Se metió en el estudio y cerró la puerta con llave, contra los gimoteos y los gritos de su familia, los pataleos del piso de abajo, la falsa urgencia. Levantó el teléfono de su estudio y apagó el portátil.
—Esto es ridículo —dijo Enid, con voz de derrota—. ¿Por qué no me llamas tú luego?
—No hemos acabado de decidir lo de diciembre —dijo él—, pero muy bien puede ser que vayamos a St. Jude. Y, en ese caso, deberíais hacer un alto aquí cuando volváis del crucero.
Enid hacía mucho ruido al respirar.
—No vamos a hacer dos viajes a Filadelfia este otoño —dijo—. Y quiero ver a los chicos en Navidades, y, en lo que a mí respecta, eso quiere decir que vendréis a St. Jude.
—No, mamá —dijo él—, no, no, no. Todavía no lo tenemos decidido.
—Le prometí a Jonah…
—No es Jonah quien compra los billetes, ni quien manda aquí. Así que tú haces tus planes, nosotros hacemos los nuestros, y esperemos que coincidan.
Gary oyó, con insólita claridad, el frufrú de insatisfacción que emitía la nariz de Enid al respirar. Oyó el murmullo marino de su respiración, y de pronto cayó en la cuenta.
—¿Caroline? —dijo—. Caroline, ¿estás en la línea?
La respiración cesó.
—Caroline, ¿estás escuchando? ¿Estás en el otro teléfono?
Oyó un leve crujido electrónico, un atisbo de estática.
—Mamá, perdona… Enid:
—¿Qué diablos…?
¡Increíble! ¡Jodidamente increíble! Gary colgó su receptor, abrió la puerta y corrió por el pasillo abajo, pasando junto a un dormitorio en el que Aaron, delante del espejo, arrugaba el ceño y se situaba en el Ángulo Favorecedor, pasando junto a la escalera principal donde Caleb permanecía agarrado a su catálogo como un testigo de Jehová a su panfleto, hasta llegar al dormitorio principal, donde estaba Caroline, acurrucada en posición fetal sobre una alfombra persa, con la ropa manchada de barro, con una bolsa de hielo, escarchada, puesta en los riñones.
—¿Estás escuchando mientras hablo?
Caroline negó con la cabeza, débilmente, quizá en la esperanza de sugerir que estaba demasiado doliente como para alcanzar el teléfono situado junto a la cama.
—¿Lo niegas? ¿Lo niegas? ¿Me dices que no estabas escuchando?
—No, Gary —dijo ella, en tono diminuto.
—He oído el clic, he oído la respiración…
—No.
—Caroline, hay tres receptores en esta línea, dos de ellos en mi estudio y el tercero aquí mismo. ¿Me oyes?
—No estaba escuchando. Levanté el teléfono —inhaló aire entre los dientes apretados— para ver si había línea. Eso es todo.
—¡Y te sentaste a escuchar! ¡Estabas fisgando! ¡En contra de todo lo que tantísimas veces hemos dicho que nunca haríamos!
—Gary —dijo Caroline, con una vocecilla digna de toda conmiseración—, te juro que no he escuchado nada. La espalda me está matando. Me pasé un minuto tratando de colgar el teléfono y no lo conseguí. Lo puse en el suelo. No estaba escuchando. Por favor, trátame con cariño.
Que fuera bello su rostro y que, en él, la expresión de dolor infinito pudiera confundirse con el éxtasis carnal —que la visión de su cuerpo recogido y salpicado de barro y a cuadros rojos y derrotado y con el pelo suelto lo excitara; que una parte de Gary la creyera y rebosase de ternura hacia ella— eran hechos que no hacían sino agravar su sensación de haber sido traicionado. Regresó, furioso, al estudio, y cerró de un portazo.
—Mamá, perdona, lo siento.
Pero la línea estaba muerta. Ahora fue él quien tuvo que marcar el número de St. Jude, a su costa. Por la ventana que daba al jardín trasero veía nubes como conchas de peregrino alumbradas por el sol, llenas de lluvia; y un vapor se desprendía de la araucaria.
Como no era ella quien pagaba esta vez, Enid sonaba mucho más contenta. Le preguntó a Gary si había oído hablar de una compañía llamada Axon.
