Las correcciones (31 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

—Caroline.

—Y cuando resulta que Caleb…

—Estás dando una versión muy poco honrada.

—Déjame terminar, Gary, por favor. Luego, cuando resulta que Caleb hizo lo que cualquier chico normal habría hecho con una basura de regalo que encontró en el sótano…

—No puedo escuchar esto.

—No, no, el problema no es que tu madre, ojo de águila, esté obsesionada con una porquería de souvenir austríaco, no, el problema es que…

—Era una pieza de cien dólares tallada a…

—¡Como si hubieran sido mil dólares! ¿A qué viene castigar a tu hijo, a tu propio hijo, por la chifladura de tu madre? Es como si de pronto te hubiera dado por obligarnos a todos a comportarnos como si estuviéramos en 1964 y esto fuera Peoría, Illinois. «¡Limpia tu plato!» «¡Ponte corbata!» «¡Esta noche no hay televisión!» ¡Y te extraña que nos peleemos! ¡Y te extraña que Aaron levante los ojos al cielo cuando ve entrar a tu madre! Es como si te sintieras a disgusto permitiéndole que nos vea. Es como si mientras ella está aquí tú te empeñaras en hacer como que vivimos de un modo que a ella le gustara. Pero, escúchame bien, Gary, no tenemos nada de que avergonzarnos. Es tu madre quien debería avergonzarse. Me persigue por toda la cocina, inspeccionándome, como si yo me dedicara a asar un pavo todas las semanas, y si me vuelvo de espaldas por un segundo, va y le echa un litro de aceite a lo que sea que esté haciendo, y en cuanto salgo de la cocina se pone a escarbar en la basura, como si fuera de la Inspección de Sanidad, y saca cosas de la basura y se las da a mis hijos…

—La patata esa estaba en el fregadero, no en la basura, Caroline.

—¡Y todavía la defiendes! Luego se va fuera, a rebuscar en los cubos de la basura, para ver si hay alguna porquería más que pueda echarme en cara haber tirado, y cada diez minutos, literalmente cada diez minutos, me pregunta ¿cómo estás de la espalda, cómo estás de la espalda, cómo estás de la espalda? y ¿cómo fue que te hiciste daño? ¿Estás mejor de la espalda? ¿Cómo estás de la espalda? Anda siempre buscando cosas que criticar y luego se pone a decirles a
mis
hijos cómo tienen que vestirse para cenar en
mi
casa, y tú no me apoyas. Tú no me apoyas, Gary. Tú en seguida te pones a pedir perdón, y a mí es que no me entra en la cabeza, pero no voy a pasar por todo eso otra vez. Básicamente, creo que tu hermano es quien mejor lo hace. Es un chico agradable, listo, divertido, lo suficientemente honrado como para decir lo que va a tolerar y lo que no va a tolerar en las reuniones familiares. ¡Y tu madre lo trata como si fuera un oprobio para la familia y un fracasado! ¿No querías la verdad? Pues ahí la tienes: la verdad es que no puedo soportar otras Navidades así. Si es imprescindible que veamos a tus padres, tendrá que ser en nuestro propio terreno. Tal como tú prometiste que sería siempre.

Un almohadón de negrura azulada cubría el cerebro de Gary. Había alcanzado el punto de la curva de descenso vespertino posterior a los martinis, cuando un sentimiento de complicación le pesaba en las mejillas, en la frente, en los párpados, en la boca. Comprendía que su madre enfureciera de ese modo a Caroline, y al mismo tiempo le encontraba pegas a casi todo lo que Caroline acababa de decir. El reno, por ejemplo, era una pieza bastante bonita, y venía muy bien empaquetado. Caleb le había roto dos patas y le había clavado un clavo de gran tamaño en el cráneo. Enid había cogido una patata asada del fregadero, de las sobras, la había cortado en rodajas y la había frito para que se la comiera Jonah. Y Caroline no se había tomado la molestia de esperar a que saliera de la ciudad su familia política para tirar al cubo de la basura la bata rosa de poliéster que Enid le había regalado por Navidad.

