Pasé por alto ese comentario.
—Quieres decir que eres un desertor.
—No —dijo en voz baja—. Cuando decidí que ya no valía la pena seguir peleando, no había ningún ejército del que pudiera desertar. Y nunca vuelvas a llamarme así, amigo.
—No, claro. —¡Por Júpiter! ¿Por qué no mantenía la bocaza cerrada?—. ¿Viste lo que pasó? ¿Al final?
Me escudriñó antes de responder; y cuando me dio la respuesta, fue lenta y cavilosa.
—Claro que lo vi. Y te diré algo gratuitamente, Corvino. Es importante y quiero que lo recuerdes. El general habrá tenido sus defectos, habrá cometido errores, pero pagó por ellos. Luchó hasta el final y murió bien. ¿Me entiendes?
—Sí. —Me sudaban las palmas. Ese hombre de voz suave me mataba del susto, y no me avergüenza confesarlo—. Sí, entiendo. ¿Quieres contarme lo que pasó?
Se encogió de hombros y desvió la mirada.
—¿Por qué no? Pero no esperes ni una palabra contra el general. Como he dicho, Varo ya saldó sus deudas. Quizá le ahorre cierto dolor al ama después. Si es que tienes un después.
Ese tipo era la mar de divertido. El problema era que parecía hablar en serio. Mi garganta estaba seca y no había una copa de vino a la vista.
—Bien. —Agrón se reclinó—. Regresábamos del Weser a Vetera. El general recibió informes de que los queruscos se estaban armando. Decidió seguirlos y viramos al este, rumbo al Teutoburgo…
—¿Así como así? ¿Os internasteis en territorio hostil a esas alturas del año para verificar si había disturbios?
Agrón frunció el ceño.
—Mira, Corvino. Ya te he dicho que no hablaré mal del general. Te cuento esto porque me lo pediste y ayuda a matar el tiempo, ¿vale? No te pases de listo.
—¡Vale, vale! —Alcé las manos—. Olvídate de que hablé. —¡Por Júpiter! ¡Y yo pensaba que Perila era quisquillosa!
—Entonces guárdate los comentarios, muchacho. —No respondí—. El tiempo empeoró; viento, lluvia y demás. La visibilidad era cero, la carretera era un lodazal con árboles caídos a cada tramo. Estábamos en pleno interior del bosque cuando nos atacaron. No era un ataque a gran escala, eso lo habríamos afrontado con facilidad. Grupos pequeños, incluso individuos, honderos y lanceros. Escogiendo a los rezagados. Diezmándonos poco a poco. Si intentabas cazarlos, se perdían en la arboleda, los seguías y no regresabas. El primer día fue pésimo, pero ya estábamos metidos en ello. Al final preparamos un campamento como corresponde, y el general ordenó que incendiáramos algunos carros para que no nos retrasaran. Al día siguiente las cosas empeoraron, y supimos que no saldríamos bien parados. —Hizo una pausa; movió los ojos—. El tercer día fue el último.
—¿Qué sucedió?
No miraba hacia mí, sino a través de mí, y me puso la carne de gallina. Al principio no respondió, y cuando habló no me dio una respuesta.
—¿Alguna vez estuviste allá, muchacho? ¿En los bosques germanos?
—No.
—No hay luz, los árboles te encierran. Fuera del sendero, están tan agolpados que parece una jaula de techo negro. No puedes respirar, no hay viento ni sonido. Ni siquiera oyes tus pisadas. Es como si todo estuviera muerto, y tú estuvieras muerto con lo demás. —Sus ojos se clavaron en los míos—. ¿Crees en los espíritus?
Negué con la cabeza, pero tuve el buen tino de no reírme. El hombre hablaba en serio. Totalmente en serio.
—Yo tampoco creía. Pero ese lugar estaba encantado por algún condenado demonio que nos acompañaba a cada paso. Nos comía el corazón y luego nos mataba uno por uno.
