Las cosas que no nos dijimos (34 page)

Julia dobló la carta. Avanzó hasta la caja en mitad del salón. Acarició la madera con la mano y le murmuró a su padre que lo quería. Con el corazón lleno de pena, obedeció su última voluntad, sin olvidar confiarle la llave de su casa a su vecino. Avisó al señor Zimoure de que esa mañana iría un camión a recoger un paquete en su casa y le pidió que fuera tan amable de abrirles la puerta. No le dejó oportunidad de protestar y se alejó calle arriba, rumbo a una tienda de antigüedades.

23

Había pasado un cuarto de hora, volvía a reinar el silencio en el apartamento de Julia. Se oyó un tenue chasquido seguido de un crujido, y la puerta de la caja se abrió. Anthony salió, se sacudió el polvo de los hombros y avanzó hasta el espejo para ajustarse el nudo de la corbata. Devolvió a su sitio en la estantería el marco con su foto y paseó la mirada por la habitación.

Salió del apartamento y bajó a la calle. Aparcado ante el edificio lo esperaba un coche.

—Buenos días, Wallace —dijo acomodándose en el asiento trasero.

—Es un placer volver a verlo, señor —contestó su secretario personal.

—¿Están avisados los transportistas?

—El camión está justo detrás de nosotros.

—Perfecto —contestó Anthony.

—¿Lo llevo al hospital, señor?

—No, ya he perdido bastante tiempo. Vamos al aeropuerto, pasando primero por mi casa, tengo que cambiar de maleta. Prepare también su propio equipaje, pues me acompañará: ya no me gusta viajar solo.

—¿Puedo preguntarle adonde vamos, señor?

—Se lo explicaré por el camino. No se olvide de coger su pasaporte.

El coche giró por Greenwich Street. Al siguiente cruce, se abrió la ventanilla y un mando a distancia blanco fue a parar a la alcantarilla.

24

Que pudieran recordar los neoyorquinos, nunca había hecho tan buen tiempo en el mes de octubre. El verano tardío era uno de los más bellos que la ciudad había conocido jamás. Como todos los fines de semana desde hacía tres meses, Stanley se había reunido con Julia para tomar juntos un
brunch.
Hoy la mesa reservada para ellos en Pastis tendría que esperar. Ese domingo era especial, el señor Zimoure inauguraba sus rebajas. Por primera vez, Julia llamó a su puerta sin que fuera para anunciarle una catástrofe, y éste aceptó abrirle la tienda dos horas antes del horario oficial.

—Bueno, ¿qué te parece?

—Vuélvete y deja que te mire.

—Stanley, llevas media hora examinándome los pies, ya no aguanto ni un minuto más subida a este estrado.

—Cariño, ¿quieres mi opinión, sí o no? Vuélvete otra vez para que te vea de frente. Lo que yo pensaba, la altura de los tacones no es en absoluto la que necesitas.

—¡Stanley!

—Esta manía de comprar en rebajas me horripila.

—Pero ¿has visto los precios de esta tienda? Perdona si no tengo más remedio, no me alcanza con mi sueldo de infografista —susurró.

—¡Oh, no empieces otra vez con lo mismo!

—Bueno, ¿qué?, ¿se los lleva? —preguntó el señor Zimoure, agotado—. Creo que le he sacado todos los pares, los dos solos han conseguido poner mi tienda patas arriba.

—No —dijo Stanley—, todavía no se ha probado esos maravillosos zapatos que veo en ese estante, sí, el de arriba de todo.

—Ese modelo ya no me queda en el número de la señorita.

—¿Y en el almacén? —suplicó Stanley.

—Tengo que bajar a ver —suspiró el señor Zimoure antes de desaparecer.

—Este tipo tiene la suerte de ser la elegancia personificada, al menos compensa un poco ese carácter de perros...

—¿Te parece que es la elegancia personificada? —se rió Julia.

—Después de todo este tiempo, podríamos al menos invitarlo una vez a cenar a tu casa.

—¿Estás de broma?

—Que yo sepa, no soy yo quien no deja de repetir que vende los zapatos más bonitos de todo Nueva York.

—Y por eso querrías...

—No voy a seguir viudo toda la vida, ¿o es que tienes algo en contra?

—Nada en absoluto, pero en fin, el señor Zimoure...

