Las correcciones (80 page)

Read Las correcciones Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Se cumplió la hora con Jonah profundamente inmerso en
God Project II.
Una cepa de sus bacterias había dejado ciegos a ocho de cada diez pequeños mamíferos con pezuñas gestionados por Aaron.

—Está bien si no vas —le aseguró Caroline—. Aquí lo que cuenta es que decidas tú. Son tus vacaciones.

Nadie debe sentirse obligado a ir.

—Voy a recordártelo otra vez —dijo Gary—. Tu abuela está muriéndose de ganas de verte.

Surgió en el rostro de Caroline una desolación, un gemebundo estado, que hacía pensar en los problemas de septiembre. Se puso en pie sin decir una palabra y salió del cuarto de jugar.

La respuesta de Jonah llegó en un tono de voz no muy por encima del susurro:

—Creo que voy a quedarme.

Si esto hubiera ocurrido en septiembre, Gary habría visto en la decisión de Jonah una parábola de la crisis del sentido del deber moral en la cultura orientada por las elecciones de consumo. Y ello podría haberlo deprimido mucho. Pero ese camino ya lo tenía recorrido, a estas alturas, y sabía muy bien que no lo conducía a ninguna parte.

Hizo el equipaje y le dio un beso a Caroline.

—No estaré contenta hasta que no vuelvas —dijo ella.

Gary sabía que no había hecho nada malo contra ningún principio moral, ni siquiera el más estricto. Nunca le había prometido a Enid que Jonah iría. La mentira de la fiebre era sólo una legítima excusa para evitar discusiones.

También, para no herir a Enid, había omitido mencionarle que en los seis días laborables transcurridos desde la OPI, sus cinco mil acciones de la Axon Corporation, que le habían costado 60.000 dólares, habían subido hasta alcanzar un valor de 118.000. Tampoco había obrado mal a este respecto, desde luego, pero, dado el pequeño pellizco que se llevaba Alfred por la cesión de su patente a Axon, lo más prudente, sin duda, era callarse.

Tres cuartos de lo mismo cabía decir del paquetito que Gary se había guardado en el bolsillo interior del chaquetón, cerrando luego la cremallera.

Se deslizaban los reactores por el cielo resplandeciente, felices en sus pellejos metálicos, mientras él maniobraba por el atasco de tráfico que confluía hacia el aeropuerto. Los días inmediatamente anteriores a la Navidad eran el mejor momento del aeropuerto de St. Jude, como quien dice su razón de ser. Todos los aparcamientos estaban ocupados y los aviones se sucedían sin pausa en las pistas de despegue.

Denise, sin embargo, llegó puntualmente. Los mismísimos aviones la protegían del disgusto de llegar tarde y que la recibiera un hermano harto de esperar. Esperaba, como era costumbre en la familia, frente a una puerta poco utilizada de la planta de salidas. Llevaba un abrigo demencial, color granate, de lana, con vuelta de terciopelo rosa, y Gary percibió algo diferente en ella —más maquillaje de lo habitual, tal vez; más pintura de labios—. Durante el pasado año, cada vez que veía a Denise (en Acción de Gracias, la más reciente) la encontraba más rotundamente distinta de la persona que él había imaginado que llegaría a ser.

Cuando se besaron, notó que olía a tabaco.

—Has empezado a fumar —le dijo, mientras hacía sitio en el maletero del coche para su maleta y su bolsa de compras.

Denise sonrió.

—Quita el seguro de la puerta, que me estoy helando.

Gary desplegó sus gafas de sol. Iban hacia el sur, con la luz en los ojos, de modo que estuvo a punto de chocar lateralmente al incorporarse al tráfico principal. La agresión viaria rebasaba todos los límites en St. Jude. Ya no era como antes, cuando un conductor del este se divertía haciendo eslalon por el lentísimo tráfico.

—Mamá estará feliz con Jonah en casa —dijo Denise.

—Pues no, porque Jonah no ha venido.

Ella volvió la cabeza bruscamente.

—¿No lo has traído?

