Las cenizas de Ovidio (15 page)

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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Por la tensión de los músculos de la boca y la sequedad con que había dicho las últimas frases, supe que estaba furioso. Sinceramente furioso. Mi padre era un político de políticos, y no podía entender ni perdonar que alguien rechazara una carrera política.

—Mira, papá —dije mientras lo seguía a la puerta—. Lo siento, sé que tienes buenas intenciones. Sé que habrás hecho un gran esfuerzo para mantenerme en buenos términos con las autoridades. —Estaba seguro de que esto era cierto. Cuanto menos, le preocupaba el buen nombre de la familia—. Pero no me gusta que me manipulen, y no me gusta…

Se detuvo y se giró para encararme. Si antes estaba irritado, ahora estaba colérico.

—¡No te gusta! —rugió—. Es lo que dices siempre, Marco. Si dejaras de pensar en ti mismo, para variar, en vez de ser tan quisquilloso con tus preferencias, serías una persona mejor y más agradable y un miembro más útil de la sociedad. Ahora tengo trabajo que hacer y esta mañana ya te he dedicado más tiempo del que merece tu egolatría. Dime lo que decidas sobre Chipre al final del festival. Siempre que puedas perder unos instantes de tu valioso tiempo para tomar una decisión tan insignificante, desde luego.

Y antes de que pudiera responderle, había salido como una tromba, arrancando la puerta de las manos del esclavo para cerrarla con estrépito.

Cuando él se fue, me puse a reflexionar. Papá tenía razón en cuanto a lo de Chipre, desde luego. Siempre tenía razón en lo concerniente a las cuestiones prácticas de política. Si yo rechazaba ese puesto, mi nombre quedaría señalado con una marca negra que tardaría mucho tiempo en lavarse. La provincia senatorial de Chipre y Creta no era de las más prestigiosas, y desde luego que no tenía el peso social de un gigante imperial como Egipto; no obstante, el puesto de oficial de finanzas allí superaba todo lo que yo podía esperar a mi edad, y desdeñar el ofrecimiento sería como patearle los dientes al Senado. No podías hacer eso y aspirar a una vida política. Si tenía alguna esperanza de una carrera futura en la política (¿y qué otra carrera había para alguien como yo?), tendría que aceptar. Si era un soborno —y sin duda lo era—, no podía quejarme de que me hubieran subestimado.

Después estaba lo que mi padre había dicho sobre mi egolatría. Eso también era cierto. Yo tenía la franqueza de admitirlo ante mí mismo. Y me había dolido mucho más de lo que podía herirme cualquier otro comentario de mi padre. Quizá no pudiera hacer mucho para cambiar mi forma de ser. En el fondo, todos los caballeros romanos de la aristocracia somos cabrones egoístas y ególatras. Siempre lo hemos sido, y siempre lo seremos. Es nuestra debilidad y nuestra fuerza, es lo que engrandeció y corrompió a Roma. Aunque juguemos a la democracia, es sólo un medio cuestionable con miras a un fin egoísta. Se nos inculca el egoísmo desde la cuna: la necesidad de moldear el mundo a nuestro gusto, de adaptarlo a nuestros requerimientos.

El problema es que el mundo ha cambiado y hemos tenido que cambiar con él, nos plazca o no. Hace cien años no había problema. Éramos el estado, y el servicio al estado nos resultaba natural porque nos servíamos a nosotros mismos. Ahora el estado, o lo que importa de él, nos ha sido arrebatado. Somos como caballos purasangre obligados a trabajar en la noria, dando vueltas en el mismo círculo incesante. Sí, ya sé. ¿Para qué sirve un purasangre, salvo para correr contra otros purasangres e impresionar a los patanes? El grano es una necesidad, y no se muele solo. Así que el estado moderno nos obliga a ser útiles. Sólo que espera que nos portemos como mulas o bueyes, y que no nos moleste el yugo. Eso me resulta difícil de tragar.

