Las cenizas de Ovidio (24 page)

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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

La noche está fría, y oigo el repiqueteo de la lluvia en el techo y las paredes de mi tienda. Le he pedido a Agrón que me caliente un poco de vino. Quizá me ayude a dormir.

27

Cuando llegué a casa a la mañana siguiente, un esclavo remoloneaba frente a mi puerta.

—El amo quiere verte —dijo.

Solté un gruñido. Después de la noche anterior esperaba un día de ocio en el jardín, seguido por varias docenas de ostras de Bayas.

—¿Tu amo tiene nombre?

—Sí, Escílax.

Sentí el primer cosquilleo de emoción.

—¿Te dijo de qué se trataba?

—No.

Ahora reconocía al esclavo: el fornido hispano que barría la arena en el ruedo de ejercicios de Escílax.

—Supongo que no se te ocurrió decírselo a mi esclavo Batilo. Él sabía dónde estaba yo.

El sarcasmo rebotó como garbanzos secos en el peto de una coraza. El hombre ni siquiera pestañeó.

—El amo dijo que era personal —dijo—. No estabas, así que esperé. Hasta que llegaras.

Este muchacho era un desperdicio barriendo arena. Podría haberlo usado como freno de puerta.

—De acuerdo, amigo —dije—. Busco a los muchachos y voy contigo.

Escílax estaba reparando la empuñadura de una espada de entrenamiento cuando entramos. Abrió mucho los ojos al ver a los cuatro galos. Tres de los muchachos se hallaban bastante vapuleados, pero estaban muy felices después de la colisión y cambiarlos por modelos nuevos habría sido una crueldad.

—Entonces Dafnis te encontró —dijo.

—¿Dafnis?

Escílax se encogió de hombros.

—No es culpa mía. El pobre diablo ya tenía ese nombre cuando lo compré. —Dejó la espada de madera—. Tengo la información que necesitabas.

Se me aceleró el corazón.

—¿Has encontrado al Gran Fritz?

—Sí. Pura casualidad. Se llama Agrón y tiene una herrería en la Suburra.

—¿En qué parte de la Suburra?

—Deja que me ponga las botas y te llevaré.

Sacudí la cabeza.

—No, te agradezco, pero esto es asunto mío. Yo me encargaré de aquí en adelante.

—Ni lo sueñes. —Escílax se levantó. Descalzo era aún más bajo que de costumbre—. Yo he encontrado a tu muchacho. Ahora quiero participar. O al menos una explicación.

—Mira, Escílax, no me presiones. Te lo contaré después, te lo prometo.

—Púdrete después. —Se plantó ante mí como un bloque de cemento—. Vamos, Corvino. Me lo debes. Y el problema en que te has metido está empeorando. Dime si me equivoco.

—Sí, las cosas se están calentando —dije a regañadientes.

—¿Otra pelea?

—Una menudencia.

—No me vengas con eso. —La cara de madera de Escílax se partió en una sonrisa y señaló a los Amigos Entrañables—. Sólo me llevaría un mes transformar a cualquiera de esas moles en un gladiador de primera. Ahí tienes un ejército de cuatro hombres, muchacho, y aun así está abollado. ¿Quiénes eran los contrincantes? ¿Pretorianos?

—Casi. —Vacilé, viendo que no podía escabullirme—. ¿Alguna vez oíste hablar de legionarios que se dedicaran al bandidaje?

Escílax quedó boquiabierto.

—¿Te atracaron legionarios?

—Que yo sepa, sólo uno de ellos lo era seguro. Pero los demás actuaban como veteranos.

—¡Maldición! —Escupió en los tablones desnudos—. ¿Cuántos?

—Una docena. Quizá más. No los conté.

—Con razón te hirieron. —Me estudiaba con la mirada—. Tienes suerte de estar con vida, amigo.

—Recibimos ayuda. Un pelotón de reclutas que pasaba por allí y necesitaba el ejercicio. —Le conté la historia—. ¿Cuál es tu explicación?

