1. ¡Tómese un cóctel!
—… de los citratos férricos y acetatos férricos especialmente formulados para cruzar la barrera de la sangre cerebral y acumularse intersticialmente.
Decía el pregonero invisible cuya voz acababa de unirse a la de Earl Eberle en la banda sonora del vídeo.
—Y añadimos al lote un sedante que no crea hábito
y
un generoso chorreón de jarabe de avellana Moccacino, por cortesía de la cadena de cafés más popular del país.
Una figurante que en la secuencia anterior estaba entre los asistentes a la conferencia, una chica con las funciones neurológicas evidentemente en plena forma, se bebió con enorme placer y con los músculos de la garganta pulsándole de un modo la mar de sexy, un vaso alto y escarchado de electrolitos Corecktall.
—¿Qué era la patente de papá? —susurró Denise en el oído de Gary—. ¿Gel no sé qué de acetato férrico?
Gary asintió sin ganas.
—Electropolimerización.
En sus archivos caseros de correspondencia, que albergaban, entre otras cosas, todas y cada una de las cartas que le habían enviado su padre o su madre a lo largo de los años, Gary había logrado localizar una vieja copia de la patente de Alfred. No estaba seguro de haberla mirado antes, teniendo en cuenta lo que ahora le había impresionado la clara exposición que su viejo hacía de la «anisotropía eléctrica» y de «ciertos geles ferroorgánicos», junto con su propuesta de que tales geles pudieran usarse para «reflejar minuciosamente» tejidos humanos vivos, creando así un «contacto eléctrico directo» con «estructuras morfológicas finas». Comparando la redacción de la patente con la descripción del Corecktall en la página web de la Axon, recién renovada, Gary se quedó impresionado ante la profunda similitud. Evidentemente, el proceso de cinco mil dólares ideado por Alfred quedaba ahora en el centro de un proceso de que la Axon esperaba obtener más de 200 millones. ¡Como si a uno le hiciera falta otro motivo más para pasarse la noche en vela, echando pestes!
—Eh, Kelsey, sí, hermano, consígueme doce mil Exxon a uno cero cuatro máximo —dijo de pronto, y demasiado alto, un joven sentado a la izquierda de Gary. El chaval llevaba un mini ordenador con las cotizaciones de Bolsa, tenía un cable saliéndole de la oreja y lucía la mirada esquizofrénica de los móvilmente ocupados—. Doce mil Exxon, límite máximo uno cero cuatro.
Exxon, Axon, más vale que te andes con cuidado, pensó Gary.
2. Colóquese los auriculares & encienda la radio
—No oirá usted nada en absoluto, como no sea que los empastes que lleva en la boca le sintonicen un partido de fútbol en AM —bromeó el pregonero, mientras la sonrisueña muchacha se iba colocando en la camarófila cabeza una cúpula de metal muy parecida a un secador de pelo—, pero el caso es que las ondas de radio están alcanzando los más recónditos reductos de su cabeza. Imaginemos una especie de sistema de posicionamiento global para el cerebro: la radiación por radiofrecuencia selecciona y
estimula selectivamente
las vías neuronales asociadas con determinadas capacidades. Como, por ejemplo, la de firmar con nuestro nombre. La de subir escaleras. La de recordar la propia fecha de nacimiento. ¡La de plantearse las cosas positivamente! Sometidos a pruebas clínicas en decenas de hospitales de Norteamérica, los métodos reverso-tomográficos del Dr. Eberle han sido ahora perfeccionados para hacer esta fase del proceso Corecktall tan simple e indolora como una visita al peluquero.
—Hasta hace poco —intervino Eberle (su butaca y él seguían a la deriva por un mar de sangre y materia gris simuladas)—, mi proceso hacía necesaria la hospitalización del paciente durante una noche y también la inserción física de un calibre circular de acero en su cráneo. Este procedimiento resultaba incómodo a muchos pacientes, y algunos de ellos llegaban incluso a experimentar un malestar. Ahora, sin embargo, los enormes incrementos en la potencia de los ordenadores han hecho posible un proceso que se va autocorrigiendo instantáneamente en lo relativo a la localización de las vías neuronales individuales bajo estímulo…
—¡Eres mi hombre, Kelsey! —dijo en voz muy alta Mister Doce Mil Acciones de la Exxon.
En las primeras horas y días subsiguientes al gran estallido del domingo entre Gary y Caroline, hacía ahora tres semanas, tanto él como ella habían efectuado maniobras de aproximación. A altas horas de aquella noche dominical, Caroline cruzó la zona desmilitarizada del colchón y llegó a tocar a Gary en la cadera. En la noche siguiente él hizo una presentación de disculpas casi completa, sin llegar a ceder en el principal punto de litigio, pero declarando su pesar y su arrepentimiento por los daños colaterales a que había dado lugar, los sentimientos magullados, las interpretaciones mal intencionadas y las dolorosas acusaciones, proporcionando así a Caroline un anticipo del acceso de ternura que la esperaba sólo con que reconociese que, en lo tocante al principal punto en litigio, era él quien tenía razón. El martes por la mañana Caroline le preparó el desayuno: pan tostado con canela, ristras de salchichas y un bol de copos de avena en cuya superficie había dibujado, utilizando uvas pasas, una cara con la boca cómicamente curvada hacia abajo. El miércoles por la mañana Gary le echó un piropo, una mera observación de hecho («¡Qué guapa estás!») que, sin llegar a constituir una franca declaración de amor, sí que sirvió como recordatorio de una base objetiva (la atracción física) sobre la cual bien podía reinstaurarse el amor, sólo con que ella reconociese que, en lo tocante al principal punto en litigio, era él quien tenía razón.
