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Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú (18 page)

Les miré con atención mientras bajaban la cuesta.

Eran dos. El único que se había disculpado tenía el pelo castaño, rapado por encima de las orejas. Un flequillo largo y lacio, teñido de rubio, le tapaba completamente un ojo. El otro, cuya cara no pude ver, era moreno. Se había recogido el pelo, rizado, en una pequeña coleta, a la altura de la nuca.

Caminaban acompasadamente, por el centro de la calzada empedrada. El más pequeño se retiraba constantemente el flequillo de la cara. Llevaba una camisa muy bonita, con reflejos brillantes pantalones oscuros, ajustados al cuerpo. Su amigo, que me pareció mucho más interesante, por lo menos de espaldas, estaba muy moreno. Un foulard naranja, atado a modo de cinturón, ponía el toque un punto llamativo a su sobrio atuendo, una camiseta negra de tirantes, profundamente escotada, y unos pantalones también negros, muy anchos, con una goma en los tobillos.

Les seguí a distancia. Tenía tiempo de sobra.

Dos esquinas más allá, un tío apoyado en un coche, debajo de una farola, les saludó levantando el brazo. Este iba vestido de blanco, totalmente de blanco, desde las alpargatas hasta la cinta del pelo.

Era muy guapo y muy joven.

Conservaba el aire frágil de los adolescentes.

Me paré delante de un escaparate y les miré a través del cristal. El más bajo llegó primero y depositó un ligero beso en los labios del jovencito. Este se levantó, entonces, y se dirigió hacia el que iba vestido de negro, que se hallaba cruzado de brazos, en medio de la acera. Se colgó de su cuello y le besó en la boca. Pude ver cómo se mezclaban sus lenguas mientras se abrazaban arrebatadamente.

Siguieron caminando hacia abajo, los tres, el del flequillo solo, a un lado, los otros dos entrelazados por la cintura, el moreno acariciaba con una mano de vez en cuando el trasero del que iba vestido de blanco, propinándole pequeños azotes.

Yo les seguía, sin un propósito determinado. Estaba encantada de haberlos encontrado, había tenido suerte.

Torcieron por una callejuela. Atisbé desde la esquina y vi cómo entraban en un bar que yo había frecuentado bastante, en los tiempos de la facultad.

Me hizo gracia, no me imaginaba aquel nido de rojos convertido en un salón de gays.

Pasé por delante de la puerta y no les vi. Un par de cuarentonas con pinta de funcionarias progresistas, lo que en otro tiempo se hubiera llamado solteronas modernas, ocupaban un par de taburetes, en la barra. A su lado había una pareja de jovencitos, chico y chica, que coqueteaban apaciblemente.

Entré para llamar por teléfono.

Ellos estaban de pie, en una esquina. Eché un vistazo al local. Allí había de todo, gente de todos los plumajes, así que decidí quedarme. Me acodé en la barra y pedí una copa.

—¿Sí? —escuché la voz de mi hermano, al otro lado de la línea.

—¡Marcelo? Oye, soy yo, mira, lo siento mucho pero no voy a poder ir a cenar —procuré hablar con la boca pastosa—. Llevo toda la tarde tomando copas con una amiga recién separada y estoy bastante mal ¿sabes?, prefiero irme a casa a dormir, dile a Mercedes que lo siento muchísimo, que la semana que viene...

—Pato —parecía preocupado. Ya sabía lo que me iba a preguntar—.. Pato, ¿estás bien?

—Claro que sí, borracha pero bien —desde que había dejado a Pablo, Marcelo parecía obsesionado por mi bienestar.

—¿Seguro? —no me creía.

—Que sí, Marcelo, que estoy bien, me he pasado bebiendo, nada más.

—¿Quieres que vaya a buscarte?

—Oye tío, que ya tengo treinta años, puedo volver sola a casa, vamos, creo yo...

