Las edades de Lulú (27 page)

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Authors: Almudena Grandes

Qué desperdicio, pensé, derrochar tanto color, tanto patetismo, en la muerte de una mujer insensible, tan incapaz de disfrutar con los finales trágicos.

—¡Agua!

Ella, que venía hacia mí con un gancho al rojo previamente calentado en un hornillo, se detuvo bruscamente, en el centro de la alfombra.

Volví a pensar para asegurarme a mí misma que había sido un espejismo, que no era posible tener tanta suerte, pero la voz de Encarna resonó nuevamente al otro lado de la puerta, al tiempo que se escuchaba el nervioso golpeteo de unos nudillos sobre la madera.

—¡Agua!

El sonido de una sirena invadió la calle.

Ella dejó el gancho sobre el hornillo, ya apagado, cogió una gabardina que había sobre una silla, se la echó encima a toda prisa y escapó por una pequeña puerta disimulada en un armario, que yo también conocía.

Encarna chilló por tercera y última vez.

—¡Agua!

El alicantino, que no debía entender lo que pasaba, se quedó sentado en el diván, el niño por fin de nuevo en sus brazos, mientras todos los demás desfilaban rápidamente detrás de aquella arpía.

Yo lloraba, incapaz de creérmelo todavía, una redada, una bendita redada, la bendita policía que me había salvado el pellejo, toda la vida encogiendo los hombros y andando de puntillas cuando pasaba al lado de cualquier tío uniformado, aunque fuera un guardia de tráfico, y ahora, aquellos ángeles habían tenido la bendita idea de montar una redada justamente en aquella calle, justamente aquella noche, justamente a aquella hora, y yo había salvado la piel, la había salvado, benditos sean, me repetía, bendita sea la policía madrileña, bendita por siempre jamás.

Nos habíamos quedado solos, los tres ocupantes iniciales del diván y yo.

Ellos me miraban expectantes, ella estaba llorando, encogida, alguien le había roto la ropa, parecía paralizada, ella sí debía entender pero no parecía capaz de moverse.

—Es una redada —musité.

El alicantino se puso de pie, cogió a su amigo de la mano y salieron corriendo por la puerta que daba al pasillo. Ella hizo ademán de ir tras ellos, pero la detuve.

—No, no salgas por ahí —estaba agotada, apenas podía mover los labios. Se acercó a mí y desenganchó la cadena del clavo. Al principio, apenas logré percibir alivio alguno, estaba ya completamente entumecida, me costó trabajo despegar las manos de los eslabones metálicos, me quemaban. Luego, me deslicé contra la pared, lentamente, hasta quedarme sentada en el suelo. Mira, el tercer panel de madera de ese armario es una puerta. Empújala fuerte y verás una escalera estrecha. Súbela hasta arriba y llegarás a la azotea. Escóndete, espera a que los maderos se abran y baja por la escalera de incendios. Irás a dar a un callejón que sale a esta misma calle. Corre...

—¡Vente conmigo! —me había agarrado de la mano, y me miraba con una hermosa expresión de gratitud infinita.

—No, yo me quedo, estoy limpia, a mí no me pueden hacer nada —estaba tan cansada, pero tú tienes que marcharte ahora mismo, corre.

Desapareció por mi izquierda, y me quedé sola.

A alguien le estaban dando una buena paliza a juzgar por los ruegos y chillidos que llegaban hasta mis oídos de tanto en tanto, desde alguna parte.

Luego, una figura atravesó la puerta entreabierta.

Gus, con los puños todavía cerrados y los nudillos manchados de sangre, entró primero en la habitación.

Pablo venía detrás de él, las manos impolutas, como siempre.

Nunca me había pegado.

Nunca, en toda mi vida, me había pegado, y nunca tampoco le había visto llorar.

Pero insertó dos dedos debajo del collar, me levantó, me apoyó en la pared y me cruzó la cara con la mano derecha, primero la palma, luego el dorso, mientras dos lágrimas enormes resbalaban por sus mejillas.

—Largo de aquí.

Gus, eunuco contemporáneo, completamente impotente ya por el caballo, estaba a mi lado, jadeando y resoplando.

No se movió.

Pablo le miró a la cara.

—He dicho que largo de aquí.

Le devolvió la mirada, inprovisó un gesto de desprecio, se dio media vuelta y se alejó de mala gana.

Nos quedamos solos.

Entonces volvió a pegarme, siempre con la mano derecha, primero la palma, luego el dorso, impulsando violentamente mi cabeza a un lado y a otro, yo le dejaba hacer, agradecía los golpes que me rompían en pedazos, que deshacían el maleficio, desfigurando el rostro de aquella mujer vieja, ajena, que me había sorprendido apenas unas horas antes desde el otro lado del espejo, regenerando mi piel, que volvía a nacer, suave y tersa, con cada bofetada, me las he ganado, pensaba, me las he ganado a pulso.

