Las esferas de sueños (22 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Su sorpresa parecía total y genuina. Aunque Danilo no había pensado nunca seriamente que su madre pudiera haber organizado el ataque, no podía negar que se había quitado un peso de encima.

—Contra Elaith Craulnober, un invitado —añadió con firmeza para atajar el comentario de exasperación que su madre tenía en la punta de la lengua—. Estaba aquí por invitación mía y protegido por las normas de hospitalidad.

—No me des lecciones sobre las normas sociales y el decoro —replicó la aristócrata airadamente—. ¡Para empezar, no tenías ningún derecho a invitar a ese rufián a un evento respetable! ¡Y tu... compañera tampoco hizo bien en intervenir!

—Supongo que debería haber seguido su camino y permitir que un elfo solo fuera asesinado a manos de cinco asesinos tren —contestó Dan igualmente enojado.

—Cinco tren —repitió lady Cassandra con voz inexpresiva.

La noticia pareció afectarla, pues de pronto ya no parecía una rígida reina guerrera, sino una mujer que ya era abuela de una docena de chiquillos. Sin embargo, fue un momento fugaz.

—¿Qué ocurrió?

—Lucharon. Cuatro tren murieron y uno escapó.

—Por las runas de Oghma —maldijo la dama, que se levantó y empezó a pasearse con el rostro oscurecido por la ira y la preocupación—. Tal vez ahora comprendas mis reservas por la relación que te empeñas en mantener con esa mujer. Y si aún no lo entiendes, pronto lo vas a entender, a no ser que seas tan necio como siempre has aparentado ser.

La declaración de Cassandra sobresaltó al joven por varias razones. Empezó por la más fácil.

—De modo que te engañé. Estaba convencido de que toda la familia había aceptado el engaño.

—¿Crees que no me entero de lo ocurre bajo mi propio techo? —resopló su madre—. Entiendo más de lo que crees. Resultó que tu decisión de simular ser un majadero para servir mejor a los arpistas iba bien a los intereses de la familia. Los vinateros deben conocer el comercio. Mientras participabas en los proyectos de Khelben, eso fue lo que aprendiste, aunque muy probablemente por accidente.

—Sí, no hay taberna que se me haya escapado —convino con ella Danilo, bromeando para disimular su sorpresa—. Nada puede compararse al conocimiento adquirido de primera mano.

—En efecto —dijo ella secamente—. Y ahora, después de haber atormentado durante años a tus tutores y tus maestros de música, te aclaman como bardo. En conjunto, diría que las decisiones que has tomado en tu vida no son tan diferentes de las que yo habría tomado por ti; exceptuando las más recientes, claro está.

El sentido de sus palabras era evidente y profundamente irritante. Danilo dejó la

copa de vino con exagerado cuidado para contrarrestar el impulso que sentía de arrojarla contra una pared.

—Lo cual nos lleva a otras cuestiones. ¿Por qué te opones tan terminantemente a Arilyn? —preguntó controlando el tono de voz.

—No tengo nada personal contra ella. Como compañera de viaje, no podrías haber elegido mejor. Sin embargo, ya es hora de que empieces a pensar en casarte, y una mercenaria semielfa es una mala elección para alguien de tu posición.

—En ese caso, cambiaré de posición. No hay nada que yo haga por esta ciudad o esta familia que no pueda hacerlo otro. ¿Por qué no debo seguir mis propias inclinaciones?

Cassandra alzó los brazos hacia el techo.

—¿Acaso no lo has hecho siempre?

Dan lo dejó pasar.

—También me deja perplejo que consideres que Arilyn se equivocó al ayudar a un invitado de esta casa. ¿Pensarías de otro modo si el blanco del ataque tren hubiese sido la hija de un noble?

La dama reflexionó sobre la respuesta más tiempo del que Danilo esperaba; de hecho, más tiempo del que la pregunta merecía.

—Eso hubiese sido muy distinto, desde luego. Pero ni siquiera en ese caso debería haber intervenido.

—No lo puedo creer. ¿Me estás diciendo que no te importa que unos asesinos campen a sus anchas por la residencia Thann?

La mirada de lady Cassandra fue sombría.

—Deberías haber prestado más atención a las lecciones que traté de enseñarte cuando eras niño —le dijo suavemente.

—Guerras de las Cofradías, asesinatos, caos —recitó Dan con impaciencia—. Sí, lo recuerdo muy bien.

Pero su madre negó con la cabeza.

—El pasado nunca queda atrás. ¿Quién mejor que un bardo para saberlo?

—Me parece que hay algo que no me has explicado.

—Mejor así.

Una expresión de pesar cruzó por la faz de la mujer, como si lamentara haber revelado incluso indicios tan vagos. Alzó la barbilla y sus ojos adoptaron de nuevo su habitual frialdad y sereno control.

—Déjalo estar, hijo mío. No hallarás materia para componer una canción de taberna.

