Las cenizas de Ovidio (32 page)

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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

—¿Hubo muchos supervivientes?

—Bastantes. Algunos eran mensajeros, desde luego. Pero otros, como yo, sólo tuvieron suerte. Si así puedes llamarlo. Lo cierto es que vine a Roma y el ama persuadió a Asprenas de ponerme la herrería.

—Generoso por su parte.

Agrón se encogió de hombros.

—Él obtiene su tajada, como todos los patrones. Y no le costó nada. Se la dejó un amigo que falleció. De todos modos, he tenido ese local desde entonces. Eso es todo. Si quieres más, amigo, cuéntalo tú mismo.

Miré la placita donde estaban sentados Escílax y Dafnis. Dafnis nos daba la cara, de espaldas contra el árbol, los ojos entornados.

—¿Y ahora eres cliente de Asprenas? —Yo andaba a tientas. Aún no sabía bien con quién simpatizaba el grandote, y si Asprenas era nuestro hombre tendría que averiguarlo pronto.

—El general era mi auténtico patrón, pero sí, protejo los intereses de la familia. Hago diligencias de cuando en cuando. —Sonrió—. Intimido a los jóvenes listos.

—Y también les salvas la vida. —Nunca se lo había agradecido de veras. Quizá fuera el momento indicado.

—Eso no tuvo nada que ver contigo, Corvino. Te lo dije.

—¿Sabes quiénes eran esos tipos? ¿O quién los envió?

—No. No era cosa mía. —Frunció el ceño—. ¿Alguna vez te preguntaste por qué Tiberio recurriría a esos inservibles?

—¿A qué te refieres?

—¿Dónde tienes la sesera, Corvino? El hombre es emperador. Si quiere detenerte, ¿por qué no estás vomitando las tripas en el Tuliano?

Me recliné. Era una pregunta bastante sencilla, tan sencilla que me conmocionó. El Tuliano era la vieja prisión que estaba frente al foro, reservada para huéspedes del estado que aguardaban que las autoridades se decidieran a reducirles la talla por una cabeza. Y también para cualquier ciudadano particular que irritara al emperador, aunque esta función no era de conocimiento público.

—Quizá no se atrevió —dije.

—Ya, el hijo de papá tiene influencia. Bien, olvídate del Tuliano. Verruga pudo valerse de muchos otros métodos. Si yo fuera el mandamás, me habría deshecho de ti hace tiempo. En cambio, Verruga envía a los matones locales y las sobras de las legiones para hacer su trabajo sucio con discreción. Y yo te pregunto por qué.

—Más fácil. Más rápido. —Eran sólo excusas, y yo lo sabía.

—Pamplinas. Te he dicho que hay métodos más limpios. Recursos oficiales. ¿Por qué no usarlos?

El hombre tenía razón. Ésta era una tramoya de máximo nivel, de nivel imperial. Tenía que serlo, para que todo concordara. Aunque Asprenas estuviera implicado, sólo podía ser un intermediario, un agente de Tiberio y Livia. Había muchos modos en que habrían podido pararme el carro oficialmente, con un mínimo de riesgo y de alharaca; pero no habían recurrido a ellos. Y eso podía significar…

Tenía que reflexionar sobre esto.

Quizá yo estuviera equivocado. Quizá no fuera un encubrimiento oficial. Últimamente Verruga y su madre no se llevaban muy bien. Yo lo sabía. Si Livia actuaba a espaldas de Verruga, eso explicaría por qué no había podido usar recursos oficiales para silenciarme…

Pero eso tampoco tenía sentido. Tiberio necesitaba el encubrimiento tanto como Livia. Quizá más. Después de todo, tenía que saber cómo su madre lo había puesto en el trono. Tenía que estar enterado de los asesinatos y los exilios. Y por supuesto tenía que estar enterado de…

De…

Me quedé tieso.

¡Magno y todopoderoso Júpiter!

Agrón me clavaba los ojos.

—¿Corvino?

