Read Las edades de Lulú Online
Authors: Almudena Grandes
Era feliz.
Cuando llegué al dormitorio me quedé parada en el pasillo, la oreja pegada a la puerta, tratando de adivinar.
Me quité los zapatos, empujé suavemente el picaporte y entré andando de puntillas.
Tardé cierto tiempo en asegurarme de que era Pablo quien dormía, solo, vuelto hacia el centro de la cama.
Respiré hondo, y sonreí.
Aquello no respondía a la mejor de las hipótesis previstas —nadie en casa, acostarme y esperar, pero tampoco era la peor —encontrar a dos personas debajo de las sábanas.
Me desnudé haciendo el menor ruido posible, busqué la camisa que él se debía de haber quitado momentos antes, la encontré tirada encima de una silla, la miré, la toqué, la olí, la reconocí, me la puse y me tumbé en el suelo, a su lado, según el mejor plan que había sido capaz de trazar mientras aquellos dos imbéciles californianos se divorciaban y se reconciliaban sin parar, todo el tiempo, en la pantalla grande.
La hija pródiga vuelve a casa, se tira en el suelo como una perra, reconoce públicamente sus faltas e implora el perdón del padre, a quien sabe compasivo y magnánimo.
No era un plan impecable pero tampoco estaba mal, dada la precipitación y las restantes circunstancias adversas.
—Te quiero —susurré.
Ya está, pensé luego, todo ha sido muy fácil.
El suelo, duro, me parecía infinitamente acogedor.
Cerré los ojos, estaba muy cansada, todo ha salido bien, me repetí, ahora podré dormir, dormir durante horas y horas, cuando nos despertemos, él me descubrirá y comprenderá, todo ha sido muy fácil...
Entonces escuché el chasquido de un mechero, y a continuación su voz, fría.
—Levántate Lulú, no cuela.
Al principio no me atreví a moverme, me quedé quieta, encogida encima del suelo, temblando, convenciéndome a mí misma de que no había escuchado nada porque nadie había dicho nada, pero él lo repitió, con voz clara.
—Ya es demasiado tarde, Lulú. Esta vez no cuela.
Me levanté de golpe, cerré las manos alrededor de las solapas de su camisa y separé los brazos con todas mis fuerzas.
Los botones fueron saltando al suelo, uno tras otro.
Hice pasar el vestido a través de mi cabeza, embutí como pude los brazos en las mangas y estiré el borde hacia abajo, salí huyendo al pasillo, me puse los zapatos y seguí corriendo.
—¿Adónde vas?
Llegué al salón, cogí mi bolso y agarré también la bolsa naranja, pero entonces me di cuenta de que él venía tras de mí, por el pasillo, y seguramente ya la había visto, no tenía tiempo para esconderla.
La vieja holandesita no podría hacerme compañía en el sitio al que me dirigía, así que volví a dejarla encima de una mesa.
—¿Adónde vas?
Salí dando un portazo, pero fallé, como de costumbre.
La hoja golpeó violentamente contra el marco un par de veces, sin llegar a cerrarse.
Conocía a la Encarna desde hacía muchos años.
Había ido con Pablo algunas veces al viejo chalet de la calle Roma, donde ella empezó honradamente de jovencita, con una pensión para subalternos, picadores enjutos y afilados, banderilleros bajitos y rechonchos, que se la tiraban con fruición, conscientes siempre de que ella quizá sería la última mujer de sus vidas, y eso lo recordaba todavía con nostalgia, pero solía repetir que entre las cogidas propias, las cogidas del matador, y que todos ellos eran una partida de cabrones que se largaban sin pagar la mitad de las veces, aquello empezó a resultar un negocio ruinoso. Fue la necesidad, según su propia versión, la que le impulsó a alquilar habitaciones para otro tipo de corridas.
Pero la calle Roma, un excelente lugar para una pensión taurina, no lo era tanto para una casa de citas, sobre todo cuando aquella zona, Salamanca al fin y al cabo, empezó a llenarse de yuppies, la nueva gente bien, más inculta incluso que la de antes, incapaz de apreciar el encanto de las tradiciones añejas, como la casa de Encarna, así que al final se la malvendió a un director de cine que supo encandilarla llamándola monumento y tocándole descaradamente el culo, y con lo que sacó por ella se compró un piso inmenso en una bocacalle de Espoz y Mina, en un viejo edificio señorial, lo recalcaba engolando la voz, señorial, se trajo del pueblo a una sobrina peluquera que había hecho un curso de decoración de interiores por correspondencia, y reclutó unas cuantas chicas, no demasiado jóvenes, no demasiado guapas, pero rentables, ya que estamos, vamos a hacer las cosas bien, repetía.
Cuando no podía ir a casa, solía recurrir a la Encarna. Me llevaba muy bien con ella.
Cogí un taxi para llegar hasta allí, porque no tenía ganas de conducir.
Di una vuelta a la manzana, caminando lentamente, procurando no pensar, olvidar que había sido rechazada, pero había demasiada animación aquella noche de viernes, día tres.
