Read Las cosas que no nos dijimos Online
Authors: Marc Levy
Levantó frenéticamente los cojines uno detrás de otro y suspiró de alivio al encontrar por fin el codiciado objeto.
—Lo que yo decía, te has vuelto completamente loca —masculló Adam.
—Por favor, que funcione, por favor —suplicó Julia, cogiendo el mando blanco.
—¡Julia! —vociferó Adam—. ¡Me vas a explicar de una maldita vez a qué estás jugando!
—Cállate —dijo ella, a punto de echarse a llorar—, nos voy a ahorrar a los dos muchas palabras inútiles, dentro de dos minutos lo comprenderás todo. Espero que lo comprendas, porque sobre todo espero que funcione...
Imploró a los cielos con una mirada por la ventana, cerró los ojos y pulsó el botón del mando blanco.
—Ya lo ve usted mismo, mi querido Adam, las cosas no siempre son como parecen... —dijo Anthony volviendo a abrir los ojos, y se interrumpió al ver a Julia en mitad del salón.
Carraspeó y se puso en pie, mientras Adam se dejaba caer sin fuerzas en la butaca.
—Caramba —prosiguió Anthony—, ¿qué hora es? ¿Las ocho ya? Se me ha pasado el tiempo volando —añadió, sacudiéndose el polvo de las mangas.
Julia le lanzó una mirada incendiaria.
—Creo que será mejor que os deje solos —prosiguió Anthony, muy incómodo—. Seguro que tenéis muchas cosas que contaros. Escuche bien lo que Julia tiene que decirle, mi querido Adam, esté muy atento y no la interrumpa. Al principio le resultará algo difícil de admitir, pero, con un poco de concentración, ya verá como todo se aclara. Así que nada, ya me marcho, en cuanto encuentre mi gabardina me marcho...
Anthony cogió la gabardina de Adam que colgaba del perchero, cruzó la habitación de puntillas para apoderarse del paraguas olvidado junto a la ventana y salió.
Julia señaló primero la caja en mitad del salón y trató después de explicar lo increíble. A su vez, se dejó caer sobre el sofá mientras Adam recorría nervioso la habitación de un extremo a otro.
—¿Qué habrías hecho tú en mi lugar?
—No tengo ni idea, ni siquiera sé ya cuál es mi lugar en todo esto. Me has mentido durante una semana entera, y ahora quieres que me crea este cuento chino.
—Adam, si tu padre llamara a la puerta de tu casa al día siguiente de su muerte, si la vida te diera el regalo de pasar unos momentos más con él, seis días para poder deciros todas las cosas nunca confesadas, para revivir todos los secretos de tu infancia, ¿no aprovecharías esa oportunidad, no aceptarías ese viaje aunque fuera absurdo?
—Creía que odiabas a tu padre.
—Yo también lo creía y, sin embargo, ya ves, ahora me gustaría disfrutar de unos momentos más con él. No he hecho más que hablarle de mí, cuando hay tantas cosas que me gustaría comprender de él, de su vida. Por primera vez, he podido mirarlo con ojos de adulto, liberada de casi todos mis egoísmos. He admitido que mi padre tenía defectos, yo también los tengo, pero eso no quiere decir que no lo quiera. Al regresar me decía que si podía estar segura de que mis hijos mostraran algún día la misma tolerancia hacia mí, entonces quizá me diera menos miedo ser madre a mi vez, quizá fuera más digna de serlo.
—Eres deliciosamente ingenua. Tu padre ha dirigido tu vida desde el día que naciste; ¿no era eso lo que me decías las raras veces que me hablabas de él? Aun admitiendo que esta historia absurda sea verdad, habrá logrado la increíble hazaña de proseguir su obra incluso después de muerto. ¡No has compartido nada con él, Julia, es una máquina! Todo lo que haya podido decirte estaba grabado previamente. ¿Cómo has podido creerte esta trampa? No era una conversación entre ambos, sino un monólogo. Tú que ideas personajes de ficción, ¿permites que los niños hablen con ellos? Por supuesto que no, simplemente anticipas sus deseos, inventas las frases que los divertirán, que los tranquilizarán. A su manera, tu padre ha empleado la misma estratagema. Te ha manipulado, una vez más. Vuestra semanita los dos juntos no ha sido más que una parodia de reencuentro; su presencia, un espejismo.
