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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Las cenizas de Ovidio (20 page)

—Escúchame hasta el final —dijo—. Por favor.

Me senté, al igual que él. Cuando habló de nuevo, lo hizo con la misma voz serena que había usado para condenarse.

—Créeme, no soy traidor a Roma. El hecho de que te haya dicho esto lo demuestra. Dame carta blanca entre este lugar y el Elba, y uniré a las tribus en una federación que yo controlaré. ¡Yo la controlaré!

Mi cabeza daba vueltas.

—Arminio, ¿me estás diciendo, a mí, el gobernador romano, que planeas una rebelión? —Esperaba que lo negara, pero no dijo nada—. ¡Estás loco!

Meneó enfáticamente la cabeza.

—No, general, no estoy loco. Y rebelión no es la palabra adecuada.

—¿Cuál es, entonces? ¿Traición?

—Tampoco —insistió—. No habrá problemas. No habrá problemas reales. Te lo prometo.

Yo no sabía qué decir. Sólo me quedé mirándolo.

—¡Piensa, Varo! —Se inclinó hacia mí, con ojos relucientes—. Roma quiere la Alta Germania y una frontera firme en el norte. Los germanos quieren que los dejen en paz. Hoy día, ambos objetivos son incompatibles. Los germanos constituyen una amenaza constante, y los romanos no tenemos las fuerzas necesarias para ocupar y defender el territorio que necesitamos. Empate. Le ofrezco a Roma una solución. Le ofrezco una salida.

—¿Uniendo las tribus y acrecentando la amenaza?

—¡No! —Golpeó el escritorio con tal fuerza que pensé que había partido la madera—. ¡Te lo he dicho! ¡Para romper el empate a favor de Roma! A largo plazo, Roma se beneficiará.

—¿Y a corto plazo? Serías un rebelde. Cualquier romano que te ayudara sería un traidor.

Para ser franco, yo discutía para salvar las apariencias. La mitad de mí ya estaba convencida, y la otra mitad (así soy yo, será mejor que lo confiese ahora, e interpretadlo como queráis) olía oro, que es el olor más excitante del mundo…

¡Cielos! ¡Lo que es ser venal! ¡Mas bendito el hombre que confiesa sus flaquezas y las satisface con buena conciencia mientras puede! A fin de cuentas, lo que Arminio proponía era para el bien de Roma, ¿verdad? ¿Quién era yo para disuadirlo de esa loable ambición? Y menos si además me ganaba unos cobres.

—A corto plazo, Varo —dijo Arminio, respondiendo a mi pregunta—, sólo tendrás que confiar en mí.

Recordé las palabras de Vinicio en el banquete, y la reacción del joven.

—Conque es una cuestión de confianza.

—Sí, general —dijo cuidadosamente Arminio, mirándome a los ojos—. Es una cuestión de confianza.

Lo miré largo rato, sopesándolo. No sólo sus palabras de ese momento, sino lo que recordaba de nuestras conversaciones del pasado. Luego sopesé sus modales, su convicción, y también su aura indefinible. Seré codicioso, pero no soy tonto; la traición tiene sus recompensas, pero también sus peligros.

Al fin asentí.

—Muy bien, príncipe Arminio —le dije—. Ya tienes a tu traidor.

Ninguno de los dos había mencionado la paga, desde luego. Eso llegaría después, cuando comentáramos las condiciones de mi traición de modo civilizado, como si no tuvieran importancia. Y para él no las tenían, estoy seguro. Como he dicho, el muchacho tiene buena crianza, y en esto, al menos, Arminio el germano es mejor romano que yo.

23

Cuando se fue Harpala, envié al esclavo en busca de otra jarra de vino. Después de lo que nos había revelado, la necesitaba.

—¿No sabías que Fabio se había suicidado? —le pregunté a Perila—. ¿Ni siquiera lo sospechabas?

