Las cosas que no nos dijimos (22 page)

—¿Has hablado con el señor Zimoure?

—Con todo el tiempo que llevamos haciéndole maleficios... Estaba en la puerta de su tienda, me ha saludado, y yo le he devuelto el saludo.

—Desde luego, no puedo dejarte solo, en cuanto me alejo unos días, empiezas a juntarte con quien no debes.

—Eres un demonio; al final, tampoco es tan desagradable, el hombre...

—Stanley, ¿no estarás tratando de decirme algo?

—Pero ¿en qué estás pensando?

—Te conozco mejor que nadie, cuando conoces a alguien, y de primeras no te cae mal, eso ya de por sí es sospechoso, así que si me dices que el señor Zimoure «no es tan desagradable», ¡ganas me dan de volver mañana mismo!

—Vas a necesitar otro pretexto para volver, querida. Nos hemos saludado, nada más. También Adam ha venido a visitarme.

—¡Desde luego, ahora sois inseparables!

—Eres tú más bien la que parece querer separarse de él. Y no es culpa mía si vive a dos calles de mi tienda. Por si todavía te interesa, no me ha dado la impresión de que estuviera muy bien. De todas maneras, para que se acerque a visitarme no puede estar muy bien. Te echa de menos, Julia, está preocupado, y creo que tiene motivos para estarlo.

—Stanley, te juro que no es eso, es incluso lo contrario.

—¡Ah, no, no se te ocurra jurar! ¿Te crees siquiera lo que me acabas de decir?

—¡Sí! —contestó Julia sin vacilar.

—No sabes lo triste que me pongo cuando eres tan tonta. ¿De verdad sabes dónde te arrastra este misterioso viaje?

—No —murmuró Julia.

—Entonces, ¿cómo quieres que lo sepa él? Te dejo, aquí son más de las siete y he de prepararme, esta noche tengo una cena.

—¿Con quién?

—¿Y tú con quién has cenado?

—Sola.

—Como me horroriza que me mientas, voy a colgar, llámame mañana. Un beso.

Julia no pudo prolongar la conversación, oyó un clic: Stanley ya se había marchado, probablemente hacia su vestidor.

La despertó un timbre. Julia se estiró cuan larga era, descolgó el teléfono y sólo oyó un pitido. Se levantó, cruzó la habitación, se dio cuenta entonces de que estaba desnuda y se puso en seguida un albornoz que la noche anterior había dejado al pie de la cama.

Al otro lado de la puerta esperaba un botones. Cuando Julia le abrió, éste empujó al interior de la habitación un carrito en el que habían servido un desayuno continental y dos huevos pasados por agua.

—Yo no he pedido nada —le dijo al joven, que ya estaba sirviéndolo todo en la mesita baja.

—Tres minutos y medio, el tiempo ideal para usted, para los huevos pasados por agua, por supuesto, ¿no es así?

—Exactamente —contestó Julia ahuecándose el pelo.

—¡Eso mismo nos ha precisado el señor Walsh!

—Pero no tengo hambre... —añadió mientras el camarero quitaba con cuidado la parte superior de la cáscara de los huevos.

—El señor Walsh me advirtió de que también diría usted eso. Ah, una última cosa antes de irme: la espera en el vestíbulo del hotel a las ocho, es decir, dentro de treinta y siete minutos —dijo consultando su reloj—. Que pase un buen día, señorita Walsh, hace un tiempo magnífico, eso debería asegurarle una feliz estancia en Berlín.

Y el joven se marchó ante la mirada pasmada de Julia.

Contempló la mesa, el zumo de naranja, los cereales, los panecillos frescos, no faltaba nada. Decidida a hacer caso omiso de ese desayuno, se dirigió al cuarto de baño, dio media vuelta y se sentó en el sofá. Metió un dedo en el huevo, y al final se comió casi todo lo que tenía delante.

Tras una ducha rápida se vistió mientras se secaba el pelo, se calzó saltando a la pata coja y salió de la habitación. ¡Eran las ocho en punto!

Anthony esperaba junto a la recepción.

—¡Llegas tarde! —le dijo justo cuando salía del ascensor.

—¿Tres minutos y medio? —contestó ella, mirándolo dubitativa.

—Así es como te gustan los huevos, ¿verdad? No perdamos tiempo, tenemos una reunión dentro de media hora y, con los atascos, llegaremos muy justos.

—¿Dónde hemos quedado y con quién?

—En la sede del sindicato de prensa alemán. Por algún sitio teníamos que empezar nuestra investigación, ¿no?

Anthony salió por la puerta giratoria y pidió un taxi.

—¿Cómo lo has hecho? —quiso saber Julia, acomodándose en el interior del Mercedes amarillo.

—He llamado esta mañana a primera hora, ¡mientras tú dormías!

—¿Hablas alemán?

—Podría decirte que una de las maravillas tecnológicas de las que estoy equipado me permite hablar con soltura quince lenguas; eso quizá te impresionará, o quizá no, pero conténtate con la explicación de que pasé varios años destinado aquí, si no se te ha olvidado ya. De esa estancia he conservado algunos rudimentos de alemán gracias a los cuales puedo hacerme comprender cuando lo necesito. Y tú que querías vivir aquí, ¿practicas un poco la lengua de Goethe?