Pero todas estas avanzadillas exploratorias, todos estos acercamientos quedaron en nada. Cuando él estrechó la mano que ella acababa de tenderle y le susurró que lamentaba mucho su dolor de espaldas, ella fue incapaz de dar el paso siguiente y reconocer que quizá (un simple «quizá» habría bastado) sus dos horas de fútbol bajo la lluvia hubieran contribuido al daño. Y cuando ella le dio las gracias por el piropo y le preguntó qué tal había dormido, a él le resultó imposible ignorar el matiz tendencioso y crítico que percibió en su voz, porque lo que entendió que le decía fue
La prolongada alteración del sueño es síntoma común de la depresión clínica y,
ah, por cierto, ¿qué tal has dormido, cariño?, de modo que, en vez de atreverse a reconocer que en realidad había dormido fatal, declaró haberlo hecho extremadamente bien, gracias, Caroline, extremadamente bien,
extremadamente
bien.
Cada acercamiento fallido restaba posibilidades de éxito al acercamiento siguiente. No mucho tiempo después, lo que en principio se le había antojado a Gary una posibilidad absurda —que en la cuenta corriente de su matrimonio ya no quedaran suficientes fondos de amor y buena voluntad como para cubrir los gastos emocionales que para Caroline implicaba el viaje a St. Jude y para Gary el
no
viaje a St. Jude— fue tomando visos de espantosa realidad. Empezó a odiar a Caroline simplemente por el hecho de seguir enfrentándosele. Le resultaban odiosas las nuevas reservas de independencia que ella iba explotando para resistírsele. Y lo más especialmente odioso era que ella lo odiase a él. Podría haber puesto fin a la crisis en un minuto si todo hubiera consistido solamente en perdonarla; pero percibía en su mirada la repulsión especular que sentía hacia él, y eso lo volvía loco y le emponzoñaba la esperanza.
Afortunadamente, las sombras que proyectaba su acusación de depresión, por alargadas y negras que fuesen, aún no se proyectaban sobre el despacho esquinero que tenía en el CenTrust, ni sobre el placer que le producía dirigir a sus dirigentes, sus analistas y sus comerciales. Las cuarenta horas en el banco se habían convertido, para Gary, en las únicas computables como placenteras a lo largo de la semana. Empezó incluso a acariciar la idea de trabajar cincuenta horas a la semana, pero era más fácil decirlo que hacerlo, porque lo normal, al cabo de las ocho horas de trabajo diario, era que no le quedara nada pendiente encima de la mesa, y, además, Gary era muy consciente de que pasarse las horas muertas en la oficina para huir de la desdicha hogareña era precisamente la trampa en que había caído su padre, era sin duda alguna el modo en que Alfred había empezado a automedicarse.
Cuando se casó con Caroline, Gary se hizo la callada promesa de no trabajar nunca más allá de las cinco de la tarde y de no llevarse jamás el maletín a casa. Entrando a trabajar en un banco regional de tamaño medio había escogido una de las salidas profesionales menos ambiciosas que podía escoger un graduado de la Wharton School. Al principio, en lo único que puso su intención fue en evitar los errores de su padre —darse tiempo para gozar de la vida, ocuparse de su mujer, jugar con los niños—, pero poco después, al mismo tiempo que iba dando crecientes muestras de su extraordinario talento como gestor de carteras, se hizo más específicamente alérgico a la ambición. Compañeros mucho menos dotados que él pasaban a trabajar en fondos mutuos, se independizaban en el campo de la gestión financiera, o abrían sus propios fondos; pero también tenían que trabajar doce o catorce horas diarias, y todos ellos iban por el mundo con la típica pinta del esforzado luchador, de los que sudan la camiseta. Gary, amparado en la herencia de Caroline, gozaba de libertad para el cultivo de su no ambición y para ser, como jefe, en la oficina, el perfecto padre estricto y cariñoso que no podía ser en casa. De sus subalternos exigía honradez y calidad en el trabajo. A cambio ofrecía paciencia para enseñarles, lealtad absoluta y la garantía de que nunca les achacaría los errores que él cometiera. Si su directora de grandes inversiones, Virginia Lin, hacía una recomendación en el sentido de incrementar el porcentaje de acciones del sector energético normalmente en cartera, para llevarlo del seis al nueve por ciento, y él (como solía) optaba por no modificar el reparto, y luego el sector energético experimentaba un par de subidas considerables, Gary tiraba de su amplia e irónica sonrisa de qué gilipollas soy y pedía disculpas a Lin delante de todo el mundo. Afortunadamente, siempre tomaba dos o tres buenas decisiones por cada una de las malas, y, además, en toda la historia universal nunca había habido un período de seis años mejor para la inversión en Bolsa que los seis años en que Gary llevó la División de Acciones Ordinarias del CenTrust. Había que ser tonto o carecer de escrúpulos para hacerlo mal durante ese período. Con el éxito garantizado, Gary podía permitirse el lujo de no amilanarse ante su jefe, Martin Koster, ni tampoco ante el jefe de su jefe, Marty Breitenfeld, presidente del CenTrust. Gary nunca se rebajaba, jamás incurría en adulación. De hecho, tanto Koster como Breitenfeld habían empezado a tomarlo como punto de referencia en cuestiones de buen gusto y protocolo, con Koster casi pidiéndole permiso para enrolar a su hija mayor en Abington Friends en vez de Friend's Select, con Breitenfeld agarrando por las solapas a Gary, nada más salir éste del meadero de dirección, para preguntarle si Caroline y él pensaban asistir al baile de beneficencia de la Biblioteca Libre o si Gary le había derivado las entradas a alguna secretaria…
3. ¡Relájese, todo está en su cabeza!
