—Gracias, Glauco. Sírvenos y déjanos solos, por favor. —Mi madre se volvió hacia mí y sonrió—. Conseguí esto especialmente para ti, Marco. No pude resistirme.
Conociendo a mi madre, tendría que haber sospechado algo. Pero había sido un día largo y difícil. Sentí que el néctar ya me bañaba las papilas.
—¿De veras? ¿Qué es?
La sonrisa se ensanchó.
—Zumo de granada, querido. Con una pizca de canela.
Típico de mi madre. Para fingir que no había entendido la alusión (aunque eso no la engañara), tuve que tomar un sorbo de ese brebaje. Cuando llegó la hora de irme, aún no me había sacado el sabor de la boca.
Perila también había salido a la mañana siguiente, y cuando le pregunté a Calías me informó que no había regresado a casa.
—¿Por qué no me lo dijiste anoche? —grité.
—Lo lamento. Supuse…
—¿Qué supusiste?
El hombre estaba pálido de preocupación, y decidí aplacarme. De nada serviría gritarle a un esclavo, y no era culpa de Calías.
—Como el ama no regresó a casa, confirmé con Marcia que en efecto se había marchado. Así las cosas, señor, supuse erróneamente que… eh…
Guardó un embarazoso silencio.
—Calías, si pensabas que ella estaba en mi casa, ¿por qué no enviaste a alguien para verificarlo?
—Señor… —El viejo esclavo recobró la compostura con gran dignidad—. Yo soy propiedad de mi dueño, no de mi ama, y debo responder ante él. En consecuencia, hay ciertas cosas que prefiero no saber, y si las sé, prefiero pasarlas por alto. Tú me entiendes, señor.
—Sí, claro. Lo siento. —Dejé de pasearme por la sala de recepción y me senté en el borde de mármol de la piscina. Noté con interés que me temblaban las manos, y que no había modo de aquietarlas—. ¿A qué hora se fue de la casa de su tía?
—Una hora antes del ocaso, señor.
—¿En litera?
—Sí, señor.
—¿Y los porteadores tampoco regresaron?
—No, señor.
—¿Una litera vuestra? ¿O de alquiler?
Calías frunció los labios.
—Una litera de la casa, señor, desde luego. Nunca consentiría que el ama saliera en una litera de alquiler.
A pesar de mi angustia, sonreí. Los esclavos pueden ser sumamente estirados, y un esclavo estirado tiene más melindres que una viuda patricia.
—Vale. ¿Has consultado a la guardia? —Tenía que hacerle esa pregunta.
—Sí, señor, desde luego. Anoche no hubo víctimas en esta región.
Solté un suspiro. Era improbable que la hubieran atacado tan temprano, entre el Esquilino y el Palatino. Aun así, me aliviaba descartar la posibilidad de un asesinato.
—¿A qué otra parte pudo ir?
—A ninguna parte, señor, sin notificarnos. Rufia Perila no sale con frecuencia. Y menos a esas horas.
¿Qué nos quedaba entonces? Preferí no hacer esa pregunta.
—Avísame en cuanto regrese, Calías, por favor. ¡De inmediato!
Él inclinó la cabeza.
—Sí, señor.
Al cabo de tres angustiosas horas de espera infructuosa, me tragué el orgullo y fui a casa de mi padre. Estaba en su estudio, escribiendo. Cuando Fedro, el esclavo principal, me hizo pasar, dejó la pluma y se quedó mirándome.
No me extrañó. Hacía tres años que yo no pisaba esa casa. Desde el divorcio. Cuando me fui (entonces tenía casa propia desde hacía un año), había jurado a los espíritus familiares que no regresaría nunca.
—Bienvenido, Marco. —Mi padre se levantó y se me acercó, tendiendo las manos. Pensé que me abrazaría, pero no lo hizo. Dejó caer las manos—. Es bueno verte aquí.
—Perila ha desaparecido —dije—. Creo que la han secuestrado.
—¿Qué?
