Las correcciones (70 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Y otra semana después acudieron al restaurante el alcalde de Filadelfia, el menos veterano de los dos senadores por Nueva Jersey, el administrador delegado de la W—— Corporation y Jodie Foster.

Y otra semana después Brian llevó a Denise a casa, desde el trabajo, y ella lo invitó a pasar. Sobre el mismo vino de cincuenta dólares que en cierta ocasión le había servido a su mujer, Brian le preguntó a Denise si Robin y ella estaban distanciadas.

Denise, sacando labios, dijo que no con la cabeza.

—He tenido mucho lío de trabajo.

—Eso me parecía a mí. No había pensado que fuese por ti. Robin está harta de todo, últimamente. Especialmente de todo lo que me concierne.

—Echo de menos salir por ahí con las niñas —dijo Denise.

—Pues puedes creerme: ellas también te echan de menos a ti —dijo Brian.

Luego añadió, con un ligero tartamudeo.

—Estoy pen… pensando en marcharme de casa.

Denise dijo que sentía mucho oírle decir tal cosa.

—Está de un beato descontrolado —dijo, sirviendo vino—. Lleva tres semanas yendo a misa nocturna. Yo ni sabía que semejante cosa existiese. Y no puedo nombrar El Generador sin provocar un estallido. Y, mientras, ella habla de retirar a las niñas del colegio y enseñarles en casa. Ha decidido que la casa es demasiado grande. Quiere mudarse a la casa del Proyecto y enseñar allí a las niñas, quizá con otros dos niños. Rachid y Marilou, o algo sí. O sea, un sitio maravilloso para que se críen Sinéad y Erin, un solar abandonado de Point Breeze. Estamos un poco al borde de la chaladura pura y simple. No, en serio, Robin es estupenda. Las cosas en que ella cree son mejores que las cosas en que yo creo. Pero no estoy muy seguro de seguir queriéndola. Es como pasarse la vida discutiendo con Nicky Passafaro. Es Odio de Clase II, la continuación.

—Robin se siente demasiado culpable —dijo Denise.

—Pues está al borde de convertirse en una madre irresponsable.

Denise encontró aliento para preguntarle:

—¿Intentarías quedarte tú con las niñas, llegado el caso?

Brian asintió.

—Si llegara el caso, no sé si Robin querría, de hecho, la custodia. Más bien me la imagino renunciando a todo.

—No apuestes nada.

Denise pensó en Robin cepillándole el pelo a Sinéad y, de pronto —aguda, terriblemente—, echó en falta sus ansias locas, sus excesos y sus accesos, su inocencia. Acababa de entrar en acción algún mecanismo, y la cabeza de Denise se había convertido en una pantalla pasiva en la cual se proyectaba una película con el resumen de todas las excelencias de la persona a quien había apartado de sí. Ahora le volvían a gustar hasta los más nimios hábitos y gestos y señas distintivas de Robin, su preferencia por la leche hervida para añadir al café, el color descabalado, por culpa de la funda, del diente superior que su hermano le partió de una pedrada, cuando eran pequeños, el modo en que agachaba la cabeza como un carnero y a topetazos la hacía enloquecer de amor.

Denise, alegando agotamiento, hizo que Brian se marchase. A primera hora del día siguiente, una depresión tropical recorrió la costa en sentido ascendente, una perturbación húmeda y huracanada que puso a los árboles de mal humor, agitándolos, y que llenó de agua las aceras. Denise dejó El Generador en manos de su segundo de abordo y se fue en tren a Nueva York, a redimir a su muy incompetente hermano de la tarea de atender a sus padres. Con la tensión del almuerzo, mientras Enid le repetía, palabra por palabra, las desventuras de Norma Greene, Denise no percibió ningún cambio en sí misma. Tenía un viejo yo que aún funcionaba, la Versión 3.2 o la Versión 4.0, que deploraba en Enid lo deplorable y apreciaba en Alfred lo apreciable. El alcance de la corrección que estaba experimentando no se le reveló hasta que estuvo en el muelle y su madre la besó y una Denise enteramente distinta, la versión 5.0, estuvo a punto de introducir la lengua en la boca de aquella adorable viejecita, estuvo a punto de acariciarle las caderas y los muslos, estuvo a punto de ceder por completo y prometerle seguir pasando las vacaciones de navidad en St. Jude todas las veces que Enid quisiera.

Iba en el tren, camino del sur, y las estaciones intermedias, esmaltadas por la lluvia, desfilaban a velocidad de interurbano. Durante la comida, le pareció que su padre estaba loco. Y si, en efecto, ya iba perdiendo la cabeza, cabía admitir que Enid no hubiera exagerado las dificultades que tenía con él, cabía la posibilidad de que Alfred estuviera hecho un desastre y procurara recomponerse un poco delante de sus hijos, cabía la posibilidad de que Enid no fuera la plaga dañina e insoportable que Denise la había hecho ser durante veinte años, cabía la posibilidad de que los problemas de Alfred no fueran tan simples como el de haberse casado con quien no debía, cabía la posibilidad de que los problemas de Enid se limitaran al de haberse casado con quien no debía, cabía la posibilidad de que Denise se pareciera mucho más a Enid de lo que había creído nunca. Iba escuchando el pa-dam-pa-dam-pa-dam de las ruedas en las vías y mirando oscurecerse el cielo de octubre. Puede que hubiera habido esperanza para ella si le hubiera sido posible seguir en el tren, pero el trayecto hasta Filadelfia era muy corto, y en seguida estuvo de vuelta en el trabajo y no tuvo tiempo de pensar en nada hasta que asistió a la presentación de la Axon con Gary y se sorprendió a sí misma defendiendo no sólo a Alfred, sino también a Enid, en la discusión posterior.

