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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (81 page)

A la vuelta, mientras subía por el camino de entrada, vio separarse las cortinas: su madre, espiando otra vez. Dentro, llenaba el aire, adensándolo, el olor de las viandas que Denise horneaba, hervía a fuego lento y doraba en la cocina. Gary le presentó a Enid la factura de los pernos, y ella se quedó mirándola como lo que era, es decir, una muestra de hostilidad.

—¿No puedes pagar tú cuatro dólares y noventa y seis centavos?

—Madre —dijo él—, estoy haciendo el trabajo, como te prometí. Pero el cuarto de baño no es mío. Ni la barra de sujeción.

—Luego te doy el dinero.

—Se te olvidará.

—Gary,
luego
te daré el dinero.

Denise, con el delantal puesto, siguió este diálogo desde la puerta de la cocina, riéndose con los ojos.

En su segundo descenso al sótano, Gary se encontró a Alfred roncando en el sillón azul. Entró en el taller y en seguida frenó en seco, ante el nuevo descubrimiento. Dentro de su funda, y apoyada en el banco de trabajo, había una escopeta. No recordaba haberla visto antes. Quizá le hubiera pasado inadvertida. Normalmente, la escopeta se guardaba en el trastero de debajo del porche. Lamentó de veras el traslado.

¿Lo dejo que se pegue un tiro?

La pregunta resonó con tanta claridad en su mente, que a punto estuvo de pronunciarla en voz alta. Y se lo pensó. Era muy distinto intervenirle la droga a Enid, por su propio bien, porque en ella había mucha vida y esperanza y placer que preservar. El viejo, en cambio, estaba kaputt.

Por otra parte, tampoco le apetecía nada oír un tiro y bajar y ponerse a chapotear en la sangre.

Y, sin embargo, por horrible que resultara todo, después vendría una enorme ganancia en la calidad de vida de su madre.

Abrió la caja de cartuchos que había encima del banco y comprobó que no faltaba ninguno. Ojalá no le hubiera tocado a él, sino a algún otro, haber parado mientes en el traslado de la escopeta. Pero la decisión, cuando le sobrevino, resonó con tanta claridad en su mente, que esta vez sí que la expresó en voz alta. En el silencio polvoriento, úrico, sin eco, del laboratorio, dijo:

—Si eso es lo que quieres, allá tú. No seré yo quien te detenga.

Antes de abrir los agujeros en la ducha tuvo que vaciar las estanterías del armarito del cuarto de baño. Ello, en sí, ya suponía un trabajo considerable. Enid guardaba, en una caja de zapatos, todas las bolitas de algodón que a lo largo de los años había ido sacando de los botes de aspirina y otros medicamentos. Había quinientas, o quizá mil bolitas. Había tubos de pomada a medio estrujar, petrificados. Había recipientes de plástico y utensilios (de colores aún más feos que el beige, si tal cosa fuera posible) de los períodos que Enid pasó en el hospital para sendas operaciones del pie, de la rodilla y de flebitis. Había unas botellitas monísimas de mercurio cromo y Ambesol que llevaban secas desde los años sesenta. Había una bolsa de papel que Gary, por salvaguardar su compostura, se apresuró a empujar hacia el fondo de la estantería más alta, porque daban la impresión de contener vetustos cinturones y compresas menstruales.

Caía la tarde cuando terminó de vaciar el armarito y tuvo todo dispuesto para hacer seis agujeros. Entonces descubrió que las viejas brocas de albañilería tenían menos punta que un remache. Se apoyó en la taladradora con todo su peso, la punta de la broca se ponía entre azul y negra y perdía el temple, y la vieja máquina empezó a echar humo. Le chorreaba el sudor por la cara y el pecho.

Alfred fue a elegir precisamente ese momento para entrar en el cuarto de baño.

—Vaya, mira esto —dijo.

—Menudas brocas tienes aquí, todas sin punta —dijo Gary, acezante—. Tendría que haberlas comprado nuevas cuando estuve en la ferretería.

—Déjame ver —dijo Alfred.

No había tenido intención Gary de atraer al viejo y, con él, a los dos animales gemelos y dactilados y agitados que integraban su vanguardia. Lo echaban para atrás la incapacidad y la ansiosa apertura de aquellas manos, pero los ojos de Alfred estaban ahora clavados en la taladradora, y le resplandecía el rostro ante la posibilidad de resolver un problema. Gary hizo dejación de la taladradora. Le habría gustado saber cómo hacía su padre para ver lo que se traía entre manos, dadas las violentas sacudidas a que sometía la máquina. Los dedos del anciano reptaron por la pulida superficie, al tiento, como gusanos ciegos.

—Lo tienes en Atrás —dijo.

Con la amarillenta uña del dedo pulgar, Alfred empujó el interruptor de polaridad para ponerlo en Adelante y le devolvió la taladradora a Gary, y por primera vez desde la llegada de éste, los ojos de ambos hombres se encontraron. El escalofrío que recorrió a Gary sólo en parte se debió al enfriamiento del sudor. Al viejo, pensó, todavía se le enciende alguna lucecita en la mollera. Alfred, de hecho, parecía descaradamente feliz: de haber arreglado algo y, se malició Gary, más aún de haber demostrado que era más listo que su hijo, en esta pequeña oportunidad.