—Aguarda. —Si yo estaba en lo cierto, estaba salvado, tenía la solución—. ¡Aguarda, déjame pensar! Déjame pensar, por favor.

¿Qué había dicho Pomponio sobre Tiberio?

Ahora será primer ciudadano, pero es un militar hecho y derecho, un auténtico profesional
.

Un auténtico profesional. Un soldado. El mayor cumplido que Pomponio podía dedicar. ¡Por Júpiter, todo encajaba! ¡Claro que encajaba! Verruga era militar. Y sin embargo había aceptado (tenía que haber aceptado) un plan que mandaría a pique una provincia entera y la seguridad de la frontera del Rin…

¡Tres águilas perdidas! Tres águilas sagradas…

Verruga nunca habría hecho eso, ni para ganar una docena de imperios. Nunca en un millón de años. Y eso significaba…

—No lo sabe —susurré—. ¡Por Júpiter, el emperador no lo sabe!

—Corvino, ¿qué diantres…? —Agrón me aferró el brazo—. ¡Contrólate!

El tabernero nos miraba y fregaba distraídamente una copa con un trapo. Desvié la vista hacia la calle. Traté de dominar la voz, pero temblaba de emoción.

—¡Escucha! ¡Verruga no participó en la trampa de Varo! El resto, sí… Los asesinatos, quizá la conspiración de Paulo. No lo sé ni me importa. ¡Pero no sabía nada sobre Germania!

—Por Júpiter, Corvino, ¿quieres callarte? Todos…

—¡No, escucha! —Tenía que decirlo o reventaría—. ¡Ni siquiera sabe que hubo una trampa! El plan de Germania era de Livia, pero salió mal. ¡Y ahora la emperatriz está orinando ácido porque teme que su hijo lo averigüe, pues si lo averigua clavará el pellejo de esa zorra en las puertas del palacio! ¡Era ella quien trataba de detenerme! ¡No Tiberio y Livia! ¡Livia!

Y fue entonces cuando sucedió.

Como decía, estábamos sentados a la sombra junto a la puerta de la taberna, a un paso de la acera. Mientras yo decía el nombre de la emperatriz, un sujeto cualquiera que pasaba con andar cansino se detuvo como si le hubiera clavado un garfio en el cuello. Volvió la cabeza…

Nos miró un instante con ojos desorbitados, aflojando la mandíbula. Luego se giró y echó a correr como una liebre por donde había venido, en dirección contraria al inquilinato. Vi que Escílax y Dafnis se levantaban de un brinco, pero estaban a un buen trecho y no podrían alcanzarlo a menos que les crecieran alas en los pies.

—¡Mierda! —Yo también me levanté. Sabía que habíamos metido la pata y que era culpa mía. Ese hombre sabría qué aspecto tendría yo, sin duda. Escílax había tenido razón. Yo no tendría que haber ido—. Agrón, por…

No pude decir más. El fornido ilirio aún estaba sentado en la silla, los ojos desencajados y la cara pálida. De pronto se levantó, pasó a mi lado y corrió por la calle en pos del fugitivo. Lo seguí, pues no podía hacer otra cosa, aunque sabía que no podía igualar su velocidad ni su habilidad para esquivar peatones. Llegué a tiempo para ver que el fugitivo echaba una mirada frenética por encima del hombro y se escabullía por un callejón lateral.

Alguien —una mujer— gritó cuando Agrón se disponía a doblar la esquina. Se paró en seco como si hubiera descubierto que no había ningún callejón, sólo una pared de ladrillo; y de golpe se hizo silencio.

Entendí por qué cuando lo alcancé, con Escílax y Dafnis detrás de mí. Cuando lo vieron, ellos también se detuvieron. Dafnis echó un vistazo y vomitó en la acera.

El fugitivo estaba muerto. Muy muerto. En la boca del callejón se hallaba el puesto de un afilador de guadañas. El afilador debía de haber alzado una guadaña en el momento menos oportuno y la hoja alzada se había incrustado en la garganta del fugitivo. Pensé en Davo, aunque esta vez había más sangre. Mucha más sangre. De pronto se había aglomerado una multitud, como siempre ocurre después de un accidente. A través de la vibración de mis oídos oí que el afilador decía una y otra vez, como en una especie de salmodia:

—No pude hacer nada. No pude hacer nada.

