Las cosas que no nos dijimos (15 page)

Nada más salir a la calle, me cogiste de la mano, y cada vez que te preguntaba adonde íbamos tan de prisa, tú contestabas: «Ven, ven.» Cruzamos el puentecito sobre el río Spree.

La isla de los museos, nunca había visto una concentración tal de edificios dedicados al arte. Creía que tu país sólo estaba hecho de grises, y allí todo era en color. Me llevaste ante la puerta del Altes Museum. El edificio era un inmenso cuadrado, pero, cuando entramos, el espacio interior tenía la forma de una rotonda. Nunca había visto una arquitectura como ésa, tan extraña, casi increíble. Me condujiste al centro de esa rotonda y me hiciste dar una vuelta sobre mí misma; luego otra, y otra más, cada vez más rápido, hasta sentir vértigo. Detuviste mi baile loco abrazándome y me dijiste «Mira, esto es el romanticismo alemán, un círculo en medio de un cuadrado», para demostrar que todas las diferencias pueden anularse. Y me llevaste a ver el museo de Pérgamo.

—Bueno, ¿qué? —quiso saber Anthony—. ¿Has rememorado ese momento de felicidad?

—Sí —contestó ella sin abrir los ojos. 

—¿Y a quién veías en él? 

Julia abrió los ojos.

—No tienes que decirme la respuesta, Julia, te pertenece. Yo ya no viviré tu vida por ti.

—¿Por qué haces esto?

—Porque, cada vez que cierro los ojos, vuelvo a ver el rostro de tu madre.

—Tomas ha surgido en ese retrato que se parecía a él como un fantasma, una sombra que me decía que me marchara en paz, que podía casarme sin pensar ya más en él, sin nostalgia. Era una señal.

Anthony carraspeó.

—¡Pero si no era más que un retrato a carboncillo! Si lanzo mi servilleta, que alcance o no a darle al paragüero de la entrada no cambiará nada. Que la última gota de vino caiga o no en la copa de esa mujer que está junto a nosotros no hará que antes de que concluya el año se case con el tontorrón con el que está cenando. No me mires como si fuera un extraterrestre, si ese imbécil no le hablara tan alto a su novia para impresionarla, no habría oído su conversación desde el principio de la cena.

—¡Dices eso porque nunca has creído en las señales de la vida! ¡Porque siempre necesitas controlarlo todo!

—Las señales no existen, Julia. He lanzado mil hojas de papel arrugado a la papelera de mi despacho, seguro de que, si encestaba, mi deseo se cumpliría; ¡pero la llamada que esperaba no llegaba nunca! Llegué incluso a decirme que tenía que encestar tres o cuatro veces seguidas para merecer la recompensa; tras dos años de práctica encarnizada, era capaz de encestar un taco de hojas una tras otra en pleno centro de una papelera colocada a diez metros de distancia, y la llamada seguía sin llegar. Una noche, tres clientes importantes me acompañaron a una cena de negocios. Mientras uno de mis socios se esforzaba por enumerarles todos los países en los que teníamos filiales implantadas, yo buscaba aquel en el que debía de estar la mujer a la que esperaba; me imaginaba las calles que recorría al salir de su casa todas las mañanas. Al marcharnos del restaurante, uno de ellos, un chino, y no me preguntes su nombre, por favor, me contó una leyenda preciosa. Según parece, si uno salta en medio de un charco en el que se refleja la luna llena, su espíritu te lleva de inmediato junto a las personas a las que añoras. Tendrías que haber visto la cara que puso mi socio cuando salté con ambos pies en el arroyo. Mi cliente estaba calado hasta los huesos, le chorreaba hasta el sombrero. En lugar de pedirle disculpas, ¡le reproché que su truco no funcionaba! La mujer a la que yo esperaba no había aparecido. Así que no me hables de esas señales estúpidas a las que uno se aferra cuando ha perdido toda razón para creer en Dios.

