Las correcciones (39 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Era del tamaño de un mazo de cartas. Estaba montada en un soporte orientable, sobre la puerta trasera. La caja era de aluminio pulido. Tenía un destello color púrpura en el ojo.

Gary devolvió la botella al armario, se acercó al fregadero y echó agua en un cubo. La cámara giró treinta grados para seguir sus movimientos.

Le vinieron ganas de arrancar la cámara del techo o, en todo caso, de subir a explicarle a Caleb la muy dudosa moralidad del espionaje, o, en todo caso, de averiguar al menos cuánto tiempo llevaba instalada la cámara; pero ahora tenía algo que ocultar y toda acción que emprendiera contra la cámara, cualquier objeción que pusiera a su presencia en esa cocina, podía ser interpretada por Caleb como un intento de protegerse.

Dejó en el cubo la toalla, manchada de sangre y de suciedad del suelo, y se aproximó a la puerta trasera. La cámara retrocedió en su montura para mantenerlo centrado en el encuadre. Gary se situó directamente debajo y se quedó mirándole al ojo. Dijo que no con la cabeza y articuló las palabras
No, Caleb.
La cámara, naturalmente, se abstuvo de responderle. Gary pensó entonces que, seguramente, también habría micrófonos en la habitación, para captar el sonido. Podía dirigirse directamente a Caleb, pero temió que si miraba directamente en el ojo vicario de Caleb y oía su propia voz y hacía que se oyera en la habitación de Caleb, el resultado sería un intolerable incremento en la realidad de lo que ocurría. De modo que volvió a decir que no con la cabeza e hizo un movimiento de barrido con la mano izquierda, el ¡Corten! de los directores cinematográficos. Entonces cogió el cubo del fregadero y limpió el porche.

Dado que estaba borracho, el problema de la cámara y de que Caleb fuera testigo tanto de su herida como de su furtiva implicación con el armario de las bebidas alcohólicas no se le quedó en la cabeza como conjunto de pensamientos conscientes y de inquietudes, sino que se volvió sobre sí mismo para convertirse en una especie de presencia física en su interior, un cuerpo tumoroso que le descendió por el estómago y acabó instalándose en el intestino bajo. El problema no se evacuaría solo, desde luego, pero, por el momento, lo que importaba era no pensar.

—¿Papá? —llegó la voz de Jonah desde la planta superior—. Ya podemos jugar al ajedrez.

Cuando Gary volvió a entrar en la casa, habiendo dejado el seto a medio podar y la escalera en un arriate de hiedra, su sangre había empapado tres capas de toallas y emergía a la superficie en una mancha rosada, de plasma con los corpúsculos filtrados. Temió tropezarse con alguien en el vestíbulo, con Caleb o con Caroline, por supuesto, pero sobre todo con Aaron, porque Aaron había venido a preguntarle si le pasaba algo, y porque Aaron no había sido capaz de mentirle, y esas pequeñas pruebas de cariño por parte de Aaron constituían, en cierto modo, lo más escalofriante de la noche.

—¿Por qué tienes una toalla en la mano? —la preguntó Jonah a Gary, mientras retiraba del tablero la mitad de las piezas de su padre.

—Me he cortado, Jonah, y me he puesto hielo en la herida.

—Hueles a al-co-hol —canturreó la voz de Jonah.

—El alcohol es un poderoso desinfectante —dijo Gary.

Jonah movió P4R.

—Sí, pero yo me refiero al alcohol de beber.

