Las cenizas de Ovidio (22 page)

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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

—Desde luego —dijo secamente Pértinax—. ¿Notas algo?

—¿Qué debo notar? Como decía, son todos grandes nombres pero…

—No tiene asidero, muchacho. Escucha. —Contó a los hombres con los dedos—. Cornelio Escipión. Nieto de Escribonia, primera esposa del emperador, y así primo carnal de Julia. Graco, un «adúltero empedernido», según el acta de acusación. Supuestamente se acostaba con Julia cuando ella era la esposa de Agripa. La ayudó a redactar una carta de queja a Augusto. Sulpiciano. Cónsul siete años antes. Un hombre tranquilo, sin mayores convicciones, salvo su profunda devoción al emperador. —Hizo una pausa—. ¿Ya captas la idea?

Empezaba a sentir un cosquilleo en el cuero cabelludo.

—Quizá. Continúa.

—Podría darte otros nombres que no has mencionado, pero quedémonos con Julio. Julio Antonio, adúltero máximo, hijo de Marco Antonio. Criado por Octavia, hermana de Augusto, como si fuera propio. Profundamente devoto de Augusto. Casado con Marcela, sobrina del emperador, con tres hijos. Toda su carrera política fue supervisada personalmente por Augusto. Cuando era niño, hasta fue incluido en el altar de la Paz, junto con el resto de la familia imperial, con la mano sobre la cabeza de Julia. ¡Por favor, Marco! ¿Aún no lo entiendes?

Una cosa fría con muchas patas me corría por la espalda.

—Todos políticos. Vinculados con la familia imperial, por sangre u obligación.

—¿La familia imperial?

Mierda.

—Con Augusto, entonces. Con Augusto personalmente. O con su primera esposa.

—¡Recuerda eso, muchacho! Ahora bien, dices que todos tenían una vinculación personal con Augusto. ¿Todos ellos?

—Sí, al margen de Graco.

—¿Y qué tenía Graco de especial? ¡Vamos, puedes lograrlo! ¡Puedes, muchacho! ¿Cómo lo describían? ¿Qué dije que decía el acta de acusación?

Yo sudaba a mares.

—Era un «adúltero empedernido». El amante permanente de Julia.

—¿La palabra «empedernido» te suena conocida?

Libertino empedernido. ¡Diantre!

—¿Póstumo?

—Vas bien, muchacho. ¿Y quién es Póstumo?

—El nieto de Augusto. —¡De nuevo Augusto! ¡Por Júpiter!

—¿E hijo de quién?

—De Julia. Nuestra Julia. La hija del emperador.

—Así es. Así que volvamos a Graco. ¿Algo más? ¡Vamos, mu chacho! ¿Qué hay de esa carta que mencioné, destinada a Augusto? ¿La carta que Graco ayudó a escribir a Julia? ¿De quién se quejaba ella?

Me estallaba la cabeza.

—¡Demonios! ¿Cómo diantre puedo saberlo?

—Está bien. Se quejaba de su esposo. ¿Y su esposo era…?

La respuesta me pegó en la frente como la maza de un matarife.

—¡Tiberio! ¡El esposo de Julia era Tiberio!

Pértinax se reclinó con una sonrisa de satisfacción.

—Te has ganado un puñado de nueces —dijo.

Yo estaba azorado. Conque había una relación, después de todo. Siempre volvíamos a Tiberio, al emperador. Julia la mayor. Su hija. Paulo. Fabio y Póstumo…

¿Ovidio?

—¿Quieres decir que fue Tiberio? ¿Tiberio le tendió una trampa a Julia? ¿Su propia esposa?

La sonrisa se borró. Había pasado algo por alto, obviamente. Pero no entendía qué.

—Marco —dijo Pértinax lentamente—, no suelo hablar de política. Abandoné esa cloaca hace años y nunca lo lamenté. Pero voy a educarte, hijo. Accederé a tu petición. Tiberio es sólo la mitad de la historia, y recibirás la totalidad. Aunque te cueste la vida. Cosa que es muy posible, si no te andas con cuidado. Con mucho cuidado. Recuérdalo.

