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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (23 page)

Elaith miró hacia donde señalaba. En el extremo más alejado del claro había brotado de pronto una gran fogata. Luces multicolores e intrincadas figuras danzaban entre las llamas. Las estilizadas siluetas de los jinetes de águilas se perfilaban contra el fuego mágico. A juzgar por su animada faz y sus ademanes, Garelith explicaba una historia.

—Historias al calor del fuego —evocó Elaith—, un pequeño truco mágico que se suele enseñar a los elfos jóvenes.

—Ahora me parecen ridículas las horas y horas que me he pasado contemplando las llamas —replicó Bronwyn en un tono teñido por el asombro y el gozo—. ¡Ojalá pudiera escuchar sus historias! Pero los elfos nunca las explicarían estando yo delante.

—Sin duda, tienes razón.

El relato subido de tono que explicaba Garelith era interrumpido por alegres carcajadas. Las llamas se tornaron azules y formaron dos figuras entrelazadas en una postura imposible de imitar.

—Aunque no necesariamente por la razón que te imaginas.

Bronwyn clavó unos segundos los ojos en el fuego antes de recostarse. Parecía impresionada.

—¡Por Sune! A partir de ahora miraré a los centauros con nuevos ojos.

Elaith no parecía muy interesado en ahondar sobre el tema, sino que llenó un tazón con la sopa que había preparado y se lo tendió a su invitada. Bronwyn sacó un recipiente similar de su mochila y se lo entregó. Durante unos momentos, comieron en

silencio, hasta que la curiosidad de Elaith pudo más.

—Tengo la impresión de que eres muy franca, y no obstante, todavía no me has preguntado qué me lleva a Luna Plateada.

—Seguramente no me conviene saberlo —contestó ella, divertida—.

Sinceramente, he pasado una temporada muy ajetreada y debo atender muchos negocios. Ya tengo suficiente con mis asuntos como para preocuparme de los asuntos de los demás.

—Así pues, ¿piensas quedarte un tiempo en Luna Plateada?

—Lo necesario. Unos pocos días, tal vez.

En el otro extremo del claro, los jinetes elfos empezaron a jugar a los dados armando mucha bulla. Bronwyn esbozó una rápida sonrisa de simpatía. Tal reacción hizo sospechar a Elaith que la mujer sabía mucho sobre elfos y alimentó sus recelos sobre el verdadero objetivo de su viaje.

—Parece que su comportamiento no te sorprende —comentó Elaith.

—¿Por qué debería sorprenderme? Son jóvenes, llenos de vida y disfrutan con la camaradería. Tienen todo el derecho a divertirse.

—Pero la mayoría de los humanos no consideran que la animación sea una virtud elfa. En cambio, tú nos conoces un poco mejor.

Bronwyn volvió a encogerse de hombros.

—He hecho negocios con todas las razas, y para ello es muy útil conocer sus costumbres.

—Entiendo —replicó el elfo, y enfocó la cuestión desde otro ángulo—. Ya supongo que tu trabajo te plantea muchos desafíos. Perdona, pero me cuesta imaginarme que los
tel'quessar
confíen sus tesoros perdidos a una humana.

Bronwyn no se ofendió.

—Algunos piensan como tú, pero otros valoran más los resultados y pagan bien por ellos. ¿Por qué lo preguntas?

—Es posible que en el futuro desee contratar tus servicios —respondió el elfo, yéndose por las ramas.

Con una rápida mirada a las estrellas calculó la hora que era y con un gesto de la cabeza pidió disculpas a la mujer.

—Estoy siendo un anfitrión muy desconsiderado. Te he hecho hablar pese a que me habías expresado tu deseo de dormir.

Bronwyn se detuvo en mitad de un bostezo y cogió el petate.

—No te lo discutiré —dijo.

Elaith se quedó sentado junto al fuego, incluso después de que la respiración suave y acompasada de la mujer indicara que dormía. Como todos los elfos, no necesitaba dormir, pero de vez en cuando se sumía en el ensueño, una especie de sueño alerta que lo renovaba y que restauraba sus fuerzas.

No obstante, esa noche estaba escrito que no descansaría mucho. Por primera vez en mucho tiempo, se le aparecieron en el ensueño las encumbradas torres blancas del palacio Flor de Luna mientras él avanzaba montado en su caballo gris plata por las calles de la capital de Siempre Unidos. Estaba henchido del orgullo apropiado para un individuo de su raza, de su posición y de su talento, y el corazón le latía aceleradamente al pensar en la próxima cita. Le había sido concedida la mano de Amnestria —hija menor del rey Zaor y la reina Amlauril—, y la joven le había enviado una nota en la que expresaba su anhelo por encontrarse con su prometido cuando la luna se alzara.

El crujir de unas pesadas botas en el suelo pedregoso despertó a Elaith de su ensueño. Sus aguzados sentidos reconocieron el peligro, pero durante uno o dos segundos no le importó. El sueño era tan vivido y le había llegado tan adentro que dejó

tras de sí una sensación de pérdida que eclipsaba cualquier otra cosa.

