Las correcciones (42 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

—Doscientos siete. Pregúntame más.

—¿Cuánto es veintitrés al cuadrado?

En la cocina, Enid rebozó la prometéica carne en harina y la puso en una sartén eléctrica Westinghouse lo suficientemente grande como para freír nueve huevos en formación de tres en raya. Una tapadera de aluminio empezó a castañetear cuando el agua del nabicol rompió abruptamente a hervir. En un momento anterior de aquel mismo día, al ver medio paquete de beicon en la nevera se le ocurrió prepararlo con hígado, y el mortecino color de éste le hizo pensar en una guarnición de color amarillo brillante, y así tomó forma la Cena. Desgraciadamente, nada más ponerse a preparar el beicon se dio cuenta de que sólo quedaban tres tiras, no las seis u ocho con que ella había contado. Ahora estaba tratando de convencerse de que con tres tiras bastaría para alimentar a toda la familia.

—¿Qué es
eso?
—preguntó Chipper, alarmado.

—¡Hígado con beicon!

Chipper huyó de la cocina haciendo violentísimos gestos de negación con la cabeza. Algunos días eran espantosos desde el principio: los copos de avena del desayuno aparecían tachonados de pedazos de dátil igualitos que un picadillo de cucarachas; había presencias azuladas alterando la homogeneidad de la leche; era obligatorio pasar por la consulta del médico después del desayuno. Otros días, como éste, no se manifestaban en todo su espanto hasta muy cerca del final.

Fue dando tumbos por toda la casa, repitiendo:

—Puah, qué asco, puah, qué asco, puah, qué asco…

—La cena va a estar en cinco minutos. ¡A lavarse las manos! —llamó Enid.

El hígado cauterizado olía como huelen los dedos tras haber estado sobando monedas sucias.

Chipper hizo una pausa en el cuarto de estar y apretó la cara contra la ventana, con la esperanza de captar la presencia de Cindy Meisner en el comedor de su casa. A la vuelta de la Asociación había ido sentado junto a Cindy, en el coche, y había percibido el olor a cloro que emanaba. En la rodilla tenía una tirita mojada, retenida sólo por dos o tres fibras de material adhesivo.

Tacata tacata tacata, hizo el almirez de Enid en el cacharro de nabicol dulce, amargo, acuoso.

Alfred se lavó las manos en el cuarto de baño, le pasó el jabón a Gary y se secó con una toalla pequeña.

—Pinta un cuadrado —le dijo a Gary.

Enid sabía muy bien que Alfred odiaba el hígado, pero era una víscera repleta de hierro salutífero, y, por muchos que fueran sus defectos como marido, lo que nadie podía decir era que Alfred no respetase las reglas. La cocina era territorio de Enid, y él nunca se entrometía.

—¿Te has lavado las manos, Chipper?

Chipper estaba convencido de que con ver a Cindy una sola vez más ya le bastaría para redimirse de la Cena. Imaginó que estaba con ella en su casa y que la seguía a su habitación. Imaginaba su habitación como una especie de refugio, al abrigo de todos los peligros y todas las responsabilidades.

—¿Chipper?

—Elevamos A al cuadrado, elevamos B al cuadrado y multiplicamos por dos el producto de A por B —dijo Alfred, cuando estaban sentándose a la mesa.

—Chipper, más vale que te laves las manos —advirtió Gary a su hermano.

Alfred pintó un cuadrado:

—Lo siento, pero no hay mucho beicon —dijo Enid—. Creí que tenía más en casa.

En el cuarto de baño, Chipper se resistía a la idea de lavarse las manos, porque tenía miedo de que nunca más conseguiría tenerlas secas. Dejó que corriera el agua, para que se oyera, y a continuación se frotó las manos con una toalla. No haber conseguido atisbar a Cindy por la ventana le había hecho perder la compostura.

—Tuvimos mucha fiebre —informó Gary—. Y a Chipper le dolía el oído, además.

Copos de harina marrones y grasientos se adherían a los lóbulos ferruginosos como una especie de corrosión. También el beicon, o lo poco que de él había, era color corrosión.

Chipper temblaba, en la puerta del cuarto de baño. Cuando la desgracia se presentaba a última hora del día, le costaba trabajo calibrarla en todo su alcance. Había desgracias de curvatura muy pronunciada, fáciles de negociar. Pero también las había sin apenas curvatura y no quedaba más remedio que pasarse horas tratando de dejarlas atrás. Desgracias descomunales, como planetas de grandes. La Cena de la Venganza era una de ellas.

—¿Qué tal el viaje? —le preguntó Enid a Alfred, porque en algún momento tenía que preguntárselo.

—Cansado.

—Chipper, cariño, ya estamos todos a la mesa.

—Voy a contar hasta cinco —dijo Alfred.

