea de perder su bonita facha, así que huyeron. Fin de la batalla, fin de la historia. ¿Has entendido?
¡Por Júpiter!
—Entendido.
—Otra cosa. —Sin advertencia, amagó una pérfida patada contra mi entrepierna. Bajé instintivamente las manos para cubrirme los genitales mientras retrocedía. La patada no llegó. En cambio, alzó la espada para tocarme el pecho—. Puedes usar el peor temor de un hombre como finta. Y quizá no sea una finta. ¿Vale?
—Vale. —A estas alturas lo miraba como Platón debió mirar a Sócrates cuando lo conoció. Si hubiéramos tenido incienso, lo habría encendido.
—De acuerdo. —Retrocedió—. Empecemos de nuevo. Y esta vez presta atención.
Presté atención, aquella vez y desde entonces.
Sí. Escílax valía su peso en oro; y era casi lo que yo había pagado para instalarle su gimnasio detrás de la pista de carreras. No lo lamentaba. Gracias a él, yo aún caminaba esa mañana con la garganta entera y sin más daños que un tajo en el hombro.
Lo encontré entrenando a un senador viejo y calvo con suficiente grasa bajo la túnica para mantener ocupados a cinco masajistas durante un año. El tipo resollaba como si hubiera corrido desde Ostia; y por el color, daba la impresión de que estaba a un pelo de irse al otro barrio.
—¡Hola, Escílax! —grité.
Él se volvió, bajó la espada.
—Suficiente por hoy, excelencia —le dijo al gordo—. No conviene exagerar, ¿verdad?
Así es, Escílax puede ser cortés con la persona indicada. Y hay modos peores de perder a un cliente que agotarlo hasta que se ponga morado y caiga redondo.
El senador apestaba como un puerco ebrio, pero atinó a alzar la espada en el saludo militar que los soldados dedican a sus compañeros de entrenamiento en el terreno de práctica al final de un enfrentamiento. Y nada chapucero. Realmente marcial. De pronto vi, bajo los rollos de grasa y la papada cuádruple, al brioso oficial joven que habría sido tiempo atrás, y me pregunté cómo estaría mi silueta dentro de treinta años.
Si vivía tanto tiempo.
Un esclavo se adelantó con una toalla. El gordo se frotó el sudor de la caray el cuello, rojos como un bistec, se echó un poco de aire fresco dentro de la túnica, y se volvió hacia mí sonriendo como un adolescente.
—Buen ejercicio, ¿eh, muchacho? —jadeó—. Te mantiene en forma, ¿verdad?
—Sí —dije—. Sí. Magnífico.
Guiñó el ojo, agitó la mano y se fue tambaleándose hacia la asa de baños. Ojalá llegara, pues respiraba con tanta dificultad que no habría apostado a su favor.
Escílax recogió las espadas de madera, se las caló bajo el brazo echó a andar hacia su oficina, en el edificio principal.
—¿Qué haces aquí, Corvino? —dijo—. Éste no es tu día habitual. Puedo hacerte un lugar, apenas, pero no por mucho tiempo.
Sonreí. Ésa era otra cosa que me gustaba de él. Sabía que un cliente debe respetar a su patrón.
—Oye, soy dueño de este lugar, ¿recuerdas?
—Pues véndelo. Pero aun así, no puedo darte más de media hora.
Sacudí la cabeza y le seguí el paso.
—Hoy no lucharé, Escílax. Ni siquiera te haría sudar. Ayer me asaltaron y uno de esos cabrones me cortó.
Escílax se paró en seco para mirarme.
—¿Un corte, muchacho? ¿Muy serio?
—Sólo un tajo en el hombro. Sarpedón lo parcheó.
—¿Cuántos eran?
—Cuatro.
Soltó un gruñido de disgusto, escupió en la arena y siguió caminando.