Las esferas de sueños (20 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Los rasgos de su cara resultaban toscos; la nariz era tan ancha y aplastada que sugería la existencia de algún antepasado orco en un tiempo no muy lejano. Rhep protegía su corpachón con armadura de cuero y esbozaba una fatua sonrisa. Elaith se imaginó que juntos debían de parecer una catapulta y un estilete. Sin duda, el humano era tan necio que se tenía por la mejor arma de ambas.

—Puedes comprarte un puesto en la caravana, elfo, pero los guardias están a mi cargo —gruñó el hombre, cuyo dominio del lenguaje dejaba mucho que desear.

—Ya veo. ¿Desde cuándo Ilzimmer contrata a jinetes de águila? —inquirió Elaith con una leve sonrisa.

—Yo trabajo para Gundwynd —ladró Rhep, señalando con la cabeza a un hombrecillo de barba gris que se afanaba de un lado a otro para asegurar la carga.

Mentía, y Elaith lo sabía. Rhep era un soldado a sueldo del clan Ilzimmer, aunque tanto él mismo como los lores de esa casa noble hacían lo posible por ocultarlo. Si se sabía, a alguien se le podría ocurrir investigar por qué una familia dedicada al comercio de piedras preciosas necesitaba un ejército de mercenarios.

—Trabajo para lord Gundwynd —repitió el hombretón—, y tú también mientras viajes con la caravana. ¡Qué vergüenza que Gundwynd haya caído tan bajo como para aceptar basura como tú!

Garelith dio un paso al frente. Sus ojos verdes echaban chispas por el insulto.

—¡Vigila lo que dices, humano! Estás hablando con quien fuera capitán de la guardia del rey.

—En ese caso, hace mucho tiempo que se quedó sin trabajo, ¿no? —se burló Rhep—. ¿El rey murió asesinado cuando tú estabas de guardia, Craulnober?

—Eso hubiese sido bastante complicado. —Elaith se negó a dejarse provocar por aquel zopenco—. El rey Zaor murió hace menos de cincuenta años, y para entonces, yo ya me había establecido en Aguas Profundas. Calculo que más o menos en esa época fue cuando tus antepasados empezaron a tener relación carnal con goblins.

El rostro del humano adquirió un oscuro y apagado tinte rojo de rabia, liberó la maza que le pendía del cinto e hizo el gesto de alzarla para atacar.

Elaith se agachó para esquivar la embestida y pasó inmediatamente a la ofensiva con sendas dagas estilizadas en las manos. La punta de una de ellas se posó bajo el mentón del hombre y la de la otra casi tocando el orificio de una oreja.

Rhep miró a los vigilantes de la caravana en busca de apoyo. Aunque los cuatro empuñaban largos y finos cuchillos, sus vigilantes ojos estaban clavados en Rhep, y no, en su atacante.

—¡Cerdos traidores! ¡Muy pronto tendréis lo que merecéis!

—Tal vez deberías explicarte mejor —comentó Elaith en tono afable, aunque nadie confundió esa orden con una sugerencia. Y porque le apetecía, sin más, dio un pequeño giro a la daga y le hizo una muesca diminuta en el lóbulo de la oreja.

Rhep baló como un carnero castrado.

—No quería decir nada —masculló—. Sólo que las malas acciones siempre tienen su castigo; nada más que eso.

Elaith dudaba de si debía tomárselo como un tópico o una evasiva, pero la disputa empezaba a llamar la atención, y él no estaba dispuesto a arriesgar un lugar en la caravana por un despreciable hijo de perra orco. Así pues, bajó las dagas y dio un paso atrás, al mismo tiempo que dirigía al humano una leve e irónica reverencia. Rhep era tan zoquete que ni siquiera pilló el insulto y se alejó pisando fuerte y mascullando imprecaciones.

—Vigilad a ése —aconsejó Elaith a los jinetes de águila en voz baja—. Lo conozco y es de los que traen problemas.

—A mí me ha parecido un bufón, pero confío en vuestro juicio —replicó Garelith—. Vos sabéis mejor que nosotros si alrededor de esa montaña se agrupan los nubarrones y nos avisaríais de una tormenta en ciernes.

Quedaba un último consejo que darles, el más difícil, pero Elaith se sentía obligado a ello.

—Eso no será posible. Os aconsejo que no os dejéis ver en mi compañía.

Los cuatro jinetes se mostraron perplejos.

—¿Por qué? —preguntó uno con ojos color topacio.

—Lo sabréis muy pronto —contestó Elaith con una sonrisa irónica, dirigida en parte contra sí mismo.

Antes de que los jóvenes elfos pudieran insistir, Elaith se dio media vuelta y se alejó. Sus eufóricos halagos le repugnaban. En esos momentos, prefería la compañía de cualquier otro que lo mirara con la habitual y debida mezcla de temor y respeto.

—¡Piedras! —exclamó una voz grave y áspera con tal vehemencia que en su boca esa palabra neutra se convirtió en maldición.

—Un enano —musitó Elaith con voz cansina—. Creo que el día ya no podría empeorar más.

