Las cenizas de Ovidio (31 page)

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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

No era momento para problemas domésticos.

—Estamos ocupados, Batilo. Cuéntamelo mañana. —Entonces vi la expresión del hombrecillo, y supe que era algo grave—. ¿Los secuestradores?

Él asintió.

—Un esclavo lo encontró en el jardín, amo.

Cogí el papel y lo extendí sobre el escritorio. Nunca había visto la letra de Perila, pero no había motivos para que el mensaje no fuera genuino. De pronto sentí mucho frío.

—Estaba envolviendo una piedra —me dijo Batilo—. Alguien debió de arrojarlo por encima del muro.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Estaba debajo de un rosal.

El mensaje era breve y preciso: «Marco: Dicen que si no te has ido de Roma para pasado mañana, me matarán».

No había firma. Sólo eso.

Yo mismo había visto al jardinero desbrozando la rosaleda, tres días atrás. Desde entonces, no había habido motivos para que ningún esclavo saliera al exterior, salvo por casualidad. Esto podría haber llegado en cualquier momento desde la desaparición de Perila. Y si lo habían arrojado antes de que Escílax pudiera organizar su vigilancia, quizá fuera demasiado tarde. Quizá Perila ya estuviera muerta…

Cerré la mano, aplastando el papel.

¡Tonto!

37

El gimnasio no estaba abierto cuando llegué allí a la mañana siguiente, pero no hacía mucho que esperaba cuando vi al grandote hispano que me había llevado el mensaje de Escílax varios días antes. Venía por la calle, masticando un trozo de pan de cebada. No se dio la menor prisa al verme. Se acercó desmañadamente, me miró desde debajo de cejas que parecían un afloramiento del Capitolio, sacó una llave de la túnica grasienta y abrió la puerta. Todo esto sin una palabra, sin la menor chispa de reconocimiento. Obviamente la conversación no era su punto fuerte. O quizá su vocabulario aún no incluía «Buenos días».

—Hola, Adonis —saludé.

—Dafnis.

Bueno, anduve cerca. Al menos no dije Jacinto.

—Lo que sea. ¿Vendrá Escílax?

—Sí.

Al parecer ésa sería toda la respuesta. Se hizo a un lado para dejarme pasar, cogió un rastrillo de detrás de la puerta y comenzó a mover arena en el ruedo grano a grano. Lo dejé con sus labores de directivo y fui a sentarme en el banco bajo el pórtico.

Me sentía bastante mareado, amén de deprimido. La noche anterior no había dormido mucho, y había tomado una decisión. Batilo ya estaba empaquetando mis cosas. Ante la opción de seguir adelante o recobrar a Perila, tenía que elegir a Perila, aunque la sola idea de darme a la fuga me diera dentera. Era demasiado arriesgado quedarme en la ciudad. Unos meses en Atenas con el tío Cota no estarían mal. Perila podría reunirse conmigo cuando la soltaran. Si la soltaban. Incluso podríamos instalarnos allá, porque era evidente que ya no me quedaba nada en Roma. Nada que yo pudiera digerir, al menos. Pero primero tenía que avisar a Escílax para que llamara a sus sabuesos. Sabía que se disgustaría (como mínimo) pero era necesario.

Ese asunto era una patata caliente. Si yo tenía razón y Asprenas había tendido una trampa a su tío, no podía hacer nada a menos que tuviera pruebas concretas. Ese hombre era un héroe de guerra, un político respetado y un amigo personal del emperador. Si cometía la estupidez de enfrentarme a él, se me reiría en la cara; y si decidía cometer una estupidez mayor, como acudir a Tiberio, no me quedaría cara en la que reírse.

Ése era el meollo del asunto. Tiberio. Si Verruga estaba en esto, yo quedaba fuera de la competición. Si destapaba esta olla, si acusaba al emperador y a Livia de asesinato dinástico múltiple y de alta traición, estaría flotando en el Tíber con un cuchillo en la espalda en menos de lo que tardas en decir «eliminación», y Perila flotaría a mi lado.