Ricitos Eberle acababa de reaparecer en su butaca intracraneal con sendos modelos de plástico de una molécula electrolítica en cada mano.
—Una notable propiedad de los geles de citrato férrico y de acetato férrico —dijo— consiste en que, sometidos al estímulo de radiaciones de bajo nivel en determinadas frecuencias resonantes, sus moléculas pueden polimerizarse de modo espontáneo. Y, lo que es más importante aún, estos polímeros resultan ser excelentes conductores de los impulsos eléctricos.
El Eberle virtual miraba al frente con una sonrisa benigna, mientras en la mezcolanza animada y sanguinolenta de su entorno se levantaban olas como garabatos. Igual que si estas olas hubieran sido los compases de apertura de un minueto o de un baile tradicional escocés, todas las moléculas ferrosas se dispusieron en filas largas y conjuntadas.
—Estos microtúbulos conductivos transitorios —dijo Eberle— hacen pensable lo hasta ahora impensable: una interfaz digitoquímica a tiempo casi real.
—Está muy bien todo esto —le susurró Denise a Gary—. Es lo que siempre buscó papá.
—¿Qué, mandar a tomar por culo una fortuna?
—Ayudar a los demás —dijo Denise—. Salirse de la norma.
Gary le podría haber replicado que el viejo, si tantas ganas tenía de ayudar a alguien, podría haber empezado por su propia mujer. Pero Denise tenía una visión de Alfred que no por extraña resultaba menos inamovible. Carecía de sentido morder su anzuelo.
4. ¡Los ricos se hacen más ricos!
—Sí, cualquier rincón ocioso del cerebro puede ser la botica del maligno —dijo el pregonero—, pero el proceso Corecktall ignora todas y cada una de las vías neuronales ociosas. Y, en cambio, allí donde hay acción siempre está Corecktall, para reforzarla.
Para contribuir a que los ricos se hagan más ricos.
De todos los rincones del Salón B llegaron risas y aplausos y gritos de aprobación. Gary notó que su vecino de la izquierda, el aplaudidor y sonrisueño Mister Doce Mil Acciones de la Exxon, miraba en su dirección. Quizá el tipo se estuviera preguntando por qué no aplaudía Gary, o tal vez le intimidara la informal elegancia de su vestimenta.
Para Gary, un elemento clave en su empeño de no ser un esforzado luchador, de los que sudan la camiseta, estribaba en vestirse como si no tuviera que trabajar, como se vestiría un caballero a quien complace pasar de vez en cuando por la oficina, a echarles una manita a los demás. Como si
noblesse oblige.
Hoy llevaba una chaqueta sport de seda mezclada, color verde alcaparra, una camisa de lino crudo con los picos del cuello abotonables y unos pantalones negros sin pliegues. Su móvil permanecía desconectado, sordo a todas las llamadas. Inclinó su silla hacia atrás y recorrió con la vista el salón, para confirmar que, en efecto, era el único descorbatado allí presente; pero el contraste entre el yo y la muchedumbre dejaba hoy mucho que desear. Si el acto se hubiera celebrado unos años antes, el salón habría sido una jungla de trajes de rayas azules, sin abertura, a la moda de la Mafia, de camisas de color con el cuello blanco y de mocasines con borla. Pero ahora, en los años de madurez del prolongadísimo boom, hasta los peores andobas jovencitos de los alrededores de New jersey se hacían trajes italianos a medida y se compraban gafas de primera calidad. Tantísimos dólares habían inundado el sistema, que hasta un veinteañero convencido de que Andrew Weyth era una tienda de muebles y Winslow Homer un personaje de dibujos animados podía vestir igual que la aristocracia hollywoodense.