—Pero Fabio no fue arrestado. —Traté de mantener la calma—. No lo acusaron de ningún delito, y mucho menos lo ejecutaron. Fabio era viejo, y murió de muerte natural.
Harpala puso los ojos en blanco.
—Sí, señor. Tienes razón. Claro que sí. Me equivoqué. Me refería a Paulo.
Sí, seguro, pensé. Pero Perila se me adelantó.
—Harpala —dijo con voz acerada—, ¿cómo murió mi tío Fabio? Dime la verdad, por favor.
La anciana la miró largo tiempo.
—El amo se mató, ama —dijo al fin, con un hilo de voz.
—¿Qué?
—Se mató. Se cortó las venas.
—¿Por qué?
—No lo sé. Tendrás que preguntárselo a Marcia.
—¿Quieres decir que mi tía lo sabe?
—Sí, ama. Claro que lo sabe.
—¿Y nunca me lo contó?
La anciana tensó los labios y guardó silencio.
—Dijiste que lo pillaron, Harpala. —Mi cabeza no había dejado de girar—. ¿Quiénes? ¿Los hombres del emperador? —Me refería a Tiberio: Fabio había muerto un mes después de Augusto, poco después del ascenso de Verruga—. ¿Por qué el emperador querría la muerte de un viejo inofensivo como Fabio?
Viejo inofensivo. Ya. Pensé en Davo. Él también era un viejo inofensivo.
Harpala cerraba los labios con firmeza. Se negaba a mirarme. Clavaba los ojos en Perila.
—Lo lamento, ama. No tendría que haber dicho nada. Sólo soy una tonta esclava. No escuches nada de lo que digo.
—¡Harpala, por favor! —Perila se había repuesto de la conmoción. Ahora estaba arrodillada junto a la silla de la anciana—. Quieres que encontremos al que mató a tu hermano, ¿verdad?
Los labios de Harpala temblaron.
—Pues esto es importante. Estamos atascados. Si la muerte de mi tío es importante, tenemos que saberlo. Y no lo sabremos si no nos lo cuentas.
La vieja esclava calló largo rato.
—Tú no estuviste en el funeral del amo, ¿verdad? —le preguntó.
Perila frunció el ceño.
—No, era demasiado pequeña. ¿Qué tiene que ver eso con…?
—Por favor, ama, déjame hablar. Yo estaba allí con el ama. Marcia. Se hallaba en pésimo estado. No comía ni dormía. Ni siquiera hablaba.
—Pero es natural, Harpala. Estaban casados desde hacía…
—¡Por favor, ama! —Los dedos nudosos de la anciana aferraron el brazo de Perila. Estaba temblando—. ¡Escucha, te lo ruego! El ama y yo fuimos al funeral. Cuando encendieron la pira, Marcia se acercó como dispuesta a arrojarse, gritando que ella lo había matado. Que había matado a tu tío.
Mierda. Esto no tenía sentido.
—Dijiste que Fabio se suicidó —intervine—. ¿Por qué Marcia pensaría que lo había matado?
Harpala vaciló.
—Él se mató, señor. No sé a qué se refería Marcia.
Perila me fulminó con la mirada.
—Silencio, Marco. Por favor.
—Gracias, ama. —Harpala hizo una pausa—. Lo cierto es que varios deudos la echaron hacia atrás, y yo la llevé al carruaje. Ella habló conmigo durante el regreso. En realidad, más que hablar, desvariaba. Como si yo no estuviera allí. ¿Entiendes, ama?
Perila asintió.
—Sí, Harpala. Entiendo. ¿Qué decía?
—Hablaba de un viaje que el amo había hecho con el viejo emperador. El divino Augusto, al parecer. Un viaje sobre el que nadie tenía que enterarse, a una u otra isla.
—¿Trímero? —No pude contenerme. Sentía un cosquilleo en el cuero cabelludo. La anciana frunció el ceño.
—No, no era Trímero, señor. Allí es donde está Julia. Éste era otro lugar. Plan-algo.