—Está en Schwenksvüle, Pennsylvania —dijo—. Quieren comprar la patente de papá. Mira, voy a leerte la carta. Estoy un poco preocupada con el asunto.
Gary, en el CenTrust Bank, donde llevaba ahora la División de Valores, estaba especializado, desde hacía mucho tiempo, en operaciones de mayor cuantía, y apenas se ocupaba nunca de los peces pequeños. Axon no le sonaba de nada. Pero, según iba oyendo la carta del señor Joseph K. Prager, de Bregg Knutter & Speigh que le leía su madre, se le fue haciendo evidente el juego que se traía entre manos. Estaba claro que los abogados habían redactado la carta teniendo en cuenta que se dirigían a un anciano —residente en el Medio Oeste, además—, y le habían ofrecido a Alfred un porcentaje mínimo del verdadero valor de la patente. Gary sabía muy bien cómo trabajaban esos picapleitos. Él habría hecho lo mismo, si hubiera estado en el lugar de Axon.
—Estoy pensando que deberíamos pedirles diez mil dólares, en vez de cinco mil —dijo Enid.
—¿Cuándo expira la patente? —dijo Gary.
—Dentro de seis años, más o menos.
—Tiene que tratarse de muchísimo dinero. De otro modo, habrían seguido adelante con sus planes, sin respetar la patente.
—La carta dice que es un proyecto experimental y poco seguro.
—Exactamente, madre. Eso es exactamente lo que quieren hacerte creer. Si es tan experimental como dicen, ¿a qué viene tanta molestia? ¿Por qué no esperan seis años?
—Ya. Ya veo.
—Me alegro mucho de que me hayas contado el asunto, madre. Lo que tienes que hacer ahora es escribir a esa gente pidiéndole 200.000 dólares por la licencia, a tocateja.
Enid tragó saliva como solía hacer mucho tiempo antes, en los desplazamientos familiares, cuando Alfred se metía en el carril de la izquierda para adelantar a un camión.
—¡Doscientos mil dólares! Dios mío, Gary…
—Y un royalty del 1% sobre las ventas brutas de su proceso. Diles que estás totalmente dispuesta a defender tus legítimas aspiraciones ante los tribunales.
—Pero ¿y si dicen que no?
—Créeme, esa gente no tiene ninguna gana de meterse en juicios. Aquí podemos ser agresivos sin ningún peligro.
—Sí, pero la patente es de papá, y ya sabes lo que él piensa.
—Que se ponga al teléfono —dijo Gary.
Sus padres siempre se encogían ante la autoridad, fuese ésta la que fuese. Gary, para convencerse de que a él no le ocurría lo mismo y de que había evitado semejante fatalidad, cuando necesitaba medir su distanciamiento de St. Jude, solía pensar en su personal desparpajo ante la autoridad —incluida la autoridad de su padre.
—Sí —dijo Alfred.
—Papá —dijo Gary—, me parece que deberías ir a por esa gente. Están en una posición de escasa fuerza, y puedes sacarles un montón de dinero.
Allá en St. Jude, el anciano permaneció callado.
—No me dirás que piensas aceptar esa oferta —dijo Gary—. Porque no merece la más mínima consideración, papá. Una cosa así no puede ni empezar a pensarse.
—Ya he tomado una decisión —dijo Alfred—. Lo que yo haga no es asunto tuyo.
—Pues sí, sí es asunto mío. Tengo un interés legítimo en ello.
—No, Gary, no lo tienes.
—Sí que lo tengo —insistió Gary. Si Enid y Alfred se quedaban sin dinero, serían él y Caroline quienes tendrían que mantenerlos, no la subcapitalizada Denise, ni el inútil de Chip. Pero se controló lo suficiente como para no decirle eso a Alfred—. Por lo menos, haz el favor de comunicarme lo que piensas hacer. Aunque sólo sea por cortesía.
—Si es por cortesía, tendrías que haber empezado por no preguntarme nada —dijo Alfred—. Pero, como ya está hecha la pregunta, te contestaré: voy a aceptar la oferta y luego le daré la mitad del dinero a la Orfic Midland.
El universo es mecanicista: el padre habla, el hijo reacciona.
