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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (29 page)

Gary colgó, más enfadado que nunca. Había contado con que sus padres pasarían una semana en su casa, en octubre. Quería llevarlos a comer pastel en Lancaster County, a ver una función en el centro Annenberg, a dar una vuelta en coche por los montes Poconos, a recoger manzanas en West Chester; que escucharan a Aaron tocar la trompeta, que vieran a Caleb jugando al fútbol, que se deleitaran en la compañía de Jonah; en general, que vieran la vida de Gary tal como era, que comprobaran hasta qué punto era digna de su admiración y de su respeto. Y con cuarenta y ocho horas no bastaba para eso.

Salió del estudio y le dio a Jonah un beso de buenas noches. Luego, tras haberse duchado, se echó en la gran cama de madera de roble y trató de interesarse en la última
Inc.
Pero no conseguía dejar de discutir con Alfred en la cabeza.

Durante su última visita a casa, en marzo, le había impresionado el deterioro de Alfred en las pocas semanas transcurridas desde Navidad. Siempre parecía a punto de descarrilar, mientras recorría los sitios dando tumbos, o bajaba las escaleras casi resbalando, o engullía un sandwich del que llovían trozos de lechuga y de carne; siempre mirando el reloj, perdiéndosele la mirada en cuanto la conversación no le atañía de modo directo: el viejo caballo de hierro se precipitaba hacia un choque frontal, y Gary a duras penas reunía las fuerzas suficientes como para asistir al espectáculo. Porque ¿quién, sino él, iba a asumir la responsabilidad? Enid era una histérica moralizante, Denise vivía en el país de las fantasías y Chip llevaba tres años sin asomar por St. Jude. ¿Quién, sino Gary, iba a tener que decir:
este tren ya no puede circular por estos raíles?

Lo primero y principal, en su opinión, era vender la casa. Sacar el máximo por ella y hacer que sus padres se mudaran a un sitio más pequeño, más nuevo, más seguro, más barato, e invertir la diferencia de modo agresivo. La casa era el único bien considerable que poseían Enid y Alfred, y Gary se pasó una mañana inspeccionando la finca, muy despacio, por dentro y por fuera. Descubrió grietas en el enlechado, rayas de herrumbre en los lavabos del cuarto de baño y zonas blandas en el cielorraso del dormitorio. Observó manchas de agua de lluvia en la pared interior del porche trasero, una barba de residuos secos en el mentón del viejo lavaplatos, un inquietante golpeteo en el ventilador de aire forzado, pústulas y excrecencias en el asfalto del camino de acceso al garaje, termitas en la leñera, un roble de Damocles con una rama pendiendo sobre una ventana de buhardilla, grietas del ancho de un dedo en los cimientos, muros de contención escorados, desconchones en la pintura de los marcos de las ventanas, grandes y desfachatadas arañas en el sótano, pequeñas plantaciones de gorgojos y grillos secos, indiscernibles olores entéricos y mohosos, el hundimiento de la entropía, dondequiera que uno posase la vista. Incluso con el mercado en alza, la casa estaba empezando a perder valor, y Gary pensó: Tenemos que vender esta mierda ahora, sin perder un día más.

En la última mañana de su estancia en St. Jude, mientras Jonah ayudaba a Enid en la preparación del pastel de cumpleaños, Gary llevó a Alfred a la ferretería. En cuanto salieron a carretera abierta, Gary comunicó a su padre que había llegado el momento de poner en venta la casa.

Alfred, en el asiento del acompañante de su geróntico Oldsmobile, siguió con la vista al frente.

—¿Por qué?

—Si no aprovecháis la temporada de primavera —dijo Gary—, tendréis que esperar otro año. Y no podéis permitíroslo. No puedes dar por supuesto que vas a seguir gozando de buena salud, y la casa está perdiendo valor.

Alfred negó con la cabeza.

—Llevo mucho tiempo planteándolo. Lo único que nos hace falta es un dormitorio y una cocina. Un sitio donde tu madre pueda cocinar y donde quepa una mesa para sentarse. Pero es inútil. No quiere dejar la casa.

—Papá, si no os instaláis en algún sitio fácil de controlar, vas a acabar haciéndote daño. Vas a terminar en una clínica geriátrica.

—No tengo la menor intención de acabar en ninguna clínica. Así que…

—Que no tengas la menor intención no quiere decir que no vaya a ocurrir.

Alfred echó un vistazo, de pasada, a la antigua escuela elemental de Gary.

—¿Adonde vamos?

—Si te caes por las escaleras, si resbalas en el hielo y te rompes la cadera, terminarás en una clínica. La abuela de Caroline…

—No te he oído decirme adonde vamos.

—Vamos a la ferretería —dijo Gary—. Mamá quiere un interruptor regulable para la cocina.

Alfred meneó la cabeza.

—Tu madre y sus luces románticas.

—Le producen placer —dijo Gary—. ¿Qué es lo que te produce placer a ti?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que la tienes casi rendida.

Las activas manos de Alfred, en su regazo, recogían la nada, escarbando en un inexistente bote de póquer.