—A veces consigues hombres que han abandonado las filas. Ladrones. Cobardes. Fugitivos. Pero no tantos, y menos en Italia, y aún menos por docenas. —Hizo una pausa—. Y nunca actúan por su cuenta.

—Eso pensé.

—¿Has irritado a alguien recientemente, muchacho? ¿Alguien de mayor talla que tú, con contactos en el ejército?

—Quizá. Mira, Escílax, no te quiero ocultar nada, pero no deseo que intervengas.

—Al cuerno con eso. —Escílax había recogido un par de gruesas botas claveteadas de soldado y se las estaba calzando—. Por lo que me cuentas, el tal Agrón puede ser problemático, aunque lleves tu ejército privado. Y no permitiré que nadie devuelva a mi patrón tendido en un tablón. ¿Vale?

—Vale. —Concedí mi derrota. No tenía muchas opciones—. Haz como gustes. Pero si en el futuro próximo descubres que te han separado de tus cojones, no digas que no te previne.

Sonrió, y partimos hacia la Suburra.

Caminábamos por la vía Toscana, y los Amigos Entrañables practicaban su habitual número del ariete con el gentío, así que pudimos avanzar en línea recta a velocidad aceptable. De todos modos, habríamos estado bien sin los muchachos. Nadie detiene a Escílax.

—¿Cómo averiguaste el paradero de este hombre? —pregunté.

—Pura casualidad. —Escílax frunció el ceño—. Hace un par de días un amigo se enzarzó con un matón frente al Altar de Libera y estrelló la empuñadura de su daga contra la dentadura del fulano. Fue a la herrería más cercana para repararla, y adivina quién empuñaba el martillo.

—Espero que tu amigo no se haya delatado.

—No. —Escílax escupió en la calle—. El viejo Baso es sutil. Hizo reparar la daga, pagó y se marchó. No te preocupes. No nos estarán esperando.

Pasamos frente a los vendedores de especias y llegamos al sector de los fabricantes de perfumes. Me detuve en uno de los puestos más distinguidos y hurgué un poco, pero no había nada que Perila no tocaría con una pértiga. Escílax le compró una caja de crema amarilla y brillante a un vendedor acuclillado en la acera.

—Una sustancia hedionda, pero ahuyenta a las moscas cuando transpiras. —Me la pasó—. ¿Quieres probar?

Olí con cautela y casi vomité.

—¿Qué demonios es eso?

—Júpiter sabrá. El vendedor lo llama Zumo de Gorila.

—Prefiero a las moscas. —Le devolví la caja—. ¿Cómo dijiste que se llamaba el Gran Fritz?

—Agrón. Baso llegó a sonsacarle eso. Es un ilirio, como pensábamos. ―Escílax se paró en seco—. Bien, ya cumplí con mi parte, muchacho, y ahora es tu turno. Tomémonos un rato para las explicaciones.

Suspiré.

—Mira, no puedo decírtelo, ¿entiendes? Todavía no. Quizá después, cuando todo esto empiece a tener mayor sentido. Pero ahora no.

Escílax sacudió la cabeza y siguió caminando.

—Estás en verdaderos problemas, muchacho —dijo—. Hasta las cejas.

Ya estábamos en plena Suburra y vi el altar de Libera, medio oculto por el sórdido caos de los puestos de buhoneros y el agolpamiento de los ciudadanos más pobres de Roma. Con razón Escílax no había podido dar con ese hombre. Multitudes aparte, la Suburra tiene su propia ley. Si formas parte de ella, puedes desaparecer como agua en la arena, y todos mienten como descosidos para ocultarte.

—Allá tienes la calle de los Herreros —dijo Escílax—. La tienda de Agrón está a medio camino.

La encontramos, y estaba cerrada. Bien cerrada. Habían tapado la entrada con persianas de madera y las habían asegurado con un candado.

—Quizá se tomó el día libre —dijo Escílax con aire culpable.

—¡Seguro! Para el funeral de su abuela, sin duda. ¡Acaba de terminar Floralia, por el amor de Júpiter! ¿Quién se toma un día libre en esta época del año?

—¿Estáis buscando a Agrón?

