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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (19 page)

A los pocos momentos, lord Eltorchul salió a recibirlos. Pese a su avanzada edad, el viejo mago no se había encogido ni caminaba encorvado y se movía con digno porte.

Su pelo, que en su juventud había sido rojo, mostraba una vaga tonalidad entre gris y beige. No costaba imaginarse cómo debía de haber sido al contemplar la cabeza de su

joven acompañante, coronada por una mata de rizos de encendido color.

A Arilyn se le cayó el alma a los pies. Errya Eltorchul tenía fama de ser una mujer rencorosa, consentida y con una lengua viperina. Aunque se rumoreaba a voces que la fortuna familiar estaba menguando, Errya llevaba un exquisito vestido color rojizo, una fortuna en granates y exhibía una expresión de suprema arrogancia. Miró a Arilyn de la cabeza a los pies con sus ojos esmeralda, y su expresión se tornó en desdén. Tras rechazarla con un bufido, centró su atención en Danilo.

—Vaya, te has tomado tu tiempo en volver —dijo con un artero mohín.

Danilo le dedicó una leve inclinación de cabeza, pero siguiendo la costumbre, se dirigió primero al cabeza de familia.

—Ha pasado bastante tiempo desde que estudié con lord Eltorchul. —Lo saludó con una breve reverencia—. He hecho mal en no venir antes a presentaros mis respetos, señor.

El mago miró a su hija con cariño, pero también con resignación.

—Es un alivio comprobar que no todos los jóvenes de Aguas Profundas han olvidado los buenos modos —comentó con calor—. Mi aprendiza me ha dicho que querías hablar conmigo personalmente sobre un asunto referente a mi hijo Oth, ¿no es así?

—Exactamente. ¿Podríamos hablar en privado?

Lord Eltorchul miró a Arilyn por primera vez y frunció el entrecejo en señal de desaprobación. La semielfa no supo si atribuir el gesto a su condición de semielfa o al hecho de que portara una espada en vez de una bolsa de hechizos.

—Sí, sí, claro. En privado —murmuró.

—¡Nada de eso! —protestó Errya. Se inclinó para coger en brazos a un gato que pasaba y fulminó a su padre con la mirada por encima de la cabeza del felino—. Esa espantosa ayudante tuya ha dicho que nuestros visitantes nos traían noticias de Oth. Yo también quiero oírlas.

El viejo mago se resignó a complacer a su hija. Con él en cabeza, pasaron junto a tres armaduras completas en exhibición. Aunque por los visores levantados de los yelmos se veía que estaban vacías, los tres caballeros tenían alzados los guanteletes en brusco y metálico saludo. Sin fijarse en ellos, el anciano mago condujo a sus visitantes a un saloncito lateral. Una vez que todos se hubieron sentado, que lord Eltorchul les ofreciera vino, té o rapé, y sus huéspedes declinaran, lanzó un suspiro muy sentido.

—¿Qué ha hecho ahora mi hijo?

—Me temo que soy portador de malas noticias. Esta misma mañana sentí el impulso de pasarme por su torre para visitarlo. —Con una rápida mirada Danilo suplicó a Arilyn en silencio que le dejara contar la historia a su manera—. Encontré la puerta entornada. En vista de que nadie respondía a mi llamada, me tomé la libertad de entrar e investigar. El estudio de Oth estaba en completo desorden. Se había librado una lucha y, por desgracia, llegué demasiado tarde para ofrecer mi ayuda. Lo lamento profundamente, milord.

El viejo mago se quedó mirándolo sin comprender.

—¿Una lucha? ¿Qué tipo de lucha?

Haciendo caso omiso de la silenciosa advertencia de Danilo, Arilyn se inclinó hacia delante. Aunque Dan tenía buenas intenciones la semielfa era de la opinión que sería más amable no prolongar el suspense.

—Parece que vuestro hijo fue asesinado por los tren, poderosos hombres lagarto que matan por dinero. Lo siento.