Gary estaba en la cama a las diez, es decir: teóricamente, dentro de lo previsto en su proyecto original… ¿En su proyecto de qué? Bueno, pues no lo sabía exactamente. Pero si dormía un poco quizá consiguiera vislumbrar el camino hacia delante. Para no manchar las sábanas de sangre, metió la mano herida, con toalla y todo, en una bolsa de pan integral Bran'nola. Apagó la luz de su mesilla de noche y se colocó de cara a la pared, con la mano de la bolsa acunada en el pecho y con la sábana y la manta de verano subidas hasta el hombro. Se quedó profundamente dormido, pero al cabo de un rato lo despertaron las pulsaciones de la mano en la oscuridad de la habitación. A ambos lados del corte, la carne le picaba como si la hubiera tenido llena de gusanos, y el dolor se le extendía a lo largo de los cinco carpos. Caroline, dormida, respiraba acompasadamente. Gary se levantó a vaciar la vejiga y se tomó cuatro Adviles. Cuando volvió a la cama, su patético proyecto cayó hecho pedazos, porque no logró recuperar el sueño. Tenía la sensación de que la sangre se estaba saliendo de la bolsa de Bran'nola. Le pasó por la cabeza la posibilidad de levantarse e ir a hurtadillas hasta el garaje y acudir a urgencias. Calculó las horas que ello le llevaría y el mucho tiempo que le costaría recuperar el sueño, a la vuelta; luego restó las horas que le quedaban para levantarse e ir a trabajar y llegó a la conclusión de que más le iba a valer dormir hasta las seis y luego, si era necesario, hacer una parada en urgencias, de paso hacia la oficina; aunque todo ello dependía de su capacidad para volverse a dormir, y, puesto que no lo lograba, se puso de nuevo a hacer cálculos y barajar posibilidades, sólo que ahora ya quedaban menos minutos de noche que cuando se le ocurrió por primera vez la opción de levantarse y salir de la casa a hurtadillas. La cuenta era cruel en su regresión. Se levantó de nuevo a mear. El problema de la vigilancia de Caleb seguía, indigestible, aposentado en sus tripas. Se moría de ganas de despertar a Caroline y echarle un polvo. Seguían las palpitaciones en la mano herida. Se sentía elefantiásico: tenía una mano del tamaño y del peso de una buena butaca, cada uno de cuyos dedos era un blando cilindro de exquisita sensibilidad. Y Denise seguía mirándolo con odio. Y su madre seguía lampando por sus Navidades. Y se coló durante un segundo en una estancia donde tenían a su padre atado a una silla eléctrica, con un casco metálico en la cabeza, y era el propio Gary quien tenía la mano en el viejo interruptor tipo palanca, que evidentemente ya había accionado, porque Alfred saltaba de la silla, fantásticamente galvanizado, horriblemente sonrisueño, convertido en una parodia del entusiasmo, danzando con las extremidades rígidas y dando vueltas por la habitación a velocidad duplicada, hasta caer de bruces, bam, como una escalera de tijera con las patas juntas, y quedarse boca abajo en el suelo de la sala de ejecuciones, con todos los músculos del cuerpo galvánicamente sacudidos y hervorosos…

Había una claridad gris en la ventana cuando Gary se levantó a mear por cuarta o quinta vez. La humedad y el calor de la mañana eran más propios de julio que de octubre. La niebla o neblina de Seminole Street confundía, o descorporeizaba, o refractaba, el graznido de los cuervos mientras subían volando la colina, sobre Navajo Road y Shawnee Street, igual que adolescentes lugareños dirigiéndose al aparcamiento del Wawa Food Market (el Club Wa, lo llamaban, según Aaron) para fumar unos cuantos cigarrillos.

Se volvió a meter en la cama, a ver si le venía el sueño.

«En este cinco de octubre, entre las principales noticias que seguiremos esta mañana hay que mencionar que los abogados de Khellye, cuya ejecución está prevista dentro de las próximas veinticuatro horas…», dijo la radio del despertador de Caroline, hasta que ella la silenció de un manotazo.

Durante la hora siguiente, mientras oía levantarse a sus hijos y desayunar y unos toques de trompeta de John Philip Sousa, cortesía de Aaron, un novísimo plan fue tomando forma en el cerebro de Gary. Se colocó en postura fetal, muy quieto, de cara a la pared, con la mano enbran’nolada cerca del pecho. Su novísimo plan consistía en no hacer absolutamente nada.