—Es verdad, siempre se me olvida, perdóname —nunca había dejado de tratarme como a una niña era igual que Pablo para eso, pero a mí tampoco me molestaba, también le he adorado siempre, a mi hermano—. Llámame mañana, ¿vale?

—Vale.

Mientras empezaba la copa, me preguntaba a mí misma para qué había entrado allí, por qué había renunciado a cenar en casa de Marcelo, qué podía esperar de todo aquello. Al rato me contesté que no esperaba nada. Había entrado allí para mirarles me concentré en ello.

Seguían de pie, en la otra punta del bar. Podía observarles a gusto, ellos seguramente no me veían estaba medio escondida al final de la barra.

El jovencito y el de negro eran novios, estaba casi segura de eso. Hacían muy buena pareja. Aproximadamente de la misma altura, ligeramente por encima del metro ochenta ambos, compartían cierto aspecto sano y relajado. El moreno tenía un cuerpo magnífico, griego, hombros enormes, torso macizo, piernas y brazos largos y fuertes, ni una sola gota de grasa, los músculos en el límite exacto de lo deseable. Se lo trabaja a conciencia, pensé, como mis niños californianos. Tenía la cara larga y angulosa, los ojos oscuros, muy grandes, no era feo, desde luego, pero en conjunto su rostro resultaba demasiado duro, no pegaba mucho con la coleta, ni con su condición de sodomita. Para bien o para mal, tenía cara de macho mediterráneo, de esos que atizan a la mujer con la correa, y eso no se lo iban a arreglar en ningún gimnasio.

Su novio era adorable, absolutamente ambiguo. Muy delgado, su cuerpo poseía un cierto toque lánguido, evocador del encanto de los efebos clásicos, aunque resultaba demasiado grande, demasiado voluminoso, demasiado masculino en suma como para asociarlo al modelo tradicional. Eso era lo que más me gustaba de él, no soporto a los efebos aniñados, afeminados, no me dicen nada. Tenía un culo perfecto, duro y redondo, sus líneas se dibujaban nítidamente bajo la leve tela del pantalón abombado, réplica exacta del que lucía su compañero. El óvalo de su rostro era también perfecto. Las mejillas sonrosadas, las pestañas largas y rizadas sobre dos ojos castaños, almendrados, de expresión dulce, los labios, sin embargo, finos y crueles, la nariz pequeña, el cuello sutil, interminable, debe volverles locos, pensé.

Hablaban entre ellos, mirándose de frente, al principio se sonreían cariñosamente, pero luego su conversación pareció cambiar de rumbo. El del flequillo teñido, que no me gustaba nada, demasiado parecido a los mariquitas de toda la vida a pesar de la ausencia de signos convencionales, uñas largas, colore te, etcétera, se metió por medio. El jovencito adoptó entonces una actitud sumamente complaciente. Acariciaba los brazos de su amigo, deslizaba las manos sobre sus músculos, escondía la cabeza en su hombro, le besaba en el cuello, parecía decirle que le amaba, le amaba sin ninguna duda, pero el moreno iba de duro. Sus gestos eran distantes, luego incluso bruscos, sobre todo a medida que avanzaba lo que creí identificar como una discusión. El adolescente parecía dispuesto a todo para congraciarse con él, parecía pedir perdón con su cara, con sus manos, con todos sus gestos, pero era inútil, llegó un momento en que fue rechazado, los brazos del atleta le alejaron de sí, el del flequillo hizo un gesto de alborozo estaba contento, pero también se llevó lo suyo, el moreno le chilló y le zarandeó sin demasiadas contemplaciones. Parecía harto de los dos. El más joven le dio la espalda, se apoyó en la repisa de la pared y escondió la cabeza entre los brazos, como si estuviera desesperado. Eso ablandó a su compañero, que al final se acercó y le abrazó por detrás, acariciando su pelo, rubio natural. El jovencito se dio la vuelta finalmente, y se besaron tan apasionadamente como cuando se habían encontrado. Al rato, estaban como si tal cosa.