—Papá, si sabes algo sobre esto, cualquier cosa, por favor, dímelo.
Se puso rígido.
—¿Por qué sabría algo sobre el paradero de Rufia Perila?
—Mira, no andemos con juegos. No te pregunté dónde estaba. Te pregunté si sabías qué le pudo haber ocurrido.
—Claro que no lo sé.
—¿Lo juras?
—Marco, por todos los cielos, ¿qué mosca te ha picado?
—¡Júralo!
Mi padre me miró un largo instante, suspiró.
—Muy bien, hijo. Si eso quieres. —Se acercó al altar familiar y apoyó la mano derecha—. Juro que no tenía el menor conocimiento, hasta que entraste hace un instante, del paradero ni de la desaparición de Rufia Perila.
—¿Ni de quién podría ser responsable?
—¡Marco!
—¡Júralo!
—Ni de quién podría ser responsable. Lo juro. —Retiró la mano—. Ahora, Marco, por favor siéntate y dime qué sucede.
—¿Puedo beber una copa de vino?
—Por supuesto. —Pasó junto a mí, abrió la puerta del estudio y gritó—: ¡Fedro! Una jarra de vino. Ya mismo, por favor.
Oí la respuesta del esclavo, y sus pisadas en las baldosas de mármol.
—Dime qué ha ocurrido. —Mi padre cerró la puerta.
Me senté en el diván. Aún me temblaban las manos. No se habían aquietado en todo el día. Me las puse bajo los muslos para inmovilizarlas.
—Ayer por la tarde fue a la residencia de los Fabios para visitar a su madre —dije—. Salió antes del anochecer y aún no ha vuelto a casa. Es todo lo que sé.
—¿A tu casa o la de ella?
—¡Padre!
—Lo lamento, hijo. Eso no venía a cuento, y no es de mi incumbencia. ¿Pudo haber pasado la noche en otra parte?
—Calías no está seguro… Es el esclavo principal de la casa. Dice que ella le habría avisado. Sin duda me habría avisado a mí.
—¿Y Calías dice la verdad?
—Supongo. ¿Por qué iba a mentir?
—No lo sé. ¿No habéis reñido, tú y Perila?
—¡Carajo, claro que no hemos reñido!
—Tranquilo, Marco. Sólo trato de ayudar. ¿Ella no mencionó que visitaría a otra persona? ¿A nadie en absoluto?
—No. No que yo sepa.
Se abrió la puerta. Fedro con el vino. Le arrebaté la copa, la empiné, la acerqué para que me sirviera más.
—Deja la jarra en el escritorio y vete, Fedro —dijo mi padre. Cuando se cerró la puerta, continuó—: Marco, ¿por qué pensaste que yo podía estar enterado?
Sacudí la cabeza.
—Cometí un error.
—Así es. El emperador no secuestra. Sin importar la provocación. Y yo tampoco.
—¿No? ¿Y qué dices de la emperatriz? —No pude contenerme—. No me digas que Livia no se prestaría a esas cosas, papá. Sería el único delito que aún no ha cometido, ¿verdad?
El silencio fue súbito y total. Había hablado sin pensar. Había barboteado las palabras y era demasiado tarde para retractarme.
—¿Quién te lo dijo? —La voz de mi padre era apenas un susurro—. Marco, ¿quién te lo dijo?
—Eso no importa. —Tuve que aferrar la copa con ambas manos—. Lo sé todo, papá. Conozco la historia. Cayo y Lucio. Las dos Julias. Pero también sé que tenías razón. Es cosa del pasado, no tiene relevancia, no le importa a nadie. —Lo miré—. Padre, ¿por qué no pudiste confiar en mí?
Sacudió la cabeza en silencio. Estaba pálido.
—Hay una sola cosa que no sé, o que no sé con seguridad —continué—. ¿Quién era el cuarto conspirador, el hombre que Ovidio vio en casa de Paulo? ¿Era Quintilio Varo, Vela, o alguien más? Vamos, ahora puedes decírmelo, papá.