¡Oh, Júpiter! ¡Magno Júpiter! Yo conocía una sola isla Plan-algo. Y allí era donde Augusto había exiliado a su nieto, el hermano de Julia, por flagrante inmoralidad.
—¿Planasia?
—Eso mismo, señor. «Para ver al desterrado», dijo mi ama.
—¿Augusto fue a ver a Póstumo?
—No sé, señor. «A ver al desterrado en Planasia», fue lo que ella dijo. Y había propagado el secreto. Por eso estaba contrariada.
Me recliné en la silla, esperando que el mundo se enderezara y me dejara pensar. Póstumo era el hermano menor de Julia, exiliado el año antes de la deshonra de Julia. Lo habían ejecutado, presuntamente por orden de Augusto, poco después de la muerte del emperador. Pero si Augusto había ido a ver a Póstumo unos meses antes, y en secreto…
—¿A quién se lo dijo? —susurré. La anciana me clavó los ojos—. ¡Por amor de Júpiter, Harpala, tienes que saberlo! ¿A quién se lo dijo Marcia?
Los delgados labios se entreabrieron.
—Claro que lo sé, señor —murmuró sin énfasis—. Se lo dijo a su amiga la emperatriz.
¡Marcia se lo había dicho a la madre de Tiberio!
Varo a sí mismo
Hablaré (¡sí, al fin!) de Arminio: temible caudillo de la tribu querusca, llameante punta de lanza de la resistencia germana, archienemigo de Roma y, desde luego, mi patrón actual.
Le conocí hace tres años en Roma, en uno de los banquetes de mi sobrino Lucio. Todos los presentes eran varones con experiencia militar: yo, Lucio, Marco Vinicio, el ex gobernador de Germania, Fabio Máximo. Amén de Arminio, desde luego.
Yo sabía que Lucio lo había invitado, y esperaba… ¿qué? Un bárbaro, ciertamente; alguien con un venero de civilización, un oso amaestrado con túnica, mostrenco, vacilante al hablar; un terrón de suelo germano con los modales de un esclavo y la arrogancia de un salvaje. Me equivocaba por completo. El padre de Arminio lo había enviado a Roma en la infancia, y Augusto lo había criado como un caballero romano.
Lucio nos presentó. El joven (no tendría más de veinte años) se levantó cortésmente del diván. Era delgado, con el cabello rubio corto, a la manera romana, y llevaba su túnica de caballero con más gracia que yo.
Nos dimos la mano, y le dije en germano (yo estaba con Tiberio cuando sometió a los sugambros):
—Encantado de conocerte, príncipe Hermann.
—Tu acento es mejor que el mío. —El joven sonrió. Su latín era impecable―. Quizá puedas darme lecciones.
Estallaron risas.
—No alardees, Publio —gruñó Fabio—. El muchacho es tan romano como tú. Más que tú.
No me costaba creerlo. Si no hubiera sido por el color del cabello, cualquiera lo habría tomado por un joven noble romano.
Nos reclinamos, y los esclavos trajeron el primer plato. Noté que Arminio comía con moderación, y ordenaba al esclavo que añadiera más agua a la copa de vino. Luego alguien (creo que fue Lucio) mencionó Iliria.
Era un tema natural en aquella época, máxime en esa compañía: toda la región se había sublevado, Roma estaba arrinconada y se cuestionaba la sensatez de nuestra política de fronteras. Por no mencionar la sensatez del emperador.
—Es una cuestión de seguridad —dijo Fabio, señalándonos con un huevo de codorniz—. Augusto no puede abandonar Iliria. Es vital para la seguridad del imperio.
—Nadie lo discute, amigo. —Recuerdo que Vinicio tenía el desagradable sonido nasal de un arpista chapucero—. El problema es que avanzó demasiado con demasiada rapidez. Ha fallado y ahora sufrimos las consecuencias.