—¡Olvida al señor Zimoure! —dijo Stanley, lanzando una ojeada por la ventana.

—¿Ya?

—¡Sobre todo, no te vuelvas, el hombre que nos mira desde el otro lado del escaparate es absolutamente irresistible!

—¿Qué hombre? —preguntó Julia sin atreverse a hacer el menor movimiento.

—El que tiene la nariz pegada al cristal desde hace diez minutos y te mira como si hubiera visto a la Virgen... Que yo sepa, la Virgen no habría llevado zapatos de trescientos dólares, ¡y menos de rebajas! ¡Te he dicho que no vuelvas, lo he visto yo primero!

Julia levantó la cabeza y no pudo reprimir un temblor en los labios.

—De eso nada —dijo con voz temblorosa—, a ése lo vi yo mucho antes que tú...

Abandonó los zapatos sobre el estrado, abrió el pestillo de la puerta de la tienda y se precipitó a la calle.

Cuando el señor Zimoure volvió a la tienda encontró a Stanley sentado solo en el estrado, con un par de zapatos en la mano.

—¿Se ha marchado la señorita Walsh? —preguntó, estupefacto.

—Sí —contestó Stanley—, pero no se preocupe, volverá, probablemente hoy no, pero volverá.

De la sorpresa, al señor Zimoure se le cayó la caja que tenía en la mano. Stanley la recogió y se la tendió.

—Parece usted tan desesperado... Vamos, lo ayudo a ordenar y luego lo invito a tomar un café, o un té, si lo prefiere.

Tomas rozó los labios de Julia con las yemas de los dedos y le besó los párpados.

—He intentado convencerme de que podía vivir sin ti, pero ya ves, no lo consigo.

—¿Y África, tus reportajes? ¿Y qué dirá Knapp?

—¿De qué me sirve recorrer la Tierra para traer la verdad de los demás si me miento a mí mismo, de qué me sirve ir de país en país cuando la mujer a la que amo no está en ninguno de ellos?

—Entonces no te hagas más preguntas, era la manera más bonita de decirme hola —dijo Julia poniéndose de puntillas.

Se besaron, y fue un beso muy largo, como el de dos personas que se aman hasta el punto de olvidarse del resto del mundo.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Julia, acurrucada en los brazos de Tomas.

—Te he buscado veinte años, de modo que encontrarte en la puerta de tu casa no era lo más difícil del mundo, créeme —contestó.

—Diecisiete, y créeme, ¡ha sido demasiado tiempo! Julia volvió a besarlo.

—Pero tú, Julia, ¿qué te decidió a venir a Berlín?

—Ya te lo he dicho, una señal del destino... Fue al ver un dibujo tuyo olvidado sobre la mesa de una retratista callejera.

—Nunca he posado para ningún retrato.

—Claro que sí, era tu rostro, tus ojos, tu boca, hasta el hoyuelo de la barbilla.

—¿Y dónde estaba ese dibujo tan fiel al original?

—En el viejo puerto de Montreal.

—Nunca he estado en Montreal...

Julia alzó los ojos, una nube cruzaba el cielo de Nueva York, ella sonrió al mirar la forma que adoptaba.

—Lo voy a echar mucho de menos.

—¿A quién?

—A mi padre. Y ahora, ven, vamos a pasear, tengo que presentarte mi ciudad.

—¡Pero si estás descalza!

—Eso ya no tiene ninguna importancia, mi amor —contestó Julia.

Agradecimientos

Emmanuelle Hardouin,

Pauline Lévéque,

Raymond y Daniéle Levy,

Louis Levy, Lorraine.

Susanna Lea y Antoine Audouard.

Nicole Lattés, Leonello Brandolini, Brigitte Lannaud, Antoine Caro, Anne-Marie Lenfant, Élisabeth Villeneuve, Sylvie Bardeau, Tine Gerber, Lydie Leroy, Aude de Margerie, Joél Renaudat, Arié Sberro y a todo el quipo de Éditions Robert Laffont.

Katrin Hodapp, Mark Kessler, Marie Garnero, Marión Millet.

Pauline Normand, Marie-Éve Provost.

Léonard Anthony y a todo su equipo.

Christine Steffen-Reimann.

Philippe Guez, Éric Brame y Miguel Courtois.

Yves y Martyn Lévéque, Charles Veillet-Lavallée.

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