—¡Te prohíbo que digas esas cosas! —gritó Julia—. De niña, yo habría saltado en mil charcos, mil arroyos, con tal de que tú volvieras por la noche. Ya es demasiado tarde para contarme esa clase de historias. ¡Hace tiempo que dejé atrás la infancia!

Anthony Walsh miró a su hija con expresión triste. Julia seguía muy enfadada. Apartó su silla, se levantó de la mesa y salió del restaurante.

—Discúlpela —le dijo al camarero dejando unos billetes en la mesa—. ¡Me parece que es su champán, demasiadas burbujas!

Regresaron al hotel. Ninguna palabra vino a romper el silencio nocturno. Atravesaron las callejuelas de la ciudad vieja. Julia no caminaba recto del todo. A veces tropezaba con algún adoquín que sobresalía del suelo. Anthony avanzaba en seguida el brazo para sostenerla, pero ella recuperaba el equilibrio y rechazaba su gesto, sin dejar nunca que la tocara.

—¡Soy una mujer feliz! —dijo titubeando—. ¡Feliz y del todo realizada! ¡Ejerzo una profesión que me gusta, vivo en un apartamento que me gusta, tengo un amigo muy bueno al que quiero y me voy a casar con un hombre al que amo! ¡Una mujer realizada! —repitió, tropezando con las sílabas.

Se le torció un tobillo, recuperó el equilibrio de milagro y se dejó caer hasta el suelo apoyándose en una farola.

—¡Mierda! —masculló sentada en la acera.

Hizo caso omiso de la mano que le tendía su padre para ayudarla a levantarse. Éste se arrodilló y se sentó a su lado. La callejuela estaba desierta, y se quedaron los dos ahí sentados, apoyados contra la farola. Pasaron diez minutos, y Anthony Walsh se sacó una bolsita del bolsillo de su gabardina.

—¿Qué es eso? —quiso saber Julia.

—Caramelos.

Ella se encogió de hombros y miró hacia otro lado.

—Creo que en el fondo de la bolsa hay dos o tres ositos de chocolate... La última vez que supe de ellos estaban jugando con una espiral de regaliz.

Julia seguía sin reaccionar, de modo que Anthony hizo ademán de guardarse las golosinas en el bolsillo, pero ella le arrancó la bolsita de las manos.

—Cuando eras niña, adoptaste un gato vagabundo —dijo él mientras Julia se comía el tercer osito—. Lo querías mucho a él también, hasta que, al cabo de ocho días, se marchó. ¿Quieres que volvamos ya al hotel?

—No —contestó Julia masticando los caramelos.

Una calesa tirada por un caballo alazán pasó por delante de ellos. Anthony saludó al cochero con un gesto.

Llegaron al hotel una hora más tarde. Julia cruzó el vestíbulo y cogió el ascensor de la derecha, mientras su padre subía en el de la izquierda. Se reunieron en el descansillo del último piso, recorrieron uno al lado del otro el pasillo hasta la puerta de la suite nupcial, donde Anthony le cedió el paso a su hija. Ésta se fue directamente a su habitación, y Anthony entró en la suya.

Julia se tiró en seguida sobre la cama y rebuscó en su bolso para sacar su móvil. Consultó la hora en su reloj y llamó a Adam. Le contestó el buzón de voz, esperó hasta el final del mensaje grabado y colgó antes de que sonara el fatídico pitido. Entonces marcó el número de Stanley.

—Veo que todo te va viento en popa.

—Te echo un montón de menos, ¿sabes?

—Pues no tenía ni la más remota idea. Bueno, ¿qué tal ese viaje?

—Creo que volveré mañana.

—¿Ya? ¿Has encontrado lo que buscabas?

—Lo esencial, me parece.

—Adam acaba de salir de mi casa —anunció Stanley con una voz sentenciosa.

—¿Ha ido a verte?

—Eso es exactamente lo que acabo de decirte, ¿qué pasa, has bebido?

