Las corrientes del espacio (15 page)

—Fife —solía decir—. ¿Hay algo nuevo?

Toda su masa grasienta se estremecía por la risa que salía difícilmente de su garganta, Fife se tomaba la cosa con calma. ¿Qué podía hacer? Una y otra vez pesaba los hechos. Era inútil. Faltaba algo. Faltaba algún factor vital.

Y entonces todo estalló a la vez y no hubo contestación. Sabía que no había contestación y fue lo que él no había esperado. Convocó una nueva reunión y el cronómetro marcaba las dos veintinueve.

Empezaban a aparecer. El primero Bort, después Steen, con el rostro lavado y limpio de pintura, ofreciendo un pálido y malsano aspecto. Balle, indiferente y cansado, las mejillas hundidas, el brazo en su mullido sillón, un vaso de leche caliente a su lado. El último Rune, con dos minutos de retraso, los labios húmedos y siempre en la oscuridad. Esta vez la luz era tan tenue que no parecía más que una vaga sombra sentada en un cubo de sombras que las luces de Fife no hubieran podido iluminar aunque hubiesen tenido la fuerza del sol de Sark.

—¡Señores! —comenzó Fife—. El año pasado especulé sobre un lejano y complicado peligro. Al hacerlo, caí en una trampa. El peligro existe, pero no es distante, es cercano, muy cercano. Uno de vosotros sabe lo que quiero decir. Los otros lo sabrán en breve.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bort secamente.

—¡Alta traición! —exclamó Fife.

10
El fugitivo

Myrlyn Terens era un hombre de acción. Se decía esto a sí mismo como excusa, porque mientras abandonaba el puerto espacial se sentía paralizado.

Tenía que mantener su paso cuidadosamente. No demasiado despacio porque podría parecer que ganduleaba.

No demasiado deprisa porque podría parecer que corría. Pausadamente, como andaría un patrullero, un patrullero que estuviese de servicio y fuese a tomar su coche terrestre.

¡Si tan sólo pudiese tomar uno! Pero conducir no entraba dentro de la instrucción de un floriniano, ni siquiera de un Edil floriniano, de manera que trató de no pensar en ello y siguió andando despacio y en silencio.

Y se sentía casi demasiado débil para caminar. Podía no ser un hombre de acción, pero durante un día, una noche y parte de otro día había obrado activamente. Había agotado toda su reserva de energía.

Y sin embargo no se atrevía a detenerse. Si hubiese sido de noche hubiera encontrado algunas horas para pensar antes de decidir el nuevo paso a dar. Pero no disponía más que de sus piernas.

Si pudiese pensar. Ahí estaba todo. Si pudiese pensar...

Si pudiese suprimir todo movimiento, toda acción... Si pudiese dar orden al universo de que se detuviese por unos instantes, mientras él profundizaba la situación... Debía haber alguna manera.

Penetró en las acogedoras sombras de Ciudad Baja. Seguía caminando como se lo había visto hacer a los patrulleros. Las calles estaban desiertas. Los indígenas se habían refugiado en sus cabañas. Tanto mejor.

El Edil eligió su casa cuidadosamente. Era mejor elegir una de las buenas, con plástico de colores en las paredes y cristal polarizado en las ventanas. Siguió un corto sendero hasta la casa. Estaba un poco hundida en la calle, otro signo de calidad. Sabía que no tendría necesidad de golpear en la puerta ni de romperla. Mientras subía la rampa se había producido un visible movimiento en una de las ventanas. (Generaciones de necesidad habían capacitado a un floriniano para saber cuándo se aproximaba un patrullero). La puerta se abriría, y la puerta se abrió.

La abrió una muchacha joven con un círculo blanco alrededor de los ojos. Iba vestida con un traje cuyos adornos demostraban el esfuerzo de sus padres por elevar su categoría por encima del ordinario «vulgo floriniano». Se apartó un poco para dejarle pasar, jadeando ligeramente.

El Edil le hizo signo de que cerrase la puerta.

—¿Está en casa tu padre, muchacha?

—¡Pa...! —gritó la chiquilla. Y, jadeante, añadió—: Sí, señor.

«Pa» aparecía humildemente desde otra habitación. Andaba despacio. No era nada nuevo para él que en la puerta hubiese un patrullero; pero consideraba más seguro que la chiquilla le abriese la puerta. Era menos fácil que fuese derribada inmediatamente que si abría él, si por casualidad el patrullero estaba encolerizado.

—¿Tu nombre? —preguntó el Edil.

—Jacof, para servirle, señor.

El uniforme del Edil llevaba un pequeño carnet de notas en el bolsillo. Lo abrió, lo estudió brevemente, hizo una rápida marca y dijo:

—Jacof... sí. Quiero ver a todos los miembros de la familia. ¡Pronto!

Si hubiese sido capaz de sentir otra cosa que una opresión casi sin esperanzas, Terens casi se hubiese divertido. No era inmune a los seductores placeres de la autoridad.

Aparecieron todos. Una mujer delgada, inquieta, con un chiquillo de unos dos años en los brazos. La chiquilla que le había abierto la puerta y un hermano más pequeño.