Claro que era ególatra. Era egoísta. Era terco. Era todo lo que mi padre pensaba que era. Pero estas cualidades estaban injertadas en mis huesos y también tenían su aspecto positivo. Determinación, ante todo. Nunca había dejado un asunto pendiente en mi vida, y no pensaba empezar ahora. Aunque saliera lastimado.

Ése era el problema. Esta vez no era sólo yo. También estaba Perila. Si yo rechazaba el puesto de Chipre, sería una declaración de guerra. Compromiso total. Y sabiendo a qué me enfrentaba, ¿tenía derecho a poner en peligro a Perila también?

Tenía que pensar en ello.

Y todavía estaba pensando, con muy pocos resultados, cuando Batilo me trajo un mensaje de Perila. Constaba de dos partes: en la primera me preguntaba si estaba libre para cenar la velada siguiente (vaya si lo estaba, habría cancelado una lección de dados del mismísimo Hermes por eso), y la segunda me decía que Harpala había concertado una reunión con Davo, el ex esclavo de Julia. Me esperaría en el almacén de Paquio, en el Velabro, al mediodía del último día del festival.

Había leído el mensaje e iba a despedir a Batilo cuando me acordé de algo.

—Batilo, tú estuviste en Ilírico con mi padre, ¿verdad?

—Sí, amo. Yo era el criado del general. —Batilo está orgulloso de lo que él llama su experiencia militar—. Yo y Nicanor, que todavía está con él.

—¿Recuerdas si Tiberio regresó a Roma en alguna ocasión, durante esa etapa?

Ni siquiera se detuvo a pensar, lo cual, en Batilo, hace que cualquier declaración suya sea digna del oráculo de Delfos.

—No, amo. No hasta el invierno anterior a la última campaña, cuando dejó a Emilio Lépido a cargo.

En esa época Ovidio ya había partido para Tomi, o ya había llegado allá. Demasiado tarde, en cualquier caso.

—¿Estás seguro? ¿Estás cien por ciento soberanamente seguro, tanto como para jurarlo por la tumba de tu abuela? —Mejor no dejar margen para la duda.

—Sí, amo.

—Mierda.

—En efecto, amo —dijo Batilo sin inmutarse—. ¿Eso es todo, amo?

En fin, como decía, no me molestaba olvidarme de esa teoría. Pero había sido muy tentadora mientras duró.

—Sí. No… Tráeme una jarra de setino. Grande, del mejor que tengamos. Prefiero perecer feliz. Y después, quiero que le lleves un recado a mi padre.

Me había decidido. Ovidio era mi problema y no podía olvidarlo sin más. Perila lo entendería: ella también era una aristócrata hecha y derecha, a su dulce manera. Y yo sabía que si escogía Chipre nunca tendría las agallas para verla de nuevo.

Cuando Batilo me trajo el vino, dediqué la primera copa a Belona, la diosa guerrera. Tengo debilidad por esa zorra sanguinaria. Es romana hasta la médula, una marginal sin sacerdotes ni festivales propios, y no hay mejor deidad a quien acudir cuando declaras una guerra a muerte.

Seré un cabrón egoísta y ególatra, pero soy animoso. No me doy por vencido. Y no abandono a mis amigos.

Varo a sí mismo

Los exploradores que Vela despachó por orden mía regresaron esta mañana, junto con un desertor querusco capturado, más que dispuesto a presentarnos «pruebas» de las intenciones de Arminio. Sin embargo, la reunión de la plana mayor que siguió a su regreso distó de ser sencilla. Aunque desde nuestra conversación yo había previsto —temido— cierta resistencia por parte de Vela, su oposición rayaba en el motín, un detalle que me causa desazón.

Éramos cuatro alrededor de la mesa: Vela, Egio, Ceonio y yo, dos de los cuales (Ceonio y yo, por si lo habéis olvidado) conocían la verdad del asunto.

Yo esperaba que el número no hubiera subido a tres.