—Ya ves por qué no me metí a ingeniero —dijo Gary.

—¿Qué intentas hacer?

—Quiero colocar esta barra de sujeción. ¿Utilizarás la ducha si ponemos un asiento y una barra de sujeción?

—No sé qué estarán planeando —dijo Alfred, mientras salía.

Ha sido tu regalo de Navidad,
se dijo Gary, sin palabras.
Accionar ese interruptor ha sido tu regalo de Navidad.

Una hora más tarde había vuelto a poner orden en el cuarto de baño y, de paso, había recuperado su máximo nivel de mal humor. Enid había criticado la colocación de la barra, y Alfred, cuando Gary le propuso que probara el nuevo taburete, puso en general conocimiento que prefería bañarse.

—Yo ya he cumplido, y se terminó —dijo Gary en la cocina, sirviéndose alcohol—. Mañana hay varias cosas que
yo
quiero hacer.

—Es una maravillosa mejora del cuarto de baño —dijo Enid.

Gary siguió sirviéndose. Más y más.

—Ah, Gary, podríamos abrir el champán que nos trajo Bea —dijo Enid.

—Mejor no —dijo Denise, que había hecho un
stollen,
una tarta de café y dos hogazas de pan de queso, y que ahora estaba preparando, si Gary no se equivocaba, conejo frito y cocido luego a fuego lento, con polenta. Ni que decir tiene que era la primera vez que esa cocina había visto un conejo.

Enid regresó a su puesto de observación en la ventana del comedor.

—Me preocupa que no llame —dijo.

Gary se situó junto a ella, con la primera y dulce lubricación del alcohol zumbándole en las células gliales. Le preguntó a su madre si había oído hablar de la navaja de Occam.

—El principio de la navaja de Occam —dijo, en un tono sentencioso muy adecuado para un cóctel— nos aconseja que entre dos posibles explicaciones de un fenómeno siempre optemos por la más sencilla.

—Bueno, eso es lo que a ti te parece —dijo Enid.

—Lo que a mí me parece —dijo él— es que Chip puede no haberte llamado por algún complicadísimo motivo del que nada sabemos. Pero también puede haber sido por algo muy sencillo y que todos conocemos bien, es decir: su increíble carencia de sentido de la responsabilidad.

—Dijo que vendría y dijo que llamaría —contestó Enid, categóricamente—. Dijo
vuelvo a casa.

—Muy bien. Estupendo. Quédate en la ventana. Tú decides.

Era Gary quien tenía que llevarlos a todos en coche a ver
El cascanueces,
y ello le impidió beber todo lo que le habría gustado beber antes de la cena. De modo que se despachó a gusto en cuanto volvieron del ballet y Alfred se precipitó escaleras arriba, como quien dice, y Enid se acostó en la madriguera, con intención de dejar que sus hijos se ocuparan de todo eventual problema nocturno. Gary bebió más whisky y llamó a Caroline. Bebió más whisky y buscó a Denise por la casa, sin encontrar rastro de ella. Fue a su cuarto a buscar los regalos de Navidad y los colocó al pie del árbol. Traía el mismo regalo para todo el mundo: un ejemplar encuadernado del álbum de los Mejores Doscientos Momentos de los Lambert. Había tenido que insistir mucho para que la imprenta le tuviera a tiempo los ejemplares, y ahora que había completado el álbum, su intención era desmantelar el cuarto oscuro e invertir una parte de sus ganancias de la Axon en montar un tren eléctrico en el segundo piso del garaje. Era un hobby que había elegido por propia iniciativa, sin que nadie se lo impusiera, y ahora, mientras apoyaba la whiskífora cabeza en la fría almohada y apagaba la luz de su viejo cuarto sanjudeano, lo asaltó una emoción que venía de muy atrás en el tiempo, ante la idea de hacer rodar los trenes por montes de cartón piedra, por puentecillos hechos con palos de polo…

Soñó diez Navidades en la casa. Soñó habitaciones y personas, habitaciones y personas. Soñó que Denise no era su hermana y que iba a matarlo. Su única esperanza de salvación era la escopeta del sótano. Examinaba la escopeta, para convencerse de que estaba cargada, cuando sintió una maligna presencia, a sus espaldas, en el taller. Se dio media vuelta y no reconoció a Denise. La mujer a quien vio era otra mujer, y tenía que matarla, para evitar que ella lo matase a él. Y el gatillo de la escopeta no ofreció resistencia alguna: colgaba inerte y fútil. El arma estaba en Atrás, y mientras conseguía ponerla Adelante, la mujer se aproximaba a él para darle muerte… Se despertó con ganas de orinar.

La oscuridad del cuarto sólo encontraba alivio en la esfera del radiodespertador digital, que no miró, porque no quería enterarse de lo temprano que era aún. En la penumbra, alcanzaba a distinguir el bulto de la antigua cama de Chip, en la pared de enfrente. El silencio de la casa se percibía como algo momentáneo y no pacífico. De creación reciente.