Una puta flaca y vieja, con un par de manchas oscuras en la cara, canas demasiado patentes sobre el pelo teñido, camiseta de tirantes con un escote inmisericorde para con sus tristes pechos desinflados, y una cazadora de plástico ligero con alegorías de Fórmula 1, tiritando de frío, me pidió un cigarrillo.
Se lo di mirándola de frente, y volví rápidamente sobre mis pasos.
Encontré en el portal a la sobrina de Encarna, que volvía de tomarse unas copas con su novio, un buen chico que trabajaba en una óptica y no tenía ni idea de nada.
La dueña de la casa estaba haciendo un solitario frente al televisor. Cuando me vio entrar, me hizo
un gesto con la cabeza, señalándome un cuartito pequeño situado al final del pasillo, el gabinete de lo que las dos llamábamos de coña la suite nupcial, la mejor habitación de la casa.
Estaba rara, Encarna, nerviosa y huidiza, le pregunté por su artrosis, pero no quería hablar conmigo, respondió con forzados monosílabos a mis intrascendentes preguntas de cortesía, alegando que estaba muy interesada en ver el telefilm, recordándome que llegaba tarde.
No me gustaba el tema de aquella noche, no me había gustado nunca, recordé, me olía mal desde el principio, presentía algo que no me iba a gustar, pero ya no podía volver atrás.
Ya no tenía ningún sitio al que volver.
En el cuarto del fondo, tres viejos conocidos míos me saludaron efusivamente. Yo no les respondí de igual manera.
—¿Dónde está Manolo?
—Y yo qué sé... —Jesús, un chico bajito y con aspecto atlético que a mí nunca me había gustado especialmente aunque tenía mucho éxito con los tíos, por lo visto, parecía muy sorprendido—. Que yo sepa, no va a venir...
—Remi me dijo que Manolo estaría aquí —sentía que su ausencia confirmaba mis más negros temores—. Si él no está, yo me voy...
—Vamos, Marisa —el que intervino en la conversación era uno de mis favoritos absolutos, se parecía mucho, mucho, a Lester, un encantador estudiante británico de buena familia vapuleado por la mala vida, desconocía su nombre auténtico, yo siempre le había llamado así—. ¿Qué tiene Manolo que no tengamos los demás?
—Que de él me fío, y de vosotros no...
A Manolo le gustaban las tías. A Manolo le gustaba yo. Estoy en esto sólo por la pela, solía repetirme, sólo por eso. Era joven aunque no demasiado, guapo aunque no demasiado, listo aunque no demasiado, pero tenía algo especial, además de una polla como un martillo. Nos lo habíamos montado alguna vez los dos solos, en casa, en plan amateur, y había llegado a cogerle un cariño especial. Yo le gustaba y él me protegía, me aconsejaba con quién debía y con quién no debía ir, qué debía y qué no debía hacer. El no me vendería, él no, estaba segura de eso, pero de los demás no podía fiarme, no me fiaba, estuve a punto de darme la vuelta y largarme de allí, pero la idea de acostarme sola aquella noche me resultaba insoportable.
Mientras tanto, ellos ya habían empezado a trabajar.
Me conocían muy bien, y conocían su oficio.
El que se parecía a Lester se colocó detrás de mí, rodeó mi cuerpo con los brazos y comenzó a acariciarme, a sobarme con las manos abiertas, hablándome en voz alta, subiéndome el vestido por detrás, descubriendo la carne desnuda con fingida sorpresa, apretándose contra mí, clavándome la bragueta de sus pantalones de cuero en el culo, moviéndose rítmicamente para impulsarme hacia delante. Manolo me había jurado un par de veces que era un homosexual puro, que solamente le gustaban los hombres, y de hecho jamás había follado conmigo, pero a veces me costaba trabajo creérmelo.
Como compensación, su novio, que se llamaba Juan Ramón, tenía cara de tonto y contemplaba la escena con expresión risueña, se calzaba cualquier cosa que le pusieran delante.
Se acercó a nosotros, se colocó ante mí y me abrazó. Sus manos tropezaban con las de su amigo, su boca se encontraba con la de aquel encima de mi hombro, su sexo, enfundado en unos vaqueros viejos que parecían a punto de estallar, tropezaba con el mío, sus caricias nos abarcaban a los dos.