—Cuando dije que quería la verdad —dijo, sin abrir los ojos—, me refería a que te vi cojear antes de que te metieras corriendo en la casa.

—¡Ay, Dios mío! —dijo Caroline.

—No fue mi madre quien te dañó la espalda. Fuiste tú misma.

—Te lo ruego, Gary, hazme el favor de llamar al doctor Pierce.

—Admite que has mentido, y podemos hablar de lo que tú quieras. Pero nada va a cambiar hasta que no lo admitas.

—Ni siquiera te reconozco la voz.

—Cinco días en St. Jude. ¿No puedes hacerlo por una mujer que, como tú misma dices, no tiene ninguna otra cosa en la vida?

—Por favor, vuelve a mí.

Un acceso de rabia obligó a Gary a abrir los ojos. Apartó las sábanas de una patada y saltó de la cama.

—¡Esto es de lo que puede acabar con un matrimonio! ¡No me entra en la cabeza!

—Gary, por favor…

—¡Vamos a romper por un viaje a St. Jude!

Y entonces un visionario con una sudadera puesta le daba una conferencia a un grupo de estudiantes muy guapas. Detrás del visionario, en una pixelada distancia intermedia, había esterilizadores y cartuchos de cromatografía y colorantes de tejidos en solución ligera, grifos medicocientíficos de cuello largo, imágenes de cromosomas despatarrados como chicas de calendario y diagramas de cerebros color atún fresco cortados en rodajas como sashimi. El visionario era Earl «Ricitos» Eberle, un cincuentón de boca pequeña y con unas gafas de auténtico saldo, en quien los creadores del vídeo promocional de la Axon Corporation se habían aplicado todo lo posible para sacarlo glamoroso. El trabajo de cámara era muy agitado: el suelo del laboratorio se balanceaba hacia atrás y hacia delante. Planos en zoom, borrosos, se concentraban en los rostros de las alumnas, radiantes de fascinación. Curiosamente, la cámara prestaba una atención obsesiva a la nuca de la visionaria cabeza (que, en efecto, tenía rizos).

—Por supuesto que la química, incluso la química cerebral —decía Eberle—, es básicamente manipulación de electrones en sus cápsulas. Pero comparen esto, si quieren, con una electrónica consistente en pequeños interruptores de dos y tres polos. El diodo, el transistor. El cerebro, por el contrario, posee varias decenas de tipos de interruptores. La neurona se excita o no se excita; pero esta decisión viene regulada por zonas receptoras que suelen tener gradaciones de sí o no entre el sí total y el no total. Aunque pudiéramos fabricar una neurona artificial con transistores moleculares, el sentido común nos indica que nunca podremos trasladar toda esa química al lenguaje de sí o no, a secas, sin quedarnos faltos de espacio. Si calculamos, por lo bajo, que pueda haber veinte ligandos neuroactivos, entre los cuales muy bien puede haber ocho funcionando al mismo tiempo, y que cada uno de estos ocho interruptores tenga cinco posiciones diferentes… No voy a aburrirles a ustedes con las posibilidades combinatorias, pero les saldría un androide con toda la pinta de Mr. Potato.

Primer plano de un estudiante con cara de nabo, riéndose.

—Ahora bien, todos estos datos son tan elementales —dijo Eberle— que normalmente no nos molestamos en enunciarlos. Son la pura y simple realidad. La única conexión utilizable que tenemos con la electrofisiología de la cognición y de la volición es química. Ésta es la verdad recibida, el evangelio de nuestra ciencia. Nadie en su sano juicio intentaría ligar el mundo de las neuronas con el mundo de los circuitos impresos.

Eberle hizo una pausa dramática.

—Nadie, quiero decir, salvo la Axon Corporation.