—No. —Ella todavía estaba pálida. Joder, ese día había sufrido conmociones suficientes para tumbar a cualquiera que tuviera el doble de sus agallas—. La tía Marcia ni siquiera lo insinuó. Pensé que lo habían encontrado muerto en su estudio, y supongo que esa parte sería cierta. No creo que ni siquiera mi madre supiera que no fue una muerte natural.

—¿Crees que Marcia confirmaría la historia si le preguntaras sin rodeos?

—Lo dudo. Y no me pidas que lo intente, Marco, porque no lo haré. Sería terriblemente doloroso para ella. Si ha guardado el secreto tanto tiempo, debe de tener buenos motivos.

—Claro que sí. Tiene excelentes motivos. Si lo que dice Harpala es cierto, Verruga tiene por lo menos dos muertes en su conciencia y no quiere que se sepa nada sobre ellas. Claro, Póstumo tenía que morir. Como último pariente varón de Augusto, políticamente sería tan bien recibido como una pulga en una barbería, y si era tan canalla como decían, nadie derramaría muchas lágrimas. Pero Fabio es diferente. Él no era culpable de nada. Y si se propagaba la noticia de que Augusto había hablado con su nieto pocos meses antes de morir, sería sumamente embarazoso para Verruga.

—¿Por qué sería tan embarazoso? Si el propio Augusto dio la orden de que mataran a Póstumo…

—¡Por favor, Perila! Sé adulta. Se demostraría que él no dio la orden, que la muerte de Póstumo fue idea de Tiberio. ¿Por qué crees que el viejo fue a Planasia? ¿Para hacerle muecas a su nieto detrás de las rejas?

—Dímelo tú, Corvino.

—Bien. Vayamos por partes. Augusto estaba viejo y enfermo, pero se tomó el trabajo de visitar a Póstumo personalmente. ¿Por qué haría semejante cosa?

—¿Porque lo que tenía que decirle era demasiado confidencial para valerse de un mensajero?

—Correcto. Y quizá demasiado personal. Digamos que el hombre quería disculparse. Admitir que había cometido un error, un tremendo error.

—¡Pero él mismo había exiliado a Póstumo! ¿Por qué cambiaría de opinión?

—No lo sé, pero apuesto uno contra cinco a que tengo razón. Fue a enmendar la disputa y dar a su nieto la promesa personal de que enderezaría el entuerto en cuanto pudiera.

—Mencionaste un error. ¿Qué clase de error?

—Quizá Póstumo no fuera tan canalla como lo pintaron. Quizá Augusto descubrió que alguien lo había difamado y deseaba retractarse.

Perila me miró, pasmada.

—¿Tiberio?

—Es muy probable. Verruga se liberó de Póstumo apenas tuvo la oportunidad. Y tu tío Fabio también tenía que morir, porque era el único con vida que sabía la verdad. El porqué del secreto también es bastante obvio. Como heredero de Augusto, Tiberio estaría masticando ladrillos si pensaba que el abuelo pensaba traer de vuelta al pequeño Póstumo. Todo encaja. Encaja a la perfección. Y explica también qué se proponían Julia y Paulo.

—Julia fue exiliada seis años antes de que sucediera todo esto, Marco. ¿Cómo podía relacionarse la muerte de Póstumo con la conspiración de Paulo?

—Escucha. Póstumo es el nudo faltante. Con Cayo y Lucio muertos, él era el único hermano superviviente de Julia, y el único descendiente masculino directo de Augusto, ¿verdad?

—Sí, pero aún no entiendo qué…

—Tú misma me diste la idea, la primera noche en que estuvimos juntos. Dijiste que un esposo tiene ciertos derechos. Julia sería nieta del emperador, pero también era mujer. No podía obtener ningún tipo de poder a través de su relación con Augusto. Al menos, ningún poder directo. ¡Pero su esposo sí!

—Corvino, sabemos que Paulo conspiró contra Augusto. Eso no es ningún secreto.

