Las cosas que no nos dijimos (27 page)

—Sí, claro —reconoció el empleado, que no sabía dónde quería llegar su visitante.

—Tomas Meyer es mi yerno —mintió Anthony con un aplomo inquebrantable—. Ahora vive en Estados Unidos, y me honra anunciarle que pronto seré abuelo. No dudará usted de lo importante que es que algún día pueda hablarles a sus hijos de su pasado. ¿Quién no desearía poder hacerlo? ¿Tiene usted hijos, señor...?

—¡Hans Dietrich! —respondió el empleado—. Tengo dos hijas preciosas, Emma y Anna, de cinco y siete años.

—¡Qué maravilla! —exclamó Anthony uniendo las manos—. Qué contento debe de estar usted.

—¡Me tienen loco perdido!

—Pobre Tomas, los trágicos acontecimientos que marcaron su adolescencia son todavía demasiado dolorosos para él como para poder hacer él mismo esta gestión. He venido desde muy lejos, en su nombre, para darle la oportunidad de reconciliarse con su pasado y, quién sabe, quizá algún día tenga ánimo de acompañar a su hija hasta aquí; pues, entre usted y yo, sé que es una nieta lo que voy a tener. Acompañarla, como le iba diciendo, a la tierra de sus antepasados para que pueda recuperar sus raíces. Querido Hans —prosiguió solemnemente Anthony—, es como futuro abuelo como hablo ahora al padre de dos preciosas niñas: ayúdeme, ayude a la hija de su compatriota Tomas Meyer; sea usted aquel que, mediante un gesto generoso, le dará la felicidad que todos soñamos para ella.

Profundamente emocionado, Hans Dietrich no sabía qué pensar. Los ojos empañados de su visitante fueron ya la puntilla. Le ofreció un pañuelo.

—¿Ha dicho Tomas Meyer?

—¡Eso es! —contestó Anthony.

—Acomódese en una mesa de la sala, voy a ver si tenemos algo sobre él.

Un cuarto de hora más tarde, Hans Dietrich dejó un archivador de hierro sobre la mesa en la que aguardaba Anthony Walsh.

—Me parece que he encontrado el expediente de su yerno —anunció, radiante—. Tenemos la suerte de que no formara parte de los que fueron destruidos, todavía falta mucho para concluir la reconstitución de los ficheros destruidos, estamos aún a la espera de los créditos necesarios.

Anthony le dio las gracias efusivamente, haciéndole comprender con una mirada de fingida incomodidad que ahora necesitaba un poco de intimidad para estudiar el pasado de su yerno. Hans se marchó en seguida, y Anthony se enfrascó en la lectura de un voluminoso expediente iniciado en 1980 sobre un joven estrechamente vigilado durante nueve años. Decenas de páginas reseñaban hechos y gestos, amistades y conocidos, aptitudes, preferencias literarias, informes detallados de lo que Tomas había dicho tanto en privado como en público, opiniones y apego a los valores del Estado. Ambiciones, esperanzas, primeros amores, primeras experiencias y primeras decepciones, nada de lo que iba a moldear la personalidad de Tomas parecía haberse pasado por alto. Como no dominaba la lengua, Anthony se decidió a recurrir a Hans Dietrich para que lo ayudara a comprender la ficha de síntesis que se encontraba al final del expediente, puesta al día por última vez el 9 de octubre de 1989.

Tomas Meyer, huérfano de padre y madre, era un estudiante sospechoso. Su mejor amigo y vecino, al que frecuentaba desde muy pequeño, había logrado evadirse a Occidente. El llamado Jürgen Knapp había cruzado el Muro, probablemente escondido bajo el asiento trasero de un coche, y no había regresado jamás a la RDA. No se había encontrado ninguna prueba que demostrara la complicidad de Tomas Meyer, y el candor con el que hablaba al informador de los servicios de seguridad acerca de los proyectos de su amigo indicaba su probable inocencia. El agente que había engrosado el expediente había descubierto de este modo los preparativos de huida, pero por desgracia demasiado tarde como para permitir la detención de Jürgen Knapp. No obstante, los estrechos lazos que Tomas mantenía con aquel que había traicionado a su país, y el hecho de que no hubiera denunciado antes la evasión de su amigo no permitían considerarlo como un elemento prometedor de la República Democrática. Dados los hechos establecidos en su expediente, no se recomendaba perseguirlo, pero desde luego no podría desempeñar nunca ninguna función importante al servicio del Estado. El informe recomendaba por último mantenerlo bajo vigilancia activa para asegurarse de que en el futuro no mantuviera ninguna relación con su antiguo amigo ni con ninguna otra persona residente en Occidente. Se recomendaba también un período probatorio, que habría de durar hasta que cumpliera treinta años, antes de revisar o clausurar su expediente.

Hans Dietrich terminó su lectura. Estupefacto, leyó dos veces el nombre del informador que había servido de fuente para el expediente para asegurarse de que no se equivocaba, sin acertar a disimular su turbación.