No pude evitar que mis ojos se cerraran, que mi cuerpo se tensara, que mis brazos se ablandaran en cambio, inermes, que mi sexo comenzara a engordar, no pude evitarlo y tampoco me tomé el trabajo de intentarlo, todo me daba igual ya, y ellos eran tan deliciosos, eso era lo único que no había cambiado, ellos seguían siendo deliciosos cuando jugaban conmigo, se lanzaban mutuamente mi cuerpo como si fuera una pelota grande, sentía cómo sus acometidas, alternativas, me impulsaban hacia delante y hacia atrás, balanceándome entre ellos, me apretaban, me daban calor, un placer fácil, primario, me gustaban, me gustaba lo que se hacían, y lo que me hacían a mí, se besaban entre ellos y me besaban, se tocaban entre ellos y me tocaban, se chupaban entre ellos y me chupaban, y yo disfrutaba más con las miradas, las sonrisas, las palabras que se dirigían el uno al otro que con las miradas, las sonrisas, las palabras que me dirigían a mí, pero no se lo decía, ellos no comprenderían, eran bastante brutos, los dos, animalitos, sus manos se perdían de vez en cuando bajo mi vestido, y su contacto era muy distinto al que producían las manos de los otros hombres, no había violencia, ni ansias de reconocimiento en ellas, eso lo reservaban para sí mismos, y sus dedos, ligeros, no se detenían sobre mí, solamente, si acaso, me daban descuidados golpecitos, caricias pobres, rácanas, pero el simple roce de sus uñas me erizaba la piel, y yo acariciaba sus cabezas, hundía las manos en sus cabellos, pobrecitos, mis niños pequeñitos, de la que os habéis librado, qué incomprensible fallo el de la Naturaleza, privarme de la oportunidad de medirme con vosotros en igualdad de condiciones, relegarme a la condición de espectadora de vuestros juegos inocentes, habrían dejado de ser tan inocentes, conmigo, pero ya no hay remedio, pobrecitos, qué suerte habéis tenido, queridos, queridos míos.
Cuando ya lo habían arrugado por encima de mis pechos, ambos tiraron al mismo tiempo del vestido, obligándome a levantar los brazos y sacándomelo por la cabeza. Entonces me anunciaron entre risas que iban a disfrazarme.
Jesús, que jamás me había puesto un dedo encima, nos miraba desde un rincón, ataviado de una forma extraña. Parecía un héroe de cómic, un reluciente vengador galáctico, oscuro y peligroso, estúpido al mismo tiempo, con esas enormes hombreras, y los leotardos negros, abiertos por delante y por detrás, como esos pantys agujereados —pantys para follar; la cruda realidad es que ningún mito dura eternamente—, que ahora venden hasta en las mercerías más corrientes con la excusa de que no te los tienes que quitar para ir al baño, y así es más difícil hacerse carreras. Su sexo, completamente depilado, colgaba aburrido sobre el lúrex que se pegaba a sus muslos como una segunda piel. Está ridículo, pensé, aunque en realidad me gustaba mirarle, estaba ridículo pero muy pronto yo misma ofrecería un aspecto parecido al suyo.
Me pusieron unas botas negras muy altas, que me llegaban hasta la mitad del muslo, estrechas hasta la rodilla, más anchas después, con una plataforma salvaje, y los tacones más finos y empinados que había visto en mi vida.
—Yo no voy a poder andar con esto —advertí. Ellos se rieron—. En serio, que no me conocéis, pero yo me mato, fijo que yo con estas botas me mato...
Los restantes accesorios eran más cómodos, pero igualmente estrambóticos, un cinturón adornado con tachuelas plateadas, que se prolongaba en varias tiras de cuero también tachonadas que había que abrochar de una en una y se cruzaban a distintas alturas sobre mis caderas, una especie de sujetador vacío, tres tiras de cuero que enmarcaban en un triángulo negro cada uno de mis pechos sin cubrirlos, y un collar de perro a mi medida, adornado con aros metálicos.
Lester me condujo hacia un espejo, me miré y me gusté,—aquellos correajes me sentaban bien, me encontré guapa, se lo comenté a ellos y se mostraron de acuerdo conmigo, estás muy bien, me hubieran dicho lo mismo de haber llevado puesto un saco de patatas pero era agradable oírlo, luego me sujetaron por los brazos y me condujeron a la habitación del fondo, donde tres figuras, sentadas en una especie de diván con adornos de falsa madera dorada, saludaron jubilosamente mi llegada.
El del centro —delgadísimo, bajito, semicalvo, la uña del meñique derecho muy larga, las otras solamente negras, con uno de esos ridículos bigotitos, una línea finísima que no llegaba a cubrir los confines del labio, sobre una paradigmática cara de vicioso— debía de ser el especulador inmobiliario alicantino.
A su diestra, un adolescente de belleza pueblerina, mofletes sonrosados, quince años, dieciséis todo lo más, se acariciaba constantemente la ropa. De uno de los codos de su americana, cachemira de diseño italiano con enormes hombreras, colgaba todavía el enganche de plástico de una etiqueta.
A su siniestra, una jovencita de mejillas macilentas, el brazo izquierdo surcado por un rosario de pequeños puntos sanguinolentos, no había tenido tanta suerte.
Había también un hombre muy alto, inmenso, con pinta de culturista, al que no conocía.
Y una mujer de unos treinta y cinco años, alta, robusta pero de carnes duras, guapa a pesar del maquillaje de bruja, pestañas postizas, enormes rabillos, labios granates y los pezones perforados por dos anillas plateadas.
Ella fue quien más se alegró de verme.
Me señaló con un dedo, primero. Luego arqueó las cejas, frunció los labios y me dedicó una sonrisa pavorosa.
Alguien me lo había contado, hacía muchos años, y me había parecido un chiste muy malo, solamente duelen las treinta primeras hostias, pero es verdad, la pura verdad, solamente duelen las veinte, las treinta primeras hostias, luego ya todo da lo mismo.