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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (39 page)

La tinta de la página abierta se fundió, y las palabras se confundieron. La mancha negra se tornó del color de la sangre e inmediatamente comenzó a arder.

Lady Cassandra se levantó de un salto, lanzando un grito ahogado. El valioso libro le cayó del regazo. Mientras se consumía en el suelo, despedía volutas de humo, que se retorcían y se arremolinaban en un vano intento de formar las palabras que Dan y su madre habían pronunciado y que el joven había incluido en el hechizo. Pero su acuerdo estaba roto; la confianza de Dan, hecha pedazos, y el encantamiento no recordaba las palabras.

La dama observó largamente al visitante mientras recuperaba la compostura.

—Tienes toda mi atención —dijo al fin.

—Y tú tienes mi promesa de que, pese a todos tus esfuerzos por impedirlo, averiguaré quién mató a Lilly —replicó Dan con serena intensidad—. ¿Por qué, madre?

A juzgar por los acontecimientos no sólo de hoy sino de los últimos diez días, parece que tienes algo que ocultar.

—¿Me preguntas por qué? Esta situación es vergonzosa. ¿Pretendías que enterrásemos a una moza de taberna en el mausoleo familiar? ¿En qué estabas pensando?

—¡Ayer te mostraste de acuerdo!

—Por tu propio bien. Si no fingía ceder un poco, no habrías parado hasta que te hubieras salido con la tuya en todo.

—Y justamente, eso pienso hacer ahora. —Danilo escrutó la faz de su madre, tratando de adivinar qué estaría pasando tras esa hermosa y serena faz—. ¿No sientes ninguna curiosidad por Lilly? ¿Por su vida, por su muerte?

—No, y tampoco deseo seguir hablando de esto. Ni ahora ni nunca en el futuro.

—¡Maldita sea, madre! ¡Eres tan obstinada como una elfa de sangre pura!

Por fin, sus palabras tuvieron algún efecto. Por el rostro de la dama cruzó una expresión de consternación, aunque rápidamente se dominó.

—Deberías elegir tus palabras con más cuidado. Hay gente en esta ciudad que podría interpretarlas mal.

En la mente de Danilo germinó una sospecha terrible e imposible. Tal vez Lilly había sido asesinada por pertenecer a una casa noble y poseer más que un poco de sangre elfa. Arilyn había sido atacada, y también Elaith. Quizá alguien estaba decidido a cortar cualquier lazo de unión entre la familia Thann y los elfos.

Tal vez el empeño de lady Cassandra por negar sus orígenes había llegado al extremo de tratar de destruir a cualquiera que se lo recordara.

Rápidamente desechó tales pensamientos. No podía creer que su propia madre...

¿Cómo podía haber llegado a imaginar tal cosa de ella?

—Es posible que te llegue el rumor de que Elaith Craulnober tuvo algo que ver en la muerte de Lilly —dijo tan pronto como se halló en situación de hablar—. No niego esa posibilidad, pero pienso llegar hasta el fondo de este asunto. Hasta entonces, me opondré a cualquier acción que se emprenda contra él. —Hizo una pausa, y después añadió con dificultad—: Así como contra cualquiera que tenga sangre elfa.

Hasta donde le llegaba la memoria nunca jamás había visto a su madre atónita y sin habla.

—¿Te atreves a darme órdenes?

—En cierto modo. Por débil y remota que sea nuestra herencia elfa, quiero que entiendas que me siento orgulloso de ella.

—¡Khelben! —masculló la dama, convirtiendo el nombre del archimago en un improperio—. Supongo que fue él quien se fue de la lengua. ¡Pues ha elegido el peor momento para dejar de ser reservado y enigmático!

—Entonces, es cierto. ¿Por qué nunca me has dicho ni media palabra?

—¿Para qué? ¡Hace generaciones que ha sido olvidado! ¿Qué necesidad hay de abrir los armarios para airear todos los secretos?

—Te recuerdo que la fortuna de los Thann se hizo con el comercio de esclavos.

¿Me estás diciendo que es aceptable tener tratantes de esclavos en el árbol genealógico, pero no es aceptable tener elfos?

—¡Vigila el tono y ándate con pies de plomo! —dijo la dama con voz contenida de furia—. Elaith Craulnober se ha pasado de la raya y pagará por su presunción. Vigila de no hundirte con él.

Dicho esto, se marchó dejando a Danilo solo con todas las ilusiones de una vida hechas pedazos.

Arilyn esperó en la taberna convenida hasta que la luna estuvo muy alta en el firmamento y el fuego comenzaba a apagarse. Danilo entró. Tenía un aspecto tan descuidado como un marinero, y Arilyn jamás lo había visto tan desolado. Se dejó caer sobre el banco y se apartó el pelo húmedo de la cara.

—Lo siento. He estado paseando por la muralla del mar.