—Tendré que volver a pedirte que no te metas donde no te importa —dijo.

La luz cenital del deshielo, a finales de invierno, la quietud de una hora muerta en St. Jude: Gary no concebía que sus padres fueran capaces de aguantar aquello. Los robles eran del mismo color negro aceitoso que los cuervos posados en sus ramas. El cielo era del mismo color que la calzada, blanca por la sal, por donde los ancianos conductores de St. Jude, respetando unos límites de velocidad verdaderamente barbitúricos, se arrastraban hacia su destino: hacia los centros comerciales con estanques de agua derretida en los techos alquitranados, hacia la vía preferente que ignoraba los encharcados almacenes de las acererías al aire libre y el psiquiátrico estatal y las torres de transmisión que nutrían el éter de culebrones y concursos; hacia los bulevares de circunvalación y, más allá, hacia los millones de acres de territorio interior en deshielo donde las camionetas se hundían en el barro hasta los ejes y se oían disparos del calibre 22 en los bosques y en la radio sólo sonaba
gospel y pedal steel guitar;
hacia bloques residenciales con el mismo resplandor pálido en todas las ventanas, con amarillentos céspedes —plagados de ardillas— de los que emergía algún que otro juguete de plástico, con un cartero silbando algo céltico y cerrando la trampilla de los buzones con más violencia de la necesaria, porque la moribundia de aquellas calles, en aquellas horas muertas, podía realmente acabar con uno.

—¿Eres feliz viviendo como vives? —dijo Gary, mientras esperaba que el semáforo le diese permiso para torcer a la izquierda—. ¿Vas a decirme que eres feliz viviendo como vives?

—Gary, tengo una enfermedad que…

—Mucha gente tiene enfermedades. Si esa es tu excusa, pues muy bien; si quieres apiadarte de ti mismo, pues estupendo. Pero no hay ninguna necesidad de que arrastres contigo a mamá.

—Mira, tú te marchas mañana…

—¿Y eso qué quiere decir, que tú te quedas aquí, repantigado en tu sillón, mientras mamá te prepara la comida y te limpia la casa? —dijo Gary.

—En la vida hay que aguantar muchas cosas.

—Si esa es tu actitud, no veo para qué te molestas en seguir viviendo. ¿Qué perspectivas tienes?

—Eso mismo me pregunto yo todos los días.

—Muy bien, y ¿qué te contestas? —preguntó Gary.

—¿Qué contestarías tú? ¿Qué perspectivas crees tú que debería tener?

—Viajar.

—Ya he viajado bastante. Me he pasado treinta años viajando.

—Pasar más tiempo con la familia, con las personas a quienes quieres.

—Sin comentarios.

—¿Qué quieres decir con «sin comentarios»?

—Eso mismo: sin comentarios.

—Sigues dolido por lo que pasó en Navidades.

—Interprétalo como tú quieras.

—Si estás dolido por lo de Navidades, podrías tener la consideración de decirlo…

—Sin comentarios.

—En vez de insinuarlo.

—Tendríamos que haber llegado dos días más tarde y que habernos marchado dos días antes —dijo Alfred—. Eso es todo lo que voy a decir sobre el asunto de las Navidades. No tendríamos que habernos quedado más de cuarenta y ocho horas.

—Eso es porque estás deprimido, papá. Estás clínicamente deprimido.

—Lo mismo que tú.

—Y lo único sensato sería que te pusieses en tratamiento.

—¿Me has oído? Te he dicho que lo mismo que tú.

—¿De qué estás hablando?

—Imagínatelo.

—No, papá, de veras, ¿de qué estás hablando? No soy yo quien se pasa el día sentado en un sillón, cuando no durmiendo.

—En el fondo, sí —sentenció Alfred.

—Eso es lisa y llanamente falso.

—Algún día lo verás.

—¡No lo veré! —dijo Gary—. Mi vida está basada en cosas fundamentalmente distintas de la tuya.

—Acuérdate de lo que te estoy diciendo. No tengo más que mirar tu matrimonio, y ver lo que veo. Algún día lo verás tú también.

—Eso es hablar por hablar, y lo sabes muy bien. Estás cabreado conmigo y no sabes cómo remediarlo.

—Ya te he dicho que no quiero hablar del asunto.

—Y yo no tengo por qué respetar lo que tú me dices.

—Bueno, pues también hay cosas en tu vida que yo no tengo por qué respetar.

No tendría por qué haberle hecho daño, porque Alfred estaba equivocado prácticamente en todo, pero el caso fue que le dolió escuchar que su padre no respetaba ciertos aspectos de su vida.

En la ferretería, dejó que su padre pagara el interruptor de luz regulable. El cuidado con que el anciano fue seleccionando billetes de su flaca cartera, para luego ofrecerlos en pago tras una leve vacilación, eran claros signos de su respeto por el dólar —de su irritante fe en que cada dólar cuenta.