Lord Eltorchul soltó un débil y ahogado sonido de consternación. La mirada de Arilyn voló hacia Errya: la mujer recibió la noticia con estoicismo. Apretaba con fuerza

los labios pintados, y su rostro se había quedado inmóvil, como una estatua de mármol.

Arilyn se volvió de nuevo hacia el mago.

—Lamento tener que preguntarlo, pero ¿conocéis a alguien que deseara la muerte de Oth?

Lord Eltorchul bajó la vista a sus manos entrelazadas.

—No. A nadie en absoluto. ¿Ha muerto? ¿Estáis segura? —insistió mirándola todavía aturdido.

—Los tren dejaron una señal. —Danilo explicó la situación con la mayor delicadeza posible, tras lo cual entregó al anciano el anillo que había cogido de la mano de Oth—. Vi este anillo en posesión de vuestro hijo apenas hace dos días.

—Sí, es suyo —murmuró el mago—. Se lo he visto puesto. Así pues, ha muerto.

—Tal vez conozcáis a un sacerdote de alto rango que...

En los ojos del viejo mago brilló una chispa de esperanza al comprender lo que quería decir Danilo.

—¡Sí, sí! Si hay una posibilidad...

—No la hay —lo interrumpió Errya bruscamente. Sus manos estrujaron el gato gris atigrado que estaba sentado en su regazo, y el animal protestó—. Conozco a Oth mejor que tú, padre, y sé que no desearía una resurrección. ¡Oth es un mago y aborrece a los clérigos y su magia! ¿Crees que aceptaría un regalo de tales manos, aunque fuese su propia vida?

—No, supongo que no —admitió lord Eltorchul con voz cansina y derrotada. Se dejó caer hacia delante y hundió la cara en las manos.

Su hija lanzó a los visitantes una mirada preñada de resentimiento.

—Esa propuesta no ha sido digna de ti, Danilo. Aunque ¿qué cabría esperar? ¡Éste es el tipo de cosas que pasan por codearse con villanos elfos!

—Ya he tenido suficiente —anunció Arilyn, y se levantó para marcharse.

Dan la detuvo poniéndole una mano sobre el brazo derecho.

—Te equivocas, Errya. Esto no tiene nada que ver con Arilyn, al contrario. Los elfos están en contra de molestar a los muertos en la otra vida.

—Bueno, ella está aquí, y Oth está muerto, ¿no? —replicó inclinándose hacia delante por encima del gato.

El felino se debatió y bufó una advertencia que Errya no escuchó. Danilo se levantó para colocarse junto a Arilyn y la miró fríamente.

—Comprendo tu dolor, pero ten mucho cuidado con a quién acusas.

Errya sonrió.

—Estate tranquilo. Ya sé que la mestiza no tuvo nada que ver. Oth fue asesinado porque tenía negocios con Elaith Craulnober. ¡Lo sé!

La voz de la mujer dejaba traslucir una nota histérica y sonó tan aguda que dolía en los oídos. Arilyn se dio cuenta de que el gato —el animal ya hacía rato que lo estaba pasando mal— retraía las orejas para protegerse de la arremetida. Ojalá ella pudiese haber hecho lo mismo.

—¿Y qué se hará al respecto? —prosiguió Errya—. ¡Nada! En otro tiempo se tomaban medidas contra los forasteros. Preguntad a Arlos Dezlentyr si no me creéis.

¡Maldición!

La mujer lanzó un agudo chillido de dolor cuando el gato la mordió en una mano.

Acto seguido, salió disparado por los aires. El animal giró en pleno vuelo con gracia felina y aterrizó sobre las patas, dando coletazos y clavando una funesta mirada en quien había osado darle aquel trato. Errya agitó la cabeza y arremetió de nuevo contra los visitantes.

—Ya habéis dicho lo que teníais que decir. Como veis, mi padre está vencido por

el dolor. Dejad aquí la caja e idos.