No dije nada. Pértinax se levantó del diván, trajo la jarra y llenó ambas copas.

—Sólo te cuento esto porque me recuerdas a tu abuelo. ¡Es el único motivo, muchacho! Creo que él habría confiado en ti y habría querido que lo supieras. Así que yergue esas estúpidas orejas de patricio romano privilegiado y escucha.

Varo a sí mismo

Hablábamos de traición.

La mía, como habéis visto, es inofensiva, y ni siquiera merece ese nombre; una argucia diplomática que sin duda el emperador aprobará pero que todavía me niego a revelarle. A largo plazo resultará provechosa para Roma además de ser (espero que más inmediatamente) rentable para mí: a mi juicio, la combinación perfecta. No soy un traidor hecho y derecho, como Livia. Si los dioses otorgan una mínima importancia a los crímenes de traición y asesinato, la esposa de Augusto está condenada.

Con esto no revelo ningún secreto. La mayoría de sus allegados conocen los hechos, sin excluir a Augusto. No dudo que la emperatriz, al igual que la mayoría de los traidores (como yo), diría que actuó en bien del estado. Quizá hasta pueda defender su posición. También se puede entender que una madre prefiera a su propio hijo y no al descendiente de su predecesora. Sin embargo, si Livia promueve los intereses de Tiberio mediante el subterfugio y las acusaciones falsas, es harina de otro costal. Por decirlo sin vueltas, la emperatriz es una zorra traicionera y asesina.

¿Dónde están ahora los Julios? ¿Dónde está la familia de Augusto, que tendría que haber heredado sus honores? Veamos la nómina. Julia, su única hija, acusada de un delito infecto que nunca cometió: pudriéndose en el exilio en Regio. Sus hijos Cayo y Lucio, a quienes Augusto preparaba para gobernar el imperio: muertos, envenenados por los agentes de su madrastra. Póstumo, el hermano menor: difamado, humillado y desterrado a Planasia. Salvo por la joven Agripina, todos eliminados.

¡Zorra!

Al fin, hace un año, la otra Julia, la nieta de Augusto. Al igual que su madre, desterrada por una acusación inventada, y su marido ejecutado por una conspiración que ni siquiera era una conspiración.

¡Zorra!

Si hay un mínimo de justicia, Livia arderá, y el cabrón de su hijo arderá con ella. Y si yo soy un traidor, al menos soy un traidor limpio, gracias a los dioses.

25

Me fui de la granja a primera hora de la mañana, y aún me zumbaba la cabeza. Me alegró haber llevado el carro dormitorio, porque me permitió reflexionar cómodamente.

El viejo no me había dicho nada que yo no supiera, en lo referente a los hechos. Pero me había esclarecido en cuanto a las concatenaciones: como mirar un bordado complejo desde el reverso. Siempre había sabido que la vieja emperatriz era una zorra desalmada, pero ni siquiera había sospechado cuán desalmada, ni cuán zorra.

Para poner en el trono las posaderas furunculosas de su hijo de ojos azules, Livia había acechado a los Julios uno por uno y los había tumbado. Era grato enterarse, pero ya no tenía la menor relevancia, tal como decía mi padre. A fin de cuentas, Verruga era emperador, todo era dulzura y luz y sólo un tonto zarandea el sistema. Pero había un detalle que no era irrelevante. No había perdido el olor con los años, y no era de conocimiento público, y se relacionaba con la conspiración de Paulo. Si yo podía averiguar cuál era ese detalle, tendríamos la solución del enigma.

Aún estaba pensando cuando el cochero soltó un grito y el carruaje se detuvo. Abrí la puerta y me asomé.

