Las cenizas de Ovidio (35 page)

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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Ahora sudaba a mares.

—¿Y cuál era esa alternativa?

—Póstumo. El hermano de Julia. El nieto de tu esposo.

Frunció los labios.

—Póstumo era un degenerado, Corvino, un inmoral. Augusto lo sabía. Mi esposo jamás lo habría aceptado como sucesor.

—Sí, excelencia. Pero quizá sea posible que últimamente el emperador hubiera empezado a sospechar que lo habían informado mal sobre el carácter de su nieto.

—¿Quién lo había informado mal?

De nuevo el desafío. De nuevo lo pasé por alto.

—Julia y Paulo no eran traidores. No en el sentido cabal de la palabra. Aunque hubieran querido conspirar contra Augusto, sabían que sólo les harían el juego a sus enemigos. Pero la conspiración fue bastante real. Sucedió. ¿Por qué?

—Cuéntamelo tú. Esto es fascinante.

—Hubo una conspiración, excelencia, sólo que contaba con el beneplácito del emperador. Al menos, eso creían Paulo y Julia. Se trataba de favorecer a un sucesor legítimo.

Livia se inclinó hacia delante. La mosca, quizá viendo el movimiento como una amenaza, se detuvo y flexionó las alas.

—¿Has dicho «legítimo»?

¡Necio!

—Lo lamento, excelencia. Quizá debí decir «un sucesor del linaje de los Julios».

—Entiendo. —Volvió a reclinarse—. Pasaremos eso por alto. Pero tu interpretación de la conspiración de Paulo es un poco enrevesada, joven. Con todo respeto.

—No lo creo, excelencia. Tengo pruebas.

—Pues descríbelas, por favor.

—Paulo y Julia fueron abordados por Asprenas, que era el sobrino de Quintilio Varo, y Varo era hombre de Augusto. Asprenas les dice que representa al emperador. Augusto designará a Varo comandante en Germania. Luego permitirá que Póstumo «escape» de la isla y se refugie entre las legiones del Rin. Paulo y Julia harán lo mismo. Dada la situación militar, Augusto se dejará presionar por los simpatizantes de los Julios para reconciliarse con su nieto, y con el tiempo nombrarlo sucesor.

La mosca tembló nerviosamente en el súbito silencio.

—Ésa es sólo una teoría, Corvino. Dijiste que tenías pruebas.

—Puedo probarlo —mentí.

—Estás loco.

Negué con la cabeza.

—No, excelencia, no lo creo.

—Paulo y Julia nunca habrían creído a Asprenas, a menos que él diera una señal inequívoca de que representaba a mi esposo.

—Pero él tenía una señal.

—¿A saber?

—El anillo de sello del emperador.

—El sello de la Esfinge nunca abandonó la mano de Augusto.

—No el original, excelencia, sino el anillo que tú misma le diste. La réplica que usabas para sellar documentos en ausencia de tu esposo.

El silencio fue total. Livia lo rompió al fin.

—Podría hacerte matar, Corvino —murmuró—. Podría llamar a mis guardias y no saldrías vivo de esta habitación. Lo sabes, ¿verdad?

—Desde luego. —Fingí más convicción de la que tenía—. Pero no lo harás, excelencia.

—¿Por qué no?

—Porque no vine aquí sin preparativos. Si muero, tu hijo se enterará de la verdad de la matanza de Varo. Y si eso sucede, excelencia, yo no apostaría ni la ventosidad de un mosquito por tus posibilidades de terminar este mes con vida.

La mano bajó. La sorprendida mosca echó volar demasiado tarde y dejó una mancha de sangre en el escritorio. Livia se arqueó hacia mí. Por un instante pensé que iba a atacarme, pero se dominó y volvió a reclinarse en la silla.

—Muy bien, Corvino —dijo. Con toda calma, como si nada hubiera pasado—. Continúa.

