Las cosas que no nos dijimos (17 page)

¿Quién podía saber allí que, esa misma mañana, en las afueras de Kabul, un hombre de treinta años que se llamaba Tomas había muerto al pisar una mina? ¿A quién le habría importado? ¿Quién podía comprender que ya no volvería a verte, que mi mundo ya nunca sería el mismo?

¿Te he dicho que llevaba dos días sin comer? Poco importa. Lo habría dicho todo dos veces con tal de hablarte de mí, de oírte hablarme de ti. Al doblar una esquina, me desplomé.

¿Sabes que gracias a ti conocí a Stanley, el que se convirtió en mi mejor amigo, en el momento preciso en que nos vimos por primera vez? Salía de una habitación junto a la mía. Caminaba, con aire perdido, en ese largo pasillo de hospital; mi puerta estaba entreabierta, se detuvo, me miró, tumbada en la cama, y me sonrió. Ningún payaso del mundo podría haber lucido en su rostro una sonrisa más triste. Le temblaban los labios. De pronto, murmuró las dos palabras que yo me prohibía; pero a él quizá pudiera confesárselo, puesto que no lo conocía. Abrirle tu corazón a un desconocido no es como abrírselo a alguien cercano, no hace que la verdad sea irreversible, no es más que un abandono que se puede borrar con la goma de la ignorancia. «Ha muerto», dijo Stanley, y yo le contesté: «Sí, ha muerto.» Él hablaba de su novio, y yo le hablaba de ti. Así es como nos conocimos Stanley y yo, el día en que ambos perdimos al hombre al que amábamos. Edward había sucumbido al sida, y tú, a otra pandemia que sigue haciendo estragos entre los hombres. Se sentó al pie de mi cama, me preguntó si había podido llorar, le dije la verdad, y me confesó que él tampoco. Me tendió la mano, yo la cogí entre las mías, y entonces derramamos nuestras primeras lágrimas, las que te arrastraban lejos de mí, y a Edward lejos de él.

Anthony Walsh rechazó la bebida que le ofrecía la azafata. Echó un vistazo a la parte de atrás del avión. La cabina estaba casi vacía, pero Julia había preferido sentarse diez filas detrás, al lado de la ventanilla, y seguía teniendo la mirada perdida hacia el cielo.

Al salir del hospital, me fui de casa y até tus cien cartas con un lazo rojo. Las guardé en un cajón del escritorio de mi habitación. Ya no necesitaba releerlas para recordar. Llené una maleta y me marché sin despedirme de mi padre, incapaz de perdonarle el habernos separado. El dinero que había ahorrado para volver a verte algún día lo empleé en vivir lejos de él. Unos meses después, empecé mi carrera de dibujante y el principio de mi vida sin ti.

Stanley y yo pasábamos el tiempo juntos. Así nació nuestra amistad. Por aquel entonces él trabajaba en un mercadillo en Brooklyn. Cogimos la costumbre de quedar por las noches en medio del puente. A veces permanecíamos allí durante horas, acodados a la barandilla, mirando pasar los barcos que subían o bajaban el río; otras veces paseábamos por las orillas. Él me hablaba de Edward, y yo le hablaba de ti, y cuando cada uno volvía a su casa traía un poco de ambos en su equipaje nocturno.

Busqué la sombra de tu cuerpo en las que proyectaban los árboles sobre las aceras por las mañanas, los rasgos de tu rostro en los reflejos del Hudson; busqué tus palabras en vano en todos los vientos que recorrían la ciudad. Durante dos años reviví así cada uno de nuestros momentos en Berlín, a veces me reía de nosotros, pero sin dejar jamás de pensar en ti.

Nunca recibí tu carta, Tomas, la que me habría hecho saber que estabas vivo. Ignoro lo que me escribías en ella. Fue hace casi veinte años, y tengo la extraña sensación de que me la mandaste ayer. Quizá, tras tantos meses sin noticias tuyas, me anunciabas tu decisión de no esperarme nunca más en un aeropuerto. Que el tiempo transcurrido desde mi marcha se te había hecho demasiado largo. Que quizá hubiéramos alcanzado ese tiempo en que los sentimientos se marchitan; el amor también tiene su otoño para quien ha olvidado el sabor del otro. Quizá hubieras dejado de creer en nosotros, quizá te hubiera perdido de otra manera. Veinte años o casi para llegar a su destino es mucho tiempo para una carta.