—Gary, ¿estás despierto? —dijo Caroline desde una media distancia, seguramente desde la puerta del dormitorio—. ¿Gary?

Él no hizo nada; no contestó.

—¿Gary?

Le habría gustado saber si a ella le habría gustado saber por qué no hacía nada, pero ya se alejaban sus pasos por el corredor y ya se le oía decir:

—Date prisa, Jonah, que vamos a llegar tarde.

—¿Dónde está papá? —preguntó Jonah.

—No se ha levantado. Vamos.

Tras un ruido de piececitos vino el primer auténtico desafío al novísimo plan de Gary. Desde una posición más cercana que la puerta, habló Jonah:

—Papá. Nos vamos. ¿Papá?

Y Gary tuvo que no hacer nada. Tuvo que fingir que no oía o no quería oír, tuvo que infligirle su huelga general, su depresión clínica, precisamente a la criatura a quien más habría querido salvaguardar. Si Jonah llegaba a acercársele más —si, por ejemplo, venía a darle un abrazo—, Gary no estaba muy seguro de poder mantenerse callado e impávido. Pero Caroline llamaba otra vez desde el piso de abajo, y Jonah se alejó a toda carrera.

Desde la distancia, Gary oyó el bip-bip-bip-bip de su fecha de cumpleaños mientras la marcaban para accionar la vigilancia perimétrica. La casa quedó luego en silencio, con su olor a tostadas, y Gary se puso en el rostro un gesto de sufrimiento insondable y de autocompasión idéntico al de Caroline cuando le dolía la espalda. Entonces comprendió, como nunca antes, cuánto alivio podía proporcionar un gesto así.

Pensó levantarse, pero no necesitaba nada. No sabía cuánto tardaría Caroline en volver; si hoy trabajaba en el Fondo de Protección de la Infancia, podía no regresar antes de las tres de la tarde. No importaba. Allí estaría él.

Pero ocurrió que Caroline estaba de regreso media hora más tarde. Se oyeron, en sentido inverso, los mismos ruidos que cuando se marchó. Oyó la aproximación del Stomper, la clave de desactivación, las pisadas en la escalera. Percibió la presencia de su mujer en el umbral, observándolo en silencio.

—¿Gary? —dijo en voz baja, no sin cierta ternura.

Él no hizo nada. Siguió quieto. Ella se le acercó y se puso de rodillas junto a la cama.

—¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?

Él no contestó.

—¿Para qué quieres esa bolsa? Dios mío. ¿Qué has hecho?

Él no dijo nada.

—Dime algo, Gary. ¿Estás deprimido?

—Sí.

Ella, entonces, suspiró. Semanas de tensión acumulada iban drenándose del dormitorio.

—Me rindo —dijo Gary.

—¿Qué significa eso?

—No tenéis que ir a St. Jude —dijo él—. Quien no quiera ir, que no vaya.

Le costó muchísimo decir esto, pero obtuvo su recompensa. Sintió que se le acercaba el calor de Caroline, su resplandor, antes de que ella llegara a tocarlo. El sol en ascenso, el primer roce del pelo de ella en su cuello, cuando se inclinó hacia él, la aproximación de su aliento, el suave impacto de los labios en su mejilla.

—Gracias —dijo Caroline.

—Yo tendré que ir para Nochebuena, pero estaré aquí en Navidades.

—Gracias.

—Tengo una depresión tremenda.

—Gracias.

—Me rindo —dijo Gary.