—Tal vez sí. Alguien fue asesinado hoy: Oth Eltorchul, víctima de otro ataque tren. Arilyn y yo fuimos a comunicárselo a lord Eltorchul, y cuando salíamos de la casa solariega de los Eltorchul, en el distrito del mar, fuimos atacados por tren.

Cassandra palideció.

—No te metas en eso.

Dan consideró brevemente la posibilidad de hablarle del ataque tren en el alojamiento de Arilyn.

—¡Por fin, me das un consejo útil! —exclamó con sarcasmo—. Pero me temo que me será difícil seguirlo.

—No tengo ningún otro —afirmó la dama, poniendo así fin a la discusión.

Sobrevino un largo silencio, hasta que Danilo se levantó para irse. Su madre lo acompañó a la puerta con una expresión lúgubre que Dan nunca le había visto, ni siquiera tras cometer sus peores travesuras de niño. Ya iba a abrir la puerta cuando Cassandra lo detuvo.

—Una cosa más: no preguntes nada más sobre este asunto, ni a mí ni a ninguna otra persona. Será mejor que no sepas nada, créeme.

El joven le dio unas cariñosas palmaditas en la mano y se liberó.

—Extrañas palabras de labios de una noble dama que se enorgullece de sus vastos conocimientos.

—Aprecio mucho más mi vida —dijo ella sin andarse por las ramas—. Y aunque muchas veces me das razones para preguntarme por qué, preferiría que también tú conservases la tuya.

Danilo la miró, perplejo.

—Esas botas que llevas son de piel de algún tipo de lagarto, ¿no? —inquirió Cassandra.

—Sí. ¿Por qué?

—Los tren tienen sus propias ideas sobre la elegancia, que a nosotros nos parecerían tan espantosas como seguramente las nuestras lo son para ellos. No siempre devoran enteramente a sus víctimas. Es posible que uno o más de tus antepasados acabara siendo un adorno para un tren o una bolsa para guardar sus bártulos.

—¡Ah! Me conmueve tu interés, madre, pero no tengo ninguna intención de permitir que un tren se haga un taparrabos con mi pellejo. Creo recordar que no hace mucho una dama se mostraba conforme con las decisiones que había tomado en el curso de mi vida y afirmaba que me habían conducido a los objetivos y las esperanzas que tenía para mí. Esa misma dama expresó la opinión de que su hijo más joven no es un necio. Confía en mí para encontrar el final de este camino.

—Ya lo hago —replicó Cassandra con el rostro empañado por emociones que Danilo no conseguía descifrar—. Y mucho me temo que los tren también.

Las escarpadas montañas que rodeaban Luna Plateada estaban pobladas por árboles milenarios y sociables, que se apiñaban como maduros guerreros alrededor de una hoguera para intercambiar relatos de hazañas perdidas en el tiempo. Tan densa era la espesura y tan incesante el flujo de impetuosos torrentes sobre rocas y desfiladeros que la caravana aérea tuvo que volar en círculos sobre el área hasta dar con una zona lo suficientemente amplia y despejada como para posarse.

Elaith distinguió el claro en lo alto de la colina bastante antes de que el jefe de la caravana se dispusiera a iniciar el descenso efectuando círculos. Cuando el conductor de la cuadriga voladora —un elfo dorado al servicio de lord Gundwynd— guió al tiro de pegasos hacia el suelo en círculos cada vez más pequeños, se agarró con más fuerza al carro.

Dada la naturaleza del viaje, Elaith esperaba que todos los integrantes de la caravana estarían encantados de desmontar y lo harían enseguida. No obstante, nadie se movió, sino que sentados o de pie bajaron la vista para contemplar en silencio el famoso puente de la Luna por el que se accedía a la ciudad.

Se trataba de una construcción reluciente más semejante a una pompa de jabón que al típico puente de piedra y madera de aspecto tranquilizadoramente sólido, que se alzaba en grácil arco sobre el río Rauvin. Los últimos matices del ocaso se demoraban en la incorpórea construcción. Bajo el puente y, más insólito aún, a través de él, uno podía ver las revueltas aguas del Rauvin, que saltaban por rocas y bancos de arena en su vertiginosa carrera hacia el sur.

—Yo no pienso cruzar esa cosa —anunció Ebenezer, lo que a Elaith se le antojó una muestra de la típica cobardía enana.

Sus palabras rompieron el hechizo colectivo.

—Te recuerdo que de Aguas Profundas a Luna Plateada has tenido menos que eso bajo tus pies —señaló muy razonablemente Bronwyn, que se deslizó al suelo desde el

grifo que montaba.

El enano soltó un resoplido, pero antes de que pudiera seguir protestando, Rhep se apeó de un salto de su cuadriga aérea y se colocó en el centro de la caravana.

—Esta noche acamparemos aquí y mañana temprano entraremos en la ciudad — anunció a todos.