Ya no somos los mismos. ¿Emprendería yo de nuevo el camino de París a Berlín? ¿Qué ocurriría si nuestras miradas volvieran a cruzarse, tú a un lado del Muro y yo al otro? ¿Me abrirías los brazos, como hiciste una noche de noviembre de 1989 con Knapp? ¿Acaso iríamos a recorrer las calles de una ciudad que ha rejuvenecido, cuando nosotros, en cambio, hemos envejecido? ¿Serían hoy tus labios tan suaves como entonces? Quizá esa carta debió quedarse en el cajón de ese escritorio, quizá fue mejor así.

La azafata le dio unos golpecitos en el hombro. Había llegado el momento de abrocharse el cinturón, el avión se estaba aproximando a Nueva York.

Adam tenía que resignarse a pasar parte del día en Montreal. La empleada de Air Canadá había hecho todo lo posible por ser agradable, pero, desgraciadamente, la única plaza disponible para volver a Nueva York estaba en un vuelo que despegaba a las cuatro de la tarde. Una y otra vez había tratado de hablar con Julia, pero siempre contestaba su buzón de voz.

Otra autopista, por la ventanilla esta vez se veían los rascacielos de Manhattan. La Lincoln se adentró por el túnel del mismo nombre.

—Me da la extraña sensación de que ya no soy bienvenido en casa de mi hija. Entre tu desván asqueroso y mis apartamentos, mejor estoy en mi casa. Regresaré el sábado para volver a meterme en mi caja antes de que acudan para llevársela. Sería mejor que llamaras a Wallace, para asegurarnos de que no esté en casa —dijo Anthony, tendiéndole a Julia un trozo de papel con un número de teléfono.

—¿Tu mayordomo sigue viviendo en tu casa?

—No sé exactamente lo que hace mi secretario particular. Desde que fallecí, no he tenido ocasión de preguntarle en qué ocupa su tiempo. Pero si quieres evitarle un ataque al corazón, lo más juicioso sería que no se encontrara en casa cuando regresemos. Y ya que hablas con él, me vendría bien que le dieras una buena razón para irse a la otra punta del mundo hasta que termine la semana.

Por toda respuesta, Julia se contentó con marcar el número de Wallace. Le respondió un mensaje de voz que decía que, debido al fallecimiento de su jefe, estaría de vacaciones durante un mes. Era imposible dejarle un mensaje. En caso de urgencia por algún asunto relacionado con los negocios del señor Walsh, rogaba se pusieran directamente en contacto con su notario.

—¡Puedes estar tranquilo, hay vía libre! —dijo Julia guardándose el móvil en el bolsillo.

Media hora más tarde, la limusina aparcó junto a la acera, ante el palacete en el que vivía Anthony Walsh. Julia contempló la fachada, y su mirada se dirigió de inmediato hacia una ventana del segundo piso. Allí había visto una tarde, al volver del colegio, a su madre, asomándose peligrosamente al balcón. ¿Qué habría hecho si Julia no hubiera gritado su nombre? Su madre, al verla, la había saludado con la mano, como si ese gesto pudiera borrar todo rastro de lo que se disponía a hacer.

Anthony abrió su maletín y le tendió un manojo de llaves.

—¿También te han entregado tus llaves?

—Digamos que habíamos previsto la hipótesis de que no me quisieras en tu casa, pero tampoco quisieras apagarme antes de tiempo... ¿Abres? ¡No merece la pena esperar a que algún vecino me reconozca!

—Ah, así que ahora conoces a tus vecinos... ¡Primera noticia!

—¡Julia!

—Vale, vale —suspiró ella, haciendo girar el picaporte de la pesada puerta de hierro forjado.