Oleadas de murmullos recorrieron el mar de inversores institucionales congregados en el Salón B del Hotel Four Seasons, en el centro de Filadelfia, para asistir al show itinerante de promoción de la primera oferta pública de la Axon Corporation. Había una pantalla gigante en la tribuna. En cada una de las veinte mesas redondas del casi oscuro salón había fuentes de satay y de sushi, con sus salsas apropiadas, para aperitivo.

Gary estaba situado, junto a su hermana Denise, en una mesa de cerca de la puerta. Había acudido al show itinerante con intención de hablar de negocios, y habría preferido estar solo, pero Denise se había empeñado en que comieran juntos, porque estábamos a lunes, y el lunes era su único día libre, de modo que se había hecho invitar. Gary ya se había figurado que su hermana iba a encontrar motivos políticos o morales o estéticos para que le pareciera deplorable el espectáculo, y ni que decir tiene que estaba mirando el vídeo con los ojos amusgados de sospecha y con los brazos estrechamente cruzados. Llevaba un vestido suelto amarillo y estampado de flores rojas, sandalias negras y un par de gafas de plástico redondas, muy trotskianas; pero lo que realmente la distinguía de las demás mujeres del salón B era la desnudez de sus piernas. Ninguna mujer que trabajara en cosas de dinero iba por ahí sin medias.

¿Qué es el Proceso Corecktall?

—El proceso Corecktall —dijo la imagen recortable de Ricitos Eberle, cuyo joven público había sido reducido digitalmente a una especie de puré de materia cerebral color atún fresco— es una terapia neurobiológica revolucionaria.

Eberle ocupaba una butaca ergonómica en la cual, ahora se veía, le era posible sobrevolar vertiginosamente, dando vueltas, un espacio gráfico que representaba el mar interior del mundo craneal. Por todas partes centelleaban ganglios de Kelpy y neuronas como calamares y capilares como anguilas.

—Concebido en principio como terapia para enfermos de Parkinson y Alzheimer y otras enfermedades neurológicas degenerativas —dijo Eberle—, Corecktall ha dado pruebas de tanta potencia y versatilidad que sus efectos van más allá de la simple terapia, para convertirse, lisa y llanamente, en
curativos.
Y curativos no sólo de esas terribles enfermedades degenerativas, sino también de una pléyade de dolencias normalmente consideradas psiquiátricas o incluso psicológicas. Dicho en pocas palabras, Corecktall brinda por primera vez la opción de renovar y aun de
mejorar
el cableado de un cerebro humano.

—Fiu —dijo Denise, arrugando la nariz.

En aquel momento Gary ya estaba muy al corriente del Proceso Corecktall. Había escudriñado el prospecto de distracción de la Axon y se había leído de cabo a rabo todos los análisis de la compañía que pudo localizar en Internet y todos los que obtuvo de los servicios privados a que estaba suscrito el CenTrust. Los analistas más conservadores, preocupados ante las recientes correcciones en el sector biotecnológico, que eran, verdaderamente, como para que se le revolviesen a uno las tripas, opinaban en contra de cualquier inversión en una tecnología médica no verificada para cuya salida al mercado habría de transcurrir un mínimo de seis años. Desde luego que un banco como el CenTrust, fiduciariamente obligado a ser conservador, jamás tocaría semejante OPI. Pero los planteamientos de Axon eran mucho más sólidos que los de muchísimos
startups
biotecno, y, para Gary, el hecho de que la compañía hubiera hecho el esfuerzo de comprar la patente de su padre en un momento tan primitivo del desarrollo del Corecktall era señal de gran confianza en sí misma por parte de la empresa. En ello veía una buena oportunidad de hacer dinero y, de paso, tomar venganza de la putada que la Axon le había hecho a su padre, o, en términos más generales, de ser
osado
donde su padre había sido un
pusilánime.