—Sí, ¿pero qué posibilidades tenía por su cuenta? Augusto había sido mandamás durante dos generaciones. ¿Crees que Paulo sólo tenía que presentarse con Julia al lado para que el estado le cayera en las rodillas como una ciruela madura? Era un personaje menor cuyo único mérito consistía en haberse casado con la nieta del emperador.

—Desde luego. Ya hablamos antes de esto. Por eso decías que necesitaba a Tiberio.

—Correcto. Pero eso era cuando pensábamos que Verruga era nuestro cuarto hombre. Ahora sabemos que no pudo haber sido él. ¿Y si Paulo tenía en su equipo al único descendiente masculino de Augusto que sobrevivía?

—¿Dices que estaba confabulado con Póstumo?

Sacudí la cabeza.

—No, Póstumo ya estaba en el exilio. Pero su hermana Julia estaba allí para representar sus intereses.

—Pero Augusto lo había desterrado. Sólo podía competir si el emperador ya estaba muerto.

—Así es. Todo casa como antes, sólo que ponemos a Póstumo en vez de Tiberio. Paulo y Julia tumban a Augusto y traen a Póstumo a Roma. Luego Póstumo asciende al trono con Paulo como mano derecha, o hacen un trato para repartirse el estado.

Perila suspiró.

—Lo lamento, Corvino, pero no funciona. Como argumentación, está llena de agujeros.

—¿De veras? —Me recliné y me crucé de brazos—. Nombra algunos.

—Ante todo, no puedes quedarte con ambas cosas. Por una parte, dices que Augusto sospechó que Tiberio había difamado a Póstumo y por otra que Póstumo estaba implicado en una conspiración contra Augusto. ¿No es un poco incoherente?

—No necesariamente. Póstumo no tenía por qué estar al tanto de la conspiración. Si hubiera salido bien, no habría sido el primer monarca que actuara como figurón. Una vez que muriera Augusto…

—Exacto. Ahí empezarían los problemas. Ante todo, la muerte tendría que parecer natural. Eso sería bastante difícil. Segundo, ¿por qué sería Póstumo quien reemplazara a Augusto? Nunca cumplió ninguna función pública. El propio Augusto lo había desheredado y desterrado, y Tiberio ya estaba designado para la sucesión. El Senado lo habría preferido a Póstumo sin vacilar, a menos que Paulo y Julia pudieran presentar un testamento cuya falsificación fuera tan convincente como para competir con el oficial. Tercero, aunque por milagro el Senado aceptara a Póstumo como heredero de Augusto, Paulo y Julia aún necesitarían fuerza física para respaldar su reclamo. ¿De dónde vendría? ¿O piensas que Tiberio daría un paso al lado y dejaría que se salieran con la suya?

—Es verdad. —¡Por Júpiter! Bien, yo se lo había preguntado—. Bien hecho, Perila. Quizá tenga algunos agujeros. Aun así, Paulo tiene que haber estado bastante seguro del terreno que pisaba.

—¿Cómo lo sabemos?

—Tenía que ser así, porque la conspiración se produjo. Aunque Paulo no se haya salido con la suya, con seguridad que no se despertó una mañana diciendo «¡Qué día tan bonito para organizar una conspiración!».

—No seas sarcástico, Marco.

—No lo soy. Algo le tiene que haber dado la certeza de que obtendría el respaldo que necesitaba, político y militar. Acepto tus argumentos, pero tiene que haber algún modo de sortearlos porque Paulo tramó su conspiración. La pregunta es la siguiente: si no contaba con Póstumo, ¿con quién contaba?

—Con el desconocido de Davo. El cuarto conspirador.

Asentí.

—Correcto. Él es la clave, estoy seguro. Siempre volvemos a él.

—¿Quién pudo haber sido, si no era Póstumo?