Un coro de protestas pronunciadas en susurros acogió las palabras del jefe de la caravana. Para todos ellos, excepto para los jinetes de águilas y los mozos de cuadra al servicio de lord Gundwynd, ése había sido su primer viaje por los aires. Durante dos días, habían vivido experiencias a la vez excitantes y aterradoras, por lo que ansiaban pasar una noche de diversión. Para ello, pocos lugares en el Norland podrían ser mejores que Luna Plateada. Por si ello no fuese suficiente aliciente, era preciso añadir que las colinas que rodeaban la ciudad estaban plagadas de orcos, fieras salvajes y peligros varios. Con la caída de la noche, cualquier ciudad debidamente amurallada ganaba en atractivo.

A Elaith le pareció extraño que después de cubrir una distancia tan larga en sólo dos días, utilizando un medio de transporte tan insólito y caro, se arriesgaran tontamente cuando ya tenían su meta a la vista.

No era el único que lo pensaba. Muchos de los mercaderes protestaban ruidosamente, pero el fornido mercenario que estaba al mando los silenció con una iracunda mirada. Su palabra era ley en la caravana, e incluso los mercaderes que lo habían contratado debían obedecerle. Sin decirles ni media palabra, Rhep se alejó y empezó a gritar órdenes a los vigilantes. La protesta cesó en pocos minutos.

No había mucho por descargar, pues la mayor parte de la mercancía consistía en objetos pequeños, pero muy valiosos. Después de cumplir rápidamente esa tarea, los vigilantes dispusieron los vehículos aéreos en círculo. Por la parte exterior del mismo, ataron a los corceles voladores, pues los bravos pegasos, grifos y águilas gigantes serían mejor medio de disuasión contra los ladrones que cualquier vigilante humano que lord Gundwynd pudiera contratar. En el círculo central, acamparon los vigilantes y mercaderes; algunos de ellos se reunían en torno a la misma hoguera, y otros, menos deseosos de compañía, buscaban la relativa intimidad que les ofrecía el perímetro del calvero.

Elaith se instaló en el lugar menos hospitalario de todos los posibles. Subiendo un poco la colina, muy cerca de los árboles, halló un lugar sembrado de rocas despeñadas y ramas caídas. Aunque las peñas formaban una barrera entre él y la caravana, gozaba de buena visibilidad sobre el claro y también sobre los árboles que crecían a cierta distancia a su espalda. Allí podría defenderse con facilidad y, por si no bastara, colocó unas cuantas trampas y cepos, de los cuales la mayor parte de elfos abominaban, pero eran altamente eficaces.

Para finalizar, escondió varios cuchillos de lanzar por el lugar y encendió un fuego. Apartó algunas de las ramas que ardían y colocó un pequeño cazo de campaña entre las brasas. Dentro, vertió agua de la cantimplora, setas secas y otras hierbas.

Mientras la sopa hervía a fuego lento, él se acomodó para disfrutar de la soledad, aunque sin perder de vista a sus compañeros de viaje.

Bronwyn trabajaba codo a codo con los vigilantes de la caravana, afanándose con los fardos. Bromeaba con algunos de los hombres y apartaba las manos demasiado largas, aunque haciendo gala de una desenvoltura y buen humor que no ofendía a ninguno de ellos. El elfo plateado no pudo menos que admirar el aplomo de la humana, por no mencionar su buen gusto al rechazar a aquel hatajo de patanes.

Lo que ya no le gustó tanto fue comprobar cómo la mujer se dirigía resueltamente hacia su posición. Bronwyn se detuvo en el borde mismo del cerco de la luz del fuego y

lanzó una mirada de inquietud por encima del hombro.

—¿Te importa que te acompañe? —preguntó tímidamente. En vista de que el elfo vacilaba, añadió—: Soy la única mujer del campamento.

Elaith enarcó las cejas en gesto de sorpresa.

—No necesitas usar ese aliciente. Te saldrían admiradores incluso entre una multitud de cortesanos.

La mujer se rió entre dientes con ironía.

—Supongo que mis palabras han sonado como una oferta, pero no era ésa mi intención. Lo cierto es que me gustaría dormir un poco esta noche y busco un lugar seguro para hacerlo.

—¿Y éste lo es?

Bronwyn se encogió de hombros, entendiendo que el elfo se refería a su sombría reputación.

—Bueno, no me he cruzado en tu camino y no llevo nada que merezca ser robado.

Según he oído, no tienes el más mínimo interés en las humanas. Tal como yo lo veo, eso te convierte en el compañero más seguro para pasar la noche. Claro está que si tienes alguna objeción, me buscaré otro sitio.

—No, ninguna objeción. —De hecho, pensándolo bien, sería una buena idea tener la posibilidad de vigilar de cerca a una posible rival—. ¿Qué tal si te instalas junto a esa peña recortada?

La mujer bordeó la gran roca e hizo un gesto de aprobación con la cabeza al reparar en las trampas dispuestas en un círculo.

—¿Has puesto muchas alrededor?

—Unas pocas.

—Perfecto. De ese modo, dormiré más segura.

Elaith le hizo sitio junto al fuego.

—¿Dónde está el enano?

—Por ahí —contestó ella vagamente—. Le ha tocado la primera guardia. ¡Oh, mira eso! —exclamó de repente.

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