De cualquier modo que lo encarase, me habían derrotado y lo sabía. No tenía pruebas, ni influencias, ni nada. Sólo me restaba agitar la bandera blanca y esperar que no fuera demasiado tarde.

Mierda. ¡Había estado tan cerca! Me apoyé en la pared y cerré los ojos…

Debo de haberme adormilado, porque mi siguiente recuerdo es que me sacudían para despertarme y la fea jeta de Escílax me sonreía burlonamente.

—¿Una noche difícil, Corvino? —dijo—. Una hembra sensacional, sin duda.

Todavía estaba aturullado.

—Sin duda. ¿De quién hablamos?

—Olvídalo. Parece que te hubieran arrastrado por la vía Sacra y te hubieran dejado para alimentar a los cuervos.

Me froté los ojos para espabilarme.

—Han establecido contacto. Tenemos que hablar.

Aún sonreía.

—Lo sé, Corvino. No te preocupes, hemos localizado a ese cabrón.

Tardé un rato en asimilar esas palabras. Cuando las asimile, fue como si me hubieran arrojado a la cisterna pública.

—¿Que habéis qué? ¿Qué dijiste?

—Dije que hemos localizado a ese hombre. Dafnis vio que arrojaba un ladrillo sobre tu muro anoche, y lo siguió.

—¿Dafnis lo vio? ¿Dafnis?

—Claro. Te dije que te vigilaríamos. Dafnis estaba tendido bajo el carro de un albañil en el callejón de atrás de tu casa, y había otros dos muchachos en el frente.

Ahora estaba totalmente despierto.

—¿Y por qué no me lo dijo en cuanto llegué?

—Quizá sea tímido.

—Quizá sea un maldito sádico.

—Sí, también. Lo cierto es que vio todo. Siguió al hombre hasta su casa, como te decía.

—¿Entonces sabes dónde está Perila?

—Tal vez. No lo sabremos hasta echar un vistazo. Pero al menos tenemos una dirección. Es un comienzo.

Me levanté. Se me había pasado la depresión. Si habíamos encontrado a Perila, quizá pudiera volver al juego. Es decir, una vez que la recobráramos. Ésa era la prioridad. La única prioridad.

—¿Y a qué estamos esperando?

—Aguarda un minuto. —La mano de Escílax sobre mi pecho era como una pared de ladrillo—. Tenemos que pensar cómo encararemos esto.

—Al cuerno. Es sencillo. Traigo a los Amigos Entrañables, llamas a algunos matones que simpaticen con la causa y hacemos picadillo a ese canalla.

Escílax sacudió la cabeza.

—Claro que no. Recuerda que Dafnis sólo encontró al mensajero. No sabemos si él tiene a la muchacha.

—De acuerdo. Entonces le pisoteamos los cojones hasta que nos cuente todo lo que sabe y después lo hacemos picadillo.

La mano que me apretaba el pecho aumentó su presión. Me empujó hacia atrás hasta obligarme a sentarme en el banco.

—Escucha, Corvino. Sé cómo te sientes, créeme. Pero si recapacitas, comprenderás que eliminar a ese tipo no soluciona nada.

Empezaba a calmarme. Escílax tenía razón. Claro que sí. Queríamos al jefe, no al recadero. Acometer con botas claveteadas haría más mal que bien.

—¿Y quién es él?

—¡Usa la mollera, Corvino! Sabemos dónde está y qué aspecto tiene, eso es suficiente. Dafnis no se detuvo a hacer preguntas, y menos a esa hora de la noche. Si el hombre se enterase de que lo descubrimos, huiría como un gato escaldado.

Empezaba a sospechar que el asistente ejecutivo de Escílax no tenía cerebro de chorlito, como yo había creído. Obviamente ese hombre tenía talentos ocultos.

—¿De qué parte de la ciudad hablamos? Al menos podrás decirme eso.

—Claro. La calle de los Lavanderas. Tercer inquilinato, segundo piso.