—¡Quién podría haber imaginado algo así! —dijo Anthony sin apartar los ojos del nombre que figuraba al final de la ficha—. ¡Qué tristeza!

Hans Dietrich compartía su consternación.

Anthony le agradeció su valiosa ayuda. Atraído por un detalle, el empleado de los archivos vaciló un momento antes de revelar lo que acababa de descubrir.

—Creo necesario, en el marco de la gestión que está llevando a cabo, confiarle que su yerno seguramente también haya hecho ese triste descubrimiento. Una anotación en su expediente da fe de que lo ha consultado él mismo.

Anthony le reiteró a Dietrich su gratitud; contribuiría a su humilde manera a la financiación de la reconstrucción de los archivos, pues era más consciente hoy que ayer de cuan importante resultaba la comprensión del pasado para que los hombres pudieran entender su porvenir.

Al salir del edificio, Anthony sintió la necesidad de que le diera un poco el aire para recuperarse del todo. Fue a sentarse un momento en un banco de un jardincito junto a un aparcamiento.

Pensando de nuevo en la confidencia de Dietrich, levantó los ojos al cielo y exclamó:

—¡Pero cómo no se me había ocurrido antes!

Se levantó y se dirigió hacia el coche. Nada más instalarse, cogió su móvil y marcó un número de San Francisco.

—¿Te despierto?

—¡Claro que no, son las tres de la madrugada!

—Lo siento, pero creo disponer de una información importante.

George Pilguez encendió la luz de su mesilla de noche, abrió el cajón y buscó un bolígrafo.

—¡Te escucho! —dijo.

—Tengo ahora todos los motivos para pensar que nuestro hombre puede haber querido librarse de su apellido, no tener que utilizarlo nunca más o, al menos, haber querido que se lo recordaran lo menos posible.

—¿Por qué?

—Es una larga historia...

—¿Y tienes idea de su nueva identidad?

—¡Ni la más mínima!

—¡Perfecto, has hecho bien en llamarme en mitad de la noche, ahora voy a poder progresar mucho en mi investigación! —replicó Pilguez, sarcástico, antes de colgar.

Apagó la luz, cruzó los brazos detrás de la nuca y trató en vano de conciliar el sueño. Media hora más tarde, su mujer le ordenó que se pusiera a trabajar. Poco importaba que aún no hubiera amanecido, ya estaba harta de que diera vueltas nervioso en la cama, y ella sí tenía intención de volver a dormirse.

George Pilguez se puso un batín y se fue a la cocina mascullando. Empezó por prepararse un bocadillo y aprovechó para untarse una generosa ración de mantequilla en ambas rebanadas de pan, puesto que no estaba allí Natalia para echarle un sermón sobre su colesterol. Se llevó el tentempié y fue a instalarse ante su escritorio. Algunas administraciones no cerraban nunca, descolgó el teléfono y llamó a un amigo que trabajaba en la policía de fronteras.

—Si una persona que hubiera cambiado legalmente de nombre entrara en nuestro territorio, ¿figuraría su nombre original en nuestros ficheros?

—¿De qué nacionalidad es?

—Alemán, nacido en la RDA.

—En ese caso, para obtener un visado de alguna de nuestras oficinas consulares, es más que probable que sí, seguramente habría algún rastro en alguna parte.

—¿Tienes lápiz y papel para poder apuntar? —quiso saber George.

—Estoy ante un teclado de ordenador —contestó su amigo Rick Bram, agente de las oficinas de inmigración del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy.

El Mercedes se dirigía hacia el hotel. Anthony contemplaba el paisaje por la ventanilla. Un rótulo luminoso desfilaba en la fachada de una farmacia, indicando intermitentemente la fecha, la hora y la temperatura exterior. Era casi mediodía en Berlín, 21 grados centígrados...

—Y sólo quedan dos días —murmuró Anthony Walsh.

Julia recorría nerviosa el vestíbulo de un extremo a otro, con el equipaje en el suelo.

—Le aseguro, señorita Walsh, que no tengo la más mínima idea de dónde ha ido su padre. Nos ha pedido un coche esta mañana temprano, sin darnos más indicaciones, y desde entonces no ha vuelto a aparecer por aquí. He intentado llamar al chófer, pero no tiene el móvil encendido.

El recepcionista miró la maleta de Julia.

—El señor Walsh tampoco me ha pedido que modifique su reserva ni me ha avisado de que pensaran marcharse hoy. ¿Está usted segura de que eso es lo que ha decidido?

—¡Lo he decidido yo! Había quedado con él esta mañana, el avión despega a las tres, y es el último vuelo posible si no queremos perder la correspondencia en París para Nueva York.

—También pueden volar a Nueva York vía Amsterdam, ganarían tiempo; será un placer para mí gestionárselo.

—Pues entonces sea tan amable de hacerlo ahora mismo —contestó Julia, rebuscando en sus bolsillos.

Desesperada, dejó caer la cabeza sobre el mostrador, ante la mirada estupefacta del empleado.

—¿Algún problema, señorita?

—¡Los billetes los tiene mi padre!