—Hay beicon, que te gusta mucho —cantaleó Enid.

Era un engaño cínico y oportuno, uno más entre sus cientos de fracasos conscientes, como madre, de todos los días.

—Dos, tres, cuatro —dijo Alfred.

Chipper llegó corriendo y ocupó su sitio a la mesa. Para qué hacer que le dieran una paliza.

—Diosdigaosmentos vamostomarnompadre nomhijo noespritosanto amén —dijo Gary.

La porción del puré de nabicol que descansaba en la fuente rezumaba un líquido de color amarillo claro, semejante al plasma o a lo que supuran las ampollas. Las hojas de remolacha hervidas soltaban algo cúprico, verdoso. La acción capilar y la sed propia de la harina hacían que ambas secreciones se situaran debajo del hígado. Al levantar el hígado se oía un ligero ruido de succión. La costra de abajo era indescriptible.

Chipper pensó en la vida de las chicas. Pasan por la vida tranquilamente, se convierten en una Cindy Meisner, juegan en sus casas, las quieren como a chicas.

—¿Quieres ver la cárcel que he hecho con palos de polo? —dijo Gary.

—Ah, una cárcel, muy bien —dijo Alfred.

Un joven previsor no se come el beicon inmediatamente, ni lo deja empaparse en jugos vegetales. El joven previsor evacúa su beicon hasta situarlo en la parte alta de borde del plato y lo deja ahí en reserva, a modo de incentivo. El joven previsor se come primero las cebollas fritas, que no están buenas, pero tampoco malas, cuando hace falta un inicio agradable.

—Ayer tuvimos reunión de guarida —dijo Enid—. Gary, cielo mío, la cárcel podemos verla después de cenar.

—Ha hecho una silla eléctrica —dijo Chipper—. A juego con la cárcel. Yo le ayudé.

—¡Ah! Vaya, vaya.

—Mamá consiguió unas cajas enormes de palos de polo —dijo Gary.

—Es por la Manada —dijo Enid—. A la Manada le hacen descuento.

Alfred no tenía en gran aprecio a la Manada, regida por una panda de padres de esos que se lo toman todo con calma. Las actividades patrocinadas por la Manada eran todas de menor monta: concursos de aviones de madera de balsa, de coches de madera de pino, de trenes de papel cuyos vagones de mercancías eran libros leídos.

(
Schopenhauer:
Si buscas una brújula que guíe tus pasos por la vida… Nada mejor que acostumbrarte a mirar el mundo como cárcel, como una especie de colonia penitenciaria).

—Gary, dime otra vez lo que eres —dijo Chipper, para quien su hermano era el arbitro de las modas—. ¿Eres Lobo?

—Una Hazaña más y asciendo a Oso.

—Pero ¿qué eres ahora? ¿Lobo?

—Soy Lobo, pero prácticamente ya soy Oso. Lo único que me queda por hacer es Conversación.

—Conservación —corrigió Enid—. Lo único que te queda es Conservación.

—¿No es Conversación?

—Steve Driblett fabricó una guillotina, pero no funcionó —dijo Chipper.

—Driblett es Lobo.

—Brent Person hizo un avión, pero se escoñó por la mitad.

—Person es Oso.

—Di que se le rompió, cariño, no que se le escoñó.

—¿Cuál es el petardo más grande, Gary? —dijo Chipper.

—El M-80. Luego las bombas guinda.

—¿No sería estupendo conseguir un M-80 y ponerlo en tu cárcel y hacerla saltar por los aires?

—Muchacho —dijo Alfred—, no te veo comer nada.

Chipper se iba poniendo cada vez más expansivo, en plan maestro de ceremonias; por el momento, la Cena carecía de realidad.

—O
siete
M-80 —dijo—, y los hacemos estallar al mismo tiempo, o uno detrás del otro. ¿A que sería chulo?

—Yo pondría una carga en cada esquina y luego un detonador extra —dijo Gary—. Empalmaría los detonadores y los accionaría todos a la vez. ¿A que ésa es la mejor forma de hacerlo, papá? Cargas separadas y un detonador extra. ¿Verdad, papá?

—Siete mil cien millones de M-80 —gritó Chipper. Hizo ruidos de explosión para ilustrar el megatonelaje que tenía en mente.

—Chipper —dijo Enid, desviando suavemente el tema—, cuéntale a papá a dónde vais a ir la semana que viene.

—La guarida va al Museo del Transporte, y yo voy a ir con ellos —recitó Chipper.

—Enid —Alfred puso una cara agria—. ¿Para qué los llevas allí?

—Bea dice que es muy interesante y que los chicos se lo pasan muy bien.

Alfred meneó la cabeza, disgustado.

—¡Qué sabrá Bea de transporte!