Había perdido Siempre Unidos, Amnestria estaba muerta y enterrada, y su hija semielfa lo despreciaba no sin razón. Ante todo eso, ¿qué importancia podía tener todo lo demás?

Elaith observó con total desinterés una fornida figura que emergía de la arboleda y se encaminaba resueltamente hacia su pequeño campamento. Un leve movimiento le llamó la atención; la pequeña mano de Bronwyn empuñaba un cuchillo. Era el único indicio que delataba que no dormía, pues no movía ni un solo músculo y respiraba de manera lenta y armoniosa.

—¿Esperas problemas? —le preguntó el elfo en un susurro.

—Ya te advertí de esa posibilidad.

La mujer apenas entreabrió los ojos y su mirada se posó en el hombretón barbudo que se acercaba sigilosamente.

—Rhep —anunció con resignación—. Algunos hombres sólo entienden la palabra
no
cuando va acompañada por una cuchillada o un hechizo de fuego.

A Elaith le parecía una cosa repugnante. Jamás había sido capaz de entender que un hombre pudiera llegar a imponer sus deseos a una mujer que no lo deseara. ¿Qué diversión o qué solaz podrían hallar en tales encuentros? Por otra parte, la perspectiva de luchar le parecía atractiva. Sería un descanso bienvenido en esa noche de desesperación.

—Estaré encantado de distraerlo —se ofreció.

—Gracias, pero no quiero que te metas en líos por mi culpa. No te ofendas si te digo que nadie se creerá que has luchado para proteger mi honor. Armaré jaleo, y los demás intervendrán.

—No estés tan segura. —Bronwyn puso cara de no entender—. Rhep trabaja para la familia Ilzimmer —le explicó—. Es el jefe de la caravana, lo cual significa que aunque lord Gundwynd haya proporcionado las monturas y algunos de los vigilantes, Ilzimmer es quien paga la mayor parte de los gastos de este viaje. Casi todos los mercenarios están bajo el mando de Rhep, así que no cuentes con ellos. Y tampoco esperes recompensa después. El clan Ilzimmer es conocido por sus desagradables hábitos y no creo que le preocupe en lo más mínimo el comportamiento de uno de sus hombres de armas. Si fueses una mujer noble, tal vez tendrían la decencia de fingirse indignados. Pero siendo quien eres, no puedes esperar nada.

Bronwyn no flaqueó.

—Duras palabras, aunque sabias. Daré un rodeo para regresar al campamento.

La mujer se deslizó fuera del petate y se introdujo, retorciéndose como una serpiente, entre las peñas que separaban el campamento de Elaith de los árboles.

Rhep puso mala cara al ver únicamente al vigilante elfo y las cenizas de la aislada hoguera.

—¿Dónde está la mujer, elfo?

Elaith se levantó empuñando un pesado garrote, que lanzó hacia el hombre. Uno de los cepos se cerró de golpe y astilló la madera. El garrote se partió limpiamente en dos mitades, que salieron disparadas. El mercenario retrocedió y se protegió con ambas manos de los pedazos de madera. Su expresión de furia se intensificó al darse cuenta de cómo podía ser interpretada su reacción.

—He colocado protecciones alrededor —le informó Elaith con toda calma—. Te aconsejo que no des ni un paso más.

—¡Cobarde! —exclamó Rhep con voz áspera, satisfecho de colgar esa etiqueta a otro—. ¡Deja tus juguetes y tus trampas, y sal a campo abierto! Si no te asusta luchar contra un hombre de verdad, escoge el lugar.

—El bosque —contestó escuetamente el elfo, que se dio media vuelta y alejó al hombre del escondite de Bronwyn.

Un momento después, oyó tras de sí los pasos pesados pero cautelosos de las botas que calzaba el mercenario. Asimismo, percibió el débil y áspero ruido metálico que hizo Rhep al desenvainar sigilosamente la espada.

«Es un cobarde», pensó Elaith con desdén. Sutilmente aceleró el paso para que el hombre no pudiera atacarlo a traición por la espalda.

Cuando le pareció que ya se había alejado lo suficiente para no despertar a toda la caravana con el ruido de la lucha, se volvió para encararse con quien lo había retado. Al mismo tiempo, se sacó un cuchillo de la manga y atacó en un único movimiento tan veloz que casi fue imposible de seguir. El aguzado filo cortó el tirante que sujetaba el cinto de Rhep, del que pendían sus armas. Cinto y armas cayeron al suelo.

Instintivamente, el mercenario se inclinó para tratar de atrapar el cinto al vuelo. El elfo lo agarró por el pelo y, con un brusco movimiento, le obligó a bajar la cabeza.

Simultáneamente, impulsó una rodilla hacia arriba con todas sus fuerzas. El rostro del mercenario impactó contra la greba que reforzaba las prendas de viaje de piel del elfo.

Desde luego, el hueso no era rival para el metal elfo, por lo que cedió con un crujido que a Elaith le sonó a gloria.

A continuación, arrojó a su rival a un lado. Rhep tropezó y cayó de espaldas pesadamente, mientras que con las manos se agarraba la nariz rota y tumefacta. Su espada cayó también al suelo con un sonoro repiqueteo.