—Se puso malo.

—No me lo puedo creer. ¡No lo has traído!

No dio la impresión de considerar, ni por un momento, la posibilidad de que fuera cierto lo que Gary le decía.

—Hay cinco personas en mi casa —dijo él—. En la tuya, que yo sepa, hay una sola. Las cosas son más complicadas cuando se multiplican las responsabilidades.

—Lo que siento es que hayas engreído a mamá dejándola creer que venía.

—No es culpa mía que ella prefiera vivir en el futuro.

—Tienes razón —dijo Denise—. No es culpa tuya. Pero ojalá no hubiera ocurrido.

—Hablando de mamá —dijo Gary—. Tengo que contarte una cosa muy rara. Pero prométeme que no vas a decírselo.

—¿Qué cosa rara?

—Promete que no vas a decírselo.

Denise lo prometió, y Gary abrió la cremallera del bolsillo interior de su chaquetón y le enseñó el paquete que Bea Meisner le había dado el día antes. Había sido un momento muy pintoresco: el Jaguar de Chuck Meisner junto a la acera, en punto muerto, entre cetáceos resoplidos de tubo de escape en invierno; Bea Meisner en la entrada, pisando el felpudo, mostrando los bordados de su loden verde, mientras extraía de las profundidades de su bolso un paquetito muy manoseado y muy cutre; Gary depositando la botella de champán envuelta para regalo y aceptando la entrega del contrabando.

—Esto es para tu madre —dijo Bea—. Pero dile que Klaus dice que se ande con mucho ojo. Al principio no quería dármelo. Dice que es muy, muy adictivo. Por eso no le traigo más que un poquito. Ella lo quería para seis meses, pero Klaus sólo me dio para uno. Así que dile que tenga cuidado, que hable con su médico. Quizá fuera mejor, incluso, que no se lo dieras hasta que no lo haga, Gary, hasta que no hable con el médico. Bueno, pues ¡Que paséis una Navidades maravillosas! —en ese momento sonó la bocina del Jaguar—. Dale un abrazo a todo el mundo.

Gary le contaba todo esto a Denise mientras ella abría el paquetito. Bea lo había envuelto en una hoja de periódico alemán y lo había sellado con celo. En un lado de la página había una vaca alemana con gafas promocionando leche ultra pasterizada. Dentro había treinta tabletas doradas.

—¡Cielo santo! —rió Denise—. Es Mexican A.

—Nunca lo he oído nombrar —dijo Gary.

—Una droga de discoteca. Para gente muy joven.

—Y Bea Meisner se la trae a mamá y la entrega a domicilio.

—¿Sabe mamá que se la has cogido?

—Todavía no. Todavía no sé qué es lo que hace esa cosa.

Denise alargó los nicotinosos dedos y le acercó una tableta a la boca.

—Prueba una.

Gary apartó la cabeza bruscamente. Daba la impresión de que también su hermana estaba enganchada a alguna droga, no precisamente la nicotina. Estaba enormemente feliz, o enormemente infeliz, o una peligrosa combinación de ambas posibilidades. Llevaba anillos de plata en tres dedos y en el pulgar.

—¿Es una droga que tú hayas probado? —le preguntó.

—No, yo del alcohol no paso.

Volvió a envolver las tabletas y Gary recuperó el control del paquete.

—Quiero estar seguro de que me respaldas en esto —dijo—. ¿Estás de acuerdo en que mamá no debería recibir sustancias adictivas de Bea Meisner?

—No —dijo Denise—. No estoy de acuerdo. Es una persona adulta y puede hacer lo que le apetezca. No creo que sea justo quitarle las tabletas sin decírselo. Si no se lo dices tú, se lo diré yo.

—Perdona, pero estaba en la idea de que habías prometido no decir nada —dijo Gary.

Denise se lo pensó. Por la ventanilla pasaban a toda prisa unos terraplenes salpicados de sal.

—Vale, quizá lo haya prometido —dijo—. Pero ¿a qué viene que pretendas controlarle la vida?