—Gracias. —Volví a enjugarme el sudor de las palmas—. Asprenas no llevaba puesto el anillo cuando llegaba a la casa de Paulo. Lo sé por el portero. Pero una vez que estaba a solas con los conspiradores, volvía a ponérselo para recordar a Paulo y Julia a quién representaba. Mejor dicho, a quién fingía representar. En realidad, Augusto no supo nada sobre la conspiración hasta que se lo dijeron, y para entonces la prueba era condenatoria porque era genuina. Paulo fue ejecutado y Julia fue exiliada por adulterio.

—Si lo que dices es correcto, pudieron exonerarse explicando la verdad al emperador.

—¿Les dieron esa oportunidad? Y si así hubiera sido, ¿Augusto les habría creído?

Livia apretó los labios y no dijo nada.

—Todo era demasiado probable. Y los hechos eran innegables.

—¿Pero por qué la acusación de adulterio, si como dices mi esposo no creía en ella?

—¿Acusar públicamente de traición a la nieta del emperador? Justamente tú, excelencia, debes saber cuán perjudicial sería eso para el estado.

—Sin duda. —De nuevo los labios tensos se curvaron en lo que era casi una sonrisa—. Acepto tu argumentación, Corvino. Como teoría, al menos.

—Gracias, excelencia. En todo caso, Augusto fue benigno. Sabiendo que la acusación era falsa, dejó que el «adúltero» Silano se escabullera sin consecuencias graves. Además, fue Silano quien denunció la conspiración. Merecía una recompensa.

—Junio Silano fue exiliado, joven. Y su carrera política fue liquidada. No es un castigo menor para alguien de su posición.

—No es verdad, excelencia. Silano se fue de Italia por propia voluntad y nunca se interesó en la política. El castigo no era tal, y el emperador lo sabía.

—Eso dices tú. Pero afirmas que fue recompensado.

Empezaba a temblarme la pierna izquierda. Lentamente, sin apartar los ojos, la estiré y me froté el muslo.

—He visto la finca de Silano, excelencia. Las villas suburbanas de ese tamaño no son baratas.

—Junio Silano pertenece a una familia muy rancia y acaudalada.

—Es verdad. Quizá por eso, pocos meses después, el emperador entregó a su bisnieta en matrimonio al primo de Silano. ¿O fue mera coincidencia?

Livia no dijo nada. Me clavó los ojos sin pestañear.

—Y así llegamos, excelencia, a lo que pasó con el cuarto conspirador, Nonio Asprenas.

Llamadlo imaginación, pero juro que hasta la habitación contuvo el aliento cuando pronuncié ese nombre. Los ojos de Livia eran oscuros pozos de odio, clavados en los míos.

—Nada le pasó a Asprenas —dijo.

—Exacto, excelencia. ¿Te gustaría decirme por qué?

El silencio se prolongó.

—No, Corvino —dijo al fin—. No me gustaría.

43

Sólo eso. Una simple negativa, la respuesta de último recurso de alguien totalmente culpable. Si me quedaba alguna duda de que yo tenía razón, eso la eliminaba. Había pillado a esa zorra, y ambos lo sabíamos. El músculo acalambrado de mi pierna se calmó de pronto.

—Muy bien, excelencia —continué—. Entonces te lo diré yo. La solución es sencilla. Asprenas no fue castigado por su participación en el complot porque Augusto no sabía que él estaba implicado. Silano no lo mencionó. Le habías ordenado que no lo dijera, porque Asprenas era necesario para otra cosa. ¿O me equivoco? —Hice una pausa para escuchar una respuesta que no recibí, y luego añadí suavemente—: Pero Silano, lamentablemente, no era la única persona que conocía la participación de Asprenas, ¿verdad? Había alguien más a quien no podías dar órdenes. No era de los tuyos. Un testigo neutral, un amigo personal de Julia que conocía a Asprenas de vista y sospechó lo que ocurría. —Silencio, total y absoluto. Tuve la sensación de estar caminando sobre cristal—. ¿Cómo lo averiguó Ovidio, excelencia?