Una joven estaba acurrucada en la esquina, entre la pared del callejón y el puesto, soltando gruñidos como un cerdo con asma. Su capa estaba empapada de rojo, como si alguien le hubiera derramado una jarra de vino. La vibración de mi cabeza se transformó en un zumbido caliente, y los ruidos de la calle se desvanecieron…

Me aferraron el brazo. Escílax me sacó del callejón.

—Vamos, muchacho —dijo—. No tenemos nada que ver con esto.

—Sí, pero no podemos…

—¿Quieres dar explicaciones a los magistrados?

Con eso me convenció. Lo seguí dando tumbos calle arriba. Los otros vinieron detrás. También estaban bastante conmocionados. Esperas decapitaciones en el circo, y allí no te conmocionan, pero en una esquina es diferente.

—Necesito un trago —dijo Escílax—. ¿Queda vino en esa jarra, Corvino?

—¿Qué jarra?

—¡Vamos, muchacho! ¡Donde estás tú siempre hay una jarra!

—Sí, claro. —Aún no lograba poner mi cerebro en marcha—. Esa jarra. Sírvete.

Regresamos en tropel a la taberna. Ya no tenía sentido fingir que no estábamos juntos, pues el tipo que queríamos vigilar yacía partido en dos en un callejón.

El sirio gordo nos echó una mirada suspicaz cuando entramos. Comprensible, dadas las circunstancias; pero la gente de la Suburra aprende desde pequeña a no inmiscuirse donde no debe si quiere seguir respirando, y cuando Escílax le sostuvo la mirada, pronto perdió el interés. Pedí otra ronda de ese brebaje y pagué con una moneda de plata. El sirio no me ofreció la vuelta, y yo no causé problemas. Después de lo que habíamos visto, estaba dispuesto a pagar un precio exorbitante por esa inmundicia.

—Vaya afeitado, ¿eh? —Dafnis estaba recobrando la compostura, y también su malicia natural.

—Noté que perdiste el desayuno bastante rápido, amigo —dijo ácidamente Agrón. Dafnis cerró el pico y puso mala cara. El sirio, aleteando con el vino, le echó una rápida ojeada desde sus gruesas cejas perfumadas y nos dejó en paz. La gente de la Suburra también es experta en evaluar situaciones.

—¿Qué sucedió? —Escílax dejó su copa vacía. Calculé que había empinado una generosa medida.

—Ese tipo identificó a Corvino —gruñó Dafnis—. Yo lo estaba observando. Echó un vistazo aquí dentro y echó a correr.

Escílax se volvió hacia mí. Tenía un aire amenazador.

—¿Es cierto, muchacho?

Abrí la boca para responder, pero Agrón se me adelantó.

—No. No reconoció a Corvino. Me reconoció a mí.

—¿Qué?

—Yo también le reconocí, y por eso huyó. Estaba muerto antes de que lo tocara la guadaña. Murió hace diez años.

39

Semejante comentario te pone la carne de gallina. Dafnis hizo una señal contra la mala suerte, y hasta Escílax contuvo el aliento.

—¿De qué diantres hablas? —preguntó.

Agrón se llevó la copa a los labios y la vació. Fijaba los ojos en el vacío.

—Se llamaba Ceonio —dijo—. Era uno de los comandantes de campo de Varo. Y murió en el Teutoburgo junto con los demás.

Se podría haber oído la caída de un alfiler.

—Tonterías —dijo Escílax al fin—. No era ningún fantasma. Era un hombre de carne y hueso. Y de sangre, por lo visto.

Agrón no se inmutó.

—Quizá. Pero yo vi con mis propios ojos cómo lo capturaban. Y los germanos no tomaban prisioneros.

—¿Y dónde estabas tú? —se burló Dafnis—. ¿Escondido?

Agrón se volvió lentamente hacia él.

