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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (44 page)

Sin embargo, Regnet no pensaba en increpar a su mayordomo. Suspiró con una mezcla de alivio y consternación mientras se levantaba.

—Lo siento, Dan. No sé qué consecuencias puede tener esto. Myrna puede llegar a ser muy rencorosa.

A Danilo no le preocupaba en lo más mínimo y así lo dijo. Después de todo, ¿qué papel podría haber desempeñado esa chismosa en la muerte de Lilly? Myrna era una mujer necia y superficial. Aunque se dejaba sobornar por nada, le faltaba la fuerza de voluntad y la determinación para causar ningún daño real. Dan no lamentaba haber hablado con Regnet, pues si bien no había arrojado ninguna luz sobre el asesinato de Lilly, al menos había quedado claro que su amigo no había tenido nada que ver.

No obstante, mientras salía se le ocurrió preguntarse cómo Myrna sabía que Lilly era camarera. Él jamás se había referido a su hermana en tales términos. Era evidente, pues, que Myrna estaba al corriente de la aventura de Regnet con Lilly, tal como lo demostraba el hecho de que no había reaccionado con enojo ni con sorpresa.

Danilo decidió cortar camino por la propiedad de Regnet. Era un agradable paseo, sombreado por grandes olmos y flanqueado por un seto de lavanda, que en esa época del año aparecía demasiado alto y enflaquecido, aunque seguía tan fragante como siempre.

Era un buen lugar para pensar, y Danilo tenía mucho sobre lo que reflexionar.

En su mente, trataba de hallar una explicación a por qué Myrna no se había mostrado furiosa por la relación de Regnet —a quien tenía en el punto de mira— con Lilly.

¿Era porque Lilly no era más que una moza de taberna y, en palabras de la misma Myrna, «un lío sin importancia»? La mayor parte de la nobleza de Aguas Profundas perdonaba fácilmente las flaquezas y los escarceos tan comunes entre los de su clase. A juzgar por la exhibición de la noble dama, Danilo la creía perfectamente capaz de ordenar la muerte de una rival, especialmente si se trataba de una persona que no pertenecía a su misma clase social.

Seguía pensando en ello cuando, de repente, alguien salido de la nada le propinó un golpe que lo lanzó trastabillando contra el fragante seto.

16

Danilo se puso en pie con dificultad. Aunque solamente veía estrellas, logró distinguir tres formas oscuras que saltaban desde el olmo. Así pues, eran tres, más el hombre que lo había golpeado.

Su mano buscó la empuñadura de la espada cantarina, cuya magia inspiraba más valentía en quien la empuñaba y en sus compañeros, al mismo tiempo que desalentaba a los enemigos. Si tenía que enfrentarse contra cuatro rivales, la necesitaría.

Desenvainó el arma e inmediatamente ésta comenzó a entonar una melodía, aunque no era una de las alegres y cómicas baladas que Danilo le había enseñado con medios mágicos. La espada cantaba un deprimente canto fúnebre en el nasal idioma de Turmish.

La magia de la espada no tuvo efecto sobre los atacantes. Los cuatro lo rodearon.

El hombre que tenía enfrente blandía la espada en círculo con gesto de mofa, y luego, comenzó a pasársela de una mano a la otra. Era una exhibición para intimidarlo.

—Pues lo está consiguiendo —murmuró Danilo para sí.

Metió la mano en la bolsa de hechizos y asió los ingredientes para lanzar un encantamiento que ralentizara los movimientos. Consternado, descubrió que el hechizo no tenía ningún efecto sobre los matones que lo rodeaban, mientras que las hojas secas, de pronto, desafiaban al enérgico viento y comenzaban a caer lentamente en el cielo como la miel que se cae de una cucharilla.

La espada cantarina emitió un espantoso graznido y enmudeció. La magia lo había dejado en la estacada.

—No es la primera vez que veo una espada herrumbrosa —le dijo en tono burlón el espadachín que había exhibido sus habilidades—; pero ésta es la primera vez que oigo a una —concluyó, e inmediatamente se lanzó al asalto con la espada en alto.

Danilo paró la estocada. Su espada crujió al chocar con la otra, y ese deprimente sonido acabó con toda la resolución de Danilo. Cuando el mercenario proyectó el puño hacia delante, no pudo esquivarlo a tiempo. El golpe le dio de lleno bajo las costillas y lo dejó sin aliento. Dan se dobló por la cintura.

Por el rabillo del ojo, vio que otro de los matones le tiraba una estocada contra el brazo derecho. Pese al dolor se volvió, efectuó una parada y devolvió el golpe. Su espada no dejaba ni un segundo de gemir, lloriquear y lamentarse.

Una ardiente y delgada ráfaga brilló en la superficie de su mente como un relámpago carmesí. Todo comenzó a darle vueltas, y tardó un segundo en relacionar la punzada de dolor con el largo desgarro en su manga y la mancha roja que se extendía por la seda color esmeralda.

