Las corrientes del espacio (12 page)

—¡No, no, no lo hará! —decía—. ¡No puede hacerme esto a mí! ¡El capitán no puede hacerme esto!

Su voz era aguda y arrastraba el peso de la autoridad. El capitán Racety se inclinó ante la tormenta.

Para cualquier floriniano el capitán Racety hubiese sido un «Noble», sencillamente, nada más. Para todos los florinianos cualquier sarkita era un Noble. Pero entre los sarkitas había Nobles y Nobles. El capitán era un simple Noble. Samia de Fife eran una verdadera Noble; o el equivalente femenino de tal, lo cual equivalía a lo mismo.

—¿Milady...? —preguntó.

—No tengo por qué recibir órdenes —dijo ella—. Tengo edad suficiente. Soy dueña de mí misma y decido quedarme aquí.

—Le ruego que comprenda, milady —dijo el capitán con cautela—, que no se trata en absoluto de órdenes mías. No me pidieron mi opinión. He recibido escuetamente órdenes de lo que tengo que hacer.

Jugueteaba con la orden que tenía en la mano, embarazado. Había tratado ya de mostrarle la prueba de su deber dos veces y ella se había negado a tenerla en cuenta como si al no quererla ver pudiese seguir negando, con la conciencia tranquila, cuál era su deber.

—No me interesan en absoluto cuáles sean sus órdenes —dijo ella una vez más, exactamente como antes.

Dio media vuelta con un fuerte taconeo y se alejó rápidamente de él. El capitán la siguió, diciéndole suavemente:

—Las órdenes incluyeron instrucciones ordenándome que, en el caso en que no se prestase usted a seguirme voluntariamente, tendría que llevarla, si me permite expresarme así, a la fuerza, a la nave.

—¡Jamás osará usted hacer cosa semejante! —gritó ella.

—Cuando considero quién es el que me ha dado estas órdenes osaría hacer cualquier cosa —respondió el capitán.

Samia probó los halagos y la zalamería.

—Capitán, diga la verdad, no hay un verdadero peligro. Todo esto es ridículo, completamente loco. La Ciudad está en calma. ¡Lo único que ha ocurrido fue que un patrullero fue agredido ayer tarde en la biblioteca! ¡Eso es todo!

—Esta madrugada ha sido agredido otro patrullero, también por un floriniano.

Esto le hizo dar media vuelta, pero su piel olivácea y sus ojos negros centellearon.

—¿Y yo qué tengo que ver con eso? ¡No soy ningún patrullero!

—Milady, la nave está a punto. No tardará en zarpar. Tiene usted que estar a bordo.

—¿Y mi trabajo? ¿Y mis investigaciones? ¿No se da cuenta?.. ¡No, no se da cuenta!

El capitán no decía nada. Samia se había alejado de él. Su reluciente traje de kyrt cobrizo con los adornos de plata, ponía de relieve la extraordinaria y suave calidad de sus brazos y sus hombros. El capitán Racety la miró con algo más que la ritual cortesía y humilde objetividad de un mero sarkita ante una real dama. Se preguntaba por qué aquel apetecible y delicioso bocado tenía que consagrar su tiempo a seguir las investigaciones de los doctos universitarios.

Samia sabía muy bien que su docto apasionamiento por la ciencia la hacía objeto de irrisión para aquellos que estaban acostumbrados a considerar a las aristocráticas damas de Sark consagradas exclusivamente al brillo de la política social y, eventualmente, actuando como incubadoras de por lo menos, pero no más, dos futuros nobles de Sark. No le importaba. La gente se acercaba a ella y le preguntaba:

—¿Es verdad que escribes un libro, Samia? —y pedían verlo y se reían.

Esto, las mujeres. Los hombres eran todavía peores, con su amable condescendencia y su íntima convicción de que les bastaría una mirada profunda o un brazo pasado alrededor de su cintura para curarla de su absurda manía y hacer que su atención se dirigiera hacia cosas de verdadera importancia.

La cosa había cambiado, al menos por lo que podía recordar, porque siempre había sido una entusiasta del kyrt.

¡El kyrt! ¡El emperador, el dios de los tejidos! No había metáfora capaz de describirlo.

Químicamente, era algo más que una variedad de celulosa. Los químicos lo juraban, y sin embargo, con todos sus instrumentos y teorías no habían conseguido explicar nunca por qué en Florina, y sólo en Florina de toda la Galaxia, la celulosa se convertía en kyrt. Era una cuestión de estado físico, decían. Pero preguntadles de qué forma exacta el estado físico cambiaba la composición de la celulosa ordinaria y se quedaban mudos.

Había intentado salir originalmente de su ignorancia por su nurse.

—¿Por qué brilla, Nanny?

—Porque es kyrt, Miakins.

—¿Y por qué no brillan así las demás cosas?

—Porque no son kyrt, Miakins.

Y eso era todo. Hacía sólo tres años se había escrito una monografía en dos volúmenes. Samia la leyó cuidadosamente y se quedó como con las explicaciones de Nanny. Kyrt era kyrt porque era kyrt. Las demás cosas que no eran kyrt, no eran kyrt porque no eran kyrt.