—Ya verás, supongo —dijo él—, que las cosas aquí andan bastante desmadradas. Y también verás, supongo, que alguien tiene que dar un paso al frente y controlarle la vida.

Denise no discutió con él. Se puso las gafas de sol y miró las torres de la Ciudad Hospital, contra el brutal horizonte sur. Gary había esperado más cooperación por parte de ella. Ya tenía un hermano «alternativo», y maldita la falta que le hacía una hermana igual. Lo frustraba mucho que la gente se desgajara tan alegremente del mundo de las expectativas convencionales; le echaba a perder el placer que obtenía de su casa y de su trabajo y de su familia; era como si le volvieran a redactar las normas de la vida, dejándolo en desventaja. Y lo encocoraba especialmente el hecho de que el último tránsfuga que se pasaba a lo «alternativo» no fuera algún desarrapado «Tercero» de una familia de «Terceros», o de una clase de «Terceros», sino su propia hermana, con todo su estilo y todo su talento, que acababa de destacar, allá por septiembre, sin ir más lejos, en una actividad convencional sobre la que sus amigos podían informarse en el
New York Times.
Ahora había dejado su trabajo y llevaba cuatro anillo y un abrigo flamígero y apestaba a tabaco…

Con el taburete de aluminio a cuestas, la siguió hasta el interior de la casa. Comparó la acogida que le brindaba Enid con la acogida que el día antes le había brindado a él. Tomó nota de la duración del abrazo, la ausencia de crítica instantánea, las sonrisas a tutiplén.

Enid gritó:

—Pensé que a lo mejor os encontrabais con Chip en el aeropuerto y veníais los tres juntos.

—Era un guión altamente improbable, por ocho motivos diferentes —dijo Gary.

—¿Te dijo que llegaba hoy? —le preguntó Denise.

—Después de comer —dijo Enid—. Mañana, como muy tarde.

—Hoy, mañana, el mes de abril —dijo Gary—. Cualquier cosa.

—Me comentó que las cosas andaban revueltas en Lituania —dijo Enid.

Mientras Denise iba a saludar a Alfred, Gary fue a la madriguera a coger el
Chronicle
de la mañana. En un recuadro de noticias internacionales, puesto en bocadillo entre artículos más extensos («Los tratamientos especiales hacen que las mascotas se vuelvan feroces» y «¿Son demasiado caros los oftalmólogos? Los médicos dicen que no, los ópticos dicen que sí»), localizó un párrafo sobre Lituania:
Inquietud ciudadana tras los discutidos comicios parlamentarios y el intento de asesinato del presidente Vitkunas… el treinta y cuatro por ciento del país sin electricidad… enfrentamientos entre grupos paramilitares rivales en las calles de Vilnius… y el aeropuerto…

—El aeropuerto está cerrado —leyó en voz alta, muy satisfecho—. ¿Me oyes, mamá?

—Ya estaba en el aeropuerto ayer —dijo Enid—. Seguro que salió.

—¿Por qué no ha llamado, entonces?

—Habrá tenido que correr mucho para coger el vuelo.

La capacidad de Enid para la fantasía alcanzaba un grado que a Gary le resultaba físicamente doloroso. Abrió la cartera y le presentó la factura del asiento para ducha y la barra de sujeción.

—Luego te hago un cheque —dijo ella.

—Mejor ahora, que luego se te olvida.

Mascullando y rezongando, Enid se avino a sus exigencias.

Gary examinó el talón.

—¿Por qué le has puesto fecha de veintiséis de diciembre?

—Porque eso es lo más pronto que puedes ingresarlo en tu cuenta de Filadelfia.

La escaramuza se prolongó al almuerzo. Gary se bebió poco a poco una cerveza y se bebió poco a poco otra cerveza, deleitándose en el disgusto que le causaba a Enid, según la iba obligando a decirle una vez, y luego otra, y luego otra, que ya iba siendo hora de que la emprendiese con los arreglos en la ducha. Cuando por fin se levantó de la mesa, se le ocurrió que su afán de controlarle la vida a Enid era una respuesta lógica al afán de ella de controlársela a él.