Mi padre irguió la cabeza y me clavó la mirada. Su rostro había perdido toda expresión. Era imposible que estuviera fingiendo. Era una reacción demasiado natural, poco ensayada.
No sabía de qué le hablaba.
—Ovidio fue exiliado porque descubrió la verdad sobre el adulterio de Julia. No tuvo nada que ver con la conspiración de Paulo. ¿Y por qué estaría implicado Varo?
—Pero Julia no cometió adulterio. —Yo había convivido tanto tiempo con el problema que esa sencilla declaración me parecía obvia, casi ingenua.
—¡Claro que sí! Silano la sedujo por encargo de Livia. Luego Livia la denunció ante el emperador.
Esta vez fui yo quien sacudió la cabeza.
—No, papá. No sucedió así. No hubo adulterio. En absoluto. Paulo y Julia conspiraban para traer de vuelta a Póstumo y darle refugio entre las legiones del Rin.
—Pero…
Nunca había visto a mi padre tan confundido, tan desorientado, pero no tenía tiempo para la conmiseración ni para las explicaciones. De todos modos, ya no tenía relevancia.
—Mira, papá, nada de esto importa. Lo único que importa es que Perila ha desaparecido y creo que la familia imperial puede ser responsable. Te pido, te encarezco que hagas lo posible por encontrarla. Haré lo que ellos quieran, lo que tú quieras. ¡Dejaré de hacer preguntas, lo que sea! ¡Pero recóbrala!
Titubeó.
—Muy bien, Marco. Haré lo posible. No acepto que el emperador sea responsable, ojo. Ni la emperatriz Livia. Pero al menos puedo indagar por los canales oficiales.
Sentí que me sonrojaba.
—¿Y cuánto llevará eso?
—No lo sé, hijo —dijo mi padre con suavidad—. Al menos varios días.
—¿Varios días?
—Marco, no puedo ir al palacio, exigir una audiencia con Tiberio y Livia y acusarlos de secuestro a la cara. Se tiene que hacer diplomáticamente.
—¡Por supuesto! —Desvié la mirada—. No queremos irritar a nadie, ¿verdad?
Mi padre suspiró.
—Pondré todo mi empeño, hijo, créeme. Pero no pienso irrumpir allí para arrojar acusaciones infundadas a diestro y siniestro, ni en tu nombre ni en el de nadie. Y menos a la emperatriz.
Volví a encararlo.
—Demasiado en el blanco, ¿verdad?
—Si prefieres verlo de esa manera, sí. Demasiado en el blanco.
Miré su expresión rígida y recordé mi promesa a Perila.
—Oye, papá, lo lamento. Sí, agradeceré cualquier cosa que puedas hacer. Al margen de cómo lo hagas y de cuánto tarde, y al margen de los resultados.
Su expresión se ablandó.
—La recobraremos, Marco —dijo—. No te preocupes. Siempre que todavía… —Calló—. La recobraremos.
Salí de la casa de mejor ánimo que al entrar. Aun así, no pude dejar de pensar en las palabras que mi padre había evitado decir al despedirnos, y recé a todos los dioses que conocía, e incluso a los que no conocía y que pudieran estar escuchando, por que Perila no estuviera ya muerta.
Esa noche no dormí.
Mi próxima parada fue el gimnasio, para hablar con Escílax. Mi padre manejaría el aspecto oficial del asunto, pero si el emperador era responsable, él no podría hacer demasiado salvo agitar la bandera blanca en mi nombre. Con la ayuda de Escílax yo podría comenzar en el otro extremo. Escílax tenía contactos en el submundo de la ciudad, y llegaban a tanta profundidad como las raíces de un roble. Si alguien podía rastrear a Perila, o indicarme quién la había capturado, era Escílax. Pero antes tenía que convencerlo de que yo hablaba en serio. En la lista de Escílax, las mujeres figuraban cerca de las mulas y los pollos. Aun en un buen día, los pollos ganaban tres veces de cada cuatro.