Creí que no respondería, pero al fin lo hizo: seca y clínicamente, con una voz despojada de emoción.

—Fue de visita por casualidad, con un libro que Julia quería, y vio que Asprenas y Paulo salían juntos del estudio. No conozco los detalles, pero sé que los dejaban mal parados.

—Así que después de luchar con su conciencia, como buen ciudadano decidió denunciar lo que había visto. Pero no llegó a presentar la denuncia, porque habló con la persona equivocada.

—Vino al palacio poco después —declaró Livia sin inmutarse—. Como el emperador estaba ocupado, fue fácil hacerlo traer ante mí. No reparó en su error, desde luego. Hasta mucho tiempo después.

—Así que hiciste que lo echaran de Roma, y pronto. Y para siempre. No podías correr el riesgo de que el emperador asociara el nombre de Asprenas con la idea de conspiración. Y si Ovidio hubiera estado aquí cuando llegó la noticia del desastre en Germania, habría sumado dos más dos y habría ido de vuelta al palacio. Esta vez para ver a Augusto.

—Ovidio era un mentecato.

Sacudí la cabeza.

—No, excelencia. Era sólo un poeta implicado en una cuestión política, haciendo lo que le aconsejaba su criterio.

—Un mequetrefe bienintencionado puede causar mucho más daño que un enemigo consciente. Tú, Corvino —casi sonrió—, lo comprenderás mejor que nadie.

Pasé por alto el sarcasmo.

—Así que hablaste discretamente con Augusto. Júpiter sabrá qué le dijiste: que Ovidio mismo se acostaba con Julia mientras recitaban poemas pornográficos; que en secreto practicaba todo tipo de perversión y más valía que estuviera muerto. Y el emperador, que en el mejor de los casos no simpatizaba con Ovidio ni con su poesía, te creyó. O quizá no le dio importancia.

Livia arqueó la boca.

—¡Oh, sí que le dio importancia, joven! En el fondo, mi intachable esposo era un libertino hipócrita y frustrado que castigaba los vicios ajenos precisamente porque eran los suyos. El Ovidio que le mostré a Augusto era su yo secreto, realizando los actos que él habría realizado si hubiera tenido el coraje. ¿Qué podía hacer el pobre tonto sino exiliarlo?

Un dedo de hielo me rozó la espalda. Había vislumbrado el auténtico rostro de Julia, y supe que lo más peligroso que podía hacer era permitirle saber que me lo había mostrado.

—Hablemos de Germania, excelencia —dije.

No respondió, pero noté que se envaraba.

—Las provincias fronterizas eran responsabilidad de Augusto. Él fijaba las normas, y era él quien se llevaba la palma o sufría las críticas. ¿No es así?

—Sí.

¿Era mi imaginación, o también ella empezaba a demostrar nerviosismo?

—De modo que si alguien quería abochornar al emperador, las fronteras eran el sitio ideal.

Tampoco hubo respuesta, pero su expresión se endureció bajo el grueso maquillaje.

—Pues bien, ¿qué frontera escogerían? Olvidemos las provincias meridionales. Partia mantiene la cabeza gacha actualmente, así que el este también queda descartado. El Danubio es posible, pero ése es el coto de Tiberio, y la persona que tengo en mente no querría enredarlo a él, y menos después de la revuelta iliria. —Tampoco hubo respuesta, pero vi una huella de humedad en el maquillaje apisonado de la frente—. Nos queda Germania, excelencia. Y Germania es perfecta porque Augusto es responsable de ella en todos los aspectos. Él toma las decisiones políticas, asigna las legiones, escoge al gobernador. Y si algo sale mal, tu hijo Tiberio está cerca para salvar la situación. ¿Tengo razón?