Tragué saliva. Aún me clavaba los ojos, y eran afilados como cuchillos.
—Al tercer día no quedábamos muchos. Ya no era un ejército, sin duda. Nos habían dividido, separándonos en fragmentos que no eran mayores que una compañía. Entonces Vela, el lugarteniente, decidió fugarse solo con la caballería, separarse y galopar hacia el Rin. Hacía días que el pobre diablo era un manojo de nervios, y había empeorado. El bosque afecta así a algunas personas. «Adelante», le dijo el general, «y diles que lo lamento». Pero Vela no llegó muy lejos. Había germanos por todas partes. Sin caballería, los demás no teníamos la menor posibilidad. Al final los germanos nos atacaron con todo, rompieron nuestra formación y los muchachos cayeron como cerdos en un matadero. Nos liquidaron. Eso es todo, Corvino. Fin.
Estaba temblando. El grandullón estaba temblando, y fijaba los ojos en algo que yo no veía. Mierda. Con razón el pobre diablo creía en demonios. Después de escucharlo, hasta yo empezaba a creer.
—¿Qué le pasó a Varo?
—Se mató. Él y la mayoría de la plana mayor. Así evitaron que los pillaran con vida. Los germanos les cortaron la cabeza y las usaron para jugar a la pelota. Luego incineraron el resto. O casi lo incineraron.
—¿Viste eso?
—Sí. Como te dije, me escondí. Encontré un agujero donde se había caído un árbol, me metí dentro y me cubrí con malezas. No podía hacer otra cosa. El ejército estaba liquidado y los germanos reunían a los prisioneros. Clavaban a los pobres diablos a los árboles para que sus dioses los mirasen. Cuando cesaron los alaridos y los germanos se fueron, me escabullí y me dirigí al sur, hacia el Rin. Tardé un mes en regresar. —Aspiró profundamente—. ¿Ves por qué no me gustan las peleas desiguales, Corvino? ¿Y por qué no quiero que los niños mimados como tú revuelvan las cosas por puro gusto?
—Pero si todo fue culpa de Varo…
Extendió el brazo y cogió el cuello de mi túnica, empujándome contra el respaldo de la silla y apretándome la laringe hasta cortarme la respiración.
—¿Crees que es una novedad para mí? —murmuró—. ¿Crees que era una novedad para Varo? ¡Tres águilas perdidas, Corvino! ¿Sabes lo que significa perder un águila para un general? ¿Para cualquier soldado? Deja en paz al general, muchacho. Él pagó con creces, y ya no tiene ninguna deuda. Y mucho menos con cabrones como tú.
—¡Agrón! —La voz de Asprenas vibró a través de la habitación. Los dedos que me apretaban el gaznate se aflojaron sin prisa y caí hacia delante con un jadeo. Agrón se levantó y se enjugó la mano en la túnica. No me miró.
Carigordo, con Quintilia del brazo, parecía bastante alicaído. Júpiter sabrá de qué habían hablado, pero obviamente él había perdido la discusión y sospecho que le habría gustado que el grandote me arrancara la cabeza. Quintilia, por su parte, estaba igual que antes. Sólo un terremoto podía hacerle perder la compostura. Quizá ni siquiera eso.
—Lamento haberte hecho esperar —dijo—, pero mi sobrino y yo debíamos hablar de ciertas cosas y tomar ciertas decisiones. Me alegra decirte que hemos decidido decirte la verdad. Toda la verdad. —Me pregunté si esas palabras iban dirigidas a Carigordo. Parecía que el hombre hubiera tragado una botella de vinagre—. Lucio, ayúdame a sentarme, por favor.
Se sentó despacio pero con gran dignidad, como una reina disponiéndose a conceder audiencia. Agrón y Asprenas se plantaron a ambos lados, como esos tipos que custodian a los magistrados con las varas y el hacha.
—Tienes toda la razón, joven —dijo Quintilia—. Mi hermano era un traidor.