—Bien, caballeros —comencé—. Tenemos la confirmación. Los queruscos se están armando. ¿Cuál será nuestra reacción?

—No es una confirmación, general —murmuró Vela—. No podemos considerar confirmación la palabra de un solo desertor.

—Es suficiente para mí —gruñó Ceonio.

—Y para mí. —Ése, infaliblemente, era el aguerrido Egio.

—¿Qué quieres que haga, Vela? —Extendí las manos en un gesto de impotente resignación—. ¿No prestar atención a Arminio? ¿Pasar de largo desviando los ojos como una tímida virgen y dejar que reúna fuerzas durante un invierno entero?

—Una tontería —aprobó Ceonio. También Egio, quien sin duda ya estaba pensando en las intrépidas proezas que realizaría—. Aplástalo, general —añadió, en la medida en que se lo permitía el apretón de sus mandíbulas viriles—. Aplástalo ahora, y cuando lo hayas aplastado, aplástalo de nuevo. Es lo único que entienden estos bárbaros.

Vela miraba a uno y a otro. Había terquedad en su cara de gachas.

—Con todo respeto, general —me dijo (pero no había respeto en su voz)—, nos advirtieron de que esto podía ocurrir antes de salir del Weser. Segestes…

—Que se pudra Segestes —dijo Ceonio—. Lo que nos diga ese germano traicionero no vale un pedo húmedo.

¡Epa! La grosería era deliberada: Ceonio es astuto y sabe cómo encauzar una discusión hacia un terreno más seguro. Vela, que para ser soldado profesional es increíblemente remilgado, se sonrojó de inmediato.

—Segestes —tartamudeó— es un amigo de Roma. No tiene tiempo para las conspiraciones de su yerno. Si Segestes consideraba importante advertirnos de que Arminio planeaba una traición, entonces…

—Al cuerno con Segestes. —Ceonio miró de soslayo a Egio—. Estos germanos son todos iguales, Vela. Ya lo sabes. Tal vez nos dijo eso para que tomáramos esa decisión timorata que tanto parece agradarte.

El aguerrido Egio saltó como un pez cazando un insecto.

—Estoy de acuerdo. Contamos con fuerzas cinco veces superiores a las que Arminio podría reunir contra nosotros, y cien veces mejor entrenadas y disciplinadas. Si pasas esto por alto, general, seremos el hazmerreír del ejército desde aquí hasta la frontera oriental. Y con toda justicia.

—No obstante —dije, mirando a Vela—, significaría una marcha por territorio desconocido. Y la temporada de campañas está a punto de concluir.

—¿Acaso somos críos que tienen miedo de la oscuridad y la humedad? ―Egio el orador ama las frases certeras—. ¿Druso César habría vacilado? ¿O el general Tiberio?

—Tiberio vacilaría, claro que sí. —Vela no cejaba. —Tiberio es un soldado. Y no hay que ser un crío para tener miedo del Teutoburgo, y menos en invierno.

Contemporicé, de nuevo con Roma en mente. Debo dar por sentado que Vela no sabe nada, y seguir construyendo mi futura defensa con la esperanza de que mi credibilidad ya no esté destruida.

—Vela tiene cierta razón, caballeros —declaré—. Debemos sopesar con prudencia nuestras responsabilidades. Pensemos. La temporada de campaña ha concluido. Estamos llevando a nuestros hombres a cuarteles de invierno. Si queremos investigar este asunto, significaría una marcha extenuante en una época desfavorable, a través de un territorio dificultoso y potencialmente hostil. Debemos preguntarnos si una decisión tan drástica y peligrosa se justifica.

—¡Sí! —exclamó Egio.

—¡No! —exclamó Vela.

Ambas respuestas fueron inmediatas y tajantes. Me volví hacia Ceonio enarcando las cejas, que era la señal que mi despreciable aliado y yo habíamos convenido para este discurso preparado.

—¿Qué diría el emperador, general —dijo lentamente—, qué diría Roma, de un comandante que antepuso su comodidad y la de sus tropas a la seguridad e integridad de las fronteras del imperio?