Arilyn la complació de mil amores. Mientras caminaba con decisión ante las educadas armaduras vacías, oyó cómo Danilo ofrecía sus condolencias al patriarca Eltorchul y le prometía su ayuda para hallar al culpable. Tal interferencia provocó un ataque de histeria en Errya, lo que hizo perder definitivamente la serenidad al anciano.

El viejo mago rompió a llorar en voz baja de un modo que partía el corazón. Errya lo dejó allí solo, y con un entrecortado y furioso taconeo, se fue en pos del gato que había osado morderla, como si ese insulto le doliera más que la pérdida de un hermano o el pesar de su anciano padre.

Cuando la puerta de la residencia de los nobles Eltorchul se cerró, Arilyn dudaba de si lord Eltorchul lloraba por sus familiares muertos o por los que aún tenía que soportar.

Cada mañana un determinado número de caravanas se congregaba en el patio del Toro Blanco, un recinto al aire libre, situado en el mismo corazón del distrito sur, el barrio trabajador por excelencia. De entre los apretados edificios que rodeaban el patio emanaba humo; en las cercanas forjas resonaba el repiqueteo de metal contra metal, y el ganado reunido en los corrales mugía nerviosamente. El ruido de unos cascos que avanzaban sobre la tierra bien apisonada anunció la aparición de una lechera que conducía su vaca por el ronzal. La tienda del fabricante de sillas de montar despedía el cálido y terrenal aroma de la piel.

Pero todo ello quedaba eclipsado por la inusual imagen que dominaba esa mañana el caravasar. Elaith Craulnober, comerciante y aventurero durante más de un siglo, jamás había visto una caravana tan peculiar como ésa.

Los servidores se afanaban en plegar las tiendas de campaña que habían protegido la caravana del súbito aguacero caído. El vasto patio hervía de vida con el susurro de alas gigantes, así como con los retumbantes gritos, arrullos y relinchos del numeroso grupo de corceles alados. Varios cuartetos de pegasos piafaban. Mozos de cuadra con el emblema de Gundwynd colocaban tirantes largos y resistentes en los caballos alados.

Tras cada uno de los tiros se había dispuesto un vehículo muy ligero, sin ruedas ni patines. En el lado norte del patio, vio una línea de grifos sentados como gallinas cluecas, con las patas delanteras, semejantes a las de los leones, escondidas entre las plumas del pecho. Llevaban la cabeza de halcón tapada con enormes caperuzas de cuero, lo que les impedía que alzaran el vuelo antes de tiempo.

Al contemplar ese instrumento tan típicamente humano, Elaith sintió un arrebato de furia. Impedir que un ave volara era una crueldad, y no obstante, los humanos la cometían continuamente. Encapirotaban a los halcones de caza para mantenerlos dóciles cuando no volaban tras su presa; recortaban las alas de los gansos para tenerlos atrapados en las represas de molino. Algunos miembros de esa estúpida raza llegaban al extremo de cazar con redes a pájaros cantores y cortarles las alas para que adornaran su jardín. Desde luego, los pájaros en cuestión morían al llegar el invierno, lo cual no era problema porque los sirvientes se encargaban de reemplazarlos en primavera.

Unas alegres carcajadas interrumpieron las airadas cavilaciones del elfo. Se dio la vuelta y presenció un insólito juego de captura.

Un dorado corcel interceptó de un brinco la trayectoria de un mozo semiorco. No se trataba de un caballo, sino de una enorme águila con los fríos ojos de un ave rapaz y un pico ganchudo diseñado para desgarrar. La mera visión habría bastado para helar la sangre al más bravo. El águila abrió el pico y proyectó su titánica testa hacia delante a la velocidad del rayo.

El semiorco chilló, dejó caer su carga y rodó desesperadamente a un lado, lo cual provocó más carcajadas, alegres y sin malicia.