La miré boquiabierto, pero noté que Agrón no pestañeaba, y mucho menos Carigordo Asprenas. Obviamente lo que Varo había hecho no era ninguna novedad para ellos.
Quintilia aún estaba totalmente serena. Esa anciana tenía agallas; agallas y aplomo.
—Debo aclarar desde el principio —dijo— que Lucio se opone a que te cuente esto y que lo hago bajo mi entera responsabilidad. Eres libre de utilizar la información como te plazca. —Agrón se movió y maldijo entre dientes, pero ella no le prestó atención—. Sin embargo, debo pedirte que reflexiones antes de llevar a cabo cualquier acto que traiga más vergüenza a esta familia.
No había súplica en su voz. Nada, sólo esas palabras. Asentí con un cabeceo, y me sentí como cinco especies diferentes de rata.
La anciana aferró con firmeza el brazo de la silla. Noté que tensaba y aflojaba los dedos espasmódicamente. Aunque procuraba dar una impresión de calma, esto no le resultaba fácil. Como dije, Quintilia tenía agallas.
—Yo no sabía nada sobre el acuerdo de Publio con Emilio Paulo —dijo—. Y menos con el divino Augusto. Sin embargo, la situación que has descrito parece sumamente probable y concuerda con lo que sé. Publio era un traidor, ciertamente. Pero siempre creí que su traición nacía de la codicia, no de la ambición política. Parece que yo me equivocaba. O bien que el amor por el dinero no era su única motivación.
—Tía Quintilia, creo que deberías recapacitar sobre esto. —Asprenas le apoyó una mano en el hombro, pero ella meneó la cabeza.
—Es mejor que Valerio Corvino lo sepa todo —dijo—. Tráele la carta, Lucio. Por favor.
Carigordo no estaba feliz, era evidente. Me miró como una cosa muy muerta y muy podrida que su perro hubiera desenterrado, y salió de la habitación. Quintilia se volvió hacia mí.
—Mi hermano siempre fue codicioso, aun de niño —dijo—. Quería la mayor tajada de pastel, la golosina más pegajosa del plato. Cuando creció, fue el dinero. Tendrían que haberlo enjuiciado después de Siria, pero estaba casado con la sobrina nieta de Augusto. Y como mi difunto esposo era el sobrino del emperador… —Titubeó—. Bien, sé que estas cosas no deberían ocurrir, pero ocurren.
—¿Quieres decir que el emperador intervino?
—Con discreción. Augusto se cuidaba de no mostrar favoritismos abiertamente. Pero todos conocían el parentesco, así que… Digamos que había cierta renuencia a enjuiciarlo. Además, Publio se llevaba muy bien con el emperador, y era un administrador muy competente.
—Salvo en Germania.
Agrón gruñó algo que no entendí, pero la anciana no le presto atención.
—Salvo en Germania, como bien dices. Pero desde luego, había un motivo para eso, como sabrás.
—Paulo lo había sobornado para que hiciera la vista gorda.
—¿De veras? Dos motivos, entonces.
Quedé intrigado. Había piezas que no encajaban.
—Señora, me has desorientado. Si ésa no era la motivación que tenías en mente, ¿qué otra había?
—Es muy sencillo. —Los ojos turbios de la anciana me sostuvieron la mirada—. Es posible que Publio se haya aliado con la facción de los Julios, por lo que sé. Pero en Germania, como gobernador de Augusto, sin duda recibía dinero de Arminio.
Me recliné. Éste era un giro en que no había pensado; pera dado el carácter del personaje, tenía sentido, mucho sentido. Tener al gobernador romano en su nómina habría sido una gran ventaja para los germanos, y Arminio habría dado una fortuna por ese privilegio. Entre tanto, Varo podía informar a los conspiradores de que él cumplía su parte del trato, al desestabilizar Germania para beneficio de Julia y Póstumo. Como plan, era maravilloso. Máximas ganancias, mínimo riesgo. Con dos clientes que pagaban, sin que uno conociera la existencia del otro, una mina de oro que lo haría rico de por vida. Y si las cosas salían mal, a lo sumo lo acusarían de una gestión deficiente.