—¿Me estás diciendo en serio que la caravana se dirigirá al oeste volando? — preguntó el enano.

—Con un caballo alado. Siempre te jactas de que no hay nada de cuatro patas que no seas capaz de montar —replicó una persuasiva voz femenina.

Elaith se volvió bruscamente hacia aquella voz familiar y su ceño se intensificó.

La conocía de oídas: Bronwyn, una comerciante con una veta artera de lo más refrescante. Aunque deseaba conocerla personalmente no era ése el momento más oportuno. Y para empeorar aún más las cosas, su compañero de viaje era un enano.

Se trataba de un enano particularmente retacón y cuadrado, con hombros anchos sobre los que le caía una alborotada y espesa melena rizada color caoba y, sobre el pecho, una larga barba bermeja. Se había afeitado la zona del bigote, y sus ojos azules eran tempestuosos. Alrededor del cuello, se había colgado una herradura. El enano jugueteó con ella como si quisiera reivindicar las palabras de Bronwyn acerca de sus habilidades como jinete.

—Soy capaz de montar cualquier cosa de cuatro patas, siempre que esas cuatro patas tengan algo sólido bajo ellas.

Bronwyn alzó la vista al cielo y dirigió una mueca a su compañero.

—Bueno, hoy las nubes parecen muy sólidas.

El enano resopló despectivamente.

—Mira, Ebenezer —dijo la mujer con la voz que uno usa cuando todos los intentos de persuasión han fallado—, tengo que ir a Luna Plateada por negocios. Tú puedes acompañarme o quedarte, como más te plazca.

—¿Quién ha dicho nada de quedarse? —El enano señaló con un rollizo dedo hacia un pegaso aún desenjaezado—. Ese de ahí parece de repuesto. Me he fijado en él enseguida.

Ebenezer fue hacia él sin ninguna prisa, llevando en su rechoncha mano un terrón de azúcar de arce. Bronwyn le observó mientras se alejaba y, al barrer la escena con la mirada, sus ojos se posaron en Elaith. Tras un instante de vacilación, vertió vino de un frasco en dos tazas de madera y le tendió una con un gesto invitador. El elfo se aproximó y aceptó.

—¿Siempre eres tan generosa con los extraños? —fue su saludo.

Bronwyn esbozó una rápida sonrisa, tan afilada como una daga.

—¡Oh!, pero es que te conozco, al menos de oídas. Eres Elaith Craulnober y, por

lo que me han contado, posees una porción inusitadamente grande de Aguas Profundas.

—Tras decir esto alzó la taza hacia él.

Elaith aceptó el brindis con regocijo.

—También yo sé quién eres. ¿Me equivoco al suponer que vas a viajar con la caravana?

—Un último viaje a Luna Plateada antes del invierno.

Bronwyn apuntó con la taza hacia un hombrecillo con barba de chivo y un semblante pálido y consumido.

—Ése es Mizzen Doar..., o al menos lo que queda de él. Se le ve bastante desmejorado, ¿no crees? Ha asistido a todas las celebraciones del festival de la cosecha, o eso me han dicho. A juzgar por su aspecto, un clan de kobolds desmandados es mejor para la salud que las fiestas organizadas por la nobleza.

El comentario de la mujer arrancó una irónica sonrisa al elfo. Ya le habían dicho que Bronwyn poseía una manera de ser cálida y franca, y que tenía la virtud de conseguir que su interlocutor se sintiera a sus anchas con ella. Tampoco él era inmune a su particular encanto. No obstante, no acababa de fiarse.

—¿Lo conoces? —preguntó.

—Sólo lo imprescindible. Comercia con cristales y piedras semipreciosas.

—No es él el único —la pinchó—. No es preciso aventurarse hasta Luna Plateada.

—Cierto, pero no hay ninguno que ofrezca la misma variedad que Mizzen. — Bronwyn echó una mirada a su alrededor para asegurarse de que nadie podría oírla antes de declarar secamente—: En esta ciudad las apariencias cuentan. Incluso en épocas de vacas flacas, nadie quiere renunciar a sus joyas, por lo que conservan sus baratijas, pero van vendiendo las piedras una a una...

—... y las sustituyen por simples cristales —acabó Elaith la frase por ella.

Bronwyn se limitó a encogerse de hombros, como si ese tema le pareciera demasiado desagradable como para hablar sobre ello de manera tan directa. El elfo la comprendió y vio, asimismo, todo el beneficio que la mujer podía sacar, especialmente tratándose de alguien que había empezado en los negocios creando falsificaciones de monedas y joyas.

Sin embargo, de forma inevitable, se preguntó si Bronwyn tendría otros objetivos.

Esperaba que no fuesen demasiado similares a los suyos, pues, a su manera, ella le gustaba. Elaith confiaba sinceramente en que podría atender sus negocios sin necesidad de matarla.

—¡Piedras! —bramó el enano—. ¡Me dan ganas de morderte yo también, especie de engendro alado patilargo!

El elfo echó un vistazo al autor de tales gritos. Ebenezer agitaba una mano y fulminaba con la mirada al pegaso con el que había intentado congraciarse. El corcel alado masticó el azúcar y luego soltó un delicado relincho, que sonó sospechosamente como una carcajada.

