Las corrientes del espacio (11 page)

—No —dijo ella—. Le detuvieron. Lo mataron. ¡No podemos, Rik, no podemos!

Rik insistía, casi suplicaba.

—¡Pero es lo mejor que podemos hacer! No pueden esperar que hagamos esto. Y no iremos en la nave que él quería que tomásemos. Esa la vigilarán. Tomaremos otra nave. Cualquier otra nave.

Una nave. Cualquier nave. Las palabras resonaban en sus oídos. Le tenía sin cuidado que su idea fuese buena o no. Quería tomar una nave. Quería encontrarse en el espacio.

—¡Por favor, Lona!

—Muy bien —dijo ella—. Perfectamente. Si lo crees así... Sé dónde está el puerto del espacio. Cuando era chiquilla solíamos ir allá los días desocupados a ver desde lejos las naves lanzarse al espacio.

De nuevo se pusieron en camino y sólo un ligero malestar rascaba en vano las puertas de la conciencia de Rik.

Un vago recuerdo, no del remoto pasado, sino de un pasado muy próximo; algo que debería recordar y no podía.

Ahogó su pensamiento en la imagen de la nave que les estaba esperando.

El floriniano de guardia en la entrada tenía su buena ración de emociones aquella mañana, pero eran emociones a larga distancia. La tarde anterior habían corrido emocionantes versiones de patrulleros agredidos y osadas fugas. Esta mañana las versiones se habían extendido y se hablaba de patrulleros muertos.

No se atrevía a abandonar su puesto, pero alargaba el cuello viendo pasar los vehículos del aire y los siniestros patrulleros, y el contingente espacial iba reduciéndose y reduciéndose hasta que no quedaba casi nada de él.

La ciudad estaba llena de patrulleros, pensó; la idea le causó terror y a la vez una especie de embriaguez. ¿Por qué tenía que hacerle feliz pensar en patrulleros muertos? No le habían molestado nunca. Por lo menos, no mucho. Tenía un buen cargo. No era como si fuese un estúpido campesino. Pero se sentía feliz.

Apenas tuvo tiempo de fijarse en la pareja que tenía delante, sudando, incómodos dentro de los extravagantes trajes que los delataban como extranjeros. La mujer le tendía un pasaporte por la ranura. Una mirada a ella, una mirada al pasaporte, una mirada a la lista de plazas reservadas. Apretó el botón indicado y hacia ella brotaron dos cintas de película transparente.

—Pronto. Pónganselas en las muñecas y sigan —dijo.

—¿Qué nave es la nuestra? —preguntó la mujer con un cortés susurro.

Aquello le gustó. Los extranjeros no eran frecuentes en el espacio-puerto de Florina. Durante los últimos años habían ido siendo más y más raros. Pero cuando venían no eran ni patrulleros ni Nobles. No parecían darse cuenta de que él no era más que un floriniano y le hablaban cortésmente.

Le hizo sentirse dos pulgadas más alto.

—La encontrarán en la Sección 17, señora. Que tengan buen viaje a Wotex —dijo con aires de gran señor.

Volvió a su tarea de llamar disimuladamente a sus amigos de la Ciudad en busca de nuevas informaciones y tratar, todavía más disimuladamente, de captar alguna interferencia de conversaciones privadas de Ciudad Alta.

Transcurrieron horas antes de que se diese cuenta de que había cometido un espantoso error.

—¡Lona! —dijo Rik.

Le empujó el codo, señalando rápidamente y susurró:

—¡Ésta!

Valona miró perpleja la nave indicada. Era mucho más pequeña que la nave de la Sección 17 que marcaban sus billetes. Parecía más bruñida. Cuatro compuertas de aire estaban abiertas y del portalón principal salía una larga rampa que, como una lengua, se extendía hasta el nivel del suelo.

—La están aireando —dijo Rik—. Generalmente ventilan siempre las naves de pasajeros antes de emprender el vuelo, para librarla del olor del oxígeno comprimido una y otra vez.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Valona, mirándolo.

Rik sintió una ola de vanidad invadirlo.

—Lo sé; nada más. Ves, ahora no hay nadie dentro. Es incómodo con la corriente de aire en circulación. No sé cómo no hay más gente por aquí, de todos modos —añadió mirando a su alrededor, inquieto—. ¿Era así cuando venías a mirarlos?

A Valona le parecía que no, pero casi no lo recordaba. Los recuerdos infantiles estaban muy lejos...

No había un solo patrullero a la vista cuando subieron la rampa con las piernas vacilantes. La única gente que veían eran empleados civiles absorbidos en su trabajo y empequeñecidos por la distancia.

El aire corriente les azotó al entrar hasta el punto que Valona tuvo que sujetarse la falda para evitar que el aire hinchase su traje metiéndose por debajo de ella.

—¿Es siempre así? —preguntó—. No había entrado nunca en una nave del espacio; no lo había soñado siquiera.

Apretó los labios y su corazón aumentó los latidos.

—No, sólo durante la aireación —dijo Rik.