Lo que siempre ha sido se ha prolongado unos días más. Y tú, como siempre te ha faltado ese amor que nunca te dio, has caído en la trampa. Hasta permitir que estropeara nuestros planes de boda, y no era la primera vez que intentaba algo así y lo lograba.
—No seas ridículo, Adam, mi padre no decidió morir justo para separarnos.
—¿Dónde habéis estado los dos esta semana, Julia?
—¿Y eso qué más da?
—Si no puedes confesármelo, no te preocupes, Stanley lo ha hecho por ti. No se lo reproches, estaba borracho como una cuba; tú misma me dijiste que no resistía la tentación de un buen vino, y escogí uno de los mejores. Lo habría encargado desde Francia con tal de encontrarte, con tal de comprender por qué te alejabas de mí, con tal de saber si tenía que seguir amándote. Habría esperado cien años, Julia, para poder casarme contigo. Hoy ya no siento más que un inmenso vacío.
—Te lo puedo explicar, Adam.
—¿Ahora sí podrías hacerlo? ¿Y cuando fuiste a mi oficina a anunciarme que te marchabas de viaje, y al día siguiente cuando nos cruzamos en Montreal, y al otro, y todos los demás cuando te llamaba sin que nunca contestaras a mis llamadas ni a mis mensajes? Elegiste ir a Berlín para volver a ver a ese hombre al que no podías olvidar y no me dijiste nada. ¿Qué he sido para ti?, ¿un puente entre dos etapas de tu vida? ¿Alguien tranquilizador al que te aferrabas mientras esperabas algún día el regreso de aquel al que no has dejado nunca de amar?
—No puedes pensar eso —suplicó Julia.
—Y si llamara a tu puerta, en este mismo instante, ¿qué harías?
Julia se quedó callada.
—Entonces, ¿cómo lo sabría yo, puesto que no lo sabes tú misma?
Adam se dirigió al rellano.
—Dile a tu padre, o a su robot, que le regalo mi gabardina. Adam se fue. Julia contó sus pasos en la escalera y oyó cerrarse tras él la puerta de entrada.
Anthony llamó delicadamente con los nudillos antes de entrar en el salón. Julia estaba apoyada en la ventana, con la mirada perdida hacia la calle.
—¿Por qué lo has hecho? —murmuró.
—Yo no he hecho nada, ha sido un accidente —respondió Anthony.
—Accidentalmente, Adam llega a mi casa una hora antes; accidentalmente, le abres la puerta; accidentalmente, se sienta sobre el mando a distancia y, accidentalmente también, acabas tendido en el suelo en mitad del salón.
—Reconozco que todo eso es una sucesión de señales bastante consecuente... Quizá ambos deberíamos tratar de comprender su relevancia...
—Deja de mostrarte irónico, no tengo ninguna gana de reír, vuelvo a hacerte la misma pregunta por última vez: ¿por qué lo has hecho?
—Para ayudarte a confesarle la verdad, para que tú te enfrentaras a la tuya. Atrévete a decirme que no te sientes ahora más ligera. Aparentemente, quizá más sola que nunca, pero, al menos, en paz contigo misma.
—No hablo sólo de tu numerito de esta tarde...
Anthony respiró profundamente.
—Su enfermedad hizo que tu madre ya no supiera quién era yo antes de morir, pero estoy seguro de que en el fondo de su corazón no había olvidado cómo nos habíamos amado. Yo no lo olvidaré. No fuimos una pareja perfecta ni tampoco padres modelos, estuvimos muy lejos de serlo, desde luego. Conocimos nuestros momentos de incertidumbre, de discusiones, pero nunca, ¿me oyes?, nunca dudamos de la elección que hicimos de estar juntos, del amor que tenemos por ti. Conquistar a tu madre, amarla, tener una hija suya, habrán sido las elecciones más importantes de mi vida, las más hermosas, aunque haya necesitado muchísimo tiempo para encontrar las palabras adecuadas para decírtelo.
—¿Y en nombre de ese maravilloso amor has arruinado tantas cosas en mi vida?