—Así es, amigo. Estaba escondido. ¿Quieres hacer algún comentario?

—¡Basta, Dafnis! —gruñó Escílax—. ¿Quién era el tal Ceonio?

—Como te decía, uno de los comandantes. Un sabandija que habría vendido a la abuela por un cobre. Si los germanos no lo hubieran matado, con el tiempo lo habrían matado sus propios hombres. Yo mismo lo habría hecho.

Iba a servirme más vino, pero desistí. Una terapia drástica es una cosa, pero no quería arruinarme el paladar.

—¿Dices que estuvo en la matanza?

—Sí. Fue uno de los oficiales que sugirió la rendición.

—Explícate.

Agrón se encogió de hombros.

—¿Qué quieres que explique? Un grupo de oficiales fue a la tienda del general el segundo día para exigirle que pidiera condiciones a los germanos. Ceonio era el portavoz.

Eso concordaba con la teoría que yo había elaborado para Vela. Asprenas no había participado en la marcha, pero necesitaría un agente para hacer ciertas sugerencias en ciertos momentos. Varo podría haber sobrevivido físicamente si se rendía ante Arminio. Políticamente, tanto él como Augusto serían cadáveres. Ése era el propósito del plan.

—¿Y qué sucedió?

—El general lo mandó al cuerno. Lo intentó de nuevo al día siguiente, pero era demasiado tarde. Arminio nos tenía donde quería y todo había terminado, salvo el griterío. Él soltó la espada y se rindió cuando los germanos quebraron nuestra línea.

—¿Simplemente se rindió?

—Simplemente se rindió.

—Un canalla coherente, al menos —gruñó Escílax.

—Si viste que se rendía —intervine—, ¿cómo estabas tan convencido de que había muerto?

—Te lo he dicho. Los germanos no tomaban prisioneros. Si cogían a alguien con vida, adornaban el tronco de un árbol con sus tripas.

—Pudo haber escapado.

Agrón meneó la cabeza.

—Improbable. Ceonio no escapó, no del modo que sugieres. Los germanos lo soltaron. Y, que yo sepa, existía un solo motivo para eso.

—Porque había un convenio —murmuré—. Porque él estaba de parte de ellos.

Escílax arqueó la boca.

—Ya tienes a tu cuarto hombre, Corvino. Enhorabuena.

Aún no estaba preparado para acusar a Asprenas, y menos en presencia de Agrón. Pero me sentía bastante mal. Necesitaba pruebas desesperadamente y durante cinco minutos las había tenido. Tenía a Carigordo, o quien fuera, en mis garras. Podríamos haber obligado a Ceonio a hablar, pero el papanatas se hizo matar…

—No —dije—. El cuarto hombre no era Ceonio. Pero os apuesto una pieza de oro contra un emplasto usado a que trabajaba para él y además le pagaban muy bien. A fin de cuentas, ¿por qué encerrarte en un inquilinato de la Suburra a menos…? —Callé al reparar en mi monumental estupidez.

¡Perila!

El lugar apestaba a repollo hervido, pañales sucios y pobreza. Subí la escalera de dos en dos peldaños. Como todas las escaleras de los inquilinatos, estaba sucia de orina y cosas peores, y las paredes estaban marcadas con cuchillazos y grafitos desaforados y desesperados.

Había cuatro puertas en el segundo piso.

—¿Cuál? —grité. Dafnis estaba medio tramo detrás de mí, y resoplaba como un fuelle. Cuando subió el último escalón, le aferré el cuello de la túnica―. ¡Dafnis! ¿Cuál es la maldita puerta?

Se zafó de un puñetazo. Quizá quería golpearme, pero Escílax y Agrón lo seguían de cerca y lo pensó mejor. En cambio, se limitó a señalar.

La puerta estaba trabada. Me arrojé contra ella y casi me disloco el hombro. Agrón alzó la bota claveteada y pateó con fuerza el tablón sobre el panel inferior donde estaba la cerradura. La puerta se abrió con estrépito y entramos como una tromba.

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