Me estaba divirtiendo mucho. Pedí otra copa, sin quitarles los ojos de encima.

—Los homosexuales solamente son personas humanas como cualquiera —me volví muy sorprendida, no tanto por la peculiar construcción de la frase como por la misteriosa identidad de mi interlocutor.

Detrás de la barra, un jovencito de aspecto similar al tío del flequillo me dirigía una mirada furiosa.

—Sin duda alguna —le contesté, mientras me colocaba frente a él.

—Pues entonces, no sé por qué miras tanto a Jimmy —éste era francamente feo, el pobre.

—No sé quién es Jimmy.

—¿En serio? —mi respuesta le había descolocado profundamente, al parecer.

—En serio.

—Es ése de negro, pero no entiendo, si no le conoces..., ¿por qué le miras tanto?

—Porque me gusta.

—¿Que te gusta? —soltó una carcajada—. Pues lo llevas claro, tía, es gay ¿sabes?, de toda la vida, ese rubito de ahí es su tronco.

—De eso ya me he dado cuenta —le miré con ojos serios e hice una pausa—. Soy una tía, pero no soy gilipollas, ¿está claro? —no le di tiempo para asentir—. Además, me gusta porque es gay, solamente por eso, ¿entiendes?

—No —su desconcierto era tan abrumador que me hizo sonreír.

—Me gustan los homosexuales, simplemente. Me gustan, me excitan mucho.

—Sexualmente... ¿quieres decir?

—Sí —se quedó inmóvil, con el vaso en la mano, paralizado, fulminado por mi respuesta—. No creo que sea nada del otro mundo, a los hombres, quiero decir a los hombres heterosexuales, les gustan las lesbianas, las lesbianas guapas por lo menos, y a todo el mundo le parece natural.

—Pues yo es la primera vez que lo oigo en mi vida...

—Habrás vivido poco —aunque no tenía datos al respecto, me negaba a creer que mi deseo fuera inédito.

Los deseos inéditos no existen.

—La primera vez... —repitió aturdido, moviendo la cabeza, mientras me ponía la copa.

Unos minutos después, volvió sobre el tema.

—Quieres decir que te gustaría acostarte con ellos..., aunque no te hicieran nada, quiero decir, estar allí solamente, mirándoles, ¿por ejemplo? —su cara no había recuperado la expresión normal, me miraba como a un bicho raro, espantado todavía.

—Por ejemplo —le contesté—, eso me encantaría.

—¿Quieres que hable con ellos? —le estudié disimuladamente. Parecía solícito, pero desprovisto de móviles mercantiles, por lo menos en aquel momento.

—Por favor —le contesté, y solamente entonces me di cuenta de la movida en la que me había metido yo solita, sin ayuda de nadie.

Desapareció por una puerta abierta, detrás de la barra. Le volví a ver unos segundos después, hablando con Jimmy y con su novio, o lo que fuera.

El camarero les contaba el episodio como si se tratara de un chiste, riéndose estrepitosamente todo el tiempo. El rubito también lo encontró gracioso. Jimmy no. El sólo me miraba. Le sostuve la mirada mientras me preguntaba qué haría si me pedían dinero. Era vergonzoso, pagar para acostarse con un hombre, mucho más vergonzoso que cobrar, desde luego, pero, por otra parte, ellos no eran hombres, es decir, no contaban en ese sentido.

Estuvieron deliberando un rato, los dos, el camarero se mantenía al margen. Entonces Jimmy llamó al individuo del flequillo, y éste se unió a la discusión, mirándome todo el tiempo, con los ojos como platos. Tardaron mucho tiempo en llegar a un acuerdo. Luego, el rubito intercambió unas palabras con el camarero y vinieron hacia mí los dos juntos.

El novio de Jimmy se me acercó y me plantó dos besos en las mejillas.

—Hola, me llamo Pablo.

—¡Ah! Cojonudo...