Vinicio tenía toda la razón. Y también Fabio. Necesitábamos Iliria. Necesitábamos la ruta terrestre hacia Macedonia y Grecia, y el control de los pasos orientales de los Alpes. Sin Iliria, Italia era vulnerable y el imperio quedaba partido por la mitad. Y las etapas iniciales de la conquista se habían ejecutado con torpeza.
Fabio se sentía incómodo. Era hombre del emperador y uno de sus consejeros de mayor confianza. No le agradaba que criticaran a Augusto.
—Quizá tengas razón —concedió—. No contamos con hombres suficientes para una ocupación armada. Pero necesitamos una frontera firme en el norte. Es una cuestión de equilibrio, el uso óptimo de las fuerzas disponibles. La revuelta iliria nos ha demostrado cuán difícil es lograr ese equilibrio.
—Sería más fácil si avanzáramos al norte, hacia el Elba —dijo Lucio—. Así acortaríamos las líneas de comunicación y tendríamos una frontera casi natural.
Fabio asintió.
—Coincido totalmente. Y también Augusto. No obstante, existe un problema más que obvio.
Vinicio sonrió pícaramente.
—Los germanos —dijo—. Esos cabrones (disculpa, Arminio) no tienen la menor gana de formar parte del imperio romano. ¿Y quién puede culparlos?
—Yo, ante todo. —Arminio dejó la copa—. Las tribus que viven entre el Rin y el Elba son una chusma indisciplinada.
—Y ojalá lo sean por largo tiempo —terció Vinicio—. Mientras se machaquen la crisma entre ellos y dejen la nuestra en paz.
—En efecto. —Cogí una aceituna—. «Divide y reinarás»: es la política más acertada para las tribus germanas.
—Disiento. —Arminio frunció el ceño—. ¿Qué hemos conseguido hasta ahora? No el dominio romano, sin duda. Un empate, a lo sumo. Concedo que los germanos siempre causarán problemas si no los mantenemos bajo un control firme pero, como dice Fabio, no tenemos fuerzas para una ocupación armada.
—¿Y cuál es tu solución para esta paradoja? —dijo Fabio, sonriendo con tolerancia.
—Quizá sea hora de cambiar de política. Quizá la solución no consista en fragmentar a las tribus, sino en unirlas.
—¿Como Maroboduo?
El tranquilo comentario de Vinicio provocó una carcajada. Maroboduo era un caudillo germano que, tras establecer su base de poder en Bohemia, había extendido su influencia sobre las vecinas Sajonia y Silesia. La situación aún no estaba resuelta.
Arminio aguardó impasiblemente a que las risas se apagaran.
—Sí, en cierto modo —dijo entonces—. Como Maroboduo, en efecto.
Noté que Fabio lo miraba con interés.
—Continúa, joven —dijo.
—Es muy sencillo. Teóricamente, al menos. En la actualidad, la mayoría de los caudillos sólo ven sus minúsculos problemas locales. Odian a Roma porque no la entienden, y prefieren la muerte a formar parte del imperio. Pero si se los pudiera unir bajo un jefe de su propio pueblo, un líder fuerte que simpatizara con Roma, entonces…
—Un momento —intervino Vinicio—. Esa probabilidad es sumamente remota, muchacho. Conozco a los germanos. Un simpatizante de Roma, como tú, por ejemplo —dijo estas palabras con sedosa neutralidad—, no tendría la menor esperanza de conseguir el respaldo que necesitaría. Y si tratáramos de imponerlo desde fuera, no duraría un mes.
Arminio se volvió hacia él.
—Tienes razón, desde luego. Como dije, sólo exponía una teoría. Pero si fuera posible, resolvería los problemas de Roma de un plumazo, ¿verdad?
—Claro que sí. Siempre que pudiéramos fiarnos de ese líder teórico.
Los ojos del joven centellearon. Se incorporó en el diván, y pensé que se derramaría sangre, al menos metafóricamente. Pero entonces llegaron los esclavos con el plato principal y se restauró la concordia.