—Un poco.

—¿Tan bien estás?

—¡Que sí! ¿Por qué queréis todos que esté mal?

—¡En lo que a mí respecta, hablo por mí nada más!

—¿Qué quería?

—Hablar de ti, me imagino, a menos que no esté cambiando de acera; pero en ese caso, pierde el tiempo, no es en absoluto mi tipo.

—¿Adam ha ido a verte para hablarte de mí?

—No, ha venido para que yo le hablara de ti. Es lo que hace la gente cuando echa de menos a la persona a la que quiere.

Stanley oyó respirar a Julia.

—Está triste, cariño. No tengo especial simpatía por él, nunca te lo he ocultado, pero no me gusta ver a un hombre desgraciado.

—¿Por qué está triste? —preguntó Julia con una voz sinceramente afligida.

—¡O te has vuelto tonta de remate, o estás de verdad borracha! Está desesperado porque dos días después de la anulación de su boda, su prometida (Dios, cómo odio cuando te llama así, es tan pasado de moda...) se marcha sin dejarle una dirección y sin explicarle los motivos de su huida. ¿Te parece lo bastante claro, o quieres que te mande por mensajero una caja de aspirinas?

—Para empezar, no me he marchado sin dejarle una dirección, y fui a verlo antes...

—¿A Vermont? ¿Te has atrevido a decirle que ibas a Vermont? ¿A eso le llamas tú dejar una dirección?

—¿Es que hay algún problema con Vermont? —preguntó Julia con voz apurada.

—No, bueno, al menos no hasta que yo metiera la pata.

—¿Qué has hecho? —preguntó Julia, conteniendo la respiración.

—Le he dicho que estabas en Montreal. ¡Cómo querías que me imaginara una estupidez así! La próxima vez que mientas, avísame, te daré alguna lección y, al menos, nos pondremos de acuerdo sobre las versiones.

—¡Mierda!

—Me has quitado la palabra de la boca...

—¿Habéis cenado juntos?

—Nada, le he preparado una cosita de nada...

—¡Stanley!

—¿Qué pasa? ¡Encima no iba a dejar que se muriera de hambre! No sé lo qué estarás haciendo en Montreal, cariño, ni con quién, y he captado el mensaje de que no es asunto mío, pero, por favor te lo pido, llama a Adam, es lo menos que puedes hacer.

—No es en absoluto lo que piensas, Stanley.

—¿Y a ti quién te ha dicho que yo pienso algo? Si te tranquiliza, le he asegurado que tu marcha no tenía nada que ver con vosotros dos, que te habías ido tras los pasos de tu padre. ¡Como ves, para mentir hace falta un poco de talento!

—¡Pero te juro que no mentías!

—He añadido que su muerte te había alterado mucho, y que era importante para vosotros como pareja que pudieras cerrar las puertas de tu pasado que se han quedado abiertas. Nadie necesita corrientes de aire en su vida amorosa, ¿verdad?

De nuevo, Julia se quedó callada.

—¿Y bien, por dónde andas de tus exploraciones sobre la historia de papá Walsh? —prosiguió Stanley.

—Creo haber ahondado en los motivos que hacen que lo odie.

—¡Perfecto! ¿Y qué más?

—Y tal vez algo también en los que hacían que lo quisiera.

—¿Y quieres regresar mañana?

—No sé, supongo que es mejor que vuelva con Adam.

—¿Antes de que...?

—Hace un rato he salido a pasear, había una retratista...

Julia le contó a Stanley lo que había descubierto en el viejo puerto de Montreal y, por una vez, su amigo no le dedicó una de sus respuestas cortantes.

—¿Ves?, ya va siendo hora de que vuelva, ¿verdad? No me sienta bien marcharme de Nueva York. Además, si no vuelvo mañana, ¿quién te traerá suerte?