No recordaba un tiempo en que hubiera querido a su madre.

Estaba al remojo, en la bañera, hacia las nueve horas de aquella misma noche, cuando llamó Brian y la invitó a cenar con él y con Jerry Schwartz, Mira Sorvino, Stanley Tucci, un Famoso Director Norteamericano, un Famoso Autor Británico y otras luminarias. El Famoso Director acababa de terminar el rodaje de una película en Camden, y Brian y Schwartz lo habían liado para asistir a un pase privado de
Crimen y castigo y rock and roll.

—Es mi noche libre —dijo Denise.

—Martin dice que te manda al chófer —dijo Brian—. Te agradecería mucho que vinieses. Se acabó mi matrimonio.

Se puso un vestido de cachemira gris, se comió un plátano para no parecer demasiado hambrienta a la hora de cenar, y se dejó llevar por el chófer del Director hasta una pizzería de Kensington llamada Tacconelli's. Una docena de famosos y asimilados, más Brian y Jerry Schwartz, tan simio y tan cuadrado de hombros como siempre, ocupaban tres mesas del fondo. Denise besó a Brian en la boca y tomó asiento entre él y el Famoso Autor Británico, que parecía tener almacenado un cargamento de ocurrencias golfísticas y criqueteras como para tener entretenida a Mira Sorvino durante toda la velada. El Famoso Director le dijo a Denise que había probado sus costillas con chucrut y que le habían encantado, pero ella cambió de tema en cuanto pudo. No había duda de que se encontraba allí como pareja de Brian; los del cine no tenían el más mínimo interés ni en el uno ni en la otra. Colocó la mano en la rodilla de Brian, como ofreciéndole consuelo.

—Raskolnikov con auriculares escuchando a Trent Reznor mientras se carga a la parienta: perfecto, perfecto, perfecto —le chorreó a Jerry Schwartz el menos famoso de los allí presentes, un chico en edad universitaria, meritorio del director.

—Son los Nomatics —corrigió Schwartz, con una falta de condescendencia verdaderamente devastadora.

—¿No los Nine Inch Nails?

Schwartz bajó los párpados y movió mínimamente la cabeza para decir que no.

—Nomatics, 1980,
Held in Trust.
Más tarde utilizado sin suficiente acreditación de autoría por la persona cuyo nombre acabas de mencionar.

—Todo el mundo les roba cosas a los Nomatics —dijo Brian.

—Padecieron en la cruz de la oscuridad, para que otros gozaran de la fama eterna —dijo Schwartz.

—¿Cuál es su mejor disco?

—Dame tu dirección. Te hago un cede y te lo mando —dijo Brian.

—Todo lo que hicieron es brillantísimo —dijo Schwartz—, hasta
Thorazine Sunrise.
Cuando se marchó Tom Paquette, la banda tardó dos álbumes en darse cuenta de que estaba muerta. Alguien tuvo que decírselo.

—Supongo que un país donde se enseña el creacionismo en los colegios —observó el Famoso Autor Británico, dirigiéndose a Mira Sorvino— puede ser perdonado por ignorar que el béisbol viene del criquet.

Denise recordó entonces que Stanley Tucci era el director y protagonista de su preferida entre todas las películas de restaurantes. Se puso a hablar de cocina con él, muy contenta, algo menos injuriada por la belleza de la Sorvino y disfrutando, si no de la compañía, sí al menos de su no dejarse intimidar por ella.

Brian la llevó a casa en el Volvo. Denise se sentía con derecho a todo y atractiva y bien aireada y viva. Brian, por el contrario, estaba muy enfadado.

—Iba a venir Robin —dijo—. Fue una especie de ultimátum, podríamos decir. Pero había dicho que sí, que vendría a la cena. Que se interesaría mínimamente, aunque sólo fuera un poquito, en lo que estoy haciendo con mi vida. Y eso, constándome, como me constaba, que lo haría a caso hecho, que se vestiría de estudiante, para hacerme sentir incómodo y demostrarme lo que sea que pretenda demostrarme. Y luego yo iba a pasar el sábado próximo en el Proyecto. Era un acuerdo. Y luego, esta mañana, decide que no viene a la cena, que va a asistir a una manifestación contra la pena de muerte. No me entusiasma la pena de muerte. Pero Khelley Withers no es exactamente quien yo pondría en un cartel a favor de la indulgencia. Y una promesa es una promesa. No me pareció a mí que una vela menos en la vigilia con velas fuera a significar tantísimo. Le dije que ya podía hacerlo por mí y perderse una sola manifestación en su vida. Le propuse darle un cheque a favor del sindicato pro libertades civiles, que ella misma me dijera cuánto. Lo cual resultó contraproducente, la verdad.