—¿Recuerdas ese famoso trocito de papel del que te hablaba en nuestro viaje? Ya sabes, ese que uno conserva siempre cerca, en la cartera, en el bolsillo, en la cabeza; para mí se trataba de esa nota garabateada que tu madre me había dejado la noche en que no pude pagar la cuenta en una cervecería de los Campos Elíseos (ahora comprenderás mejor por qué mi sueño era terminar mis días en París), pero para ti ¿era ese viejo marco alemán que nunca se movió de tu bolso o las cartas de Tomas que tenías guardadas en tu habitación?
—¿Las leíste?
—Nunca me habría permitido algo así. Pero las descubrí al ir a guardar su última carta. Cuando recibí tu invitación de boda, subí a tu habitación. En medio de ese universo que me llevaba a ti, a todo lo que no he olvidado ni olvidaré jamás, no dejé de preguntarme qué harías el día en que te enteraras de la existencia de esa carta de Tomas, si debía destruirla o dártela, si entregártela el día de tu boda era lo mejor que se podía hacer. Ya no me quedaba mucho tiempo para decidirlo. Pero ya ves, como tú misma bien dices, cuando se le presta atención, la vida nos ofrece señales asombrosas. En Montreal encontré parte de la respuesta a la pregunta que me hacía, sólo parte; el resto te pertenecía a ti. Podría haberme contentado con mandarte por correo la carta de Tomas, pero habías conseguido tan bien cortar todo lazo entre nosotros hasta que me invitaste a tu boda que ni siquiera tenía tu dirección y, ¿habrías abierto siquiera una carta que te hubiera mandado yo? Además, ¡no sabía que iba a morir!
—Siempre tendrás respuesta para todo, ¿verdad?
—No, Julia, estás sola frente a tus decisiones, y desde mucho antes de lo que piensas. Podías apagarme, ¿recuerdas? Bastaba con que pulsaras un botón. Tenías la libertad de no ir a Berlín. Te dejé sola cuando decidiste ir a esperar a Tomas al aeropuerto; tampoco estaba contigo cuando volviste al lugar de vuestro primer encuentro, y mucho menos cuando lo llevaste al hotel. Julia, uno puede echarle la culpa de todo a su infancia, culpar indefinidamente a sus padres de todos los males que padece, de las pruebas a las que lo somete la vida, de sus debilidades, de sus cobardías, pero a fin de cuentas es responsable de su propia existencia; uno se convierte en quien decide ser. Además, tienes que aprender a relativizar tus dramas, siempre hay una familia peor que la propia.
—¿Como cuál, por ejemplo?
—¡Pues por ejemplo como la abuela de Tomas, que lo traicionaba!
—¿Cómo te has enterado tú de eso?
—Ya te lo he dicho, los padres no viven la vida de sus hijos, pero eso no nos impide preocuparnos y sufrir cada vez que sois desgraciados. A veces ello nos impulsa a actuar, a tratar de iluminaros el camino, quizá sea mejor equivocarse por torpeza, por exceso de amor, que quedarse sin hacer nada.
—Si tu intención era iluminarme el camino, has fracasado, estoy en la más completa oscuridad.
—¡En la oscuridad, sí, pero ya no estás ciega!
—Era cierto lo que decía Adam, esta semana juntos nunca ha sido un diálogo...
—Sí, quizá tuviera razón, Julia, yo no soy ya del todo tu padre, sólo lo que queda de él. Pero ¿no ha sido capaz esta máquina de encontrar una solución a cada uno de tus problemas? ¿Acaso una sola vez durante estos pocos días no he sido capaz de responder a alguna de tus preguntas? Era sin duda porque te conocía mejor de lo que suponías, y quizá, quizá eso te revele algún día que te quería mucho más de lo que imaginabas. Ahora que lo sabes, me puedo morir de verdad.
Julia miró largo rato a su padre y volvió para sentarse a su lado. Ambos permanecieron un rato largo callados.
—¿Pensabas de verdad lo que has dicho sobre mí? —le preguntó Anthony.
—¿A Adam? ¿Qué pasa, que también escuchas detrás de las puertas?
—¡Al otro lado del techo, para ser exactos! He subido a tu desván; con esta lluvia no pensabas que iba a esperar en la calle, podría haber pillado un cortocircuito —dijo sonriendo.
—¿Por qué no te he conocido antes? —preguntó Julia.
—Los padres y los hijos tardan a veces años en conocerse.
—Me habría gustado que hubiésemos tenido unos días más.