Luego, los ojos todavía húmedos, me apartó un instante de sí para mirarme, recorrió mi cuerpo con sus ojos, y me abrazó, sus brazos me apretaron fuerte, sus dedos resiguieron los surcos de mi espalda, su lengua lamió la sangre que manaba de mis labios, la sangre que sus propios golpes habían hecho brotar.

—¿Puedes andar?

Moví la cabeza para decirle que no.

Me cogió en brazos, me llevó hacia una mesa, me sentó encima, me quitó las botas y tomó mi pie derecho con sus manos, frotando la planta, apretándolo después entre los dedos.

—Tienes unos pies horribles, demasiado grandes...

Moví la cabeza para decirle que sí.

Cogió mis manos, y volvió las palmas hacia arriba, dejando al descubierto la carne roja, brillante, destellos de sangre entre ennegrecidas virutas de piel rota, muerta.

—Tus manos siempre me han gustado, en cambio —sus ojos estaban cargados de furia, y de misericordia—. Mala suerte...

—Perdóname —su mirada permaneció fija en mis palmas desolladas—. Perdóname...

Levantó por fin su rostro hacia mí, se quitó el abrigo, me lo puso con mucho cuidado y me sujetó por la cintura mientras bajaba de la mesa.

—Vamos.

El caminaba delante, por el pasillo, en dirección a la puerta. Yo intentaba seguirle, pero me sentía sin fuerzas para andar a su ritmo.

Encarna asomó la cabeza un instante, la movió, insinuando un gesto mixto de asombro y desaprobación, y volvió a desaparecer en el cuarto de la televisión.

—Cógeme. —él había llegado casi a la puerta de la calle, y me miraba—. Cógeme, por favor, no puedo seguir...

Volvió sobre sus pasos, tomó uno de mis brazos y lo echó alrededor de su cuello, me sujetó por la cintura y llegamos los dos hasta la puerta, comenzamos a bajar por la escalera, muy despacio, él me sostenía en cada peldaño, yo recuperaba el control de mis piernas poco a poco, y era progresivamente consciente de mi fracaso, y de su sufrimiento, que él interpretaba como su propio fracaso, y me sentía infinitamente estúpida, el fantasma del rechazo planeaba sobre mis despojos, y su inconsistente amenaza era mil veces más dolorosa que los golpes de aquella mujer, sentía miedo, y asco, y cansancio, miedo sobre todo, descendíamos en silencio, yo no me atrevía a mirarle, sus palabras retumbaron bruscamente en mis oídos, no habría tregua, no todavía.

—Ely me llamó una noche, parecía preocupado, quería hablarme de ti y le invité a cenar —sus ojos permanecían fijos en las agrietadas paredes de la es calera, como si los mugrientos desconchones dibujaran mensajes secretos y valiosos, vitales, solamente por él descifrables—, los dos sabemos que Lulú no es precisamente una dama, me dijo, pero va con una gente que no me gusta nada, tengo miedo por ella, y entonces decidí intervenir nuevamente en tu vida; a pesar de todo y de que no me corresponde, pero lo hice, hablé con Gus, él también te había visto con tipos poco recomendables y necesitaba pasta, siempre necesita pasta, así que se la di le puse detrás de ti y poco a poco me fui enterando de todo..., para, descansaremos un rato —denegué con la cabeza, no quería detenerme, quería seguir, seguir hasta el final, acabar de una vez, y adelanté mi pie hinchado, desnudo, hacia el siguiente escalón—, bueno, como quieras..., el caso es que me enteré de todo y me asusté yo también, por eso estoy aquí, teníamos a la Encarna en nómina, ella me avisó, no quiso decirme el día, ni la hora, pero esta noche, cuando te marchaste de casa de aquella manera, tan deprisa, comprendí que seguramente vendrías aquí y me puse en contacto con Gus, lo teníamos todo medio planeado, al principio pensaba no contártelo nunca pero ahora creo que necesito hacerlo, él puso el coche y las pipas, ya se lo había propuesto a los tíos que iban dentro y no le resultó difícil encontrar a dos o tres más que han hecho de gancho, gritando desde la calle, yo solamente tuve que comprar la sirena y la saqué muy barata, me la consiguió ese gitano que vende zapatos en Vara del Rey, ya le conoces, la policía también va incluida en el precio, aunque nunca se puede descartar que acaben deteniendo a esos cuatro chorizos, y entonces tendré que pagarles la fianza y un abogado decente, no les voy a dejar tirados, a los pobres...

En ese momento intuí que me estaba mirando, me miraba fija, implacablemente, pero yo no podía despegar mis ojos del suelo, vacilaba entre la rabia y la gratitud, entre la desesperación y la paz, entre la soberbia, milagrosamente recobrada por un instante, y el sometimiento último, definitivo, le quería, pero eso ya lo sabía, lo sabía desde el principio, siempre le había querido.

—Mírame, Lulú. Ya encontraré alguna forma de cobrártelo, no te preocupes.