La luz entró con ella. Todo estaba intacto, tal y como se conservaba en sus recuerdos más remotos; las baldosas blancas y negras del vestíbulo que formaban un gigantesco damero. A la derecha, el tramo de escaleras de madera oscura que conducía al piso superior y que dibujaba una grácil curva. La barandilla de lupa, cincelada por la herramienta de un ebanista de renombre, que su padre gustaba de citar cuando enseñaba las partes comunes de su vivienda a sus invitados. Al fondo, la puerta que se abría sobre la cocina y el
office,
ambos más espaciosos que todos los lugares en los que Julia había vivido desde que dejó la casa de su padre. A la izquierda, el despacho en el que Anthony llevaba su propia contabilidad, las escasas noches en que se encontraba en casa. Por todas partes esos signos de riqueza que habían alejado a Anthony Walsh de los tiempos en que servía cafés en un rascacielos de Montreal. En la gran pared, un retrato de Julia cuando era niña. ¿Quedaban hoy en su mirada algunas de esas chispas que un pintor había plasmado cuando tenía cinco años? Julia alzó la cabeza para contemplar el artesonado del techo. Si hubiera habido aquí y allá alguna telaraña colgando de los rincones de los revestimientos de madera, el ambiente habría sido fantasmagórico, pero la casa de Anthony Walsh siempre lucía un impecable mantenimiento.

—¿Sabes dónde está tu habitación? —le preguntó Anthony entrando en su despacho—. Te dejo ir, estoy seguro de que aún recuerdas el camino. Si tienes hambre, seguramente habrá algo de comer en los armarios de la cocina, pasta o algunas latas de conserva. No hace tanto que he muerto.

Y miró a Julia subir los escalones de dos en dos, deslizando la mano por la barandilla, exactamente como lo hacía cuando era niña; y, al llegar al rellano, también como cuando era niña, se volvió para ver si la seguía alguien.

—¿Qué pasa? —le preguntó, mirándolo desde lo alto de la escalera.

—Nada —contestó Anthony sonriendo.

Y entró en su despacho.

El pasillo se extendía ante sí. La primera puerta era la de la habitación de su madre. Julia llevó la mano al picaporte, éste bajó despacio y volvió a subir también despacio cuando renunció a entrar. Avanzó hasta el final del pasillo sin dar más rodeos.

Una extraña luz opalina brillaba en la habitación. Los visillos corridos de las ventanas flotaban sobre la alfombra de colores intactos. Avanzó hacia la cama, se sentó en el borde y hundió el rostro en la almohada, respirando a pleno pulmón el aroma de la funda. Vinieron a su mente entonces los recuerdos de aquellas noches en que leía a escondidas bajo las sábanas con una linterna; las noches en que personajes inventados cobraban vida entre las cortinas, cuando la ventana estaba abierta. Sombras cómplices que poblaban sus momentos de insomnio. Estiró las piernas y miró a su alrededor. La lámpara de araña, semejante a un móvil pero demasiado pesada para que sus alas negras revolotearan cuando se subía a una silla y soplaba sobre ella. Junto al armario, el baúl de madera donde amontonaba sus cuadernos, unas fotografías, mapas de países de mágicos nombres, comprados en la papelería o intercambiados por territorios que tenía repetidos; ¿de qué servía ir dos veces al mismo lugar cuando había tanto por descubrir? Su mirada se dirigió hacia el estante en el que estaban alineados sus manuales escolares, bien derechos, sujetos a uno y otro extremo por dos viejos juguetes, un perro rojo y un gato azul que se ignoraban desde siempre. La tapa granate de un libro de historia, olvidado nada más terminar el colegio, la impulsó a acercarse a su mesa de trabajo. Julia abandonó la cama y se dirigió a su escritorio.