Rindiendo pleitesía al silencio, Gary salió de la cama y avanzó muy lentamente hacia la puerta. Fue entonces cuando el terror hizo presa en él.

Temía abrir la puerta.

Aguzó el oído para captar lo que estuviera ocurriendo fuera. Creyó oír vagos cambios de posición y traslados sigilosos, voces distantes.

Temía ir al cuarto de baño, porque ignoraba qué podía encontrarse allí. Temía salir del cuarto, porque al volver podía encontrarse en la cama con alguien que de ningún modo debía ocuparla, quizá su madre, quizá su hermana o su padre.

Llegó al convencimiento de que en el vestíbulo había alguien yendo de acá para allá. En su vigilia imperfecta y nubosa, estableció una conexión entre la Denise que había desaparecido antes de meterse él en la cama y el espectro de Denise que pretendía matarlo en su sueño.

La posibilidad de que ese espectro asesino se mantuviese ahora al acecho, en el vestíbulo, sólo le pareció fantástica en un noventa por ciento.

En general, era más seguro quedarse en la habitación, pensó, y mear en una de las grandes jarras austríacas de cerveza que había en su cómoda.

Pero ¿y si el ruidito llamaba la atención de quien merodeaba junto a su puerta?

Andando de puntillas, se metió con una jarra en la mano dentro del armario que Chip y él habían compartido desde el día en que a Denise la instalaron en el dormitorio pequeño y a ellos dos los pusieron juntos en el mismo cuarto. Cerró la puerta tras él, se apretó contra las prendas colgadas en sus fundas de tintorería y contra las rebosantes bolsas Nordstrom de plástico con objetos diversos que Enid había adquirido la costumbre de guardar allí, e hizo aguas menores en la jarra de cerveza. Situó un dedo en el borde, haciendo gancho, para así notar la subida del líquido, no fuera a rebosar. Justo cuando el calor de la orina creciente empezaba a llegarle a la punta del dedo, se le acabó de vaciar la vejiga, por fin. Depositó la jarra en el suelo del armario, sacó un sobre de una bolsa Nordstrom y tapó el receptáculo con él.

Silenciosa, muy silenciosamente, salió a continuación del armario y volvió a la cama. Cuando apartaba las piernas del suelo para subirlas, oyó la voz de Denise. Le llegaba tan clara, tan de mera conversación, que bien podría haberse encontrado allí, en el cuarto, con él. Dijo:

—¿Gary?

Trató de no moverse, pero crujieron los muelles del somier.

—¿Gary? Perdona que te moleste. ¿Estás despierto?

No le quedaba más elección, ahora, que levantarse y abrir la puerta. Denise estaba pegada a ella, con un pijama de franela y dentro de un rectángulo de luz procedente de su cuarto.

—Perdona —dijo—. Papá está llamándote.

—¡Gary! —llegó la voz de Alfred, desde el cuarto de baño contiguo al dormitorio de Denise.

Gary, con el corazón saliéndosele por la boca, preguntó qué hora era.

—Ni idea —dijo ella—. Me despertó llamando a Chip a gritos. Luego empezó a llamarte a ti. No a mí. Supongo que se encontrará más cómodo contigo.

El aliento le olía a tabaco, otra vez.

—¡Gary! ¡Gary! —llegaban los gritos del cuarto de baño.

—Joder —dijo Gary.

—Puede ser por las medicinas.

—Y una mierda.

Desde el cuarto de baño:

—¡Gary!

—Sí, papá, ya te he oído, voy.

La voz sin cuerpo de Enid llegó flotando desde el pie de la escalera.

—Gary, ayuda a tu padre.

—Sí, mamá, yo me ocupo. Vuelve a la cama.

—¿Qué quiere? —preguntó Enid.

—Tú vuélvete a la cama.

Una vez en el pasillo, le llegó el olor del árbol de Navidad y de la chimenea. Llamó a la puerta del cuarto de baño y entró sin esperar respuesta. Su padre estaba de pie en la bañera, desnudo de cintura para abajo, y lo único que tenía en la cara era psicosis. Hasta ese momento, Gary sólo había visto expresiones así en las paradas de autobús y en los servicios del Burger King del centro de Filadelfia.

—Gary —dijo Alfred—, están por todas partes.

El anciano señaló el suelo con un dedo tembloroso.

—¿Lo ves?

—Estás alucinando, papá.

—¡Cógelo, cógelo!

—Estás alucinando, y ya es hora de que salgas de la bañera y te vuelvas a la cama.

—¿No los ves?

—Estás alucinando. Vuelve a la cama.

En esas siguieron, durante diez o quince minutos, hasta que Gary logró sacar a Alfred del cuarto de baño. Había una luz encendida en el dormitorio de matrimonio, y varios pañales sin usar desparramados por el suelo. Le pareció a Gary que su padre soñaba, despierto, un sueño quizá tan real como el suyo con Denise, y que despabilarse le estaba costando media hora, en lugar de un instante, como le había costado a él.

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