—Dar cheques no es bueno. No, no, no —dijo Denise.

—Sí, ya me di cuenta. Pero nos dijimos cosas que no van a ser fáciles de retirar. Y, francamente, tampoco me interesa mucho retirarlas.

—Nunca se sabe —dijo Denise.

Era un lunes, a las once de la mañana, y Washington Avenue, entre el río y Broad, estaba muy solitaria. Brian parecía estar sufriendo su primer gran desengaño en la vida, y no paraba de hablar:

—¿Te acuerdas de cuando me dijiste que si yo no estuviera casado y tú no trabajaras para mí?

—Lo recuerdo.

—¿Sigue en pie?

—Vamos a tomar una copa —dijo Denise.

Ello explica que Brian estuviese durmiendo en su cama a las nueve y media de la mañana del día siguiente, cuando sonó el timbre de la puerta.

Denise todavía estaba hasta las cejas de alcohol, y además acababa de completar el retrato de tía rara y caos moral a que su vida venía orientándose desde siempre, al parecer. No obstante, en la parte de abajo del embotamiento aún perduraba un repiqueteo de celebridad, procedente de la noche anterior. Era más fuerte que cualquier cosa que pudiera sentir por Brian.

Volvió a sonar el timbre. Se levantó y se puso una bata de seda marrón y miró por la ventana. Delante de la puerta estaba Robin Passafaro. Brian había aparcado el Volvo en la acera de enfrente.

Se le pasó por la cabeza no contestar, pero Robin no la habría estado buscando aquí si no hubiera pasado antes por El Generador.

—Es Robin —dijo—. Quédate aquí y no te muevas. Brian, a la luz del día, conservaba la expresión de cabreo de la noche anterior.

—Me da igual que sepa que estoy aquí.

—Sí, pero a mí no.

—Pues mi coche está en la acera de enfrente.

—Ya lo sé.

También ella se sentía extrañamente cabreada con Robin. Durante todo el verano, mientras estuvo engañando a Brian, nunca sintió por él nada parecido al desprecio que sentía ahora por su mujer, mientras bajaba a abrirle la puerta. Robin la molesta, Robin la cabezota, Robin la voz de pito, Robin la gritona, Robin la sin estilo, Robin la noseentera.

Y, sin embargo, su cuerpo, nada más abrirse la puerta, supo lo que deseaba. Deseaba a Brian para la calle y a Robin para la cama.

No podía decirse que hiciera frío, pero a Robin le castañeteaban los dientes.

—¿Puedo entrar?

—Estoy yéndome a trabajar —dijo Denise.

—Cinco minutos —dijo Robin.

Parecía imposible que no hubiera visto el auto color pistacho, en la acera de enfrente. Denise la hizo pasar al zaguán y cerró la puerta.

—Se acabó mi matrimonio —dijo Robin—. Esta noche ni siquiera ha dormido en casa.

—Lo siento —dijo Denise.

—He rezado por mi matrimonio, pero me distraigo pensando en ti. Estoy de rodillas en la iglesia y me pongo a pensar en tu cuerpo.

El espanto se instaló en Denise. No era exactamente que se sintiera culpable de nada —en un matrimonio tambaleante, el reloj de cocer huevos había agotado su tiempo; ella, si acaso, había hecho que el reloj corriera un poco más—, pero lamentaba haber infligido daño a esa persona, lamentaba haber competido. Tomó las manos de Robin y le dijo:

—Quiero verte y quiero hablar contigo. No me gusta lo que ha pasado. Pero ahora tengo que irme a trabajar.

Sonó el teléfono en la sala. Robin se mordió el labio y dijo que sí con la cabeza.

—Vale.

—¿Nos vemos a las dos?

—Vale.

—Te llamo desde el trabajo.

Robin asintió de nuevo. Denise le abrió la puerta para que saliera y volvió a cerrar y soltó cinco alentadas de aire.

Denise, soy Gary, no sé dónde estás, pero llámame cuando oigas esto, ha habido un accidente, papá se cayó del barco, desde ocho pisos de altura, acabo de hablar con mamá…

Corrió al teléfono y lo levantó.

—Gary.

—Te he llamado al trabajo.

—¿Ha sobrevivido?

—No debería —dijo Gary—, pero sí.

Gary rendía al máximo en las emergencias. Los mismos rasgos suyos que el día antes la exasperaron, ahora le servían de consuelo. Denise quería que lo supiese todo. Quería que su voz sonase satisfecha de su propia calma.

—Parece ser que el barco lo arrastró durante una milla, con el agua a siete grados, antes de lograr detenerse —dijo Gary—. Va para allá un helicóptero, que lo trasladará a New Brunswick. No se ha roto la columna. Le funciona el corazón. Puede hablar. Es un viejo muy duro de roer. Hay posibilidades de que se recupere.

—¿Cómo está mamá?

—Preocupada porque el crucero está sufriendo un retraso mientras espera al helicóptero y eso está causando molestias a los demás pasajeros.

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