Las cosas que no nos dijimos (18 page)

Una fundita amarillenta cayó del sobre. Julia la abrió. En letras rojas impresas sobre un billete de avión podía leerse: «Fráulein Julia Walsh, Nueva York - París - Berlín, 29 de septiembre de 1991.» Julia lo devolvió al cajón de su escritorio. Entornó la ventana y fue a tumbarse en la cama. Con el brazo detrás de la cabeza, permaneció así largo rato, mirando sin más las cortinas de su habitación, dos trozos de tela por donde se paseaban viejos compañeros, cómplices recuperados de las soledades de otro tiempo.

A primera hora de la tarde, Julia abandonó su habitación para ir al
office.
Abrió el armario en el que Wallace guardaba siempre la mermelada. Cogió un paquete de biscotes de la alacena, eligió un tarro de miel y se instaló a la mesa de la cocina. Miró el surco cavado por la cuchara en la masa untuosa. Extraña marca que probablemente habría dejado Anthony Walsh cuando tomó su último desayuno. Lo imaginó, sentado a la mesa en el lugar que ella ocupaba ahora, solo en esa inmensa cocina ante su taza de café, leyendo el periódico. ¿En qué pensaría aquel día? Curioso testimonio del pasado. ¿Por qué ese detalle, aparentemente anodino, le hacía tomar conciencia, quizá por primera vez, de que su padre estaba muerto? Basta a veces algo insignificante, un objeto recuperado, un olor, para que vuelva a nuestra memoria alguien que ya no está. Y, en mitad de ese amplio espacio, por primera vez también, afloró su infancia, pese al infausto recuerdo que de ella guardaba. Oyó un carraspeo en el umbral, levantó la cabeza y vio a Anthony Walsh que le sonreía.

—¿Puedo entrar? —dijo sentándose frente a ella.

—¡Haz como si estuvieras en tu casa!

—Me la mandan de Francia, es de lavanda, ¿te sigue gustando tanto esta miel?

—Como ves, hay cosas que no cambian.

—¿Qué te decía en esa carta?

—Me parece que no es asunto tuyo.

—¿Has tomado una decisión?

—¿De qué estás hablando?

—Lo sabes muy bien. ¿Piensas contestarle?

—Veinte años después es un poco tarde, ¿no te parece?

—¿Esa pregunta es para mí o para ti?

—Hoy en día seguro que Tomas está casado y tiene hijos. ¿Qué derecho tengo a volver a aparecer en su vida?

—¿Un niño, una niña, o gemelos tal vez?

—¿Qué?

—Te pregunto si tus habilidades de vidente te permiten saber también cómo es su familia. Bueno, ¿qué?, ¿niño o niña?

—Pero ¿de qué estás hablando?

—Esta mañana lo creías muerto, quizá vayas un poco de prisa con tus conjeturas para decidir lo que ha hecho con su vida.

—¡Veinte años, maldita sea, no estamos hablando de seis meses!

—¡Diecisiete! Tiempo de sobra de divorciarse varias veces, a no ser que se haya cambiado de acera, como tu amigo el anticuario. ¿Cómo se llamaba?, ¿Stanley? ¡Sí, eso es, Stanley!

—¡Y encima tienes la cara de hacer bromas!

—Ah, el humor, qué maravillosa manera de lidiar con la realidad cuando ésta te golpea en plena cara; no sé quién dijo eso, pero qué razón tenía. Vuelvo a hacerte la misma pregunta, ¿has tomado una decisión?

—No hay ninguna decisión que tomar, ya es demasiado tarde. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Deberías alegrarte, ¿no?