Ningún cerebro de chorlito, sin duda. Dafnis era un investigador de primera. Yo no habría sido capaz de seguir a alguien por la escalera de un inquilinato, y menos de noche. En la calle hay muchos lugares donde ocultarse, pero cuando entras en esos cuchitriles tienes que ser una cucaracha para pasar inadvertido. Y una cucaracha que viva allí.

—Buen barrio. —De nuevo la Suburra. Y no era una de las mejores partes.

—Ya, no es el Palatino, pero nuestro amigo no es un aristócrata.

—¿Cuál es el plan?

—Seguir vigilando. Lo observamos, lo seguimos cuando salga, nos fijamos adónde va, estudiamos a los visitantes. No creo que veamos al jefe en el inquilinato. Un aristócrata saltaría a la vista en ese distrito, pero nuestro amigo nos conducirá a él. Siempre que tengamos suerte.

El jefe podía ser Asprenas. Yo estaba seguro de que era así, pero no tanto como para arriesgar la vida de Perila yendo directamente a él. Primero quería pruebas.

—¿Y si no tenemos suerte?

—Entonces le pisoteamos los cojones y escuchamos sus chillidos. Pero primero probemos de esta forma, ¿vale?

—Vale. —Me puse de pie—. Vamos, pues.

Escílax volvió a empujarme.

—Un momento. Hablé en plural, pero tú no estabas incluido.

—Repíteme eso. Quizá me perdí algo.

—No estás invitado, Corvino. Dafnis y yo podemos manejar este asunto por nuestra cuenta.

—¡Claro que no!

—¿Quieres que salga bien o no?

Me aferraba la túnica con la mano. Me zafé.

—Escílax, esto no es negociable. Inclúyeme. Hablo en serio.

—Dije que cualquier aristócrata destacaría. ¿Has mirado la púrpura de tu túnica recientemente, muchacho?

—¡Vamos! Puedo pedir otra túnica, si eso es lo que te preocupa.

—Olvida la túnica. Tienes facha de patricio de cabo a rabo, amigo. ¿O crees que tendrás tiempo para retocarte la nariz?

—Oh, que venga, jefe. —Me volví. Increíblemente, era Dafnis. Una sonrisa maligna le cubría la cara—. Es un experto en orina.

Conque humor, ahora. Y retruécanos. En la calle de los Lavanderas hay lavanderías; y las lavanderías envían a los esclavos a los retretes públicos para recoger la orina rancia. No es el trabajo más sano del mundo, pero casa con el ambiente. Dafnis estaba reuniendo todos los requisitos para ser alguien que me disgustaba. Aun así, mantuve la boca cerrada. No iba a perder un aliado sólo por espetarle una réplica barata. A fin de cuentas, estaba en deuda con él.

Escílax se encogió de hombros.

—De acuerdo. Muy bien, Corvino. Si Dafnis dice que vienes, pues entonces vienes. Pero no la pifies.

—¿Por qué iba a pifiarla? —Ojalá aparentara más confianza de la que sentía—. Y otra cosa. Quiero que venga alguien más.

—¡Por Júpiter, muchacho! —gruñó Escílax—. ¿Por qué no llevamos a un puñetero ejército y listos?

—Este tipo se podría definir como tal. Así podremos dividirnos en dos grupos, por si tenemos que cubrir otra entrada.

—¿Qué otra entrada? Es un inquilinato. ¿O crees que ese granuja sabe volar?

—Han ocurrido cosas más extrañas.

—No que yo recuerde. —Era una protesta simbólica. Yo tenía razón y Escílax lo sabía. Dos parejas eran mejor que un grupo de tres. Un hombre de cada una para mantenerse en su puesto, y el otro para correr si era necesario.

—No lo lamentarás —dije—. Agrón sabe lo que hace.

Escílax me miró como si me hubiera crecido otra cabeza.

—¿Estamos hablando del ilirio? ¿El hombre que te aporreó?