Un vistazo fue suficiente. Estábamos en un brete. Un auténtico brete. Aún nos faltaba media milla para llegar a la vía Apia y el camino atravesaba un terreno pantanoso por un tramo de tablones. A cincuenta yardas lo habían bloqueado con una valla de estacas afiladas. No teníamos margen para virar, retroceder era imposible y a juzgar por el aspecto del terreno de ambos lados ni siquiera los caballos de los Amigos Entrañables habrían podido avanzar más de un corto trecho. Detrás de la valla se erguían una docena de cabrones de aspecto sanguinario que vestían armadura de cuero y empuñaban espadas cortas.

Volví al interior del carruaje. Al menos esta vez había ido preparado. Hay penas severas por armar a los esclavos, desde la época de Espartaco. Si hubiéramos estado en Roma, no habría corrido el riesgo, pero en las afueras era otra historia. En el compartimiento de bagajes, bajo el asiento, había seis espadones de caballería, que son armas temibles para cualquier rasero.

—¡Muchachos! —les grité a mis galos—. ¡Mirad lo que trajo papi!

Los ojos se les iluminaron como candelabros de cincuenta lámparas y aun antes de tocar las armas ya se atusaban los bigotes y apretaban los dientes. Era de esperarse. Si le entregas una espada a un galo, es como haber destapado el Tártaro. Aún nos superaban dos a uno en número (el cochero y mi esclavo personal no contaban) pero había motivos para ser optimista. O eso pensé cuando desenvainé mi propia espada y salté del carruaje para participar en la acción.

Un error. Lo supe en cuanto el primer contrincante se me abalanzó. La eficaz estocada parecía sacada del manual del ejército, y casi me ensartó. Moví la puerta del carruaje, pegándole en el hombro izquierdo y haciéndolo girar, luego alcé mi espada y la hundí bajo la axila, donde la coraza no le daba protección. Uno menos. Miré ansiosamente a los Amigos Entrañables. No hacía falta preocuparse. Trajinaban alegremente al estilo galo: ningún punto por sutileza, varios millones por entusiasmo. Tres cabrones más cayeron como pollos trinchados antes de que pudieras decir Vercingetórix.

Los restantes cambiaron de táctica, trabajando en equipo, y de nuevo era evidente el adiestramiento militar. Por el rabillo del ojo vi que Flavo, mi esclavo personal, recibía un mandoble que le transformó la garganta en una pulpa sanguinolenta. Luego dos de ellos me acometieron al mismo tiempo y sentí el filo del acero en las costillas. Todavía no me llegó el dolor. Sin pensarlo, bajé la pesada empuñadura de la espada con fuerza, dándole a uno en la muñeca. El hueso crujió, y él chilló. Antes de que pudiera recobrarse, le hundí en la entrepierna la daga que empuñaba con la mano izquierda.

Retrocedí cuando algo que parecía una vara voló sobre mi hombro y se clavó en el maderamen del vehículo. El segundo atacante, dispuesto a ensartarme con la espada, también lo vio. Miró detrás de mí con ojos desorbitados, viró y echó a correr. Una segunda jabalina lo atravesó como una liebre.

Me arriesgué a echar un vistazo.

Yo tampoco podía creerlo.

—¡Oye, Tito, buen tiro!

—¡En el blanco!

—¡Ti-to! ¡Ti-to! ¡Ti…!

—¡Miradme! ¡Eh, muchachos, miradme!

Embistieron contra la barricada como una manada de lobeznos inquietos, impecables en su bonita armadura nueva. Ninguno tenía más de diecinueve años ni menos de quince, salvo el menudo y canoso decurión que iba en retaguardia, que estaba rojo como una remolacha de tanto ladrar órdenes que nadie escuchaba.