—Bueno, mira, papá —dijo Gary en el tono de voz bajo y pausado que reservaba para situaciones de mucho enfado y mucha razón por su parte—, no puedes hacer eso.
—Puedo hacerlo y lo voy a hacer —dijo Alfred.
—No, de verdad, papá, tienes que escucharme. No hay absolutamente ninguna razón legal o ética para que repartas tu dinero con la Orfic Midland.
—Utilicé material y equipo del ferrocarril —dijo Alfred—. Se daba por sentado que repartiríamos todos los ingresos derivados de la patente. Y Mark Jamborets me puso en contacto con el abogado de patentes. Sospecho que me dieron una participación de cortesía.
—¡Eso fue hace quince años! La compañía ya no existe. Las personas con quienes llegaste a un acuerdo están todas muertas.
—No todas. Mark Jamborets sigue vivo.
—Mira, papá, es muy loable por tu parte, y comprendo tus ideas, pero…
—Dudo que comprendas nada.
—La ferroviaria fue violada y destripada por los hermanos Wroth.
—No voy a seguir discutiendo.
—¡Es un disparate! ¡Es un disparate! —dijo Gary—. Estás guardando fidelidad a una compañía que os jodió todo lo que pudo no sólo a vosotros, sino también a la ciudad de St. Jude. Y te está jodiendo otra vez, ahora, con el seguro médico.
—Tú tienes tu opinión, yo tengo la mía.
—Y yo te digo que te estás comportando de un modo irresponsable. Sólo piensas en ti mismo. Si a ti te gusta comer mantequilla de cacahuete e ir por ahí recogiendo moneditas del suelo, allá tú, pero no es justo para mamá y no es justo para…
—Me importa un bledo lo que penséis tú y tu madre.
—¡No es justo para mí! ¿Quién va a pagar tus gastos si te metes en dificultades? ¿Quién es tu asidero?
—Aguantaré lo que me toque aguantar —dijo Alfred—. Y comeré mantequilla de cacahuete, sin tengo que comerla. Me gusta mucho. Es un buen alimento.
—Y si eso es lo que mamá tiene que comer, que lo coma también, ¿verdad? Y comida para perros, si no hay más remedio. A ti que más te da lo que ella quiera o deje de querer, ¿no?
—Mira, Gary, sé muy bien lo que es justo en este caso. No espero que lo comprendas, porque tampoco yo entiendo las decisiones que tú tomas, pero tengo una clara noción de lo que es justo y lo que no es justo. De manera que dejémoslo estar.
—Lo que te digo es que le des a la Orfic Midland dos mil quinientos dólares, si tienes que hacerlo caiga quien caiga —dijo Gary—, pero la patente vale…
—He dicho que lo dejemos estar. Tu madre quiere hablar contigo otra vez.
—Gary —le gritó Enid—, la Sinfónica de St. Jude va a presentar
El cascanueces
en diciembre. Lo hacen maravillosamente con el ballet regional, y las entradas se agotan en un suspiro, o sea que dime, por favor, ¿te parece que reserve nueve localidades para Nochebuena? Hay una matinée a las dos de la tarde, o también podemos ir la noche del veintitrés, si te parece mejor. Tú decides.
—Escúchame, mamá. No permitas que papá acepte esa oferta. No le dejes hacer nada en absoluto hasta que yo haya visto la carta. Quiero que saques una fotocopia y mañana mismo me la mandes por correo.
—Vale, de acuerdo, pero me parece a mí que lo importante ahora es
El cascanueces,
si queremos nueve butacas juntas, porque es que se vende todo en un suspiro, ya te lo he dicho, Gary, algo increíble.
Cuando por fin terminó con el teléfono, Gary se apretó los ojos con las manos y vio, grabadas en colores falsos en la oscuridad de su pantalla cinematográfica mental, dos imágenes de golf: Enid mejorando su ángulo con respecto al césped (haciendo trampas, era el término exacto) y Alfred bromeando con lo mal jugador que era.