Desde luego el kyrt no brillaba por sí mismo, sino que, debidamente tejido, brillaba metálicamente al sol con todos los colores a la vez. Otra forma de tratamiento podía darle un brillo de diamante a la trama. Con un pequeño esfuerzo podía hacérsele resistente a una temperatura de 600 grados centígrados; y casi inmune a la mayoría de las substancias químicas. Sus fibras podían hilarse más delgadas que todos los demás materiales sintéticos, y estas mismas fibras tenían una resistencia a la tensión que ninguna aleación de acero conocida podía doblar.

Tenía más usos, más versatilidad que cualquier otra sustancia conocida. Si no fuese tan caro hubiese podido utilizarse para sustituir al cristal, al metal o al plástico en cualquiera de sus infinitas aplicaciones industriales. Era el único material usado para los puntos de mira de los equipos ópticos, en los moldes de fundición de hidrocronos usados en los motores hiperatómicos, y como material ligero y de larga duración cuando el metal era demasiado quebradizo o demasiado pesado.

Pero todo esto era, como se ha dicho, un uso a pequeña escala, porque el empleo en gran cantidad era prohibitivo. Actualmente la producción de kyrt de Florina se empleaba en la manufactura de telas usadas para las vestiduras más fabulosas de la historia de la Galaxia. Florina vestía a la aristocracia de millones de mundos, y la producción de kyrt de un solo mundo, de Florina, tenía por lo tanto que ser distribuida con parquedad. Veinte mujeres de un solo mundo podían usar vestiduras de kyrt, dos mil podían llegar a una chaqueta de vestir del mismo material, o quizás un par de guantes. Veinte millones más esperaban a distancia anhelando poseerlo.

El millón de mundos de la Galaxia usaba una expresión corriente para designar a los snobs. Era el único idiotismo de lenguaje que se entendía con exactitud en todas partes. Decía: «¡Cualquiera diría que se suena con kyrt!» Cuando Samia fue mayor le preguntó a su padre:

—¿Qué es el kyrt, papá?

—Es tu pan y tu mantequilla, Mia.

—¿El mío?

—No sólo el tuyo, Mia. El pan y la mantequilla de todo Sark.

¡Desde luego! Comprendió la razón fácilmente. Ni un solo mundo de la Galaxia había intentado cultivar kyrt en su propio suelo. Al principio, Sark había aplicado la pena de muerte a todo el que, indígena o no, fuese descubierto sacando kyrt fuera del planeta. Eso no había evitado las salidas clandestinas, y con el transcurso de los siglos la verdad brilló en Sark y la pena fue abolida. Se dispensaba buena acogida a los hombres que viniesen de cualquier parte a cambiar semilla de kyrt al precio (peso por peso, desde luego) de tela de kyrt tejida.

Esto era posible porque resultó que el kyrt cultivado en cualquier parte de la Galaxia, menos en Florina, era simple celulosa. Blanco, blando, débil e inútil. No era siquiera un buen algodón.

¿Había algo en el suelo? ¿Algo en las características de la irradiación del sol de Florina? ¿Algo en la composición bacteriológica de la vida de Florina? Se había probado todo. Se habían tomado muestras del suelo de Florina. Se construyeron arcos eléctricos duplicando el espectro conocido del sol de Florina. Suelos forasteros se habían contaminado con bacterias de Florina. Y siempre el kyrt crecía blanco, débil, blando e inútil.

Había sobre el kyrt mucho más que decir de lo que se había dicho. Había mucho más material que el contenido en las memorias técnicas, en las revistas de investigación o incluso en libros de viajes. Durante cinco años Samia había estado soñando escribir un libro sobre la verdadera historia del kyrt, de la tierra que lo producía y del pueblo que lo cultivaba.

Era un sueño rodeado de burlas e ironías, pero ella se aferraba a él. Insistía en ir a Florina. Pasaría una temporada en los campos y algunos meses en los molinos. Iría a...

Pero ¿qué importaba lo que quisiere hacer? Recibía Órdenes de marcharse...

Con el súbito impulso que caracterizaba todos sus actos tomó su decisión. Sería capaz de luchar desde Sark.

Se prometió a sí misma estar de regreso en Florina dentro de una semana. Volviéndose al capitán le dijo fríamente:

—¿Cuándo salimos?

Samia permaneció detrás de la portilla de observación mientras Florina fue visible. Era un mundo verde, primaveral, con un clima mucho más agradable que Sark. Había proyectado estudiar a los indígenas. No le gustaban los florinianos de Sark, hombres insípidos que no se atrevían a mirarla cuando pasaba y se alejaban de ella de acuerdo con la ley. En su propio mundo, sin embargo, los indígenas, según era universalmente conocido, eran felices e indolentes. Irresponsables como chiquillos, desde luego, pero tenían su encanto.

El capitán Racety interrumpió sus sueños.

—Milady —le dijo—, ¿quiere retirarse a su habitación? Samia levantó la vista, con una profunda arruga entre las cejas.

—¿Qué nuevas órdenes ha recibido usted, capitán Racety? ¿Soy acaso una prisionera?