Cuántas horas había pasado sobre esa tabla de madera arañada con la punta de un compás, cuántas horas pensando en las musarañas, redactando concienzudamente en sus cuadernos la letanía de siempre en cuanto Wallace llamaba a su puerta para vigilar que estaba haciendo los deberes. Páginas enteras con las mismas palabras: «Me aburro, me aburro, me aburro.» El pomo de porcelana del cajón tenía forma de estrella. Bastaba con tirar un poco de él para que se deslizara sin esfuerzo. Julia lo entreabrió. Un rotulador rojo rodó hacia el fondo del cajón. Metió en seguida la mano. La apertura no era muy grande, y el insolente consiguió escapar. Atraída por el juego, Julia siguió explorando el espacio a tientas.

Su pulgar reconocía aquí la escuadra para el dibujo técnico; su meñique, un collar que había ganado en una feria, demasiado feo para llevarlo al cuello; el anular vacilaba aún. ¿Qué era aquello, el sacapuntas en forma de rana o el rollo de celo en forma de tortuga? El dedo corazón rozó una superficie de papel. En la esquina superior derecha, un ínfimo relieve traicionaba el borde dentado de un sello que los años habían despegado ligeramente. En el sobre que acariciaba al amparo de la oscuridad del cajón, siguió las líneas que la tinta de una pluma había trazado. Tratando de no perder el hilo del trazo, como en ese juego en el que hay que adivinar palabras dibujadas con las yemas de los dedos sobre la piel de la persona amada, Julia reconoció la letra de Tomas. Cogió el sobre, lo abrió y sacó una carta.

Septiembre de 1991

Julia:

He sobrevivido a la locura de los hombres. Soy el único superviviente de tan triste aventura. Como te escribía en mi última carta, por fin partimos en busca de Masud. He olvidado en el fragor de la explosión que aún resuena en mí por qué era tan importante para mí reunirme con él. He olvidado el fervor que me animaba para filmar su verdad. No vi más que el odio que rozaba mi cuerpo y el que se llevó por delante a mis compañeros de viaje. Los habitantes de la aldea recogieron mi cuerpo entre los escombros, a veinte metros del lugar donde debería haber muerto. ¿Por qué la onda expansiva se contentó con lanzarme por los aires, cuando despedazó a los demás? Nunca lo sabré. Porque me creían muerto, me dejaron en una carreta. Si un niño no hubiera resistido al deseo de ponerse mi reloj en la muñeca, hasta el punto de vencer el miedo, si mi brazo no se hubiera movido y el niño no hubiera empezado a gritar, probablemente me habrían enterrado. Pero ya te lo he dicho: he sobrevivido a la locura de los hombres. Cuentan que cuando te llega la muerte, vuelves a ver en tu cabeza toda tu vida. Cuando la muerte te atrapa con esa fuerza, no se ve nada de eso. En el delirio que acompañaba mi fiebre, yo sólo veía tu rostro. Habría querido darte celos diciéndote que la enfermera que me atendía era una joven bellísima, pero era un hombre, y su larga barba no era en absoluto seductora. He pasado estos cuatro últimos meses en una cama de hospital en Kabul. Tengo la piel quemada, pero no te escribo para quejarme.

Cinco meses sin mandarte una sola carta es mucho tiempo cuando teníamos la costumbre de escribirnos dos veces por semana. Cinco meses de silencio, casi medio año, es más todavía cuando hace tanto tiempo que no nos hemos visto ni nos hemos tocado. Es durísimo amarse a distancia, por eso te hago ahora esta pregunta que me asalta a diario.

Knapp fue a Kabul en cuanto se enteró de la noticia. Tendrías que haber visto cómo lloraba al entrar en la sala, y yo también un poco, lo reconozco. Menos mal que el herido a mi lado dormía a pierna suelta, de lo contrario, ¿qué habrían pensado de nosotros esos soldados de inquebrantable valor? Si no te llamó nada más marcharse, para decirte que estaba vivo, fue porque le pedí que no lo hiciera. Sé que te había anunciado mi muerte, me tocaba a mí decirte que había sobrevivido. Quizá la verdadera razón sea otra, quizá al escribirte quiera dejarte la libertad de no interrumpir el duelo de nuestra historia, si ya lo has empezado.