—¡No os separéis, cabrones! ¡Tú, Marco Sedilio, sube esa maldita punta! ¡Quinto, con el maldito canto no, imbécil! Te lo he dicho mil veces…

Sé que no era el momento ni el lugar, pero no pude contenerme. Quizá fuese histeria. Me senté de espaldas contra las ruedas del carruaje y me reí hasta las lágrimas mientras esos chicos despedazaban a nuestros atacantes. No les dio mayor trabajo. Los pocos que quedaban en pie después de la andanada de jabalinas quizá no supieran qué día era ni para dónde quedaba el cielo, y mucho menos qué les había pegado. Sólo vi a los chicos en problemas una vez, cuando un grandote de hombros osunos arrinconó a uno contra la barricada. El decurión se interpuso antes de que pudieras decir «cuchillo», y despachó al cabrón con el quite, la finta y la estocada más elegantes que había visto fuera de una demostración.

Al finalizar, limpió la espada en unos matojos, la guardó en una gastada vaina y se me acercó.

—¿Te encuentras bien, señor? —preguntó.

—Sí, eso creo. —Miré en torno para ver cómo andaba mi equipo. Aparte de Flavo, todos habíamos sobrevivido. Uno de los galos tenía un tajo en el hombro, otro sangraba por una herida de la cabeza y un tercero cojeaba, pero todos estaban en pie y no vi trozos desparramados por el lugar. Ningún trozo galo, al menos. Lisias el cochero se había quedado en el pescante, sin intervenir en la refriega. Me recordé que debía privar a ese inepto de sus privilegios cuando llegáramos a casa—. Gracias, amigo.

El decurión escupió púdicamente.

—De nada, señor. Por suerte, los muchachos y yo pasábamos por aquí.

—¿Son reclutas?

Su cara de bota se partió en una sonrisa, mostrando dientes que parecían lápidas.

—En efecto, señor. Los entrené yo mismo. Nos dirigíamos a Puteoli. El joven Tito oyó la bulla desde el camino.

Por el rabillo del ojo vi que algo se movía y me giré blandiendo la espada. Uno de los cuerpos de la linde del grupo se había levantado y corría por el camino, apretándose el flanco de su coraza ensangrentada.

—¡Marco! —gruñó el decurión.

—¡No, esperad! —grité, pero demasiado tarde. La jabalina ya se había clavado en la nuca del fugitivo y lo tumbó como un conejo ensartado.

—¡Hurra!

—¡Estupendo, Marco!

El alumno estrella, obviamente. El decurión no se había movido.

—Excúsame, señor —dijo cortésmente, y se volvió hacia los jóvenes que lo festejaban—: ¿Cuántas veces debo decirlo, malditos maricas? Antes de descansar, revisad los malditos cadáveres. ¿Quién lo había abatido?

—Lo lamento, decurión.

—Sin lamentos, joven Quinto. Con lamentarlo no remedias nada. Constará en el informe, muchacho. —Se volvió hacia mí—. Perdona, señor. ¿Puedes decirme qué pasó?

Me encogí de hombros.

—Nos atacaron. Es todo lo que puedo decirte. —No revelaría mucho, si podía. Aunque ese hombre me hubiera salvado el pellejo.

El decurión echó una mirada experta a la barricada.

—Por lo visto te esperaban, señor. Una pandilla numerosa, y bien armada. No ocurre con frecuencia tan cerca de una carretera importante. ¿Estás seguro de que no te buscaban a ti?

—¿Por qué me buscarían a mí?

—Tú lo sabrás mejor que yo, señor. —Una respuesta cauta, en tono cauto. El hombre no tenía un pelo de tonto. Y no insistió sobre el asunto. Yo había visto desde el principio que había reparado en la calidad del carruaje y en la ancha franja purpúrea de mi túnica. Y no demostraba el menor interés en las espadas de mis muchachos. Lo cual significaba que se había fijado en ellas.

—No se me ocurre ningún motivo, decurión.

Se frotó la nariz con un dedo que parecía arrancado de un tocón de olivo. No me creía, obviamente. Pero una cosa es la incredulidad, y otra llamar mentiroso a un aristócrata a la cara.

—Entonces es un misterio —dijo—. Quizá deberíamos haber pillado a ese último tipo y patearle los genitales hasta que hablara.

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