Todo lo demás lo recuerdo como una confusa amalgama de detalles inconexos, el ritmo de una pesadilla, caminaba descalza por la calle, la pipera de la esquina nos miró con expresión de aburrimiento, una poderosa náusea me impulsó hacia delante, él me sujetó, su mano en mi frente, vomité en un alcorque, el abrigo se abrió, dejando al descubierto mi carne macerada, los ojos de un viejo que se hacía la cama con periódicos sobre un banco relucieron un instante, la náusea continuó atormentándome, él no hablaba, yo, tumbada en el asiento de atrás, intentaba calcular adónde me llevaba, por dónde íbamos, otra vez, después de tantos años, y luchaba con desesperación contra la demoledora sospecha que crecía a pasos agigantados dentro de mi aturdida cabeza, adquiriendo las proporciones de las certezas odiosas, las verdades sucias, las cosas ciertas que no se quieren creer, luchaba contra ella, trataba de encontrar una explicación distinta, tranquilizadora, a los vertiginosos acontecimientos de aquella noche, me esforzaba por buscarle un sentido al verdadero origen de las marcas impresas en mi piel, a la insistencia de Remi, a la ausencia de Manolo, a la impasibilidad de Encarna, a la puntualidad de la falsa redada, a la sangre que teñía de rojo los puños de Gus, y a sus lágrimas, a las lágrimas que había visto en sus ojos, las lágrimas que habían desfigurado su voz, una voz tan distinta de la que me echara de casa aquella misma noche, luchaba contra aquella certeza disfrazada de sospecha y no encontraba alternativa alguna, no existían alternativas, él había estado allí, moviendo los hilos a distancia, pero aquello era demasiado duro, insoportablemente duro para las escasas fuerzas de una niña pequeña, soy una niña pequeña, concluí, y mañana pensaré en todo esto, mañana, esta noche no, mañana todo estará mucho más claro...

Mercedes nos esperaba sentada en un sofá, retorciendo nerviosamente las asas del viejo maletín que le regaló mi madre cuando terminó la carrera.

Pobrecita, pensé, siempre recurrimos a ella en las mismas desagradables ocasiones.

Cuando nos vio entrar escrutó mi rostro con signos de inquietud, dirigió sus ojos a Pablo, luego otra vez a mí.

—Me esperaba algo peor —dijo.

Entonces, él me quitó el abrigo.

Las manos de mi cuñada empezaron a temblar, los ojos se le llenaron de lágrimas, nunca había comprendido cómo una mujer tan frágil, tan delicada, tan asustadiza, podía haber elegido aquella sanguinolenta profesión suya.

—¡Dios mío! —volvió a mirarnos alternativamente—. Pero... ¿esto qué es?

—Nada —Pablo se acercó a ella y le puso la mano en el hombro, como si intentara tranquilizarla. Las señales del sarampión.

Me desperté con todos los síntomas de una resaca gigantesca.

Después recordé que Mercedes me había puesto una inyección para hacerme dormir.

Estaba en casa, en casa de Pablo, y era de día, la luz del sol entraba hasta el centro de la habitación a través de los frailones entornados.

El no estaba conmigo.

Las heridas me dolían.

El ambiente hedía a solución de yodo.

Me incorporé con muchas dificultades.

Sólo entonces advertí la presencia de un signo infinitamente potente, una familiar tensión en la cintura, me palpé instintivamente el escote y sonreí.

El no estaba conmigo, pero allí, bajo mi mano, dos mariposas sostenían una guirnalda de siete pequeñas flores, bordadas con diminutas cuentas blancas, redondas.

Pasé los dedos sobre ellas, una y otra vez, las acaricié y las conté para comprobar que no faltaba ninguna, estaban allí, todas las perlas, perlas falsas, intactas, resplandecientes, plástico incalculablemente precioso sobre mi blusa blanca, una camisa de recién nacido hecha a la medida de una niña grande, batista tan fina que parecía gasa.

Me tendí nuevamente, y cerré los ojos.

Pablo tardaría en volver, no le gustaba estar presente en los momentos decisivos.

No habría ningún momento decisivo.

Rodé sobre las sábanas, hasta instalarme en su lado, y me concentré en rastrear su olor, no me resultó fácil, no andaba muy fina de olfato aquella mañana, pero al final encontré una nota reveladora encima de la almohada, atrapé con los dedos un pedacito de tela para pegarlo contra mi nariz, y me quedé inmóvil, encogida, sonriendo, colgada de aquel olor, dejando pasar el tiempo.

Su llegada estuvo precedida por el inconfundible aroma de las porras recién hechas.

Luego se tumbó a mi lado, me tocó la punta de la nariz y esperó.

Intenté simular un sueño profundo pero mis labios se fueron curvando poco a poco en una sonrisa nuevamente inocente.

El acercó su cabeza a la mía y me habló en un susurro.

—Abre los ojos, Lulú, sé que no estás dormida...

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