Elaith metió la punta del pie en la guarda, impulsó la espada rival hacia lo alto, la atrapó cuando descendía de nuevo y la inspeccionó manteniéndola a un brazo de distancia. Sus labios se curvaron al observar el mellado filo. Inmediatamente, pasó a la acción.

—Tú desenvainaste primero. Yo me limité a defenderme como buenamente pude —declaró en un tono sazonado con evidente ironía. Acompañó su declaración con un cruel puntapié contra las costillas del rival—. De no haber sido porque tropezaste en la oscuridad y te clavaste tu propia espada al caer me habrías derrotado. Qué historia tan trágica, ¿no crees? Consuélate pensando que tuyo ha sido el honor de escuchar la primicia.

Rhep rodó a ciegas sobre sí mismo para tratar de zafarse. Tras propinarle un último puntapié en la base del espinazo, el elfo alzó la burda espada para descargar el golpe de gracia.

Una mano pequeña y regordeta le cogió un tobillo y tiró bruscamente para detenerlo. Elaith soltó la espada y se retorció, ágil como un gato, a fin de no perder el equilibrio. Trasladó el peso y también la mirada hacia la fuente de la interferencia.

El enano de barba bermeja al que Bronwyn antes había llamado Ebenezer chasqueó la lengua en expresión de reproche.

—El otro ha caído. Me gusta ver que los jugadores se enfrentan en igualdad de condiciones.

Elaith forcejeó como un poseso. El enano lo soltó y, con una agilidad sorprendente, se puso fuera de su alcance. El detestable metomentodo alzó la espada de Rhep en una parodia de desafío y luego tendió el arma a su legítimo propietario.

—Úsala si realmente quieres luchar —dijo el enano—. Tengo ganas de divertirme un poco.

Y al parecer, también Rhep. Utilizando la espada a modo de bastón se levantó de manera insegura. La nariz rota empezaba a hincharse, y al respirar por ella, el aire sonaba como un húmedo silbido. Pero sus ojos reflejaban un odio furioso, que le permitía concentrarse y además le daba fuerzas.

Elaith desenvainó un par de dagas gemelas que llevaba ocultas bajo la greba de las piernas. Giró velozmente para encararse con aquella sarnosa pareja. Una de las dagas voló alto hacia Rhep, mientras que la otra la lanzó contra la garganta del enano.

Oyó un ruido sordo, perteneciente a un cuerpo de enano que golpeara el suelo, y adivinó que Ebenezer rodaba hacia él. Saltó para evitar el cuerpo retacón, e inmediatamente pasó al ataque contra Rhep. No obstante, la distracción creada por el enano le había roto el ritmo, por lo que la cuchillada no dio en el blanco. El mercenario paró fácilmente el cuchillo del elfo y lanzó con fuerza el puño por encima de las armas trabadas.

Elaith eludió el puño, aunque rebotó en un hombro y lo impulsó hacia un lado. El mercenario esbozó una burlona sonrisa de triunfo y arremetió.

Pero la mellada espada no llegó ni a aproximarse a su rival. Un hacha enana se interpuso en su camino y desvió la trayectoria. Humano y elfo se volvieron hacia el enano con asombro compartido.

—Juego limpio —les advirtió Ebenezer, y correteó hacia los duelistas para recuperar su arma—. Al parecer es tu turno, elfo. Aprovéchalo. ¡Vamos!

Elaith no necesitaba apuntador. Haciendo caso omiso del dolor sordo que sentía en el hombro, se irguió y se batió con un rápido e ignominioso final en mente.

Su oponente mostraba igual determinación. Rhep aprovechaba la ventaja que le daba su mayor tamaño para propinar tremendos tajos, como si Elaith fuese un roble y él estuviera decidido a reducirlo a astas de flecha. Pese a que era un luchador mucho más rápido y hábil que su enemigo, Elaith tuvo que combatir a la defensiva. Sus hojas gemelas relucían en el grisáceo fulgor del alba, reflejando los primeros rayos de un sol que apenas asomaba por el horizonte. El duelo era muy igualado. El enano seguía interviniendo —ora a favor de uno, ora a favor del otro— para mantener el equilibrio.

De pronto, Elaith comprendió el juego que el enano se traía entre manos:

Bronwyn había partido hacía rato, y su compañero se aseguraba de que Elaith estuviera demasiado ocupado para seguirla.

Un súbito acceso de ira se apoderó de él al comprender que había sido víctima de un engaño. Rápidamente, dominó sus emociones y estudió a su adversario. En los ojos del mercenario seguía ardiendo la determinación, aunque resollaba como una ballena varada. El elfo detuvo un fuerte mandoble y retrocedió varios pasos.

—Ya estoy harto del enano —anunció—. ¿Por qué luchamos para divertirlo?

Matémoslo rápidamente y acabemos de una vez con esto.

—Ni hablar. —Rhep lanzó un sanguinolento escupitajo a las botas del elfo—. ¡No me uniría a ti ni en un bote salvavidas! —dijo, y nuevamente se preparó para descargar la espada.

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