De regreso en casa, mientras Gary y Jonah peloteaban con un balón de fútbol, Alfred juntó sus herramientas y desconectó los plomos de la cocina y se puso a la tarea de instalar el nuevo interruptor. Ni siquiera a estas alturas se le pasaba por la cabeza a Gary no permitir que fuese Alfred quien hiciera un trabajo casero. Pero a la hora de comer, al entrar en la casa, descubrió que su padre no había hecho sino retirar la tapa del antiguo interruptor. Ahí estaba, con el regulable en la mano, como si fuera un detonador que lo hiciera temblar de miedo.

—Me cuesta mucho trabajo, por culpa de la enfermedad —dijo.

—Tienes que vender esta casa —dijo Gary.

Después de comer llevó a su madre y a su hijo al Museo del Transporte de St. Jude. Mientras Jonah se subía a las viejas locomotoras y recorría el submarino varado, y Enid se mantenía sentada, cuidando su lesión de cadera, Gary se dedicó a levantar acta mental de todos los objetos que el museo tenía expuestos, con la esperanza de que semejante lista le generara la sensación de haber conseguido algo. Lo que no podía era enfrentarse a los objetos propiamente dichos, con su agotador suministro de datos y su entusiasta prosa para las masas. la edad de oro de la máquina de vapor. el alba de la aviación. un siglo de seguridad en el automóvil. Un agotador párrafo tras otro. Lo que más odiaba Gary del Medio Oeste era lo desatendido y lo falto de privilegios que lo hacía sentirse. St. Jude, con su optimista igualitarismo, jamás llegaba a otorgarle todo el respeto que su talento y sus logros merecían. ¡Qué tristeza la de este sitio! Los palurdos sanjudeanos que circulaban tan serios a su alrededor le parecían llenos de curiosidad y en modo alguno deprimidos. ¡Llenándose de datos las desdichadas seseras! ¡Como si los datos fueran a redimirlos! Ni una sola mujer la mitad de guapa o bien vestida que Caroline. Ni un solo hombre con el pelo cortado como Dios manda o los abdominales tan lisos como los de Gary. Pero, al igual que Enid y que Alfred, todos ellos hacían gala de una extremada deferencia. Ni una sola vez le dieron un empujón ni le cortaron el camino: se quedaban esperando hasta que él pasaba al siguiente objeto expuesto. Luego, se juntaban todos delante del que acababa de dejar libre Gary, y se ponían a aprender. ¡Dios mío, qué asco le tenía al Medio Oeste! A duras penas lograba respirar o sostener la cabeza en posición alzada. Pensó que quizá estuviera poniéndose enfermo. Se refugió en la tienda de regalos del museo y compró una hebilla de cinturón, de plata, dos grabados de viejos caballetes de la Midland Pacific y una petaca de peltre (todo ello para él), una cartera de piel de ciervo (para Aaron) y un CD-Rom con un juego de la guerra civil norteamericana (para Caleb).

—Papá —dijo Jonah—, la abuela me ha ofrecido comprarme dos libros de menos de diez dólares cada uno, o un solo libro de menos de veinte dólares. ¿Está bien?

Enid y Jonah eran un festín de cariño. A ella siempre le habían gustado más los chicos pequeños que los grandes, y el nicho de adaptación de Jonah dentro del ecosistema familiar consistía en ser el nieto perfecto, siempre deseando subirse a las rodillas, nada desdeñoso de las verduras agrias, poco entusiasta de la televisión y los juegos de ordenador y siempre propicio a contestar con habilidad preguntas como «¿Te gusta el colegio?». En St. Jude podía disfrutar de la plena atención de tres adultos. Así que puso en conocimiento general que St. Jude era el sitio más estupendo que había conocido nunca. Sentado en el asiento trasero del viejo Oldsmobile de los viejos, abriendo de par en par sus ojos de elfo, iba manifestando admiración por todo lo que Enid le enseñaba.

—¡Qué bien se aparca aquí!

—¡No hay tráfico!

—El Museo del Transporte es mejor que los museos que tenemos en casa, papá. ¿A que sí?

—Me encanta lo amplio que es este coche. Creo que es el coche más estupendo en que he viajado nunca.

—Hay que ver lo cerca que pillan todas las tiendas.

Aquella noche, cuando ya habían vuelto del museo y Gary había salido otra vez, a hacer más compras, Enid les dio de cenar costillas de cerdo rellenas y tarta de cumpleaños, de chocolate. Jonah estaba comiéndose un helado, enfrascado en sus ensoñaciones, cuando su abuela le preguntó si le gustaría pasar las Navidades en St. Jude.

—Me encantaría —dijo Jonah, con los ojos cayéndosele de saciedad.

—Habría galletas de azúcar y ponche de huevo, y podrías ayudar en la decoración del árbol —dijo Enid—. Seguramente nevará, así que podrás ir en trineo. Y, mira, Jonah, todos los años montan un maravilloso espectáculo de iluminación en el Waindell Park, que se llama Christmasland, y alumbran el parque entero.

—Estamos en marzo, madre —dijo Gary.

—¿Podemos venir en Navidades? —le preguntó Jonah.

—Vamos a volver muy pronto —dijo Gary—. Pero en Navidades no sé.

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