Julia, nuestro amor nació de nuestras diferencias, de esa hambre de descubrimientos que sentíamos todas las mañanas, intacta, al despertar. Y ya que te hablo de mañanas, nunca sabrás la cantidad de horas que pasé mirándote dormir, mirándote sonreír. Pues, aunque no lo sepas, sonríes cuando duermes. No contarás jamás cuántas veces te acurrucaste contra mí, diciendo en sueños palabras que yo no comprendía; cien veces, es el número exacto.

Julia, sé que construir juntos es otra aventura. Odié a tu padre, y luego quise comprenderlo. ¿Habría actuado yo igual que él en las mismas circunstancias? Si me hubieras dado una hija, si me hubieras dejado solo con ella, si se hubiera enamorado de un extranjero que vivía en un mundo hecho de nada, o de todo lo que me aterroriza, quizá habría actuado como él. Nunca me ha apetecido contarte todos esos años vividos al otro lado del Muro, no habría querido malgastar un segundo de nuestro tiempo con esos recuerdos del absurdo, merecías algo mejor que tristes relatos sobre lo peor de lo que son capaces los hombres, pero tu padre seguramente conocía todo eso y no era lo que esperaba para ti.

Odié a tu padre por haberte raptado, dejándome ensangrentado en nuestra habitación, incapaz de retenerte. En mi rabia la emprendí a puñetazos con las paredes en las que aún resonaba tu voz, pero quería entender. ¿Cómo decirte que te amaba sin al menos haberlo intentado?

A la fuerza, volviste a tu vida. ¿Te acuerdas?, siempre hablabas de las señales que la vida nos dibuja, pero yo no te creía, mas terminé por persuadirme de tu verdad, aunque esta noche en que te escribo estas líneas, aquí la verdad que impera sea la de lo peor que albergan los hombres.

Te amé tal y como eras, y jamás querría que fueras de otra manera, te amé sin comprenderlo todo de ti, convencido de que el tiempo me daría la manera de hacerlo; quizá en medio de todo ese amor olvidara a veces preguntarte si me amabas hasta el punto de abrazar todo lo que nos separa. Quizá también nunca me dejabas tiempo de hacerte esta pregunta, como tampoco te lo dejabas a ti misma. Pero, a nuestro pesar, ese tiempo ha llegado.

Regreso mañana a Berlín. Echaré esta carta en el primer buzón que vea. Te llegará, como siempre, dentro de unos días; si no me equivoco en mis cálculos, debería ser el 16 o el 17 de septiembre.

Encontrarás en este sobre algo que guardaba en secreto; me habría gustado incluirte una foto mía, pero en estos momentos no tengo muy buen aspecto, y además sería un poco presuntuoso por mi parte. Así que no es más que un billete de avión. Ya ves, ya no necesitarás trabajar largos meses para reunirte conmigo, si aún lo deseas. Yo también había ahorrado para ir a buscarte. Me lo había llevado conmigo a Kabul, tenía pensado mandártelo, pero como podrás ver... aún es válido.

Te esperaré en el aeropuerto de Berlín el último día de cada mes.

Si volvemos a vernos, juraré no separar a la hija que me des del hombre al que ame algún día. Y por muy diferente que sea, comprenderé a aquel que me la robe, comprenderé a mi hija, puesto que habré amado a su madre.

Julia, nunca te guardaré rencor, respetaré tu elección, sea cual sea. Si no vinieras, si tuviera que marcharme solo de ese aeropuerto, el último día del mes, que sepas que lo comprenderé, es para decirte eso por lo que hoy te escribo.

No olvidaré jamás el rostro maravilloso que la vida me regaló una tarde de noviembre, una tarde en que, habiendo recuperado la esperanza, trepé a un muro para caer en tus brazos, yo que venía del Este, y tú, del Oeste.

Eres, y seguirás siendo en mi memoria, lo más hermoso que me ha pasado en la vida. Me doy cuenta ahora de cuánto te amo al escribirte estas palabras.

Hasta pronto, quizá. De todas maneras, estás aquí, siempre estarás aquí. Sé que, en alguna parte, respiras, y eso ya es mucho.

Te amo,

TOMAS

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