—Creo que los hemos tenido, cariño.
—¿Cómo ocurrirá todo mañana?
—No te preocupes, tienes suerte, la muerte de un padre siempre es un mal trago, pero tú al menos ya lo has pasado.
—No hagas bromas, no tengo ganas de reír.
—Mañana será otro día, ya veremos lo que pasa.
Cuando ya la noche avanzaba, la mano de Anthony se deslizó hacia la de Julia y por fin la tomó. Los dedos de ambos se entrelazaron y no se separaron. Y, más tarde, cuando ella se durmió, su cabeza fue a apoyarse sobre el hombro de su padre.
Aún no había amanecido. Anthony Walsh tuvo mucho cuidado de no despertar a su hija al levantarse. La tendió delicadamente sobre el sofá y le echó una manta sobre los hombros. Julia masculló algo mientras dormía y se dio media vuelta.
Tras asegurarse de que seguía profundamente dormida, fue a sentarse a la mesa de la cocina, cogió una hoja de papel, un bolígrafo, y se puso a escribir.
Una vez terminada la carta, la dejó bien visible sobre la mesa. Luego abrió su maleta, sacó un paquetito con otras cien cartas atadas con un lazo rojo y fue a la habitación de su hija. Las guardó, con cuidado de no doblar una esquinita de la fotografía amarillenta de Tomas que las acompañaba, y sonrió al cerrar el cajón de su cómoda.
De vuelta en el salón, avanzó hacia el sofá, cogió el mando a distancia blanco, se lo guardó en el bolsillo superior de la chaqueta y se inclinó sobre Julia para besarla en la frente.
—Duerme, mi vida, te quiero.
Al abrir los ojos, Julia se desperezó sin prisa. La habitación estaba vacía, y la puerta de la caja de madera, cerrada.
—¿Papá?
Pero ninguna respuesta alteró el silencio que reinaba. El desayuno estaba servido en la mesa de la cocina. Contra el tarro de miel descansaba un sobre, entre la caja de cereales y el cartón de leche. Julia se sentó y reconoció la letra.
Hija mía:
Cuando leas esta carta, se me habrán acabado las fuerzas; espero que no me guardes rencor, he preferido evitarte una despedida inútil. Ya es bastante enterrar a un padre una vez. Cuando hayas leído estas últimas palabras, sal de casa unas horas. Vendrán a buscarme, y prefiero que no estés presente. No vuelvas a abrir esta caja, estoy durmiendo en ella, sereno, gracias a ti. Julia mía, gracias por estos días que me has dado. Hacía tanto tiempo que los esperaba, hacía tanto tiempo que soñaba con conocer a la mujer maravillosa en la que te has convertido. Es uno de los grandes misterios de la vida de un padre este que habré aprendido estos últimos días. Hay que saber amaestrar el tiempo en el que uno conocerá al adulto en que se ha convertido su hijo, aprender a cederle paso. Perdóname también por todo lo que no hice o hice mal en tu infancia, sólo yo soy responsable. No estuve presente lo suficiente, no tanto como tú deseabas; me habría gustado ser tu amigo, tu cómplice, tu confidente; sólo he sido tu padre, pero lo seré para siempre. Dondequiera que vaya ahora, llevo conmigo el recuerdo de un amor infinito, mi amor por ti. ¿Recuerdas esa leyenda china, esa historia tan bonita que narraba las virtudes de un reflejo de luna en el agua? Hacía mal en no creer en ella, también eso era sólo cuestión de paciencia; mi deseo se habrá cumplido al final, puesto que esa mujer que tanto esperaba ver reaparecer en mi vida eras tú.
Todavía te recuerdo de niña, cuando corrías a abrazarme... Es tonto decirlo, pero es la cosa más bonita que me ha pasado en la vida. Nada me habrá hecho más feliz que tu risa, que esos cariños de niña que me hacías cuando volvía a casa por la noche. Sé que algún día, cuando te hayas liberado de la pena, volverán a ti los recuerdos. Sé también que nunca olvidarás los sueños que me contabas cuando venía a sentarme al pie de tu cama. Incluso en mis ausencias no estaba tan lejos de ti como creías; aunque sea torpe, aunque no se me dé bien, te quiero. Sólo me queda una cosa que pedirte: prométeme que serás feliz.
TU PADRE