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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (49 page)

«Serían invisibles para todos, excepto para los elfos —se dijo para sí la semielfa al mismo tiempo que flechaba el arco—. Oth no se lo esperaba.» A su lado, Foxfire hizo un gesto de asentimiento y alzó su arco. Al ver la señal, los seis elfos dispararon.

Las flechas volaron en picado como halcones que se lanzaran sobre sus presas, silenciosos y mortíferos. Hasta los elfos llegó un débil grito sordo, que abruptamente acabó en un gorgoteo.

—Uno menos —dijo Arilyn.

—Dos —la corrigió el elfo del bosque—. Quedan tres. ¿Los perseguimos?

—No es preciso. Escucha. —Se oyó un leve silbido mientras los tren supervivientes arrastraban a sus compañeros caídos—. Prefieren comer a los suyos antes que dejar pruebas de su presencia —le explicó.

Foxfire sacudió la cabeza, asqueado.

—De todos modos, algunos de nosotros deberíamos permanecer aquí. Tú ve con los demás.

Arilyn asintió, se despidió del elfo colocándole brevemente una mano sobre el hombro y corrió con ligereza por las azoteas hacia la residencia de la familia Ilzimmer.

De pronto, una enorme sombra apareció ante ella y saltó sobre el borde del tejado tan abruptamente que Arilyn a punto estuvo de chocar. Lo reconoció por la purulenta cicatriz que tenía sobre un ojo: era el tren que se hacía llamar Knute.

El tren se tocó la herida.

—Creo que moriré pronto. Un jefe de clan herido no dura; los otros atacan. Pero moriré llevando tu pellejo azul.

Arilyn retrocedió ágilmente y desenvainó la espada.

—Desde luego, las nuevas modas en esta ciudad están yendo demasiado lejos — comentó con gesto sombrío, acercándose al tren en círculos.

Repentinamente tiró una estocada tan rápida que obligó a la criatura a recular. Sin darle tiempo a recuperarse, ejecutó un medio giro y, a continuación, un barrido bajo.

Knute giró a su vez, protegiéndose los ligamentos de ambas corvas y desviando la espada con un golpe de su cola corta y gruesa. Aunque la hoja cortó profundamente, apenas manó sangre. Casi con indiferencia, el tren apartó el apéndice cercenado y se abalanzó hacia Arilyn, empuñando idénticos cuchillos en las garrudas manos, Arilyn paró ambos golpes, pero acusó en las manos el dolor del impacto. Si bien las plegarias de la chamán habían curado la piel chamuscada, la explosión mágica de la hoja de luna

le había causado daños internos, que probablemente arrastraría durante mucho tiempo.

La semielfa se sobrepuso con esfuerzo a una oleada de debilidad y se replegó en previsión del nuevo ataque.

Para su sorpresa, nunca llegó. El tren parecía confundido, sacaba y metía la lengua rápidamente, y su enorme testa daba sacudidas adelante y atrás, como si tratara de evaluar a toda una hueste de nuevos enemigos. Arilyn se dio cuenta de que precisamente eso trataba de hacer. Por el rabillo del ojo, vislumbró la imagen espectral de una hermosa elfa con grandes ojos azules y dorados, y el pelo del color de zafiros. La mirada que le dirigió —una mezcla de severidad vigorizante y amor— alejó de la mente de la semielfa todo pensamiento de debilidad.

—Madre —murmuró Arilyn, dando la bienvenida a esa aparición, aunque fuese una prueba más de que la magia de la hoja de luna se desmoronaba.

Retrocedió más y miró a su alrededor. Todas las sombras élficas — correspondientes a los ocho antepasados que habían empuñado la espada antes que ella— merodeaban por el tejado en actitud presta para la batalla. La mirada del tren saltaba de una sombra a otra, y agitaba la lengua en el aire para captar el olor. A los pocos minutos, la criatura comenzó a avanzar. A diferencia de los humanos, el tren no temía a los espíritus. Si no olían, no representaban un verdadero peligro para él.

Arilyn alzó la espada para ponerse en guardia. El tren arremetió con fuerza y descargó ambos cuchillos. La semielfa efectuó dos paradas consecutivas, girando la espada para eludir el ataque. Los impactos de las armas llegaron a las maltrechas manos y le causaron un dolor tan intenso que solamente veía una neblina roja.

Un tremendo peso con olor a moho se le echó encima. Por un instante, Arilyn creyó que el tren la había herido de gravedad y que perdía la conciencia. De pronto, el peso desapareció, y alguien le arrebató la hoja de luna de sus flojas manos.

Por alguna razón, ello le dio nuevas fuerzas. La visión se aclaró y vio ante ella la acongojada faz de Danilo. El tren yacía muerto a sus pies. Danilo lo había despachado con tres rápidas estocadas.

A continuación, Arilyn se fijó en sus propias manos. Danilo las sostenía entre las suyas y le apretaba los translúcidos dedos con tanta fuerza que le causaba dolor en todo el brazo. De todos modos, aguantó, pues vio lo que él había visto cuando la miró: podía ver a través de sus propias manos casi tan claramente como podía ver la ciudad a sus pies a través de las fantasmales formas de sus antepasados.