—En modo alguno. Es una simple precaución. El espacio-puerto estaba inusitadamente vacío antes de esta situación. Parece que ha tenido lugar un nuevo asesinato, también por parte de un floriniano, y el contingente de patrullas del puerto se ha unido a los demás en la caza al hombre por la Ciudad.

—¿Y cuál es la relación de todo esto conmigo?

—Es sólo que en estas circunstancias, ante las cuales hubiera debido reaccionar colocando un centinela de vista (no quiero disminuir mi propia falta), personas no autorizadas podrían haber fletado la nave.

—¿Por qué razón?

—No puedo decirlo, pero difícilmente para causarnos placer.

—Está usted imaginando novelas, capitán.

—Temo que no, milady. Nuestros energiómetros eran, desde luego, inútiles dentro de la distancia planetaria del sol de Florina, pero ahora no es éste el caso y temo que haya un definitivo exceso de radiación de calor en los Departamentos de Urgencia.

—¿Habla usted en serio?

El rostro delgado e inexpresivo del capitán la miró fríamente durante un momento.

—La radiación es equivalente a la que producirían dos personas ordinarias.

—O un generador de calor que alguien ha olvidado cerrar.

—No hay pérdida alguna en nuestra producción de energía, milady. Estamos dispuestos a hacer una investigación, milady, y sólo le rogamos que antes se retire a su habitación.

Samia asintió silenciosamente y salió. Dos minutos más tarde la pausada voz del capitán decía por los tubos de intercomunicación:

—Avería en los Departamentos de Urgencia.

Myrlyn Terens, si hubiese cedido tan sólo un poco a la tensión de sus nervios, hubiera podido sufrir un ataque de histeria. Había tardado un instante de más en regresar a la panadería. Los otros se habían marchado ya y sólo por suerte los encontró en la calle. Su acción les había sido dictada; no había sido algo de su elección; y ahora el Panadero yacía allí muerto, horrible, ante sus ojos.

Después, con la muchedumbre arremolinándose, Rik y Valona desvaneciéndose entre los transeúntes y los patrulleros, los verdaderos patrulleros haciendo su aparición de buitre... ¿qué podría hacer?

Su primer impulso de correr detrás de Rik pronto desapareció. No, serviría de nada. No conseguiría encontrarlos y había muchas probabilidades de que los patrulleros no fallasen al dispararle a él. Tomó otra dirección, hacia la panadería.

Su única probabilidad residía en la organización misma de los patrulleros. Había habido generaciones de vida tranquila. Por lo menos no había habido rebeliones en Florina dignas de tal nombre durante dos siglos. La institución de los Ediles (hizo una mueca feroz al pensar en ello) había hecho maravillas y desde entonces los patrulleros no tenían más que una vaga misión policíaca. Carecían de aquel espíritu de cuerpo que se hubiese desarrollado en ellos en condiciones más violentas.

Le fue posible entrar en una estación de patrulla al alba, pese a que su identidad hubiese sido ya recibida, si bien debió ser poco atendida. El solitario patrullero de guardia era una mezcla de indiferencia y torpeza que le pidió que expusiese su asunto, y su asunto comprendía una porra de plástico que había recogido en una cabaña de los suburbios.

Una vez la porra hubo caído sobre el cráneo del patrullero, hubo un cambio de armas y vestidos. La lista de sus crímenes era ya tan formidable que no se tomó la molestia de comprobar si el patrullero estaba muerto.

Sin embargo, se encontraba todavía libre y la herrumbrosa maquinaria de la justicia patrullera había, hasta entonces, chirriado contra él en vano.

Llegó a la panadería. El viejo ayudante, de pie delante de la puerta, trataba en vano de averiguar el motivo de toda aquella alteración y lanzó un gemido ante la aparición de un patrullero negro y plata y desapareció en el interior de la tienda.

El Edil entró tras él, agarrando el harinoso cuello del ayudante con su robusto puño y retorciéndolo.

—¿Adónde iba el Panadero?

Los labios del pobre hombre se abrieron pero no salió de ellos ningún sonido.

—Acabo de matar a un hombre hace dos minutos —dijo el Edil—. No me importa matar otro.

—¡Por favor! ¡Por favor! ¡No lo sé, Edil!

—Pues vas a morir por no saberlo.

—¡Pero si no me lo dijo! Habló de no sé qué reservas...

—Has oído algo, ¿verdad? ¿Qué más has oído?

—Mencionó Wotex una vez. Me parece que las reservas eran para una nave del espacio.

Terens le empujó con fuerza. Tendría que esperar. Tenía que esperar a que se calmase lo peor de la excitación exterior. Tendría que enfrentarse con la llegada de auténticos patrulleros a la panadería. Pero no por mucho tiempo. Podía imaginar lo que harían sus compañeros. Con Rik no se podía contar, desde luego, pero Valona era una muchacha inteligente. Por su forma de huir debieron tomarlo por un verdadero patrullero y con toda seguridad Valona debió decidir que su única seguridad estribaba en continuar con el plan de la fuga que el Panadero había preparado.

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