Asentí, y también Egio.

—Una buena síntesis —dije gravemente—. Caballeros, no tenemos opción. La amenaza existe y, a pesar del indudable peligro, tenemos el deber —enfaticé la palabra—, como soldados leales a Roma, de no pasarlo por alto.

Como ejemplo de actuación al austero estilo romano antiguo, me congratulo de que fuera perfecto. Egio apretaba los labios, y juro que vi una lágrima viril reluciendo en los ojos del joven guerrero.

—No obstante —hice una pausa hasta asegurarme de contar con la atención de todos, principalmente la de Vela, pues esto sería importante—, no me propongo, caballeros, buscar la muerte o la gloria en un acto de vanidoso heroísmo. —Posé los ojos en Egio—. Investigaremos, pero no sin prudencia. Tengo muy presentes las dificultades y los peligros. Abordaremos el asunto tal como viene y tomaremos las decisiones en consecuencia.

—¿Pero giramos hacia el este? —Egio, desde luego.

—Giramos hacia el este —respondí con voz magistral.

Vela me clavó los ojos, agitando las manos espasmódicamente. Dio media vuelta y se largó de la tienda sin decir palabra.

18

Tengo mucho tiempo para Floralia. Durante seis días la roñosa ciudad estalla en colores como un viejo roble cubriéndose de hojas en primavera. Hay flores y guirnaldas por doquier, incluso en la plataforma de los oradores del foro y en los ojos muertos y vacíos de las ventanas de los inquilinatos. Muchachas, también. Júpiter sabrá de dónde vienen, pero por algún motivo en el Festival de Primavera hay más, y más guapas, que en cualquier otra época. Y no hablo de rameras, aunque las hay en abundancia. La gente es más cordial. Te sonríen, te sonríen de veras, y no es infrecuente encontrar en pleno día a alguien que está más ebrio que tú. Ebrio y feliz, no armando camorra; Flora es una diosa civilizada, y sería una grata compañera de juerga. Hasta algunos amigotes de mi padre se sacan el atizador del trasero y se relajan durante Floralia. Algunos. Y no del todo. Flora será una diosa, pero hasta ella tiene sus límites.

Fui a visitar a Perila temprano, ávido y alerta y (más pertinente) bien rasurado, usando mi mejor manto y mis sandalias de fiesta. Calías me condujo a la sala de estar.

Por su aspecto, Perila acababa de levantarse. Hermosa como de costumbre, pero irritable como el demonio.

—Feliz Floralia. —Le di el ramillete de flores que había mandado coger a Batilo. Aparte de sus demás virtudes, el pequeñín sabe preparar una guirnalda. No quedó tan impresionada como yo esperaba.

—Creo que dije cena, Corvino.

—Bien, quizá haya llegado un poco temprano, pero aun así…

—Mira, tengo varias cosas urgentes que hacer antes de pensar siquiera en el desayuno. Despertarme, por ejemplo. Así que si me excusas…

—¡Por favor, Perila! —No me rendiría tan fácilmente—. ¡Es Floralia! Vamos a alguna parte.

Me miró como si le hubiera sugerido que nos revolcáramos en la escalinata del Capitolio.

—Corvino —dijo lentamente—, soy una mujer casada. Sólo una formalidad, lo concedo, pero aun así estoy casada. Las matronas respetables no salen a pasear con jóvenes solteros.

—Es un hermoso día.

—El tiempo no tiene nada que ver.

—Literas separadas.

—¿Adónde? Corvino, si estás pensando en una pantomima…

—Nada de pantomimas —me apresuré a decir. Las pantomimas son tradicionales en Floralia. Sólo en Floralia, comprensiblemente. ¿Qué otra patrona salvo Flora permitiría que los actores aparezcan con la cara al aire? Y no sólo los actores, sino las actrices. Y no sólo la cara…—. Nada de pantomimas, Perila. Te lo juro solemnemente.

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