El hombre que tenía detrás le propinó un fuerte puntapié en la parte baja de la espalda. Danilo no pudo dar media vuelta para defenderse, ni tan sólo lo intentó, pues otro de los matones lo atacaba con la espada presta para ensartarlo.

Dan bloqueó el golpe. Hizo una finta baja, desplazó el peso e inmediatamente lanzó una estocada alta. El rival no consiguió pararla y encajó un corte superficial en la mejilla, que le escoció. Danilo sintió una oleada de satisfacción. No tenía ninguna oportunidad en esa batalla, pero al menos se anotaría algunos tantos.

El siguiente ataque le llegó por la espalda; un puntazo superficial en el hombro.

Danilo giró sobre sus talones y se empleó a fondo. Su espada rebotó en la hebilla del

cinturón del rival y se hundió profundamente. De un tirón, la recuperó, desplazó el peso del cuerpo sobre la pierna más retrasada y paró un ataque de otro rival.

Simultáneamente, lanzó un puntapié, que dio al tercer mercenario en un lado de la rodilla. La pierna cedió. El matón se tambaleó y estuvo a punto de caer.

No obstante, logró recuperar el equilibrio y arremetió. Su rostro se había convertido en una máscara de furia. Saltó dirigiendo la punta de la espada al corazón de Danilo. Sin embargo, justo entonces, el espadachín que se había mofado del arma de Danilo intervino para desviar el acero de su compañero.

—Eso no —gruñó. Echó una rápida mirada a Danilo y añadió—: Todavía no.

Danilo sospechó que las últimas palabras pretendían disimular un desliz.

Probablemente, el objetivo del ataque no era matarlo, sino advertirle. Claro que no podía estar seguro del todo.

Se puso en guardia y miró a los tres matones que seguían vivos. El líder comenzó a avanzar, pero se quedó paralizado de repente. Bajó la vista hacia su mano, y su perpleja mirada se desplazó de la espada, que ya no lo obedecería, a la punta ancha y reluciente de la daga que le sobresalía de la barba.

Súbitamente, la daga dio una sacudida a un lado, y de la garganta del matón brotó un impetuoso torrente carmesí. A medida que caía, lentamente, fue dejando ver la mirada fría y ambarina del elfo que tenía detrás. Los dos camaradas del hombre arrojaron al suelo sus armas y echaron a correr.

Sin detenerse a pensar, Danilo salió en su persecución. Elaith lanzó una maldición y lo siguió.

—No estás en condición de seguirlos —le dijo al llegar a su altura.

—Tenemos que detenerlos —repuso Danilo, apretando los dientes—. He de averiguar quién fue el que ordenó el ataque.

En los callejones resonaron los cascos de caballos que huían, aunque no por ello Danilo detuvo la marcha.

—Vas a dejar a esta ciudad sin uno de sus idiotas, ¿sabes? —le espetó el elfo, exasperado.

El traqueteo de un carruaje llamó la atención de Elaith. Alzó la cabeza cuando el vehículo pasó tranquilamente junto a ellos y se fijó en que llevaba el símbolo de la cofradía y lo conducía un halfling. Perfecto. Eso facilitaría las cosas.

Elaith trepó de un salto al estribo, extendió un brazo hacia arriba para agarrar al conductor sentado en el pescante y lo arrojó a la calle sin contemplaciones. Con los caballos fue más cuidadoso: cogió la rienda más próxima y tiró suavemente para frenar al tiro. Entonces, abrió con brusquedad la puerta del vehículo, expulsó a los pasajeros —que gritaban asustados— y metió a Dan dentro. Tras cerrar la puerta de golpe, trepó de un salto al asiento del conductor.

Sacudió las riendas sobre el lomo de los caballos, y los asustados animales se lanzaron al galope.

Danilo se arrastró por la ventana hasta el pescante.

—No creas que no te lo agradezco, pero...

—Ni una palabra más —le interrumpió el elfo, mientras guiaba a los caballos en una curva muy cerrada—. Si quieres atrapar a esos hombres, éste es el único modo de hacerlo sin desangrarte.

Danilo reflexionó e hizo un breve gesto de asentimiento. No hubo tiempo para más porque el vehículo volvió a escorarse en una curva hasta el extremo de ponerse sobre dos ruedas. El humano tuvo que sujetarse al borde del asiento y apuntalar las botas contra el reposapiés para no resbalar y dar con los huesos en los adoquines.

—Sujétate —le avisó Elaith con bastante retraso.

El vehículo avanzaba a toda velocidad por las calles, inclinándose peligrosamente ora a un lado ora al otro, con gran estrépito. El elfo no perdía de vista al jinete más atrasado, lo cual no era nada fácil, aunque la desesperada huida del hombre les despejaba ya las calles.

Elaith lo siguió por un callejón que describía curvas y meandros como una serpiente. El carruaje se inclinó, pero no volcó. Tan estrecha era la calleja que saltaron chispas cuando las ruedas rozaron los muros, chispas que luego llovieron sobre ellos cuando el borde superior del coche arañó el muro del otro lado.