—Ahora no —dijo Danilo, lanzando una desafiante mirada a las sombras que esperaban—. Todavía no.

Arilyn sintió cómo tiraba de ella a través del vínculo que los unía y notó que su maltratado cuerpo recibía fuerzas renovadas.

—Me estoy llenando. —Era una extraña forma de decirlo, pero justamente así se sentía.

Sus manos recuperaban el color y la solidez. Arilyn se soltó y las levantó para examinarlas. Danilo tomó una de ellas y depositó en sus dedos un breve beso agradecido. Entonces, se inclinó y recogió la espada. Vagamente, Arilyn se dio cuenta de que la hoja de luna no le causaba ningún daño, aunque no le sorprendió, pues la magia de la espada se había alterado tanto que se había vuelto contra ella y le arrebataba su fuerza vital.

—Es la Mhaorkiira —dijo entendiendo por fin lo que estaba ocurriendo—. Está cerca.

Danilo se detuvo de repente y arrojó la hoja de luna a un lado.

—Tú no puedes hacer nada para combatirla. Quédate aquí o deja la espada.

Pero Arilyn no podía hacer ni una cosa ni la otra. Pasó junto a él rozándolo y se

quedó de pie al borde del tejado.

—Tráela —dijo, tras lo cual se zambulló de un salto en la noche.

El corazón de Danilo dejó de latir un instante hasta que captó el suave ruido de las botas de la semielfa al aterrizar sobre el tejado situado a pocos metros por debajo.

Recogió la hoja de luna y la siguió hasta la tienda de Diloontier, donde se sumergieron en los túneles.

Era el punto de reunión de los tren supervivientes. Los elfos habían hecho un magnífico trabajo, y apenas quedaban supervivientes. Los cuerpos sin vida de tren y elfos por igual hablaban de la encarnizada batalla final que se había librado. Sólo un enorme tren se seguía enfrentando a Elaith.

—Será una victoria fácil —declaró Arilyn, muy convencida.

Danilo no estaba tan seguro. Gracias a su velocidad con la espada Elaith mantenía el cuchillo del tren a raya, pero el monstruo acercó la mano libre a una bolsa de aspecto sospechosamente familiar que le colgaba del cinto. Era una bolsa de tela del tipo que solían llevar los magos humanos en vez de la típica y truculenta bolsa de piel confeccionada con el pellejo de la víctima que llevaban los tren.

—Es Oth, me apostaría la vida —dijo en tono inquieto, pues el mago tenía la Mhaorkiira, la poderosa gema negra que robaba los recuerdos y la magia.

Arilyn lo agarró por el brazo.

—Tengo que irme —anunció con urgencia—. Elaith se está jugando la vida. No puedo ayudarlo y si me quedo me arriesgo a distraerlo.

Danilo observó la sombra élfica más cercana y lo comprendió de repente. El rostro era el de Arilyn, más bello aún si eso era posible, pero con una melena de un color azul translúcido.

—La princesa Amnestria —dijo—. Si existía algo capaz de distraer al elfo de la luna en plena lucha era la imagen de la elfa a quien había amado.

La advertencia llegó demasiado tarde. Los ambarinos ojos de Elaith se posaron en la hermosa sombra élfica y la reconoció. Una expresión de dolor y pesar le cruzó la cara. Aunque se recuperó al instante, esa breve vacilación era todo lo que el mago Eltorchul necesitaba.

El falso tren arrojó a un lado el cuchillo e hizo un rápido gesto con los gruesos dedos de ambas manos. Una explosiva ráfaga de luz carmesí brotó de sus manos de reptil y dio de lleno al elfo en el pecho. La fuerza del impacto fue tal que lo lanzó por los aires varios metros hacia atrás. Elaith se estrelló contra la pared del túnel y se deslizó al suelo.

Las escamas del tren se fundieron en carne y tejido a medida que el mago recuperaba su forma original. Oth Eltorchul, alto y de facciones correctas, sostenía en la palma de la mano un gema roja que brillaba con luz perversa.

—Moriréis —declaró el mago casi con indiferencia—, pero no antes de que me entreguéis vuestros recuerdos.

Danilo sintió, de pronto, un fuerte tirón, como si una mano de férreos dedos le apretara el corazón. Notó cómo la magia del Tejido se desplazaba a medida que las hebras que lo mantenían a él en su lugar comenzaban a romperse una a una.

Un rápido vistazo a la pálida faz de Arilyn le bastó para saber que ella experimentaba lo mismo. La kiira le estaba arrebatando su historia y su magia, aunque se manifestaba de un modo distinto: las sombras élficas comenzaron a caminar hacia el mago de pelo bermejo. Aunque se resistían a cada paso, era como si lucharan contra un fuerte viento. Asimismo, Arilyn comenzó a avanzar dificultosamente hacia la hoja de luna, luchando en un desesperado intento por detener la pervertida magia elfa y al mago que la controlaba.

Danilo reunió los últimos vestigios de fortaleza y fuerza de voluntad para volcarlos en el hechizo acusador que había aprendido para usarlo con lady Cassandra.