Miré a Fabio que, como decía, era uno de los consejeros de mayor confianza de Augusto. Parecía sumamente pensativo, y más de una vez durante el resto de la velada vi que posaba los ojos en el joven germano con expresión especulativa. Pero no volvió a tocar el tema, al menos en mi presencia.
Volví a ver a Arminio con frecuencia, casi siempre en casa de Lucio, pues el joven, con su pasión por los asuntos militares, había adoptado a mi sobrino casi como mentor. Aún me impresionaba. Tenía criterio, inteligencia, buena crianza y, sobre todo, una manifiesta devoción por Roma y los valores romanos. Junto con su idealismo esto lo hacía, como había dicho Fabio, más romano que yo, especialmente en lo concerniente a las dos últimas cualidades. Cuando volvió a vivir con su gente, perdimos el contacto casi por un año; hasta que me entregaron Germania y él fue a verme a Vetera con los representantes de otras tribus, para presentar sus respetos. Llevaba atuendo germano, y el pelo largo al estilo germano. Aunque fue totalmente cortés, me saludó con seriedad, y confieso que me sentí bastante ofendido.
Un desatino por mi parte. Como descubriría antes del final del día, la patente hostilidad de Arminio tenía un propósito.
Me estaba relajando en mis aposentos después del baño cuando entró un germano alto. La capa lo cubría hasta las cejas, pero lo reconocí: Arminio, sin duda. Se destapó la cara y nos dimos la mano por segunda vez ese día; por su parte, cálidamente.
—Varo, lo lamento —dijo—. Mi comportamiento de hoy fue espantoso.
—Al contrario, muchacho. —Yo empezaba a deshelarme. A pesar de su apariencia, éste era el Arminio que conocía—. Tus modales germanos son impecables.
Se rió y se sentó en el taburete del escritorio. Aunque fueran los aposentos del gobernador de Germania y comandante de los ejércitos del Rin, eran totalmente espartanos, y lo serían hasta que el resto de mi mobiliario llegara de Roma.
—¿Qué te parece el disfraz? —preguntó—. ¿Y el corte de pelo?
Él sonreía; yo no.
—Curiosamente, te sientan bien —le dije. Y así era. En Roma parecía un romano. Aquí parecía más germano que los germanos—. Pero no sabía que estaba de moda entre los germanos cubrirse la cabeza con la capa. Y menos bajo techo.
—Era necesario —dijo con gravedad—. Preferiría que nadie se enterase de esta conversación. Ni romano ni germano.
—¿Es delito que viejos amigos hablen en privado?
—Posiblemente. Dadas las circunstancias.
No me gustaba el olor del asunto. Decidí ser cauto, y me volví hacia la bandeja de vino para que mi cautela no se notara.
—Explícate —dije.
—¿Recuerdas el plan que hablamos? ¿Cuando nos conocimos?
—¿Tu grandiosa idea de transformar Germania en un reino títere occidental? Sí, claro que lo recuerdo.
—Deberíamos hablar de él nuevamente. Más en serio, esta vez.
Por naturaleza, soy más diplomático que soldado. Mientras servía el vino y se lo entregaba, mantuve una expresión neutra.
—Continúa.
Arminio bebió un sorbo y dejó la copa.
—Dentro de poco, general —me dijo—, romperé con Roma. Comenzaré a ganar respaldo entre los jóvenes de mi tribu, luego entre otras tribus. Les diré que los germanos sólo podemos resistir contra los romanos si nos juntamos y vivimos fuera de vuestros límites, como hemos vivido siempre.
Yo le clavaba los ojos, demasiado azorado para interrumpir.
—Cuando griten los pacificadores, yo gritaré más. Seguiré gritando hasta que los fanáticos crean que me opongo a Roma más que ellos, y me brinden su confianza y su lealtad. Y tú, general, me ayudarás.
Me levanté; no sé qué me proponía hacer, porque en ese momento no podía pensar con claridad. Llamar a los guardias, quizá. En todo caso, él me contuvo.