Elaith cambió un poco de idea: seguía esperando que Bronwyn finalizara el viaje ilesa, pero, no obstante, le encantaría tener la oportunidad de reducir la población enana de Aguas Profundas al menos en un individuo.

—Diría que tu... compañero de viaje acaba de dar con la horma de su zapato.

Bronwyn soltó una alegre carcajada.

—Tienes más razón de la que te imaginas. Esos dos serán los mejores amigos del mundo en menos de una hora. Cuanto más arisco es un caballo, más se encariña Ebenezer con él.

—Una arriesgada costumbre —reflexionó el elfo no sin placer—. Uno tiene que ser capaz de confiar en su montura en cualquier circunstancia. Los pegasos vuelan muy

alto y son muy asustadizos.

La sonrisa de Bronwyn no vaciló, aunque sus ojos ya no brillaban con calidez.

—Ninguno de mis amigos va a caerse y, si eso pasara, allí estaría yo para cogerlo.

Las miradas de ambos se quedaron prendidas por un instante; Bronwyn lanzó un silencioso desafío que el elfo aceptó. Elaith Craulnober fue el primero en romper el contacto al mismo tiempo que hacía el pequeño y sutil ademán que los elfos utilizaban en cualquier situación: era un gesto orgulloso, pero a la vez elegante, que en parte era una disculpa y en parte conciencia de un enfrentamiento evitado.


D'rienne
—replicó Bronwyn suavemente en élfico.

Ésa era la tradicional palabra elfa con la que se aceptaba un potencial peligro evitado.

Antes de que el perplejo elfo pudiera responder, Bronwyn dio media vuelta y se encaminó con paso tranquilo hacia su amigo enano.

El primer pensamiento de Elaith fue de disgusto por haber caído, involuntariamente, en viejos patrones de conducta. Seguramente el encuentro con los jinetes de águila le había afectado más de lo que había creído. Además, teniendo en cuenta cuál era el verdadero objetivo de su viaje, la exhibición de conocimientos de Bronwyn le causaba inquietud. ¿Era posible que la mujer estuviera enterada de la existencia de la gema elfa y le estuviera avisando sinceramente de que ambos iban detrás del mismo botín?

En ese caso, algunos lo considerarían un gesto digno de un aventurero elfo. Era evidente que Bronwyn había estudiado las culturas de los objetos con los que comerciaba. Elaith observó que la mujer se comportaba con total tranquilidad mientras acariciaba al pegaso y asentía irónicamente a las pestes que echaba Ebenezer.

No le faltaba valor ni estilo. Sería una lástima tener que matarla. Elaith alzó la taza de madera hacia ella en silencioso saludo y, probablemente, en gesto de despedida.

Cuando Arilyn y Danilo abandonaron la residencia Eltorchul, el aguacero había cesado. La verja se abrió por sí sola. Ambos se apresuraron a salir a la calle e instintivamente evitaron pasar por la acera ennegrecida, mostrando el mismo cauto respeto que induce a quienes se pasean por un cementerio a no pisar las tumbas.

—¿Es cierto que estudiaste con los magos Eltorchul? ¿Cómo pudiste soportar pasar un tiempo en aquella casa? —quiso saber Arilyn.

Dan se encogió de hombros y torció por una calle lateral.

—Lord Eltorchul no está tan mal. Se toma muy en serio el arte de la magia y es un buen maestro. Y a Oth apenas lo veía, pues estaba demasiado ocupado en sus propias investigaciones.

Arilyn asintió con aire ausente, apenas escuchándolo. Notaba en todo el cuerpo un débil hormigueo de advertencia. Tocó con los dedos la hoja de luna envainada y se concentró en el aviso mágico.

—Nos siguen —anunció lacónicamente.

Danilo aventuró una mirada atrás. El súbito aguacero había vaciado las calles, y en la estrecha calleja, detrás de ellos, no había nadie. El agua había formado charcos tan amplios sobre las grandes losas del pavimento que era imposible transitar sin mojarse.

Las únicas huellas húmedas eran las suyas. El sol empezaba a abrirse paso entre las nubes. Lo tenían casi en la vertical, por lo que no había sombras en las que los posibles enemigos pudieran ocultarse. El joven echó la cabeza hacia atrás y escrutó los tejados.

—No veo nada... todavía.

Sin dejar de caminar, metió una mano en la bolsa de hechizos e invocó rápidamente un encantamiento que revelaría cualquier tipo de magia presente. La luz azul del encantamiento se posó sobre su bolsa de hechizos, sobre la espada cantora que

había adquirido hacía poco y sobre la hoja de luna de Arilyn. No actuaban otros sortilegios; nadie los seguía envuelto en un manto de invisibilidad.

A medida que la luz del encantamiento revelador de magia se iba apagando, la luz de advertencia de la hoja de luna fue ganando en intensidad, hasta brillar con fuerza.

—Nos siguen —repitió Arilyn sin dar su brazo a torcer y se llevó una mano a la empuñadura del arma, preparándose para combatir contra un enemigo aún invisible.

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