—Demasiado tarde es un concepto que sólo se aplica a las cosas que ya son definitivas. Es demasiado tarde para decirle a tu madre todo lo que hubiera querido que supiera antes de dejarme y que tanto me hubiera gustado que me escribiera antes de perder la razón. En lo que a nosotros dos respecta, a ti y a mí, demasiado tarde será el sábado, cuando me apague como un vulgar juguete al que se le han gastado las pilas. Pero si Tomas aún está vivo, entonces siento mucho llevarte la contraria, pero no, no es demasiado tarde. Y si recordaras, aunque sólo fuera un poco, tu reacción cuando viste ese dibujo ayer, lo que nos ha traído aquí hoy, entonces no te protegerías detrás del pretexto de que es demasiado tarde. Búscate otra excusa.

—¿Qué es lo que quieres exactamente?

—Yo, nada. Tú, en cambio, quizá quieras a tu Tomas, ¿a no ser que...?

—¿A no ser que qué?

—No, nada, perdóname, hablo y hablo sin parar, pero tienes razón tú.

—Es la primera vez que te oigo decir que tengo razón en algo, me gustaría saber en qué.

—No, déjalo, de verdad, no merece la pena. Es tanto más fácil seguir lamentándose, lloriqueando sobre lo que podría haber sido y no fue. Ya estoy oyendo todo el blablablá típico en estos casos, «el destino lo quiso de otra manera, qué le vamos a hacer», por no hablar de «todo es culpa de mi padre, de verdad me ha arruinado la vida». Después de todo, vivir en un drama es una manera de existir como otra cualquiera.

—¡Qué susto! Por un momento he pensado que me estabas tomando en serio.

—¡Dada tu manera de comportarte, el riesgo era ínfimo!

—Pues aunque me muriera de ganas de escribir a Tomas, aunque lograra dar con una dirección a la que enviarle mi carta diecisiete años después, jamás le haría algo así a Adam, sería infame. ¿No te parece que esta semana ya ha tenido su cupo de mentiras?

—¡Desde luego! —contestó Anthony con un aire de lo más irónico.

—¿Y ahora qué pasa?

—Tienes razón. Mentir por omisión es mucho mejor, ¡mucho más honrado! Además eso os dará la oportunidad de compartir algo. Adam ya no será la única persona a la que le hayas mentido.

—¿Se puede saber en quién estás pensando?

—¡En ti! Cada noche que te acuestes a su lado y tengas el más mínimo pensamiento por tu amigo del Este, hala, una mentirita que añadir a la lista; un minúsculo instante de anhelo, y hala, otra mentirita más; cada vez que te preguntes si deberías haber regresado a Berlín para arrojar luz sobre tus sentimientos, hala, otra mentirita más, y ya van tres. Espera, déjame calcular, siempre se me han dado bien las matemáticas: pongamos unos tres pensamientos a la semana, dos recuerdos fulgurantes y tres comparaciones entre Tomas y Adam, lo que hace tres más dos más tres, es decir, ocho multiplicado por cincuenta y dos semanas, multiplicadas por treinta años de vida en común, sí, lo sé, estoy siendo optimista, pero bueno... Asciende a un total de doce mil cuatrocientas ochenta mentiras. ¡No está mal para una vida en pareja!

—¿Estás orgulloso de ti? —preguntó Julia aplaudiendo cínicamente.

—¿Crees que vivir con alguien sin estar segura de tus sentimientos no es una mentira, una traición? ¿Tienes la más mínima idea de en qué se transforma la vida cuando la otra persona vive a tu lado como si te hubieras convertido en un extraño?

—¿Acaso tú sí lo sabes?

—Tu madre me llamaba «señor» en los tres últimos años de su vida y, cuando entraba en su habitación, me indicaba dónde estaba el cuarto de baño, pensando que yo era el fontanero. ¿Quieres prestarme tus lápices de colores para que te haga un dibujo?

—¿Mamá te llamaba de verdad «señor»?

—Los días buenos, sí; los malos llamaba a la policía porque un desconocido había entrado en su casa.

—¿De verdad te hubiera gustado que te escribiera antes de...?

—No tengas miedo de las palabras exactas. ¿Antes de perder la razón? ¿Antes de volverse loca? La respuesta es sí, pero no estamos aquí para hablar de tu madre.

Anthony miró a su hija largo rato.