Ocurría que en junio, según fueron cayendo las primeras fichas de dominó de la crisis monetaria internacional, Gary había retirado de los fondos de crecimiento europeos y del lejano oriente casi todo su dinero de jugar, que, así, quedaba disponible para ser invertido en la Axon. Y dado que aún faltaban tres meses para la OPI y que aún no había empezado el empujón de las ventas y que los informes de distracción eran lo suficientemente vacilantes como para que los no introducidos en el tema se lo tomasen con calma, Gary no debería haber tenido ningún problema para conseguir una reserva de cinco mil acciones. Pero sí que los tuvo, y no precisamente pocos.

Su broker (a comisión), que apenas había oído hablar de la Axon alguna vez, se puso bastante tarde al asunto, pero acabó llamando a Gary para comunicarle que su compañía tenía atribuido un total de 2.500 acciones. Normalmente, un corredor nunca comprometería más del cinco por ciento de su reserva con un solo cliente en un momento tan inicial del juego, pero, teniendo en cuenta que Gary había sido el primero en llamar, su encargado estaba dispuesto a apartarle 500 acciones. Gary presionó para conseguir más, pero la triste realidad era que no podía contarse entre los clientes punteros de la casa. Solía invertir en múltiplos de cien y, para ahorrarse comisiones, también realizaba pequeñas operaciones por su cuenta, utilizando Internet.

Ahora bien: Caroline sí que era una gran inversora. Asesorada por Gary, solía comprar en múltiplos de mil. Su broker trabajaba para la firma más importante de Filadelfia, y no había duda de que bien podían conseguirse 4.500 acciones de la nueva emisión de la Axon para una cliente verdaderamente apreciada. Así funcionan las cosas. Desgraciadamente, desde aquella tarde de domingo en que Caroline se hizo daño en la espalda, ambos cónyuges se habían mantenido tan cerca de no hablarse como puede permitírselo una pareja que sigue junta y que ha de ocuparse de los hijos. Gary estaba ansioso por conseguir sus cinco mil acciones de la Axon, pero se negaba a sacrificar sus principios y arrastrarse ante su mujer y mendigarle que invirtiera por él.

De modo que llamó por teléfono a su contacto de grandes inversiones en Hevy & Hodapp, un tal Pudge Portleigh, y le pidió que cargara a su cuenta personal el valor de cinco mil acciones de la OPI. A lo largo de los años, en su desempeño fiduciario del CenTrust, Gary había comprado muchísimas acciones a Portleigh, entre ellas varios fiascos certificados. Ahora, Gary le dio a entender a Portleigh que el CenTrust bien podía aumentarle en un futuro próximo el volumen de gestión que tenía asignado. Pero Portleigh, con extraña reluctancia, lo único que aceptó fue transmitir la demanda de Gary a Daffy Anderson, responsable de esta OPI en Hevy & Hodapp.

Transcurrieron a continuación dos semanas enloquecedoras sin que Pudge Portleigh llamase a Gary para confirmarle la operación. El runrún internetero sobre la Axon iba pasando del susurro al clamor. Dos artículos del equipo de Earl Eberle, muy importantes y relacionados entre sí —«Estimulación reversa tomográfica de la sinaptogénesis en vías neuronales elegidas» y «Refuerzo positivo transitorio en los circuitos límbicos desprovistos de dopamina»— aparecieron respectivamente en
Nature
y en el
New England Journal of Medicine,
con escasos días de intervalo entre uno y otro. Ambos artículos fueron objeto de considerable atención por parte de la prensa financiera, con noticia de primera página en el
Wall Street Journal.
Los analistas, uno tras otro, empezaron a emitir fuertes señales de Compre Usted Axon, y, mientras, Portleigh seguía sin atender los mensajes que le dejaba Gary, y éste era consciente de que la ventaja que le habían otorgado sus pistas internas iniciales iba desmoronándose por momentos…

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