Tal como esperaba, el hechizo salió mal. En el aire, danzaron líneas que se arremolinaban y delgadas lenguas de fuego. Giraron en torno al mago y, finalmente, fueron absorbidas por la Mhaorkiira.

Eso distrajo a Oth, aunque sólo un momento. Las sombras élficas detuvieron su avance, indecisas. Danilo volvió a intentarlo y lanzó contra Oth el encantamiento de la burbuja que en una ocasión sirvió para contener a un tren.

Nuevamente, el mago cambió de forma para transformarse en un erizo gigantesco.

Las púas largas y recias atravesaron la prisión mágica, haciéndola añicos. Los fragmentos volaron como gotas de lluvia que se desprenden de un árbol agitado por el viento.

De la garganta del mago brotó un aullido que subió de tono hasta convertirse en el lastimero grito de un lobo y acabó en el estridente chillido de una lechuza que caza.

Luego, fue su cuerpo, que comenzó a cambiar de una forma a otra en una avalancha de magia fuera de control. No todas las transformaciones eran uniformes. El resultado, siempre cambiante, era terrorífico. El mago se había convertido en un espejo que reflejaba los monstruos que habitaban un millar de pesadillas.

Por fin, Arilyn llegó junto a la hoja de luna y se inclinó para recogerla. Sus dedos se cerraron alrededor de la empuñadura y, sorprendentemente, la atravesaron. La semielfa bajó la cabeza en gesto de resignación. La batalla había acabado para ella. Ya no podía hacer nada más que esperar y observar como mera espectadora la increíble lucha de hechizos que libraban su amado y el enloquecido Oth. Fue el momento más duro de su vida. Por la cabeza le cruzó fugazmente el pensamiento de que era muy apropiado que fuese también el último.

Levantó una fantasmagórica mano para proteger sus sensibles ojos de la deslumbrante luz. Danilo arrojaba contra el mago Eltorchul todos los hechizos de bolas de fuego y flechas de luz que recordaba.

No, no los arrojaba contra el codicioso mago, sino contra la Mhaorkiira.

Totalmente aterrorizada, Arilyn trató de gritarle que se detuviera, que huyera.

Esos hechizos eran peligrosos en circunstancias normales, pero en presencia de la gema oscura podrían resultar letales.

Con cada ataque mágico que la Mhaorkiira absorbía, se volvía más y más brillante. De repente, estalló lanzando fragmentos y chispas de luz a todos los rincones de la caverna. Fue una explosión sin sonido, sin estruendo, sin temblor ni estremecimiento. No obstante, las fuerzas desatadas por la explosión invadieron la forma insustancial de Arilyn y la obligaron a ponerse de rodillas.

Jamás se había enfrentado a un enemigo como ése. Una vorágine silenciosa y sin existencia física, formada por recuerdos, hechizos mágicos, sueños y pesadillas, generó un remolino en la caverna. Eran los sueños y los recuerdos no de una vida, sino de centenares de vidas. Tal era su fuerza, que Arilyn tuvo la sensación que la haría pedazos.

En medio de ese silencioso aullido, oyó una voz familiar y sintió una presencia dorada asimismo familiar. Danilo también iba a la deriva, zarandeado por la fuerza mágica. Sólo podría tocarlo un instante, y luego también él desaparecería.

Arilyn sintió en su mente la mano de Dan en la suya de un modo más palpable de lo que nunca antes lo había experimentado físicamente. Reunió los últimos restos de su fuerza de voluntad para agarrarse a esa mano y transmitirle su propio tenaz coraje. Pese a la violencia de la tormenta que se desataba a su alrededor, juntos hallaron la fuerza para resistir.

Cuando por fin la tormenta carmesí se calmó, lentamente Arilyn soltó la mano de Danilo, se puso de pie y descubrió, sorprendida, que estaban a menos de veinte pasos de distancia el uno del otro.

—Mira —dijo él, señalando con la cabeza la espada elfa.

La hoja de luna emitía un suave resplandor azulado. Aunque las sombras élficas habían desaparecido, las ocho runas resplandecían con un sereno poder.

Danilo se aproximó a Elaith e indicó con un gesto a Arilyn que se acercara. Al oír el tranquilizador taconeo de sus botas en el suelo de piedra, la semielfa supo que su tiempo como sombra élfica aún no había llegado. Un rápido vistazo a Elaith le bastó para darse cuenta de que tal vez el elfo de la luna no sería tan afortunado. Había sufrido graves heridas.

El estado de Oth Eltorchul era aún peor. El mago se agazapaba en el suelo, contra una pared, y tenía una mirada tan vacua como la de un recién nacido. A sus pies yacía la Mhaorkiira Hadryad. Ya no brillaba con la luz de vida y recuerdos, sino que se había convertido en una gema normal y corriente. Arilyn la recogió y no percibió ni rastro de su maléfico poder. La kiira estaba tan vacía como el mago cuya mente había destruido.

Epílogo

Transcurrieron dos días antes de que Danilo acudiera a la mansión Thann por última vez en su vida, o eso creía él.

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