—Corvino, te juro…

Esperé, pero no dijo nada más. Su boca se había cerrado como una almeja.

—¿Quieres seguir tú, excelencia?

—No. —La humedad de la frente había formado una perla de sudor que trazaba un surco en el maquillaje—. Adelante.

—Muy bien. —Cambié de posición, y la silla crujió como si frotaras huesos viejos—. Hablemos de Varo, pues. Fue nombrado comandante de Germania por sugerencia tuya, ¿verdad?

—Varo era el candidato natural. Era un administrador competente con vasta experiencia militar, leal a mi esposo…

—Eso no responde la pregunta.

Sus ojos centellearon.

—Te lo he dicho, Corvino. Era el candidato natural. Eso es suficiente.

—Claro que era el candidato natural, pero no por los motivos que has dado. Elegiste a Varo porque era totalmente corrupto en lo referente al dinero, y porque su sobrino era Nonio Asprenas. —Su boca estaba cerrada como una trampa de hierro—. Cuando llegaran a Germania, Asprenas debía alentar la codicia del viejo, encargarse de que se ganara la inquina de los nativos, incluso que se expusiera a una denuncia por mala administración. Pero eso no bastaba para tus propósitos, ¿verdad? Necesitabas algo que fuera un auténtico sopapo para el emperador. Necesitabas a Arminio.

Silencio. Sus ojos me taladraron a través de la blancura del maquillaje. Continué.

—Arminio era oro puro. Ambicioso, dúplice como Jano, un actor nato y un embustero nato. Educado en Roma, formado en Roma. Viable. Asprenas sería el chulo, los presentaría a ambos, procuraría que ambos terminaran en la misma cama.

—Una imagen llamativa. Confío en que hables metafóricamente.

—Por suerte para él, esa parte resultó ser fácil. Varo vio en Arminio una cualidad que siempre había respetado pero nunca había tenido: fervor. Varo lo confundió con fervor por Roma, pero eso se debió a su mal criterio y a la buena actuación de Arminio, y cuando llegó el momento desequilibró la balanza, porque el viejo quería creer que Arminio era de fiar. —Hice una pausa—. Así pues, cuando Varo llega a Germania está bastante ablandado. Arminio lo aborda y le cuenta un cuento de hadas sobre la creación de un reino títere entre el Rin y el Elba…

—No es ningún cuento de hadas. El concepto era bastante sólido. Y necesitábamos un cambio de política.

—Seguro, si tú lo dices. Sea como fuere, Arminio le ofrece a Varo una suculenta recompensa por su colaboración y Varo, que confía en sus motivaciones, acepta. La engañifa es bastante rentable, y ni siquiera le remuerde la conciencia. Luego viene el desenlace.

Livia se había tensado de nuevo. Entrábamos en un terreno sumamente delicado, y yo lo sabía.

—Arminio le dice a Varo que necesita un último favor: un fracaso militar para consolidar su ascendiente sobre las tribus. En su regreso a Vetera, debe permitir que le tiendan una celada en el Teutoburgo. Arminio lo atacará pero le permitirá retirarse con el ejército intacto. —Hice otra pausa y murmuré—: Sólo que ése no era el auténtico convenio, ¿verdad, excelencia? El ataque no sería la farsa que esperaba el viejo. Cuando Arminio acometiera, lo haría con todas sus fuerzas.

Al fin logré conmocionarla. La máscara se rajó por completo, y apareció la mujer asustada.

—¡Fue un error! —susurró—. ¡Queríamos una humillación, no una matanza!

—Seguro.

—¡Créeme! ¡Arminio juró que el ataque sería limitado!

Una operación limitada. Tuve ganas de vomitar en el suelo de mármol de esa arpía.

—Tres legiones —murmuré—. Quince mil hombres exterminados, sólo para que tu niño pudiera acercarse un paso más al trono. ¿Cómo logras conciliar el sueño?

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