Arilyn conocía ese lugar. Era perfecto cuando uno quería estar solo. Incluso en los días más apacibles soplaba desde el mar un viento cortante, cargado de sal, de rociones de agua y de secretos. No había ningún lugar en el que refugiarse del embate del viento ni tampoco ninguna barrera del lado que caía a pico hacia las heladas aguas. No era un paseo apto para timoratos ni para aquellos que apreciaran la comodidad. Uno podía caminar durante una hora por la muralla sin encontrarse ni con un alma.

—Diría que has vuelto demasiado pronto —dijo la semielfa. Arrojó algunas monedas encima de la mesa y añadió—: Vamos.

Dan no protestó. Se dirigieron al norte y treparon por la escalera excavada en el muro de piedra. Durante mucho rato, pasearon por el borde de la muralla. La luna comenzaba a ocultarse y su luz cabrilleaba en las inquietas aguas del mar. En la bajamar, quedaban al descubierto una multitud de percebes que se aferraban desesperadamente a la muralla. El único sonido era el del oleaje que se estrellaba contra el muro y luego murmuraba. Arilyn pensó que había visto pocos parajes tan solitarios y desolados como ése.

—Vengo aquí de vez en cuando —dijo de pronto Danilo—. El sonido del mar me ayuda a limpiar la mente, comenzar de cero y pensar con mayor claridad. Pero esta noche es inútil.

A continuación, le relató la conversación que había mantenido con lady

Cassandra, así como sus terribles sospechas.

—Siempre me he sentido un poco extraño en mi familia, pero es ahora cuando me doy cuenta de lo poco que los conozco. Jamás imaginé que llegaran a ponerse en contra de mí.

—Son cosas que pasan —replicó Arilyn escuetamente.

La historia de Danilo se asemejaba demasiado a su propia historia familiar, que prefería olvidar. Tras una breve vacilación se le ocurrió que aunque no le sirviera de consuelo, al menos no se sentiría tan solo.

—Mi madre murió cuando yo tenía apenas quince años. Una semielfa de esa edad es poco menos que una niña. La hoja de luna pasó a mis manos. Mi madre tuvo siempre la intención de legármela y había empezado a entrenarme para que fuese capaz de satisfacer las exigencias de la espada. Pero, como sabes, no tuvo tiempo suficiente y murió antes de que tuviera oportunidad de decirme todo lo que yo necesitaba saber. La familia de mi madre se desplazo a Evereska para el funeral con las vestiduras tradicionales del duelo y el rostro velado. Nunca les vi la cara, pero los oí discutir sobre la espada y su destino. Aunque ninguno pensaba que debería ser mía, permitieron que me la quedara. Mucho después comprendí por qué: no creían ni por un segundo que la hoja de luna aceptara a una semielfa. Estaban convencidos de que moriría al empuñarla, tras lo cual podrían recuperar la espada de Amnestria. No se dignaron explicarme nada ni advertirme.

—No sabía nada —comentó Danilo, muy enfadado.

—No es algo de lo que me guste hablar. Me costó mucho tiempo comprender que mis parientes elfos no son malvados, ni siquiera desconsiderados. Nada más lejos de la verdad. Lo que ocurre es que yo no formo parte de su mundo. Para ellos, los semielfos no forman parte de los
tel'quessar
y, por tanto, no merecen su consideración. Suena duro, pero tienen razones para pensar como piensan.

—No obstante, estabas sola y eras muy joven. Puedo imaginarme lo duro que debió ser para ti.

Arilyn lo detuvo poniéndole una mano en un brazo. Sin hablar, se fundieron en un abrazo; dos figuras recortadas contra el cielo nocturno.

—No estás solo y nunca lo estarás —le dijo Arilyn dulcemente.

Mientras se abrazaban, Arilyn comprendió algo, era una presencia que siempre había sentido pero nunca de manera tan vivida. Tras el jovial y despreocupado espíritu de Danilo, que tan bien conocía, se ocultaba una oscuridad a la que hasta entonces no había tenido acceso. La semielfa aceptó ambos aspectos, pues comprendía su significado. Dan y ella estaban unidos por un vínculo élfico: un profundo lazo de comunicación psíquica y espiritual. Aunque no era una comunión completa de dos almas —reservada a los elfos—, era infinitamente más que la mera unión de dos cuerpos o incluso de dos corazones.

—También yo lo siento —dijo Danilo suavemente, leyendo la mente de Arilyn.

La semielfa supo entonces que el vínculo élfico los englobaba a ambos. Se habían encontrado; el círculo era completo.

De repente, Dan la alzó en brazos como si se tratara de una doncella vestida con sedas en lugar de una guerrera. Para su sorpresa, Arilyn descubrió que no le importaba.

Danilo tenía hábitos propios, y en esos instantes el apremio del deseo humano —ajeno a los elfos— le parecía algo tan natural como la llegada de la primavera.

La semielfa le echó los brazos al cuello. La magia los rodeó, y el bramido del mar se perdió en la arrolladora marea del viaje mágico.