Avanzaba alegre por los corredores de metal examinando los compartimientos vacíos.

—Aquí —dijo. Era la despensa—. No tanto por la comida como por el agua —añadió—. Sin comida se puede pasar mucho tiempo.

Anduvo hurgando por los diferentes estantes y compartimientos hasta que encontró un gran receptáculo con tapa. Buscó con la vista un grifo con la esperanza de que no hubiesen olvidado llenar los tanques de agua y suspiró de satisfacción cuando ésta se vertió con el suave correr del líquido.

—Ahora tomemos algunas latas. No muchas. No deben darse cuenta.

Rik trataba desesperadamente de encontrar la manera de evitar que les descubriesen. De nuevo buscó algo que no podía recordar. De vez en cuando se encontraba todavía delante de uno de aquellos fallos de su memoria y, cobardemente, los evitaba, los negaba. Con cierta falta de confianza, dijo:

—No vendrán sino en caso de peligro. ¿Tienes miedo, Lona?

—No tendré miedo contigo, Rik —dijo ella humildemente.

Hacía dos días, no, hacía doce días, había sido muy diferente. Pero a bordo de la nave, por una especie de transmutación de personalidad, no hacía preguntas, era Rik quien era el adulto y ella la muchacha.

—No podremos usar luz porque notarían la toma de corriente —dijo—, y para utilizar los lavabos tendremos que esperar las horas de descanso y evitar pasar por delante de ningún miembro de la tripulación.

La corriente de aire se cortó súbitamente. Ya no sentían en sus rostros el frío contacto y el suave zumbido dejaba que el silencio ocupase su lugar.

—Van a embarcar pronto y nos encontraremos en el espacio —dijo Rik.

Valona no había visto jamás una tal expresión de júbilo en su rostro. Era el enamorado yendo al encuentro de su amada.

Si Rik se había sentido un hombre al despertar aquella madrugada, era un gigante ahora extendiendo sus brazos hasta los límites de la Galaxia. Las estrellas eran sus canicas y las nebulosas, telarañas que había que apartar.

¡Estaba en una nave! Los recuerdos acudían a él a chorros y otros se alejaban para dejar lugar a los nuevos, olvidaba los campos de kyrt y el molino, y Valona cantándole en la oscuridad. Eran sólo momentáneas grietas en un todo que volvían ahora a él con los destrozados extremos remendándose lentamente.

¡Era la nave! Si le hubiesen metido en una nave mucho tiempo antes no hubiera tenido que esperar tanto a que las células quemadas de su cerebro se regenerasen. Habló suavemente a Valona en la oscuridad.

—Ahora no te preocupes. Vas a oír una vibración y oirás un ruido, pero serán los motores. Sentirás un fuerte peso sobre ti, pero será la aceleración.

El lenguaje floriniano no tenía palabras para expresar este concepto y empleó otra palabra que acudió normalmente a su cerebro y que Valona no entendió.

—¿Duele?

—Será un poco desagradable —dijo Rik—, porque no llevamos dispositivo de antiaceleración para evitar la presión, pero no durará. Mantente apoyada contra la pared y cuando te sientas empujada contra ella, relájate. Ves, es el principio...

Había elegido la pared apropiada y a medida que aumentaba el zumbido de los impulsores hiperatómicos, la aparente gravedad disminuía y la pared que había sido vertical iba haciéndose más y más diagonal.

Valona lanzó un gemido y se sumió en un jadeante silencio. Sus gargantas se secaban mientras las paredes de sus pechos, sin la protección de las franjas ni de los absorbentes hidráulicos, trabajaban para liberar sus pulmones lo suficiente para una pequeña inspiración de aire. Rik consiguió articular las palabras suficientes para hacer saber a Valona que estaba allí y calmar el terrible miedo a lo desconocido que debía estar dominándola ahora. Era sólo una nave, sólo una maravillosa nave; pero era la primera vez que se encontraba en una de ellas.

—Cuando penetremos en el hiperespacio y cortemos la mayor parte de la distancia entre las estrellas de una sola vez, pegaremos un salto, desde luego, pero no debe preocuparte —dijo—. No te darás siquiera cuenta. No es nada comparado con esto. Una pequeña sacudida en tu interior y ya ha pasado. —Pronunció estas palabras sílaba tras sílaba, laboriosamente. Necesitó mucho tiempo.

Lentamente el peso de su pecho fue disminuyendo y la cadena que los sujetaba a la pared invisible se estiró y cayó. También ellos cayeron, jadeantes, al suelo. Finalmente, Valona dijo:

—¿Te has hecho daño, Rik?

—¿Yo, daño? —Consiguió reírse. No había reaccionado del todo todavía, pero le hacía reír la idea de que él pudiese hacerse daño en una nave del espacio—. He vivido en una nave años enteros, en otros tiempos. A veces estaba meses sin aterrizar en un planeta.

—¿Por qué? —preguntó ella. Se había arrastrado hasta él y le ponía una mano en la mejilla para cerciorarse de que estaba allí.