—¿Eso es todo?

—Todo, señor —dijo humildemente.

—¿Puedo ocuparme del pequeño? —preguntó la mujer con ansia—. Es la hora de la siesta. Iba a meterlo en la cama —levantaba al chiquillo en alto como si la imagen de la inocencia pudiese ablandar el corazón de un patrullero.

El Edil no la miró. Un patrullero, pensó, no la hubiese mirado y él era un patrullero.

—Acuéstelo y dele un terrón de azúcar para que se calle; ¡Ahora tú, Jacof!

—Sí, señor.

—¿Eres persona responsable, verdad, muchacho? —un indígena de la edad que fuese era siempre un «muchacho».

—Sí, señor. —Los ojos de Jacof brillaron y sus hombros se enderezaron ligeramente—. Soy empleado de un centro alimenticio. Sé matemáticas superiores, divisiones y logaritmos.

Sí, pensó el Edil, te han enseñado cómo usar una tabla de logaritmos y a pronunciar esa palabra.

Conocía el tipo. Aquel hombre estaba más orgulloso de sus logaritmos que un Noble de su yate. El cristal polarizado de sus ventanas era la consecuencia de los logaritmos y los ladrillos de colores delataban las matemáticas superiores. Su desprecio por el indígena ineducado sería igual al del Noble medio por todos los indígenas y su odio más intenso por tener que vivir entre ellos y porque le considerasen como uno de ellos sus superiores.

—¿Crees en la ley, verdad, muchacho, y en los buenos Nobles? —prosiguió el Edil manteniendo su impresionante ficción con la consulta de la libreta.

—Mi marido es un buen hombre —saltó la mujer con animación—. No ha tenido nunca disgustos. No se mete en líos. Ni yo tampoco. Tampoco los chiquillos. Siempre...

—Sí, sí... —dijo Terens haciéndola callar con un gesto—. Bien, mira, muchacho. Te vas a sentar aquí y hacer lo que te diré. Necesito la lista de todos los que viven en este bloque de casas. Nombres, direcciones, lo que hacen y qué clase de muchachos son. Especialmente esto último. Si hay algunos de estos perturbadores, quiero saberlo. Vamos a hacer limpieza. ¿Entendido?

—Sí, señor. Sí, señor. En primer lugar está Husting. Vive allí, al final del bloque. Es...

—No, no, así no. Dale un trozo de papel, tú. Ahora siéntate y escríbelo todo. Escribe despacio, porque no puedo leer vuestras patas de gallo.

—Tengo la mano acostumbrada a escribir, señor.

—Veamos, pues.

Jacof se puso manos a la obra escribiendo lentamente. Su mujer le observaba por encima del hombro. Terens se dirigió hacia la chiquilla que le había abierto la puerta.

—Ponte en la ventana y dime si ves más patrulleros por aquí. Puedo querer hablar con ellos. Pero no les llames. Dímelo nada más.

Y entonces, por fin, pudo descansar. Había conseguido hacerse un momentáneo refugio en medio del peligro.

Salvo el ruido del chiquillo, chupando en un rincón, el silencio era absoluto. Le advertirían de la posible aproximación del enemigo y podría intentar una escapatoria.

Ahora podía pensar.

En primar lugar, su papel como patrullero casi había terminado. Probablemente, todas las salidas de la ciudad estaban bloqueadas y sabían que no podía utilizar medios de transporte más complicados que un scooter diamagnético. Los patrulleros de investigación no tardarían en comprender que sólo con un fraccionamiento sistemático de la ciudad, bloque por bloque, casa por casa, podían apoderarse de su hombre.

Una vez lo hubiesen decidido es evidente que empezarían por las afueras de la ciudad, avanzando hacia el interior. En este caso, aquella casa sería de las primeras en ser registrada, de manera que el margen de que disponía era relativamente limitado.

Hasta entonces, pese a su llamativo uniforme negro y plata, éste había sido efectivo. Los indígenas no habían dudado de él. No se habían detenido al ver la palidez de su rostro floriniano. Ver un uniforme había bastado.

Pero la verdad no tardaría en aparecer ante los sabuesos. En el acto radiarían instrucciones a los indígenas de que desconfiasen de todo patrullero que no pudiese exhibir su documentación en regla, especialmente si tenía un rostro pálido y el cabello de arena. Se darían órdenes a todos los patrulleros auténticos. Se ofrecerían recompensas. Quizá no hubiese más de un indígena por ciento capaz de poner en duda la legitimidad de un uniforme, pero este uno bastaba.

De manera que tenía que dejar de ser un patrullero.

Este era un punto. Ahora otro: A partir de ahora no estaría seguro en ninguna parte de Florina. Matar a un patrullero era el más negro de los crímenes y dentro de cincuenta años, si fuese capaz de eludir la captura durante tanto tiempo; la persecución seguiría con el mismo calor. De manera que tenía que marcharse de Florina.

¿Cómo? Bien, se daba un día más de vida. Era un cálculo generoso. Esto suponía atribuir a los patrulleros un máximo de estupidez y a él un máximo de suerte. En cierto sentido, era una verdadera ventaja. Sólo veinticuatro horas de vida no eran algo muy arriesgados. Significaba que podía correr riesgos que ningún hombre en su sano juicio se atrevería a correr.