—¿Por qué dices eso? —mi observación, poco cortés desde luego, le había ofendido.

—No, por nada, es una manía, en serio..., no tiene importancia —no movió un solo músculo de la cara, así que se lo conté—. Verás, es que mi marido también se llama Pablo, y como le acabo de dejar...

—Ya —me sonrió—. ¡Vaya, qué coincidencia!

—Sí... —no sabía qué decir.

—¿Te puedes poner de pie? —me preguntó—. Mi amigo quiere verte.

Eso sí que no me lo esperaba.

Me levanté y di una vuelta completa, girando sobre mis tobillos lentamente. Luego me volví a sentar y miré en dirección a Jimmy. Su novio también le miraba. El levantó una mano con el pulgar alzado. El tipo del flequillo seguía a su lado.

—Bueno —el rubio me miró—. ¿Habría pasta?

—Podría haberla... —creo que nunca en mi vida he pronunciado una frase con menos convicción.

—Treinta talegos para cada uno.

—¡Sí hombre! ¿Y qué más? —era consciente de mi inexperiencia, y hasta podía comprender que aprovecharan la ocasión para robarme, pero no tanto—. Veinte, y vais que os matáis.

—Veinticinco...

—Veinte —le miré a la cara, pero no pude leer nada en ella—. Veinte talegos. Es mi última oferta; total, sólo voy a mirar...

—De acuerdo —contestó rápidamente. No parecía descontento en absoluto.

Bravo, Lulú, pensé, ya hemos vuelto a hacer el canelo.

—Veinte para cada uno —repitió.

Hubiera aceptado quince, incluso doce, pensé.

—Cuarenta... —lo dije dos o tres veces, con aire pensativo, como si fuera capaz de valorar la cifra. Me parecía carísimo, una auténtica burrada, pero en fin, podía permitirme ese capricho, no muy a menudo desde luego, pero, bueno, una vez en la vida... En realidad, ni siquiera tenía idea de cuánto valía una puta, y estos debían ser más caros, o a lo mejor no, pero al ser una mujer el cliente, serían más caros, o no lo serían, ¿cómo iba a adivinarlo? Pablo segura mente sabría qué hacer, pero ni siquiera había querido decirme cuánto le había dado a Ely, aquella noche. Ely era un travesti pero estos ni siquiera parecían profesionales, estaba hecha un lío.

—No. Sesenta —la sorprendente afirmación del rubito puso un brusco final a mis elucubraciones.

—¿Cómo que sesenta? —le miré con cara de indignación—. Hemos quedado en veinte para cada uno. Veinte y veinte, cuarenta.

—Es que somos tres.

—¿Y quién es el tercero?

—Mario, ése que está con Jimmy...

—¿El del flequillo? —asintió con la cabeza—. Ni hablar, ése no entra, no me gusta nada.

—Es que... —me miraba con expresión suplicante, parecía en un compromiso— es que, si no viene él, Jimmy no va a querer.

—Y ¿por qué no?

—Bueno, es que... —se estaba poniendo colorado—. Mario es su tronco.

—Pero, ¿Jimmy no estaba liado contigo?

—Sí... —afirmó—, pero también está liado con Mario.

—¿Sois un trío? —era una posibilidad, pero él de negó rápidamente con la cabeza—. Ya... —de repente comprendí, la discusión de antes me dio la clave—. Sois dos parejas con un miembro intercambiable, y nunca mejor dicho... —le miré detenidamente. De cerca era todavía más guapo—. Lo que no entiendo..., lo que no entiendo es cómo eres tan gilipollas, tú. Tú no tendrías por qué compartir un tío con nadie, en la vida, jamás, tú debes tenerlos a cientos, esperando...

—Eso no es asunto tuyo.

—Eso es verdad —admití—. Bueno, al del flequillo no lo quiero, si tiene que venir que venga, pero os voy a dar cuarenta papeles, ni uno más, luego, si queréis, os apañáis entre vosotros, yo no quiero saber nada.

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