—El mismo.

—¿Y dices que no lamentaré que nos acompañe?

—Eso digo.

Sacudió la cabeza lentamente.

—Corvino, tienes la sesera más hueca de lo que pensaba.

—Es mi responsabilidad, Escílax.

—También podría ser tu funeral. Y el de tu amiga.

—Yo me preocuparé por eso.

Aceptó. De mala gana, pero aceptó. Ojalá que ninguno de los dos estuviera cometiendo un error.

38

La calle de los Lavanderos estaba cerca de Corneta, al lado de la calle de las Curtidurías y a poca distancia de los corrales de los matarifes y el mercado de carnes. En síntesis, una zona insalubre. Había brisa, pero no ayudaba mucho. El lugar desde donde soplaba olía peor.

Ya nos habíamos dividido. Escílax y Dafnis habían seguido adelante mientras yo pasaba por la herrería para recoger a Agrón. Era una cuestión táctica. En Roma, aparte de los aristócratas con sus séquitos, en un extremo de la escala, y las pandillas de vándalos, en el otro, sólo los turistas egipcios andan en grupos de tres o más. Y cualquier turista que sea tan lelo como para ir de excursión por la Suburra está pidiendo a gritos salir desvalijado, siempre que lo dejen salir.

Los otros dos ya estaban en su puesto cuando llegamos, remoloneando a la sombra de una adelfa polvorienta frente a uno de los altos inquilinatos: «esclavos» que mataban el tiempo mientras limpiaban el manto del amo en una de las tiendas cercanas. Mientras pasábamos, Escílax alzó una mano como si ahuyentara una mosca.

—¿Qué hay de esa jarra de vino? —preguntó Agrón.

Yo había llegado a un compromiso con Escílax; no muy halagüeño, pero tenía que conceder que era sensato. Yo podía seguirlos y llevar a Agrón, pero debíamos mantenernos al margen hasta que nos necesitaran. Dafnis había sugerido una taberna de enfrente, calle abajo, porque (cito literalmente) «si este cabrón no pasa inadvertido allí, no podrá hacerlo en ningún lado».

Dafnis empezaba a saturarme.

La taberna estaba desierta. No entendí por qué hasta que el sirio gordo que atendía nos trajo el vino. Tenía el aspecto, el olor y el sabor del líquido que se derrama en el suelo de una bodega, una viscosidad turbia y repulsiva que yo no habría servido a mis esclavos. Mientras bebía, miraba el inquilinato de enfrente. Habíamos escogido una mesa cerca de la puerta pero levemente apartada, así que veíamos la calle pero estábamos a la sombra del dintel. Pasaba poca gente y dudaba que pudiéramos perdernos muchos detalles. Al margen de la calidad del vino, no podríamos haber hallado un punto de observación mejor.

—Háblame de tu vida, Agrón —dije—. ¿Viniste directamente a Roma después de Germania?

Se sirvió una copa de esa orina de rata de la jarra.

—Sí. Yo estaba en la Decimoctava. Después de la matanza, desbandaron lo que quedaba de ella. No tenía águila, ¿entiendes? —El águila de una legión es sagrada. Total y absolutamente. Si pierdes el águila, la legión está muerta para siempre. Muerta y deshonrada—. Claro que pude haber pedido un traslado, pero ya estaba harto del ejército. Y los supervivientes no gozaban de popularidad.

—¿A qué te refieres?

—Nunca has sido soldado. Una derrota tan aplastante dice algo sobre ti si sobrevives —comentó agriamente—. Los mejores mueren, los peores sobreviven.

—Patrañas.

—Patrañas, sí, pero es lo que todos creen. No sólo los imbéciles de las tabernas. Se prohibió que los supervivientes entraran en Roma. Los oficiales, al menos. En cuanto al resto, lo pasamos bastante mal.

Había oído hablar de eso. Ese exilio colectivo demostraba hasta qué punto el desastre había afectado a Augusto. El viejo lo había tomado como una ofensa personal.

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