Se levantó. Jacof levantó la vista de su papel.

—No he terminado todavía —dijo—. Escribo con mucho cuidado.

—Déjame ver lo que has escrito. Miró el papel que le había tendido.

—Ya basta. Si vienen otros patrulleros no pierdas el tiempo diciéndoles que has hecho ya una lista. Haz lo que te digan. ¿Viene alguno, ahora?

—No, señor —dijo la chiquilla desde la ventana—. ¿Salgo a la calle a mirar?

—No es necesario. Veamos. ¿Dónde está el más próximo ascensor?

—A un cuarto de milla hacia la izquierda. Saliendo de la casa...

—Bien, bien. Voy a salir.

Un grupo de patrulleros desembocó en la calle en el momento en que el ascensor se detenía en el suelo delante del Edil. Su corazón latió con fuerza. La busca sistemática había empezado y estaban ya sobre sus talones.

Un minuto más tarde, latiéndole todavía con fuerza el corazón, el ascensor se detenía al nivel del suelo de Ciudad Alta. Allí no había abrigo. Ni pilares, ni techo cementoide encima de él. Tenía la impresión de ser un punto negro que se moviese entre el resplandor de los suntuosos edificios. Le parecía que era visible desde dos millas en todas las direcciones, y desde cinco desde el cielo. Era como si grandes flechas le señalasen.

No había patrulleros a la vista. Los Nobles que pasaban le miraban con indiferencia. Si un patrullero era motivo de terror para un floriniano, no era absolutamente nada para un Noble. Si algo podía salvarle era aquello.

Tenía una vaga idea de la geografía de Ciudad Alta. Por alguna parte de aquella sección estaba Ciudad Jardín.

El paso más lógico era preguntar direcciones, el segundo entrar en el primer edificio de moderada altura y asomarse desde una de las diversas terrazas. La primera era irrealizable; un patrullero no pregunta direcciones.

Lo segundo, demasiado arriesgado. En el interior de un edificio un patrullero sería mucho más conspicuo.

Demasiado...

Echó sencillamente a andar siguiendo la dirección que la memoria le dictaba por los mapas que había visto. Era indudablemente Ciudad Jardín la que encontró cinco minutos más tarde.

Ciudad Jardín era una extensión verde y cultivada de unos cien acres de extensión. En Sark, la Ciudad Jardín tenía una exagerada reputación de que se la destinaba a diversos usos, desde la bucólica paz a las orgías nocturnas. En Florina, los que habían oído hablar vagamente de esta la imaginaban de diez a cien veces su real extensión y de cien a mil veces su auténtica lujuria.

La realidad era bastante agradable. Con el templado clima de Florina, el jardín estaba todo el año verde; tenía zonas de césped, arbolado y grutas rocosas. En el centro había un gran estanque con peces decorativos en el que los chiquillos podían jugar. Por las noches era artísticamente iluminado con luces de colores hasta que empezaba la suave lluvia. Entre el crepúsculo y la lluvia el parque alcanzaba su máximo de animación. Había baile, espectáculos tridimensionales y parejas que se perdían por los senderos.

Terens no había entrado nunca en él. Al entrar lo encontró de una artificialidad repelente. Sabía que las rocas que pisaba, el agua y los árboles que veía a su alrededor, todo reposaba sobre un suelo de cementoide y eso le contrariaba. Pensaba en los campos de kyrt, vastos y llanos y las cordilleras montañosas del sur. Despreciaba toda aquella artificialidad construida en medio de un paisaje de magnificencia.

Durante media hora Terens anduvo errante al azar por los paseos. Lo que tenía que hacer, tenía que hacerlo en Ciudad Jardín. Incluso aquí podía ser imposible. En otro lugar, era imposible de verdad.

Nadie le vio. Nadie advirtió su presencia. De eso estaba seguro. Preguntaba a los muchachos nobles que pasaron por su lado: «¿Habéis visto a un patrullero en el parque ayer?» Lo mismo hubiera podido preguntar si habían visto una oruga cruzar el camino.

El parque estaba demasiado tranquilo. Empezó a notar que su pánico aumentaba. Bajó un camino y finas escaleras hasta llegar a una hondonada circular formada por una serie de curvas destinadas a albergar a las parejas sorprendidas por la lluvia de la noche. (Eran más las sorprendidas por otras causas que la casualidad). Y entonces vio lo que estaba buscando. ¡Un hombre! ¡Un Noble, mejor dicho! Un Noble andando arriba y abajo, fumando la colilla de un cigarro con fuertes chupadas y tirándolo finalmente al suelo, donde se apagó. Miró su reloj.

No había nadie más en la hondonada. Era un sitio hecho para la tarde y la noche. Aquel hombre esperaba a alguien. Eso era obvio. Terens miró hacia atrás. Nadie le seguía. Podía quizás encontrar otra oportunidad, desde luego, pero no podía dejar escapar aquélla. Se dirigió hacia el Noble. Este no le vio, no obstante, hasta que Terens le dijo:

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