—¿Quieres un consejo de verdad? Escribe en una hoja todo lo que se te pase por la cabeza, ¡y haz exactamente lo contrario! Buenas noches, querida.

Stanley había colgado. Julia abandonó la cama para ir al cuarto de baño. No oyó los pasos quedos de su padre, que volvía a su habitación.

12

Un cielo rojizo se levantaba sobre Montreal. El salón que separaba las dos habitaciones de la suite estaba bañado en una luz tenue. Llamaron a la puerta. Anthony abrió al camarero y le dejó que empujara el carrito hasta el centro de la sala. El joven se ofreció a poner la mesa para el desayuno, pero Anthony le deslizó unos dólares en el bolsillo y tomó las riendas de la situación. El camarero se marchó, y Anthony cuidó de que la puerta no hiciera ruido al cerrarse. Dudó entre la mesa baja y el velador junto a las ventanas que ofrecían unas vistas tan bonitas. Optó por el panorama de la ciudad y dispuso con sumo cuidado mantel, platos, cubiertos, jarra de zumo de naranja, cuenco de cereales, cestito de bollería y una rosa que se erguía con orgullo en su jarrón. Dio un paso atrás, desplazó la flor que, a su juicio, no estaba en el centro justo, y la lecherita, que quedaba mejor junto al cestito de los panes. Dejó en el plato de Julia un rollo de papel adornado con un lazo rojo y lo tapó con la servilleta. Esta vez, se apartó más de la mesa para comprobar la armonía de su composición. Tras ajustarse el nudo de la corbata, fue a llamar delicadamente a la puerta de su hija y anunció que el desayuno de la señora estaba servido. Julia gruñó y preguntó qué hora era.

—La hora de levantarte; el autobús del colegio pasa dentro de quince minutos, ¡otra vez lo vas a perder!

Tapada por el edredón hasta la nariz, Julia abrió un ojo y se desperezó. Hacía tiempo que no había dormido tan profundamente. Se revolvió el pelo y mantuvo los ojos semicerrados hasta que se le acomodara la vista a la luz del día. Se levantó de un salto y volvió a sentarse en seguida en el borde de la cama, presa de un mareo. El despertador de la mesilla de noche indicaba las ocho.

—¿Por qué tan pronto? —masculló entrando en el baño.

Y, mientras Julia se duchaba, Anthony Walsh, sentado en una butaca del saloncito, contempló el lazo rojo que sobresalía del plato y suspiró.

El vuelo de Air Canadá había despegado a las 7.10 horas del aeropuerto de Newark. La voz del comandante se hizo oír por la megafonía del avión para anunciar el inicio del descenso hacia Montreal. El aparato tomaría tierra a la hora prevista. El jefe de cabina recitó las consignas habituales que había que respetar para el aterrizaje. Adam se estiró todo lo que le permitía el asiento que ocupaba. Puso la mesita en posición vertical y miró por la ventanilla. El avión sobrevolaba el río Saint-Laurent. A lo lejos se dibujaban los contornos de la ciudad, y se alcanzaban a ver los relieves del Mont-Royal. El MD-80 se inclinó, y Adam se ajustó el cinturón. Por delante de la cabina ya se veían las balizas de la pista.

Julia se ajustó el cinturón de su albornoz y entró en el saloncito. Contempló la mesa servida y sonrió a Anthony, que le indicaba una de las sillas.

—Te he pedido té Earl Grey —dijo llenándole la taza—. El señor del servicio de habitaciones me ha propuesto té negro, del negro negrísimo, té amarillo, blanco, verde, té ahumado, té chino, té de Sichuán, de Formosa, de Corea, de Ceilán, de la India, de Nepal, y cuarenta clases más que me ha citado y que ya no recuerdo, antes de amenazarlo con suicidarme si continuaba.

—El Earl Grey está muy bien —contestó Julia desdoblando su servilleta.

Miró el rollo de papel con su lazo rojo y se volvió hacia su padre con una mirada interrogativa.

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