—Bueno, ¿qué?, ¿está buena la miel?

—Sí —dijo Julia mordiendo el biscote.

—Un poco más densa que de costumbre, ¿verdad?

—Sí, un poco más dura.

—Las abejas se volvieron perezosas cuando te marchaste de esta casa.

—Es posible —dijo ella sonriendo—. ¿Quieres que hablemos de abejas?

—¿Por qué no?

—¿La echaste mucho de menos?

—¡Pues claro, qué pregunta!

—¿Era mamá la mujer por la que saltaste en el charco de la calle?

Anthony rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta para sacar un sobre. Lo deslizó sobre la mesa hasta Julia.

—¿Qué es?

—Dos billetes para Berlín, con escala en París, sigue sin haber vuelo directo. Despegamos a las cinco de la tarde. Puedes marcharte sola, no marcharte, o puedo acompañarte, tú decides; esto también es una novedad, ¿no es cierto?

—¿Por qué haces esto?

—¿Qué has hecho con tu trocito de papel?

—¿Qué papel?

—Esa notita de Tomas que siempre llevabas encima y que aparecía como por arte de magia cuando te vaciabas los bolsillos; ese trocito de hoja arrugada que me acusaba cada vez del daño que te había hecho.

—La perdí.

—¿Qué había escrito? Oh, déjalo, no me contestes, el amor es terriblemente banal. ¿De verdad que la has perdido?

—¡Te lo acabo de decir!

—No te creo, ese tipo de cosas nunca desaparecen del todo. Un buen día vuelven a aparecer, surgen del fondo del corazón. Anda, corre a hacer la maleta.

Anthony se levantó y salió de la cocina. En el umbral de la puerta, se volvió.

—Date prisa; no necesitas pasar por tu casa, si te falta algo ya lo compraremos allí. No nos queda mucho tiempo. Te espero fuera, ya he mandado llamar un coche. Al decirte esto, tengo como una extraña sensación de haber vivido ya este momento, ¿me equivoco?

Y Julia oyó los pasos de su padre resonar en el vestíbulo de la casa.

Se llevó las manos a la cabeza y suspiró. Entre los dedos entreabiertos, miraba el tarro de miel encima de la mesa. Tenía que ir a Berlín, pero no tanto para encontrar a Tomas como para proseguir ese viaje con su padre. Y se juró, con toda la sinceridad del mundo, que no era un pretexto ni una excusa, y que seguramente Adam lo comprendería algún día.

De vuelta en su habitación, adonde fue a recoger su bolso que había dejado al pie de la cama, su mirada se dirigió a la estantería. Un libro de historia de tapas color granate sobresalía de los demás. Vaciló, lo abrió y sacó un sobre azul escondido entre las páginas. Lo guardó en su equipaje, cerró la ventana y salió del dormitorio.

Anthony y Julia llegaron justo antes de que concluyera el embarque. La azafata les entregó sus tarjetas de embarque y les aconsejó que se dieran prisa. Era tan tarde que no podía garantizarles que llegaran a la puerta antes de la última llamada.

—Pues con mi pierna, lo llevamos claro —declaró Anthony, mirando afligido a la empleada.

—¿Tiene dificultades para desplazarse, señor? —se preocupó la joven.

—Por desgracia, señorita, a mi edad ¿quién no las tiene? —contestó muy orgulloso, presentándole el certificado que daba fe de que llevaba un marcapasos.

—Espere aquí —dijo ésta descolgando el teléfono.

Unos segundos más tarde, llegó un cochecito eléctrico para llevarlos a la puerta de embarque del vuelo con destino a París. Escoltados por un agente de la compañía, pasar el control de seguridad esta vez fue un juego de niños.

—¿Vuelves a tener un virus en el sistema? —le preguntó Julia mientras recorrían a toda velocidad los pasillos del aeropuerto.

—Calla, demonios —murmuró Anthony—, ¡nos van a descubrir, no me pasa nada en la pierna!