Emergieron en un patio atestado de gente. Tres toneles rodaron hacia ellos; uno se hizo añicos bajo los cascos de los caballos, y el aroma de hidromiel perfumó el aire. Los pollos huían despavoridos, graznando en estúpida indignación. Algunos comerciantes aguantaron en sus puestos, gritando imprecaciones y lanzándoles mercancías volcadas y echadas a perder.

Instintivamente, Elaith buscó un cuchillo para arrojarlo a uno de ellos, pero Danilo lo detuvo cuando ya estaba a punto de lanzarlo.

—Escucha —dijo en tono adusto.

Por encima del jaleo, resonaba el característico sonido ascendente y descendente del cuerno de la guardia. Elaith soltó una maldición y tiró de las riendas hacia la izquierda para obligar a los caballos a virar hacia una calle lateral. Cuatro hombres vestidos con cota de escamas verde y negra se dispusieron en hileras al final de la calle.

—La guardia. ¡El castigo por atacar a sus miembros es muy severo! —advirtió al elfo.

—En ese caso, esperemos que tengan el buen sentido de quitarse de en medio.

Dicho esto se inclinó hacia delante y sacudió las riendas sobre el lomo de los caballos para azuzarlos. Parte de su determinación, se transmitió a los animales, pues los consentidos caballos echaron hacia atrás las orejas, bajaron la cabeza y cargaron.

En el último instante, los guardias se apartaron de un salto. El vehículo pasó entre ellos a toda velocidad y giró a la derecha con chirrido de ruedas acompañado por un delirante coro de resoplidos y relinchos; un grito equino digno del caballo de batalla de un paladín.

—Al menos, alguien se está divirtiendo —comentó Danilo.

Miró hacia atrás con preocupación y suspiró, aliviado, al comprobar que los cuatro guardias se levantaban.

Una sombra pasó veloz por encima de ellos y describió un círculo en la calzada.

—Un grifo —anunció.

Elaith maldijo y tiró de las riendas, pero los caballos estaban disfrutando de su recién conquistada libertad y no respondieron a tiempo.

El viento los azotó cuando las enormes alas del grifo batieron el aire. Un impresionante cuerpo de león giró en vuelo y aterrizó agazapado, listo para saltar. Abría y cerraba rápidamente el pico de águila en contrapunto al amenazador gruñido felino que le nacía de lo más profundo de su garganta cubierta por plumas.

Los caballos se asustaron, se encabritaron y relincharon, aterrorizados. El vehículo se inclinó, arrojando a sus ocupantes al suelo. Elaith se puso de pie inmediatamente y adoptó una posición de ataque, aunque sin desenvainar ninguna arma. Desde donde estaba, tumbado sobre los adoquines, Danilo aplaudió su buen sentido. Al menos una veintena de guardias y una docena de soldados los rodearon blandiendo espadas.

Elaith lanzó una torva mirada a Danilo.

—¿Estás muerto? —le preguntó con aspereza.

Mientras se levantaba con gran dificultad, tuvo tiempo para decidirlo.

—No del todo —dijo al fin.

—Perfecto. Así tendré la satisfacción de matarte yo mismo.

La puerta de la celda se cerró con ruido metálico. Elaith fulminó con la mirada a su compañero de celda. Durante todo el camino hasta el castillo, Danilo había guardado un silencio insólito en él. Una vez encerrado, se desplomó sobre el estrecho catre. El elfo notó que se sostenía cuidadosamente un codo con la otra mano.

—¿Se te ha descoyuntado el hombro?

—Creo que sí —admitió Danilo—, aunque no es fácil saberlo. Me duele todo y cuesta aislar una cosa de otra.

—Hay un modo infalible de averiguarlo.

Elaith lo cogió por la muñeca y tiró con fuerza.

Danilo soltó un sobresaltado juramento y luego giró el hombro con mucha cautela.

—Ha funcionado —anunció, sorprendido—. Pero ¿no existe un método más suave?

—Pues claro, pero estoy demasiado enfadado. Tienes que curarte ese corte en el brazo. Si quieres, puedo cosértelo.

—¿Con qué? ¿Con un anzuelo? No, gracias. Esperaré al sanador. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Por qué me seguiste?

Elaith pensó muy bien la respuesta. Las esferas de sueños estaban ya en la calle y se vendían a aquellos que probablemente poseían conocimientos que podrían ayudar al elfo en su venganza. Había captado el sueño de uno de esos hombres: un mercenario que albergaba un oscuro deseo de infligir dolor a los habitantes más acaudalados y privilegiados de la ciudad. Elaith había visto la imagen mental de la víctima. Pese a sus acciones pasadas y también presentes, no podía permitir que alguien a quien había denominado «amigo de los elfos» sufriera ese destino.

Tampoco podía permitirse darle esa explicación.

—¿Por qué me seguiste? —insistió Danilo.

—¿Curiosidad morbosa? —sugirió el elfo.

—Muy divertido —comentó Danilo secamente—. ¿Cómo sabías dónde encontrarme?

—Fue fácil. Teniendo en cuenta que Regnet Amcathra y tú sois viejos amigos, supuse que irías a verlo enseguida.

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