—Estoy seguro de que ya no tardará en volver. No se preocupe, si de verdad tienen que estar en Nueva York esta noche, todavía les queda tiempo.

Una berlina negra aparcó delante del hotel, Anthony Walsh se apeó y entró por la puerta giratoria.

—Pero ¿dónde te habías metido? —le preguntó Julia, yendo a su encuentro—. Me tenías preocupadísima.

—Es la primera vez que te veo inquieta por cómo ocupo mi tiempo o por lo que haya podido pasarme, ¡qué día más maravilloso!

—¡Lo que me preocupa es que vamos a perder el avión!

—¿Qué avión?

—Anoche convinimos en que volvíamos hoy a Nueva York, ¿te acuerdas?

El recepcionista interrumpió su conversación entregándole a Anthony un sobre que acababan de enviarle por fax. Anthony Walsh lo abrió y miró a Julia mientras se informaba de su contenido.

—Claro, pero eso fue anoche —contestó, jovial.

Echó una ojeada a la bolsa de Julia y le pidió al botones que hiciera el favor de subirla a la habitación de su hija.

—Ven, te invito a comer, tenemos que hablar.

—¿De qué? —quiso saber ella, inquieta.

—¡De mí! Anda, no pongas esa cara, que era una broma, de verdad...

Se instalaron en la veranda del restaurante del hotel.

La alarma del despertador sacó a Stanley de un mal sueño. Secuela de una velada en la que el vino había corrido generosamente, notó una temible jaqueca nada más abrir los ojos. Se levantó y fue tambaleándose hasta el cuarto de baño.

Calibrando su aspecto en el espejo, se juró no volver a probar una gota de alcohol antes de que terminara el mes, lo cual era bastante razonable teniendo en cuenta que hoy era día 29. Exceptuando el martillo neumático que parecía funcionar bajo sus sienes, el día se anunciaba bastante bueno. A la hora de comer, le propondría a Julia recogerla en su oficina e ir a pasear a la orilla del río. Frunciendo el ceño, recordó sucesivamente que su mejor amiga estaba fuera y que el día anterior no había tenido noticias suyas. Pero fue incapaz de recordar la conversación de la víspera durante esa cena en la que había bebido más de la cuenta. Tan sólo algo más tarde, tras tomar una gran taza de té, se preguntó si al final no se le habría escapado la palabra «Berlín» durante su conversación con Adam. Una vez duchado, sopesó el interés de comentarle a Julia esa duda que crecía en su interior. Tendría tal vez que llamarla... ¡o tal vez no!

—¡Quien miente una vez no miente una sola! —exclamó Anthony ofreciéndole la carta a Julia.

—¿Lo dices por mí?

—¡No eres el centro del mundo, querida! ¡Lo decía por tu amigo Knapp!

Julia dejó la carta sobre la mesa e indicó al camarero, que ya se acercaba, que los dejara solos.

—¿De qué estás hablando?

—¿De qué quieres que hable en Berlín en un restaurante en el que estoy almorzando contigo?

—¿Qué has descubierto?

—Tomas Meyer, alias Tomas Ullmann, periodista de investigación del
Tagesspiegel;
pondría la mano en el fuego a que trabaja todos los días con ese miserable que nos ha contado mentiras.

—¿Por qué mentiría Knapp?

—Eso ya se lo preguntarás tú misma. Imagino que tendrá sus razones.

—¿Cómo te has enterado de eso?

—¡Tengo superpoderes! Es una de las ventajas de estar reducido al estado de máquina.

Julia miró a su padre, desconcertada.

—¿Y por qué no? —prosiguió Anthony—. Tú inventas animales sabios que hablan con los niños, ¿y yo no tendría derecho a poseer algunas cualidades extraordinarias a ojos de mi hija?

Él avanzó la mano hacia la de Julia, cambió de idea y cogió un vaso que se llevó a los labios.

—¡Es agua! —gritó ella. Anthony dio un respingo.

—No estoy segura de que sea muy aconsejable para tus circuitos eléctricos —murmuró, incómoda al haber atraído la atención de sus vecinos.

Anthony abrió unos ojos como platos.

—Creo que acabas de salvarme la vida... —dijo, dejando el vaso sobre la mesa—. ¡Aunque, claro, es una manera de hablar!

—¿Cómo te has enterado de todo esto? —insistió Julia.

Anthony observó largo rato a su hija y renunció a contarle su visita matinal a los archivos de la Stasi. Después de todo, lo único que contaba era el resultado de sus pesquisas.

—Se puede cambiar uno de nombre para firmar los artículos que escribe, ¡pero para cruzar fronteras, la cosa es muy distinta! Si encontramos ese famoso dibujo en Montreal es porque Tomas fue allí, lo que me hizo pensar que, con un poco de suerte, también habría ido a Estados Unidos.

—¡Entonces de verdad tienes poderes sobrenaturales!

—Sobre todo lo que tengo es un viejo amigo que trabajaba en la policía.

—Gracias —murmuró Julia.

—¿Qué piensas hacer?

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