Rik pasó el brazo alrededor de su hombro y ella permaneció apoyada contra él, inmóvil, aceptando el cambio.

—¿Por qué? —repitió ella.

Rik no podía recordar el porqué. Lo había hecho; había odiado aterrizar en un planeta. Por alguna razón se había visto obligado a permanecer en el espacio, pero no podía recordar por qué. De nuevo evitó la brecha.

—Tenía una misión —dijo.

—Sí —dijo ella—. Analizabas la Nada.

—Exacto. —Estaba complacido. Es exactamente lo que hacía. ¿Sabes lo que quiere decir?

—No.

No esperaba que lo comprendiese, pero tenía que hablar. Tenía que deleitarse con su memoria, sentir la deliciosa embriaguez de poder evocar hechos pretéritos con un solo gesto de su dedo mental.

—¿Comprendes? —prosiguió—, todo el material del universo está formado por cien diferentes géneros de substancias. A estas substancias las llamamos elementos. El hierro y el cobre son elementos.

—Creí que eran metales.

—Y lo son, pero elementos también. Y el oxígeno y el nitrógeno, el carbón y el paladio. Los más importantes de todos, el hidrógeno y el helio. Son los más simples y los más comunes.

—No había oído hablar nunca de ellos —dijo Valona sinceramente.

—El noventa y cinco por ciento del Universo es hidrógeno y la mayor parte del resto es helio. Incluso el espacio.

—Una vez me dijeron que el espacio es el vacío —dijo Valona—. Dicen que quiere decir que no hay nada. ¿Es falso?

—No del todo. No hay casi nada. Pero, comprendes, yo era un analista del espacio, lo cual quiere decir que andaba a través del espacio recogiendo las sumamente ínfimas cantidades de elementos que encontraba y analizándolas. Es decir, que decidía qué cantidad era hidrógeno, qué cantidad helio y cuál otros elementos.

—¿Para qué?

—Bien..., es complicado. ¿Comprendes? La proporción de elementos no es la misma en todas partes del espacio. En algunos lugares hay más helio del normal; en otros más sodio que lo normal; y así sucesivamente.

Estas regiones de composición analítica especial soplan a través del espacio como corrientes de aire y es importante saber en qué forma están combinadas estas corrientes porque pueden explicar cómo fue creado el universo y cómo se desarrolló.

—¿Cómo lo explicarías?

Rik vaciló un momento.

—Nadie lo sabe exactamente.

Siguió hablando precipitadamente, embarazado por aquel inmenso cúmulo de conocimientos en el cual su mente iba introduciéndose, temiendo que pudiese llegar fácilmente a un final marcado con un cartel, «desconocido», al pie de la pregunta... Súbitamente se le ocurrió pensar que Valona, después de todo, no era más que una campesina de Florina.

—Entonces —prosiguió—, de nuevo buscamos la densidad, comprendes, el espesor de este gas del espacio en todas las regiones de la Galaxia. Es diferente en sitios diferentes y tenemos que saber exactamente cuál es, a fin de permitir a las naves calcular en qué forma desplazarse a través del hiperespacio. Es como... —Su voz se apagó.

Valona se puso rígida y esperó que continuase, pero sólo siguió el silencio. Su voz resonó ronca en la completa oscuridad.

—¡Rik! ¿Qué pasa, Rik?

Seguía el silencio. Sus manos lo agarraron por los hombros, sacudiéndole.

—¡Rik! ¡Rik!

Y fue la voz de Rik la que, en cierto modo, contestó. Una voz débil, asustada, toda su alegría y su confianza desvanecida.

—Lona. Hemos hecho algo mal.

—¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que hemos hecho mal?

El recuerdo de la escena durante la cual el patrullero había matado al panadero estaba en su mente, perfilada, dura y clara, como evocada por su exacto recuerdo de tantas otras cosas.

—No hubiésemos debido huir —dijo—. No deberíamos estar en esta nave.

Temblaba sin poderse dominar y Valona trataba en vano de secar la humedad de su frente con la mano.

—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Por qué?

—Porque hubiéramos debido saber que si el Panadero estaba dispuesto a sacarnos de su casa de día era porque no esperaba complicación alguna con los patrulleros. ¿Recuerdas al patrullero? ¿El que mató al Panadero?

—Sí.

—¿Recuerdas su rostro?

—No me atrevía a mirarlo.

—Yo sí; y aquí viene lo extraño, pero no pensé en ello. No pensé. Lona, no era un patrullero. Era el Edil, Lona.

8
La dama

Samia de Fife tenía exactamente cinco pies de altura y cada una de sus sesenta pulgadas estaban en un estado de temblorosa exasperación. Pesaba una libra y media por pulgada y en aquel momento las noventa libras representaban dieciséis onzas de sólido furor.

Andaba rápidamente de un extremo a otro de la habitación con su negro cabello peinado en espesa masa, su estatura realzada por los agudos tacones y su estrecha barbilla, con su pronunciada hendidura temblorosa.

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