Lo encontré en el cuarto de avíos que usaba como oficina, afilando una daga.
—¿Por qué estás tan seguro de que la secuestraron? —Su pulgar fibroso untó con saliva la superficie de la piedra de afilar—. El tiempo no es nada para esas bobaliconas. Tal vez decidió quedarse en casa de unos amigos y se olvidó de mencionarlo.
—No fue así.
Él puso mala cara.
—¡Estupendo, Corvino! ¿De dónde sacas tanta certidumbre? ¿Tienes tu propia bruja de Tesalia escondida en alguna parte? ¿O practicas la quiromancia?
Sin pensarlo le arrebaté la piedra de afilar y la arrojé a un rincón.
—Oye, cabrón —grité—. ¿Vas a ayudarme o no?
No se movió; sólo me miró y extendió la mano hasta que recogí la piedra y se la devolví.
—Calma, muchacho —murmuró—. Era una broma. ¿Recuerdas lo que es una broma, Corvino?
Tragué saliva. Estaba hecho un manojo de nervios.
—Vale, lo lamento. No, no sé con certeza si la han secuestrado. Pero ha desaparecido. Y si hubiera visitado a amigos, me habría avisado a mí o a sus esclavos. De eso estoy seguro.
Escílax frunció el ceño. La daga se deslizó sobe la piedra con un susurro rechinante que me dio dentera.
—Bien —dijo al fin—. Te ayudaré. Desde luego. Pero si quedo en ridículo cuando ella regrese mañana a casa con un nuevo amiguito, te desnuco.
—No será así, créeme.
—Más vale que tengas razón, muchacho, porque ésa no fue una broma. Cuéntame los detalles.
Le dije lo que sabía, que no era demasiado.
—¿Has consultado a la guardia?
—Maldición, claro que he… —Me contuve—. Sí. Ningún cadáver.
—¿Y nadie se puso en contacto contigo?
—No. Ni con su familia.
—Es sólo el principio. Quieren hacerte sudar.
Me levanté y fui hacia la puerta. En la arena, el principal entrenador de Escílax regañaba a un joven petimetre aristocrático por bajar la guardia. Los miré sin ver.
—¿Quién la secuestró, Corvino? —preguntó Escílax en voz baja.
Di media vuelta.
—¿Cómo diablos puedo saberlo? ¡Eso es lo que quiero que averigües!
—Ya lo sabes, muchacho. No el nombre de los granujas que se la llevaron. De eso me encargo yo. El mandamás, el que da las órdenes, el tipo con quien has tenido estos problemas. Sabes quién es, ¿verdad?
—Quizá. —No tenía la intención de soltarle los nombres de Tiberio y Livia, a menos que fuera imprescindible.
—Sin quizá. —Escílax probó el filo de la daga contra el pulgar y la puso a un lado—. Escúchame bien, Corvino, porque te lo diré una sola vez. No le doy la espalda a un amigo, y si él me pide que contenga la lengua, no hablo de más. Pero también tengo mis exigencias. Si quieres mi ayuda, pagas mi precio.
—¿Qué precio?
—Confía en mí. Cuéntame todo desde el principio. Todo, muchacho, no las escenas selectas. Entonces veremos dónde estamos situados.
—Ya hemos pasado por esto. No puedo hacerlo.
Se encogió de hombros y se levantó.
—Está bien, si lo quieres así.
—¡Oye, no lo entiendes! Podrían matarte sólo por saber esto. Hay nombres importantes de por medio.
—Dije que estaba bien. —Cogió una espada de madera y se dirigió hacia la puerta—. Buena suerte, muchacho. Nos vemos.
Me paré en la puerta, cerrándole el paso.
—¿Acaso no piensas ayudarme? —Él no dijo nada, sólo continuó la marcha—. ¡Respóndeme, cabrón!
Su hombro me chocó en el lado del pecho como la punta de un ariete. Caí sin aliento, y él pasó encima de mí. Pensé que pasaría de largo, pero se detuvo y me miró.