—Alguien muy encumbrado. Sabemos eso, porque así fue como llegó a participar. —Fruncí el ceño y bebí mi vino—. ¿Qué te parece este complot? Póstumo es el mascarón, Paulo es el cabecilla, con Julia como su enlace dinástico. Silano tiene los contactos de sangre azul que necesitarán para persuadir a las viejas familias senatoriales cuando se produzca el golpe. Y nuestro cuarto hombre logra que todo sea posible. Brinda el apoyo político y militar que garantiza todo lo demás. O, si su trabajo era colaborar con Augusto destruyendo el complot desde dentro, finge garantizarlo.

—¿Y quién era?

Me apoyé la cabeza entre las manos.

—¡Perila, no lo sé! Verruga habría sido ideal. Nadie más parece tan atinado. Pero aunque Verruga hubiera estado en Roma en el momento apropiado, no pudo haber sido el que buscamos, ahora que sabemos lo de Póstumo. Paulo y Julia no le habrían tenido la menor confianza. Así que estamos atascados. El que dio el respaldo de alta graduación que necesitaba la conspiración tendría que sobresalir mucho, pero no es así. Y no es así porque no había nadie que fuera tan importante.

—No te desanimes, Corvino —me regañó Perila—. No está tan mal. Al menos ahora tenemos la conexión con Póstumo. Ojalá lo hubiéramos sabido antes de…

Calló de golpe, y me incorporé.

—¿Has pensado en algo? —pregunté.

—No. No, no es eso. Nada relacionado directamente con Póstumo, al menos. Pero he recordado algo que mi padrastro escribió en uno de sus poemas, y que podría encajar con lo que nos dijo Harpala sobre la muerte de mi tío.

—¿Sí? ¿Qué cosa?

—No puedo citar los versos de memoria. Necesito el libro. —Se levantó—. Aguarda un momento. El tío Fabio tenía todas las obras de mi padrastro. Habrá un ejemplar en su estudio.

Mientras yo esperaba, me serví otra copa de vino de la nueva jarra. No le había ocultado nada a Perila. Aparte de Tiberio, no había nadie que tuviera el poder que buscábamos, máxime porque si las cosas se complicaban Paulo y sus amigos habrían tenido que liquidar al mismo Verruga. En tal caso no podían ganar demasiado. Y aunque el cuarto conspirador hubiera sido un agente doble, los otros tendrían que considerarlo leal. No, estaba atorado. Mi única posibilidad era que surgiera otra cosa. Si Escílax localizaba al mastodonte con acento de serrucho…

—Aquí está, Marco. —Perila había regresado con un libro parcialmente desenrollado. Me lo entregó y se inclinó sobre el respaldo de mi silla mientras yo leía, y me apoyó la afilada barbilla entre el cuello y el hombro.

Te proponías, Máximo, orgullo de los Fabios,

suplicar por mí ante el dios Augusto

pero moriste antes de presentar tu súplica.

Creo

que causé tu muerte,

Máximo

(yo, que tan poco valía).

El miedo ya no me permite confiar en nadie.

Con tu muerte, la ayuda misma ha muerto

Augusto se disponía a perdonar mi engaño

cuando también él murió,

para mal

de este mundo y de mis esperanzas.

—No tiene sentido, ¿verdad? —dijo Perila cuando dejé el libro—. ¿Cómo podía mi padrastro pensar que él era responsable? Hacía seis años que estaba desterrado en Tomi cuando murió el tío Fabio.

No dije nada. Pensaba en Marcia. Ella también se había culpado por la muerte de Fabio. Dos personas sostenían, cada una por su parte, que habían causado una muerte que según las apariencias no era culpa de nadie: la muerte natural de un viejo cansado. Aunque hubieran obligado a Fabio a suicidarse, ambos no podían tener razón.

A menos que sí la tuvieran.

—¡Marco! —De pronto Perila me estrujó el hombro—. ¡Te hice una pregunta!

—¿Qué? —Parpadeé. Quizá había vuelto a beber demasiado vino—. Sí, disculpa. Hazla de nuevo.

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