Lo irónico, por supuesto, era que tan pronto como se hubo rendido —tan pronto, quizá, como confesó su condición deprimida; tan pronto, sin duda alguna, como le enseñó la mano y ella le colocó un vendaje como Dios manda; y, desde luego, no más tarde del momento en el cual, con una locomotora más grande y más dura y más poderosa que un modelo ferroviario a gran escala, se internó en el túnel húmedo y de suaves corrugaciones cuyos más intrincados recovecos seguían antojándosele inexplorados, a pesar de que llevaba veinte años recorriéndolos (practicó el acercamiento al estilo cuchara, por detrás, de modo que Caroline pudiera mantener arqueada la parte baja de la espalda y él pudiera acomodar a un costado de ella el brazo de la venda; fue un polvo herido, entre heridos)—, no sólo dejó de sentirse deprimido, sino que entró en condición eufórica.

Le vino a la cabeza la idea —no muy pertinente, quizá, teniendo en cuenta el tierno acto conyugal en que estaba enfrascado; pero Gary Lambert era Gary Lambert, y siempre se le ocurrían cosas que no venían a cuento, y estaba harto de pedir perdón— de que ahora ya podía pedirle a Caroline, sin riesgo, que le comprara 4.500 acciones de la Axon, y ella lo haría con todo gusto.

Ella se alzaba y se bajaba como una superficie sobre un mínimo punto de contacto, con todo su ser sexual casi ingrávido en la humedecida punta del dedo corazón de Gary.

Él se derramaba esplendorosamente: se derramaba, se derramaba, se derramaba.

Seguían desnudos, ambos, haciendo novillos a las nueve y media de un martes por la mañana, cuando sonó el teléfono de la mesilla de noche de Caroline. Contestó Gary y se quedó conmocionado al oír la voz de su madre. Se quedó conmocionado ante la realidad de la existencia de su madre.

—Llamo desde el barco —dijo Enid.

Durante un culpable momento, hasta que cayó en la cuenta de que llamar desde un barco cuesta mucho dinero y de que, por consiguiente, las noticias que iba a transmitirle su madre podían no ser buenas, Gary pensó que lo llamaba porque se había enterado de su traición.

En el mar

Las dos cero cero, oscuridad, el
Gunnar Myrdal:
en torno al anciano, corría el agua cantando misteriosamente en las cañerías metálicas. Mientras el buque tajaba el mar oscuro, al este de Nueva Escocia, con la horizontal ligeramente inclinada, de proa a popa, como si, a pesar de la enorme calidad de su acero, no se sintiera cómoda la nave y sólo alcanzase a resolver el problema de las montañas líquidas por el procedimiento de atravesarlas a toda prisa; como si su estabilidad dependiera de ocultar los terrores de la flotación. Había otro mundo más abajo: ése era el problema. Otro mundo, más abajo, con volumen, pero sin forma. Durante el día, el mar era superficie azul con crestas blancas, un desafío realista de navegabilidad, y el problema bien podía obviarse. Durante la noche, sin embargo, la mente seguía adelante y se zambullía en la dócil nada, violentamente solitaria, en la que se desplazaba el poderoso buque de acero, y en cada cabeceo se hacía perceptible una parodia de coordenadas, se hacía perceptible hasta qué punto puede estar solo un hombre, y perdido para siempre, bajo seis brazas de agua. A la tierra firme le falta ese eje de z. La tierra firme era como estar despierto. Incluso en un desierto que no se halle en los mapas puede uno arrodillarse y golpear la tierra con los puños, y la tierra no cede. Por supuesto que también el océano posee una piel de vigilia. Pero en cada punto de esa piel es muy posible hundirse y, con ello, desaparecer.

Y no sólo era la inclinación de las cosas: también su temblor. Había un estremecimiento en la estructura del
Gunnar Myrdal,
un escalofrío incesante en el suelo y en la cama y en las paredes forradas de madera de abedul. Una convulsión sincopada, tan consustancial al barco, tan similar al Parkinson en su manera de crecer sin pausa, sin ningún retroceso, que Alfred llegó a convencerse de que el problema estaba dentro de él, hasta que oyó los comentarios al respecto de otros pasajeros más jóvenes y en mejor estado de salud.

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