—¡Se me ha olvidado todo lo que sabía!

El taxi recorría veloz la Stülerstrasse, en el cruce siguiente tomó a la izquierda y atravesó el parque. La sombra de un gran tilo se extendía sobre un césped que lucía distintas tonalidades de verde.

El coche bordeaba ahora las orillas transformadas del río Spree. A cada lado, edificios a cual más moderno rivalizaban en transparencia, la arquitectura rompedora característica de Berlín, testigo de que los tiempos habían cambiado. El barrio que ahora descubrían lindaba con la antigua frontera donde antaño se elevaba el siniestro Muro. Pero nada subsistía de esa época. Ante sí, un gigantesco mercado albergaba un centro de conferencias bajo su gran cristalera. Un poco más lejos, un complejo más importante aún se extendía a ambos lados del río, al que se accedía por una pasarela blanca de formas livianas. Empujaron una puerta y siguieron el camino que llevaba a las oficinas del sindicato de prensa. Los recibió un empleado en la planta baja. Con un alemán bastante digno, Anthony explicó que intentaba localizar a un tal Tomas Meyer.

—¿Con qué intención? —preguntó el empleado sin levantar los ojos de lo que estaba leyendo.

—Debo confiar cierta información al señor Tomas Meyer que sólo él puede recibir —respondió Anthony con amabilidad.

Y como este último comentario pareció por fin atraer la atención de su interlocutor, se apresuró a añadir que le estaría infinitamente agradecido al sindicato si tenía a bien comunicarle una dirección en la que pudiera ponerse en contacto con el señor Meyer. No sus señas personales, por supuesto, sino las del organismo de prensa para el que trabajaba.

El recepcionista le pidió que esperara unos minutos y fue a buscar a su superior.

El subdirector convocó a Anthony y a Julia en su despacho. Acomodado en un sofá, bajo una gran fotografía mural que representaba a su anfitrión sujetando con el brazo tendido un considerable trofeo de pesca, Anthony repitió el mismo rollo palabra por palabra. El hombre calibró a Anthony con una mirada insistente.

—¿Busca a ese tal Tomas Meyer para confiarle exactamente qué clase de información? —preguntó mesándose el bigote.

—Es precisamente lo que no puedo revelarle, pero tenga por seguro que es primordial para él —prometió Anthony con toda la sinceridad del mundo.

—Ahora mismo no recuerdo artículos importantes publicados por ningún Tomas Meyer —dijo el subdirector, dubitativo.

—Y eso es exactamente lo que podría cambiar si gracias a usted encontráramos la manera de ponernos en contacto con él.

—¿Y qué tiene que ver la señorita en toda esta historia? —preguntó el subdirector, volviendo su sillón giratorio hacia la ventana.

Anthony miró a Julia, que no había pronunciado palabra desde que habían llegado.

—Nada en absoluto —contestó—. La señorita Julia es mi asistente personal.

—No estoy autorizado a darle la más mínima información sobre ninguno de nuestros miembros sindicados —concluyó el subdirector poniéndose en pie.

Anthony se levantó a su vez y fue a su encuentro, poniéndole una mano en el hombro.

—Lo que he de revelarle al señor Meyer, y sólo a él —insistió en tono autoritario—, podría cambiar el curso de su vida, para bien, puede estar seguro. No me haga creer que un responsable sindical de su competencia obstaculizaría una mejora espectacular en la carrera de uno de sus miembros. Pues, de ser así, no tendría ninguna dificultad en hacer público un comportamiento como el suyo.

El hombre se frotó el bigote y volvió a sentarse. Tecleó algo en su ordenador y volvió la pantalla hacia Anthony.

—Mire, en nuestras listas no figura ningún Tomas Meyer. Lo siento. Y aunque no tuviera carnet, lo cual es imposible, tampoco aparece en el anuario profesional, puede comprobarlo usted mismo. Y ahora, tengo trabajo, de modo que si sólo ese tal señor Meyer puede recibir sus valiosas confidencias, voy a tener que pedirle que concluyamos aquí esta entrevista.

Anthony se levantó e indicó a Julia con un gesto que lo siguiera. Se mostró muy agradecido con su interlocutor por el tiempo que les había dedicado y abandonó el recinto del sindicato.

—Supongo que tenías tú razón —masculló recorriendo la acera a pie.

—¿Tu asistente personal? —preguntó Julia frunciendo el ceño.

—¡Oh, te lo ruego, no pongas esa cara, algo se me tenía que ocurrir!

—¡Señorita Julia! Lo que me faltaba por oír...

Anthony llamó a un taxi que circulaba por el otro lado de la calzada.

—Tu Tomas quizá haya cambiado de profesión.

—De ninguna manera: ser periodista no era un trabajo para él, sino una vocación. No alcanzo a imaginar que se dedique a otra cosa en la vida.

—¡Quizá él sí! Recuérdame el nombre de esa calle sórdida en la que vivíais los dos —le pidió a su hija.