Pero al cabo las cosas habían salido peor que mal. La conspiración había fracasado y Arminio no sólo no había respetado su parte del trato, sino que había ido mucho más lejos.
—¿Sabes esto con certeza, Quintilia? —pregunté—. ¿Que Varo y Arminio tenían un trato?
—Claro que sí. Numonio Vela me suministró la prueba. Él murió con Publio, por supuesto, pero me la había enviado antes de que el ejército se fuera del Weser. Vela era un buen amigo de la familia, y de mi hermano. Siempre le agradeceré que me haya escogido como receptora de la información a mí, y no al emperador.
Desde luego. Vela podría haber muerto con Varo, pero Agrón me había dicho que había dejado al viejo en la estacada cuando las cosas se pusieron feas. Con esos amigos, ¿quién necesita enemigos? Me pregunté si Quintilia lo sabría; probablemente sí. La anciana no pasaba nada por alto.
Asprenas regresó con una gastada tablilla de mensajes. Se la dio a su tía sin una palabra. Pensé que ella la abriría, pero no lo hizo. En cambio, me la entregó.
—Antes de que preguntes, jovencito —dijo—, no hay posibilidad de falsificación. Es de puño y letra de mi hermano.
Desaté los frágiles cordones y abrí la tablilla. Las superficies de cera estaban en buen estado, aunque la escritura era apretada: el hombre tenía mucho que decir y poco espacio. Tal como ella había señalado, era una carta, y a primera vista no noté nada extraño, salvo que faltaba la primera línea habitual, con el nombre del remitente y del destinatario. Era un típico mensaje administrativo, del general a la plana mayor: una lista de tropas y el orden de marcha, junto con detalles sobre la ruta que cogerían, incluido el importantísimo desvío…
Me detuve.
¡Incluido el importantísimo desvío!
¡Mierda! Quintilia había dicho que Vela le había enviado la tablilla antes de que el ejército abandonara el Weser. Y en ese punto Varo no sabía nada sobre los disturbios del sur. Lo cual significaba…
Febrilmente, eché una ojeada al resto. Al pie de la segunda página mis ojos frenaron bruscamente. Aunque había leído la última frase dos veces, no podía creer lo que decía:
Sugiero que el ataque se realice en este punto, pues restringirá los movimientos de mi caballería y me brindará una excusa razonable para la retirada.
¡Varo lo sabía! ¡Lo había sabido todo el tiempo!
—Entenderás las implicaciones, desde luego —murmuró Quintilia.
—Varo estaba aliado con Arminio. —Aún no lo había asimilado—. Él mismo organizó la matanza.
—Correcto. Hacía tiempo que Vela sospechaba de Publio. No sé cómo obtuvo esta carta. Pero sé que es genuina.
—¡Pero esto es descabellado! —Alcé la tablilla—. ¿Me estás diciendo que Varo planeó su propia muerte?
—No —intervino Asprenas—. Claro que no. Notarás que mi tío menciona una retirada. Se planeaba una emboscada, ciertamente. Pero no la matanza.
Pensé en ello. Sí, tenía sentido. Sobre todo si el hombre pensaba que tenía un trato.
—¿Varo y Arminio habían acordado un bochorno militar? ¿Una derrota limitada?
—Así es —dijo Asprenas—. Arminio se llevaba los laureles y mi tío brindaba al emperador una excusa para un cambio de política. Era demasiado arriesgado tratar de expandir el imperio más allá del Rin. El territorio era difícil de administrar, los nativos eran pertinaces, y no disponían de fuerzas para una ocupación prolongada. En esas circunstancias, no costaría mucho persuadir a Augusto de conformarse con lo que tenía, sobre todo si sabía que Arminio simpatizaba secretamente con él.