Giré sobre los talones. Un hombrecillo gordo había salido de la tienda de comida de al lado sosteniendo un viscoso puñado de lo que esperé fueran pellejos de salchichas.

—Sí. ¿Sabes dónde está, amigo?

—¿Te llamas Corvino?

Mierda.

—Sí, ése soy yo.

El hombre me miró como si yo acabara de sodomizar a su minino.

—Dijo que quizá vinieras después de que tu amigo lo visitara para reparar su cuchillo. —Vaya, Baso era sumamente sutil. Tan sutil como una tonelada de cemento—. Me pidió que te dijera que lamentaba no poder verte, pero que estaría en contacto si todavía tienes problemas con la nariz. ¿Eso tiene sentido?

Me reí contra mi voluntad.

—¿Cuál es la gracia? —preguntó Escílax.

—Nada. Una broma personal. —El hombre sería mi enemigo pero tenía estilo. Estilo y cerebro. El apellido de Ovidio era Nasón, la Nariz, así que era un doble retruécano.

—¿Sabes adónde fue? —Escílax se volvió hacia el vendedor de salchichas.

—No. —El hombre volvió a entrar en su tienda. Escílax se dispuso a seguirlo pero lo contuve.

—Tomémoslo con calma —dije—. Lo ahuyentarás.

—Ese canalla servirá de alimento para sus clientes. No notarán la diferencia.

—¡Tranquilo! —Me adelanté y entré en la tienda. El hombre estaba rellenando los pellejos con un mejunje repulsivo que sacaba de un cuenco rajado. La tienda olía a grasa quemada, aceite de oliva barato y carne muerta hacía tiempo—. ¿Las vendes, amigo, o sólo las fabricas?

El hombre frunció el ceño.

—¿Morcilla, albóndigas o salchicha lucana?

—¿Auténtica salchicha lucana? ¿La traes desde Luca?

Los dedos gordos retorcieron el pellejo relleno con crueldad.

—¿Eres actor o algo así, compadre?

—Vale. Sólo calienta un par de las mejores, ¿de acuerdo? —Recordé que los Amigos Entrañables aguardaban pacientemente afuera—. Mejor que sea una docena.

Saqué una pieza de oro del zurrón y la arrojé a la mesa. Los ojos del tendero la siguieron, pero mantuvo las manos en el cuenco.

—Las salchichas valen dos cobres cada una —dijo. No apartaba los ojos de la moneda. Yo sabía que no ganaba eso en un mes.

—Somos gente rica —dije—. Ahora háblanos de Agrón. Y no te olvides de las salchichas, porque mis muchachos se ponen nerviosos cuando pasan hambre, ¿vale?

—Pierdes el tiempo. —Tendió la mano hacia un garfio que colgaba sobre su cabeza, bajó una ristra de salchichas y las puso en la parrilla ennegrecida de grasa—. No sé nada.

—Venga, Corvino, déjame encargarme de esto —murmuró Escílax. No movió un músculo, pero el gordo cocinero mostró los blancos de los ojos. Escílax surte ese efecto en la gente.

—Última oportunidad, amigo —dije—. Después dejaré que mi amigo haga las preguntas. ¿Cómo te llamas?

—Tarquino.

—¡Maldición! —murmuró Escílax.

No le presté atención.

—Bien, Tarquino, tómalo con calma y cuéntanos lo que sabes.

—Ya te he dicho que no sé nada.

—Vale. Empieza por el principio, sigue por el medio y para cuando llegues al final. El hombre es ilirio, ¿verdad?

El gordo suspiró.

—Sí —dijo—, viene de Singidunum, aunque no sé dónde diablos queda.

—Sobre el Danubio, al oeste de Sirmio.

—Seguro, si tú lo dices. Llegó aquí hace nueve o diez años. Quizá doce, no lo recuerdo. El patrón le compró la tienda y lo ayudó a instalarse.

—¿Quién es el patrón?

—¿Cómo iba a saberlo? Los aristócratas sois todos iguales.

—Cuida esa bocaza —gruñó Escílax.