El buen anciano ya había acudido al mismo recurso de autoderrota catorce años antes, cuando los hermanos Wroth compraron la Midland Pacific. A Alfred le quedaban unos meses para cumplir sesenta y cinco años y, con ello, jubilarse, cuando Fenton Creel, el nuevo vicepresidente de la Midland Pacific, lo invitó a comer en Morelli's de St. Jude. Todos los ejecutivos de lo alto del escalafón de la Midland Pacific habían sido objeto de purga por parte de los hermanos Wroth, en castigo por haberse opuesto a la adquisición, pero Alfred, ingeniero en jefe, no había formado parte de la guardia palaciega. Con el caos de cerrar la oficina de St. Jude y trasladar el centro de operaciones a Little Rock, los Wroth necesitaban que alguien mantuviese el ferrocarril en funcionamiento hasta que el nuevo equipo, con Creel a la cabeza, le cogiese el intríngulis al asunto. Creel le ofreció a Alfred un aumento salarial del cincuenta por ciento y un paquete de acciones de la Orfic, a cambio de que permaneciera dos años más en la compañía, supervisando el traslado a Little Rock y garantizando la continuidad.
Alfred odiaba a los Wroth y su primera reacción fue decir que no, pero aquella noche, en casa, Enid intentó lavarle el cerebro a fondo, haciéndole ver que sólo el paquete de acciones de la Orfic ya valía 78.000 dólares, que su pensión se iba a basar en el salario de los tres últimos años y que aquello era una oportunidad única para mejorar su retiro en un cincuenta por ciento.
Dio la impresión de que tan irrebatibles argumentos habían hecho mudar de propósito a Alfred, pero tres noches más tarde llegó a casa y puso en conocimiento de Enid que aquella misma tarde había presentado su dimisión y que Creel la había aceptado. Le quedaban en ese momento siete semanas para completar el año de salario más elevado de su carrera, de modo que marcharse por propia iniciativa era un disparate sin paliativos. Pero tampoco consideró pertinente, ni en ese momento ni en ninguno posterior, explicar las razones de su brusco cambio. Lo único que dijo fue:
He tomado una decisión.
Aquel año, durante la cena de Nochebuena, en St. Jude, instantes después de que Enid hubiera logrado colocar en el platito del pequeño Aaron un trozo del relleno de avellanas del ganso y Caroline lo hubiera agarrado y, con él en la mano, se hubiera dirigido a la cocina y lo hubiera tirado a la basura como si hubiera sido una cagada de ganso, diciendo «Esto es pura grasa, qué asco», Gary perdió los estribos y gritó:
—¿No podrías haber esperado siete semanas? ¿No podrías haber esperado a cumplir los sesenta y cinco?
—He trabajado muchísimo durante toda mi vida, Gary. Mi retiro no es asunto tuyo.
Y aquel hombre con tantísimas ganas de retirarse que no pudo esperar siete semanas, ¿qué fue lo que hizo con su retiro? Sentarse en el sillón azul.
Gary no sabía nada de la Axon, pero la Orfic Midland pertenecía al tipo de conglomerado de empresas sobre cuyo valor y cuya estructura de dirección él estaba obligado a mantenerse al corriente, porque para eso le pagaban. Así, había llegado a su conocimiento que los hermanos Wroth habían vendido su paquete mayoritario de acciones para cubrir las pérdidas de una operación de extracción de oro en Canadá. Con ello, la Orfic Midland había quedado incorporada a la multitud de megasociedades sin personalidad, verdaderamente indistinguibles unas de otras, cuyas oficinas centrales perdigan las afueras de las ciudades norteamericanas; sus ejecutivos se ven reemplazados, igual que las células de un organismo vivo, o como las letras en el juego de Sustitución, en el que fiebre se transforma en liebre y rey en ley y bey, y para cuando Gary había puesto el visto bueno a la última compra masiva de Orfic para la cartera del CenTrust, no quedaba ser humano a quien echar la culpa de que la compañía hubiera cerrado el tercer dador de empleo más importante de St. Jude, dejando sin servicio ferroviario gran parte de la Kansas rural. La Orfic Midland ya no formaba parte del sector del transporte. Lo que quedaba de su tendido troncal había sido vendido para que la compañía pudiera concentrarse en la construcción de edificios para cárceles, en la administración de prisiones, en el café para gourmets y en los servicios financieros; un nuevo sistema de cable de fibra óptica de 144 líneas yacía enterrado en la antigua zona de tendido ferroviario propiedad de la compañía.