Los labios de Elaith se curvaron en una involuntaria sonrisa al recordar ese juego.

El compañero del águila, un joven elfo probablemente de no más de dos siglos de edad, lanzó otro pedazo de carne a su alado corcel. El ave atrapó hábilmente la carne y echó la cabeza hacia atrás para que la recompensa le resbalara por el gaznate. El semiorco se escabulló a toda prisa, no sin antes fulminar con la mirada al travieso elfo.

Otros tres elfos se destacaron de la muchedumbre y entablaron conversación con su congénere. Se trataba de elfos de la luna, como Elaith: altos, esbeltos y tan afilados como una daga. Todos ellos tenían el pelo plateado y ojos del color de piedras preciosas: ámbar, jade, topacio. Hablaban con los acentos de la lejana Siempre Unidos y llevaban prendida en la túnica una insignia que Elaith ya casi había olvidado.

El elfo canalla frunció la frente, consternado. Jinetes de águila allí, en el continente? Esos jóvenes se contaban entre los más fieros defensores de la isla elfa.

¿Qué hacían en Aguas Profundas?

El joven líder se apercibió del escrutinio al que estaban siendo sometidos. Por un momento, puso ceño, pensativo, y entonces su faz se iluminó como un amanecer.

Se aproximó a Elaith con la palma de la mano izquierda extendida ante él horizontalmente, que era el modo como un noble elfo saludaba a otro.

—¡Es un honor, lord Craulnober! Mi padre sirvió bajo vuestro mando en la guardia de palacio, cuando yo era tan joven como estos humanos, aunque gracias a los dioses, no tan necio como ellos. —Sonrió y ejecutó una reverencia para presentarse—.

Garelith Hojaenrama, a vuestro servicio.

Esas palabras y el respeto con el que fueron pronunciadas evocaron en Elaith recuerdos que creía olvidados desde mucho tiempo atrás. Respondió al saludo con fría cortesía.

—Han pasado muchos años desde que abandoné la isla —comentó como sin darle importancia, aunque era incapaz de no sentirse irritado con aquellos jóvenes. Así, añadió—: ¿Qué hacéis aquí? ¿Acaso Siempre Unidos ya no necesita a sus jinetes de águila?

El joven elfo se echó a reír.

—¡Que yo sepa, no! Siempre Unidos sigue tan hermosa e inviolada como siempre, y yo añadiría mortalmente aburrida. Mis compañeros y yo necesitábamos un poco de acción.

—Y pensasteis que como vigilantes de caravana la conseguiríais...

—Es un trabajo honrado —repuso Garelith, encogiéndose de hombros, y sonrió de nuevo—. ¡Al menos, tenemos un poco de aventura! Nuestro próximo destino es Luna Plateada, creo. He oído maravillas de la ciudad y de la maga que la gobierna.

Los compañeros de Garelith se aproximaron. Sus ojos, del color de las gemas, brillaban con curiosidad y entusiasmo. La irritación de Elaith se fue desvaneciendo a medida que eludía sus preguntas y disfrutaba del melodioso torrente del idioma élfico.

La sombra de un tipo alto y fornido cayó sobre el grupo. Al instante, la animada faz de Garelith adoptó la máscara serena e inescrutable que los elfos mostraban a quienes no eran de su raza.

—Capitán Rhep —lo saludó formalmente, e inclinó un poco la cabeza.

Era un gesto lleno de gracia, con el que un guerrero elfo aceptaba una interrupción molesta, aunque no la agradeciera.

Rhep se abrió paso a empujones entre los jinetes y no se detuvo hasta casi pisar los pies de Elaith con sus botas. Era un hombre grandote, que le sacaba una cabeza al elfo, y con un cuerpo tan recio y fornido como el de un osgo, y también casi igual de velludo. Llevaba un casco de cuero del que se desparramaban opulentas ondas de pelo oscuro. Exhibía una poblada barba y unos bigotes tan abundantes como descuidados.

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