—Comeniusplatz, está detrás de la avenida Karl Marx.

—¡Vaya, vaya!

—¿Cómo que vaya, vaya?

—Nada, sólo buenos recuerdos, ¿verdad?

Anthony le dio las señas al taxista.

El coche cruzó la ciudad. Esta vez ya no había puestos de control, ni rastro del Muro, nada que recordara dónde terminaba el Oeste y dónde empezaba el Este. Pasaron delante de la torre de la televisión, flecha escultural cuya cúspide y antena se erguían hacia el cielo. Y cuanto más avanzaban, más cambiaba cuanto los rodeaba. Cuando llegaron a su destino, Julia no reconoció nada del barrio en el que había vivido. Ahora era todo tan diferente que su memoria parecía referirse a otra vida.

—Entonces, ¿es en este magnífico lugar donde se supone que se desarrollaron los momentos más bellos de tu vida cuando eras joven? —preguntó Anthony en tono sarcástico—. Reconozco que tiene cierto encanto.

—¡Ya basta! —gritó ella.

A Anthony le sorprendió el repentino enfado de su hija.

—Pero ¿y ahora qué he dicho de malo?

—Te lo suplico, cállate.

Los antiguos edificios y las viejas casas que antes ocupaban la calle habían cedido paso a construcciones más recientes. No subsistía ya nada de lo que había poblado los recuerdos de Julia, excepto el parque público.

Avanzó hasta el número 2 de la calle. Antes había allí un edificio frágil y, al otro lado de la puerta verde, una escalera de madera que ascendía hasta la primera planta; Julia ayudaba a la abuela de Tomas a subir los últimos peldaños. Cerró los ojos y recordó. Primero el olor a cera cuando uno se acercaba a la cómoda, los visillos siempre cerrados que filtraban la luz y protegían de las miradas ajenas; el eterno mantel de muletón sobre la mesa, las tres sillas del comedor; un poco más allá, el sofá desgastado, frente al televisor en blanco y negro. La abuela de Tomas no había vuelto a encenderlo desde que se limitaba a difundir las buenas noticias que el gobierno quería dar. Y, detrás, el fino tabique que separaba el salón de su habitación. ¿Cuántas veces no había estado a punto Tomas de ahogar a Julia con la almohada cuando se reía de sus torpes caricias?

—Tenías el cabello más largo —dijo Anthony sacándola de su ensimismamiento.

—¿Qué? —preguntó ella, volviéndose.

—Cuando tenías dieciocho años, llevabas el cabello más largo.

Anthony recorrió el horizonte con la mirada.

—No queda gran cosa, ¿verdad?

—No queda nada de nada, querrás decir —balbuceó Julia.

—Ven, vamos a sentarnos en ese banco de ahí enfrente, estás muy pálida, tienes que reponerte un poco.

Se instalaron en un rincón del césped, amarillento por el ir y venir de los niños.

Julia estaba callada. Anthony levantó el brazo, como si quisiera rodearle los hombros con él, pero su mano terminó por posarse en el respaldo del banco.

—¿Sabes?, había otras casas aquí. Las fachadas eran decrépitas, no tenían muy buen aspecto, pero por dentro eran acogedoras, era...

—Mejor en tu recuerdo, sí, así es como suele ser —dijo Anthony con voz tranquilizadora—. La memoria es una artista extraña, redibuja los colores de la vida, borra lo mediocre y sólo conserva los trazos más hermosos, las curvas más conmovedoras.

—Al cabo de la calle, en lugar de esa horrible biblioteca, había un pequeño bar. Nunca había visto nada más cutre; una sala gris, del techo colgaban unos neones, había unas mesas de fórmica, la mayoría cojas, pero si supieras cuánto nos reímos en ese barucho sórdido, si supieras lo felices que fuimos allí. Sólo servían vodka y cerveza de mala calidad. A menudo ayudaba al dueño cuando tenía muchos clientes, me ponía un delantal y hacía de camarera. Mira, era allí —dijo Julia, señalando la biblioteca que había reemplazado al bar.

Anthony carraspeó.

—¿Estás segura de que no era más bien al otro lado de la calle? Estoy viendo ahora un pequeño bar que recuerda bastante a lo que acabas de describirme.

Julia volvió la cabeza. En la esquina del bulevar y en el lado contrario al que ella le había señalado, parpadeaba un rótulo luminoso sobre la fachada deslucida de un viejo bar.

Julia se levantó, y Anthony la siguió. Subió la calle, aceleró y echó a correr, sintiendo que los últimos metros no terminaban nunca. Jadeante, abrió la puerta del bar y entró.

Habían vuelto a pintar las paredes de la sala, dos lámparas de araña sustituían ahora a los neones, pero las mesas de fórmica eran las mismas y le daban al lugar un estilo retro sumamente atractivo. Detrás del mostrador, que no había cambiado, un hombre de cabello blanco la reconoció.

Un solo cliente ocupaba una silla al fondo del local. Sentado de espaldas, se adivinaba que estaba leyendo el periódico. Conteniendo la respiración, Julia avanzó hacia él.

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