La barra de seguridad era un tubo esmaltado de cuarenta centímetros, color beige, acodado en ambos extremos. Venía con unos tornillos retacos que podrían haber bastado para fijar la barra a una pared de madera, pero que de nada servían en el alicatado del cuarto de baño. Para asegurar la barra iba a tener que perforar la pared con pernos de quince centímetros, llegando hasta el pequeño armario adosado a la pared de la ducha.

Abajo, en el taller de Alfred, pudo encontrar brocas de albañilería para la taladradora eléctrica, pero las cajas de puros que él recordaba como auténticas cornucopias de material útil ahora sólo parecían contener tornillos huérfanos y corroídos, cerraderos de cerradura y sujeciones para la cisterna del váter. Ningún perno de quince centímetros, desde luego.

Cuando salía hacia la ferretería, con su sonrisa de qué gilipollas soy, vio a Enid junto a las ventanas del comedor, espiando la calle a través de una cortina transparente.

—Madre —dijo Gary—, sería muy de desear que no siguieras haciéndote ilusiones con respecto a Chip.

—Me pareció oír un coche.

Vale, no te prives,
pensó Gary, saliendo de la casa:
concéntrate en quien no está y hazles la vida imposible a quienes sí están.

En el camino de delante se topó con Denise, que volvía del supermercado con cosas de comer.

—Espero que todo eso se lo cobres a mamá —dijo Gary.

Su hermana se le rió en la cara.

—¿Y a ti qué más de te da?

—Siempre se escaquea a la hora de pagar. Me pone de los nervios.

—Pues redobla la vigilancia —dijo Denise, echando a andar hacia la casa.

¿Por qué, exactamente, estaba sintiéndose culpable? Él nunca había prometido que traería a Jonah, y aunque el valor de su inversión en la Axon ya superaba en 58.000 dólares lo que había pagado, era él quien se había esforzado en hacerse con las acciones y él quien había corrido el riesgo, y la propia Bea Meisner le había recomendado que no le diese la droga a Enid. O sea que ¿de qué se sentía culpable?

Yendo en el coche, imaginó la aguja de su medidor de presión craneal avanzando lentamente en el sentido de las agujas del reloj. Se arrepentía de haberle ofrecido sus servicios a Enid. Dada la brevedad de su visita, era una estupidez desperdiciar una tarde entera en un trabajo que su madre muy bien podía haber encargado a cualquier operario.

En la ferretería, le tocó hacer cola en la caja, detrás de las personas más gordas y más lentas de todo el gajo de los estados centrales. Habían venido a comprar Santa Claus de malvavisco, una caja de hilo de cobre, persianas graduables, secadores de pelo de ocho dólares y agarradores de tema navideño. Con dedos como salchichas, hurgaban en sus diminutos monederos, buscando el importe exacto. Gary echaba humo por las orejas, como en los dibujos animados. Todas las cosas divertidas que podía estar haciendo, en lugar de perder media hora en comprar pernos de quince centímetros, adquirieron formas encantadoras en su imaginación. Podía estar en la Sala del Coleccionista de la tienda de regalos del Museo del Transporte, o clasificando los viejos bocetos de puentes y vías férreas que dibujó su padre cuando estaba empezando en la Midland Pacific, o registrando el trastero de debajo del porche, a ver si encontraba su tren eléctrico de cuando era pequeño. Tras el levantamiento de su «depresión» había contraído un nuevo interés, intenso, como de hobby, en coleccionar y enmarcar objetos relativos al ferrocarril, y la verdad era que se podía haber pasado el día entero — por no decir la semana entera— buscándolos.

Other books

You Bet Your Life by Jessica Fletcher
Ross 04 Take Me On by Cherrie Lynn
Tina Mcelroy Ansa by The Hand I Fan With
26 Kisses by Anna Michels
4th Wish by Ed Howdershelt
Dark Magic by Angus Wells
The Judgment of Caesar by Steven Saylor
Deserter by Mike Shepherd