Y reanudó su conversación con el conductor, como si la vida de éste de verdad lo apasionara. Apenas diez minutos más tarde, Anthony y su hija embarcaron entre los primeros pasajeros.

Mientras que las dos azafatas ayudaban a Anthony Walsh a acomodarse, una colocándole almohadas en la espalda, y la otra ofreciéndole una manta, Julia volvió a la puerta del avión. Informó al sobrecargo de que tenía que hacer una última llamada. Su padre ya había embarcado, volvería dentro de un momento. Deshizo el camino andado en la pasarela y sacó su móvil.

—¿Y bien, cómo va ese misterioso periplo por Canadá? —dijo Stanley al contestar a la llamada.

—Estoy en el aeropuerto.

—¿Ya vuelves?

—¡No, me marcho!

—¡Cariño, me parece que me he perdido una etapa!

—He vuelto esta mañana, no me ha dado tiempo de pasar a visitarte, y sin embargo te juro que lo necesitaba.

—¿Y se puede saber dónde vas esta vez?, ¿a Oklahoma, a Wisconsin tal vez?

—Stanley, si encontraras una carta de Edward, escrita de su puño y letra justo antes del final, ¿la abrirías?

—Ya te lo he dicho, Julia, sus últimas palabras fueron para decirme que me amaba. ¿Qué más querría saber? ¿Otras excusas, otros motivos de arrepentimiento? Esas pocas palabras suyas valían más que todas las cosas que olvidamos decirnos.

—Entonces, ¿volverías a dejar la carta en su lugar?

—Creo que sí, pero nunca he descubierto ninguna nota de Edward en nuestro apartamento. No escribía mucho, ¿sabes?, ni siquiera la lista de la compra; siempre me tocaba a mí ocuparme de esas cosas. No te imaginas lo mucho que me cabreaba eso entonces, y sin embargo, veinte años más tarde, cada vez que voy al mercado, compro su marca de yogures preferida. Es una tontería acordarse de esa clase de cosas tanto tiempo después, ¿verdad?

—Quizá no.

—¿Has encontrado una carta de Tomas, es eso? Me hablas de Edward cada vez que te acuerdas de Tomas, ¡abre esa carta!...

—¿Por qué, si tú no lo habrías hecho?

—Tiene narices que, en veinte años de amistad, aún no hayas comprendido que soy todo menos un buen ejemplo. Abre esa carta hoy mismo, léela mañana si lo prefieres, pero sobre todo no la destruyas. Quizá te haya mentido un poco; si Edward me hubiera dejado una carta, la habría leído cien veces, durante horas, para estar seguro de comprender cada una de sus palabras, aunque supiera que él nunca hubiera tardado tanto en escribírmela. Y ahora, ¿puedes decirme adonde te marchas? Me muero de impaciencia de saber el prefijo telefónico al que podré llamarte esta noche.

—Será más bien mañana, y tendrás que marcar el 49.

—¿Eso es en el extranjero?

—En Alemania, Berlín.

Hubo un momento de silencio. Stanley respiró profundamente antes de reanudar su conversación.

—¿Has descubierto algo en esa carta que, por lo tanto, ya has abierto?

—¡Que sigue vivo!

—Evidentemente... —suspiró Stanley—. Y me llamas desde la sala de embarque para preguntarme si haces bien en ir a buscarlo, ¿es eso?

—Te llamo desde la pasarela de embarque..., y creo que ya me has respondido.

—Pues entonces corre, tonta, no pierdas ese avión.

—¿Stanley?

—¿Qué pasa ahora?

—¿Estás enfadado?

—Que no, hombre, es sólo que no soporto saber que estás tan lejos, nada más. ¿Tienes alguna otra pregunta tonta más?

—¿Cómo te las apañas...?

—¿Para contestar a tus preguntas antes siquiera de que me las hagas? Las malas lenguas te dirán que soy más mujer que tú, pero puedes pensar que es porque soy tu mejor amigo. Y ahora, largo, antes de que me dé cuenta de que te voy a echar muchísimo de menos.

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