—¿Entonces es un ex esclavo? —dije.

Tarquino pasó la punta de una espátula bajo las salchichas medio cocidas y las hizo girar con una diestra torsión de la muñeca.

—No, ex soldado. El patrón era militar por aquellos lares. Cuando le dieron la baja, regresó con este hombre a Roma.

¡Magno Júpiter!

—¿Alguna vez viste al patrón?

—No. ¿Qué haría por aquí uno de los tuyos? Mejorando lo presente, desde luego.

—¿Agrón mencionó su nombre alguna vez?

—No, ni se lo pregunté.

—¿Todavía está en Roma?

—¿El patrón? Ni idea. Quizá sí, quizá no. —Metió la mano en un cacharro y sacó dos panes grasientos de aspecto rancio—. Quizá esté criando malvas en alguna parte. ¿Cuántos platos quieres?

—Son para llevar. ¿Es todo lo que puedes decirnos?

—Es todo. —Cogió la moneda de oro y se la metió en el zurrón que llevaba en la cintura—. Que disfrutéis la comida.

Dimos el pan y las salchichas a los Amigos Entrañables, que las devoraron como si no hubieran comido en un mes. Pensé que vomitarían las entrañas durante el regreso, pero no fue así. Los galos deben de tener estómago de hierro. O quizá les gusta el perro de cinco días.

Conque el Gran Fritz había sido soldado. Y su patrón había sido un oficial que había tenido un puesto «por aquellos lares». Aunque era sugerente, ese dato no me llevaba muy lejos. Para un hombre como Tarquino, «aquellos lares» podía significar cualquier cosa, desde el Rin hasta Tracia. O incluso el sur, Hispania o Egipto. Y el «militar» podía ser cualquiera, desde Tiberio hasta Pomponio el decurión. Incluso podía ser mi padre…

Dejé a Escílax en el gimnasio y me fui a casa. Esa noche no visité a Perila. Batilo no podía encontrar ostras, y de todos modos no tenía la energía.

Varo a sí mismo

Hemos marchado todo el día. El tiempo empeora, el camino es apenas un sendero. El ataque debía producirse esta mañana, en la linde del bosque, pero no pasó nada. ¡Nada! Sólo escaramuzas entre mi avanzadilla y algunos enemigos que se escabullían en la arboleda como fantasmas y llevaban a los nuestros a la muerte.

¿Dónde está el ejército germano? ¿Dónde está Arminio?

Me ha traicionado. Escríbelo, Varo. Escríbelo, idiota. Me ha traicionado.

Confianza. Pero es romano. Eso dijo Fabio. Lo dijo Fabio. Arminio es más romano que yo…

¡Y yo le creí!

Traidor. Traidor. ¡Traidor venal y crédulo!

Podríamos regresar. Aún podríamos regresar. ¿Pero qué será de Roma? Le he dejado formar su ejército, le he ayudado a unir a las tribus. Yo soy el responsable, sólo yo, y debo ser yo quien lo destruya. Si podemos atravesar este bosque, estaremos en el corazón de sus tierras, y todavía somos tres legiones. Si tan sólo tuviéramos un mapa. Guías…

Vela ha venido y se ha ido. Pedía (suplicaba) órdenes. Olí su miedo, el miedo al bosque que ha disimulado durante toda la marcha, y que yo confundí con conocimiento de mi artimaña. Le dije que incendiara los carros de bagaje sobrantes. Si queremos salir airosos de esto y aplastar a Arminio, debemos movernos deprisa. Todavía somos un ejército…

No, me engaño a mí mismo. Estamos muertos. Todos.

¡Traidor!

28

Esa noche mi cabeza estaba tan acelerada que no me dejaba dormir. Le pedí a Batilo una jarra de vino con especias y me instalé en mi estudio para reflexionar.

La revuelta iliria casi nos había paralizado. Claro que con el tiempo recobramos el ímpetu —el águila romana siempre recobra el ímpetu—, pero se necesitaron dos años para normalizar la situación; es decir, hicimos picadillo a esos cabrones. Fin de la historia, y hurra por nosotros.

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