—Es un sitio perfecto para una reunión de la guarida —dijo Enid—. Hay una locomotora de vapor, de las de verdad, y los chicos pueden sentarse dentro.

—Lo que tienen ahí —dijo Alfred— es una Mohawk de treinta años, de la New York Central. No es ninguna antigüedad. Ni siquiera una pieza rara. Es pura porquería. Si los chicos quieren ver lo que de veras es el ferrocarril…

—Poner una batería y dos electrodos en la silla eléctrica —dijo Gary.

—¡Un M-80!

—Mira, Chipper, no: cuando la corriente se pone en marcha, el preso se muere, ¿sabes?

—¿Qué es la corriente?

Corriente es lo que circula cuando clavamos dos electrodos, uno de zinc y otro de cobre, en un limón, y los conectamos.

Qué amargo era el mundo en que vivía Alfred. Cuando se veía de pronto en algún espejo, siempre se sorprendía de lo joven que era aún. El rictus de un profesor con hemorroides, el morro permanentemente arrugado de un artrítico, eran expresiones de su propia boca de las que él mismo se percataba a veces, por más que se encontrara en el esplendor de la vida, en el primer vinagre de la vida.

De modo que le encantaban los postres como Dios manda. Tarta de pacana. Apple Brown Betty. Para endulzar un poco el mundo.

—Tienen dos locomotoras y un auténtico furgón de cola —dijo Enid.

Alfred pensaba que lo real y lo verdadero eran dos minorías que el mundo se proponía exterminar. Le molestaba que los románticos tipo Enid no fueran capaces de distinguir lo falso de lo auténtico: la diferencia que hay entre un «museo» de baja calidad, dotado de fondos muy poco convincentes, pensado para obtener beneficios, y un ferrocarril entero y verdadero.

—Como mínimo tienes que ser Pez.

—Los chicos se mueren por ir.

—Yo podría ser Pez.

Aquella Mohawk, orgullo del nuevo museo, era evidentemente un signo romántico. Hoy en día, la gente parecía guardarles rencor a las compañías ferroviarias por haber abandonado las viejas locomotoras de vapor en favor del diesel. La gente no tenía ni pajolera idea de lo que era mantener en marcha un ferrocarril. Las locomotoras diesel eran polifacéticas, eficaces y de bajo coste de mantenimiento. La gente pensaba que el ferrocarril le debía favores románticos, pero luego todo se le volvía protestar cuando el tren iba despacio. Eso era lo que casi toda la gente era: estúpida.

(
Schopenhauer:
Entre los males de una colonia penitenciaria hay que incluir la compañía de quienes allí se encuentran).

Pero, con todo, también a Alfred le fastidiaba muchísimo que la vieja locomotora de vapor pasara al olvido. Era un hermoso caballo de hierro, y, exhibiendo la Mohawk, lo que hacía el museo era permitir que bailaran sobre su tumba los ociosos y tranquilos habitantes de las afueras de St. Jude. La gente de ciudad no tenía derecho alguno a tratar con condescendencia al caballo de hierro. No lo conocía íntimamente, como lo conocía Alfred. La gente no se había enamorado del caballo de hierro, como Alfred, en el rincón noroeste de Kansas, donde constituía el único vínculo con el mundo. Alfred despreciaba el museo y a sus frecuentadores, por todo lo que ignoraban.

—Tienen un tren a escala que ocupa toda una habitación —dijo Enid, incansable.

Y los malditos ferrocarriles a escala, sí, los malditos aficionados a los ferrocarriles a escala. Enid sabía perfectamente cuál era su opinión de aquellos diletantes y sus trenecitos tan absurdos como carentes de sentido.

—¿Una habitación entera? —dijo Gary, escéptico—. ¿Cómo de grande?

—¿A que sería fantástico poner unos cuantos M-80, dale, venga, dale, venga, en un puente de tren a escala? ¡Catapum! ¡Pcouu, pcouu!

—Chipper, cómete ahora mismo lo que tienes en el plato —dijo Alfred.

—Es muy grande, muy grande, muy grande —dijo Enid—. Mucho más grande que el que os regaló vuestro padre.

—¡Ahora mismo! ¿Me oyes? ¡Ahora mismo! —dijo Alfred.

Dos lados de la mesa cuadrada estaban felices, y los otros dos no. Gary se puso a contar con mucha cordialidad una historia sin sentido, algo sobre un chico de su curso que tenía tres conejos, mientras Chipper y Alfred, sendos estudios de inexpresividad, mantenían los ojos fijos en el plato. Enid fue a la cocina a buscar más nabicol.

—Ya sé a quién no preguntarle si quiere más —dijo al volver.

Alfred le lanzó una mirada de aviso. Por el bien de los chicos, habían quedado de acuerdo en no mencionar jamás delante de ellos su detestación de las verduras y de ciertas vísceras.

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