El blanco remolino del hechizo los depositó en un mundo que a Arilyn, con sus sentidos intensificados, se le antojó un mundo mágico. En el hogar, ardían troncos de

manzano, y las lámparas de aceite emitían una luz muy suave. Los globos de vidrio azul filtraban la luz de las lámparas y bañaban la estancia en un resplandor azul. Arilyn bajó la vista casi esperando descubrir que iba vestida con seda azul y las piedras preciosas favoritas de Danilo.

—Esta noche, no —dijo el joven en voz alta mientras la depositaba suavemente en el suelo—. Tal como eres.

Arilyn se desciñó el cinto del que le pendía la hoja de luna y lo arrojó a un lado.

Fue un gesto de protección instintivo, pues si Danilo la rozaba sin darse cuenta sufriría quemaduras. La semielfa dejó caer la espada sin ningún cuidado. Aunque la hoja de luna fuese su destino elfo, esa noche debía cumplir otro compromiso igualmente sagrado.

Danilo le apartó las manos y acabó por ella. Suavemente, le acarició las hendiduras en el antebrazo que le habían dejado el brazal y la vaina del cuchillo que llevaba adherida. Fascinado por la piel de la semielfa, la exploró con una delicadeza exquisita y torturadora.

—Luz de luna en una perla —murmuró en un tono reverente al mismo tiempo que retiraba la camisa de los hombros femeninos.

Arilyn comenzó a experimentar un nivel de impaciencia muy humano. De haber poseído una pizca de magia, hubiera disuelto toda la ropa. Como no podía, comenzó a tironear de los cordones que unían por el costado sus prendas de cuero.

Danilo se contagió de su impaciencia y procuró ayudarla, aunque tal era su urgencia que ambos eran igualmente torpes. Finalmente, Arilyn lo apartó, se inclinó y se sacó un cuchillo de una funda oculta en una bota.

Se lo entregó a Danilo. El joven cortó hábilmente los cordones, las prendas cayeron al suelo, y Arilyn las alejó de un puntapié. A continuación, se quitó las botas asimismo a puntapiés, con tanto ímpetu que una de ellas se estrelló contra una lámpara de aceite. El globo azul se balanceó a tontas y a locas, la llama parpadeó y, por fin, se extinguió.

«Mejor a oscuras», pensó Arilyn. La luz de la luna les bastaba. A ella la colmaba en un sentido muy tangible. Su plateado resplandor comenzó a reunirse, haciéndose más y más luminoso a medida que ascendía. La mente de Arilyn se vació de cualquier pensamiento. Nada existía, excepto ese momento y ese lugar. El vínculo élfico se fusionó con un apremio muy humano, aunque no eran discordantes sino complementarios. Ambos transmitían una sensación de regreso al hogar tan aguda y dulce que Arilyn supo que ese recuerdo perduraría en ella incluso cuando su espíritu se fusionara con la hoja de luna.

Más tarde se acurrucaron frente al fuego uno en brazos del otro, contemplando los dibujos de las llamas. Sobraban las palabras, pues las palabras eran un medio de salvar un abismo, y la comunión que acababan de compartir había borrado ese abismo. La semielfa no sabía qué les deparaba el destino, pero después de eso ninguno de los dos volvería a estar realmente solo nunca más.

Amaneció muy lentamente, pues las nubes tapaban el sol y una débil llovizna caía en susurros sobre los tejados y las hojas caídas.

Danilo se volvió hacia la mujer que dormía a su lado y la despertó con un beso.

—Odio decirlo, pero debemos levantarnos. Tenemos cosas que hacer fuera de esta habitación.

Arilyn se estiró con la expresión satisfecha y lánguida de un gato.

—De haber sabido cómo sería, no habría esperado tanto.

Danilo le tomó una mano y la besó.

—Ha sido culpa mía —declaró con pesar.

Cuatro años antes, cuando se declararon su amor, Danilo se empeñó en hacerlo todo según la tradición: su unión sería bendecida por sacerdotes de Hannali Celanil, la diosa elfa del amor. Se casarían en una ceremonia espléndida y fastuosa, pues lo que había entre ellos no era un simple capricho, sino un compromiso meditado.

—Tú sólo querías hacer las cosas como es debido —lo consoló Arilyn.

—Pues elegí un momento muy inoportuno para empezar —se reprochó con una irónica sonrisa.

Después de haber compartido una unión tan profunda y completa, ceremonias y tradiciones perdían su razón de ser. Su vínculo de unión, que se había iniciado tiempo atrás, era para siempre.

No obstante, una pequeña parte de él seguía anhelando la ceremonia, el símbolo.

Extendió una mano hacia la mesilla de noche y sacó del cajón un estuche. Cuatro años antes había comprado un aro de zafiros y ópalos para entregárselo en el Baile de la Gema.

—Ya sé que no llevas anillos, pero tal vez podré convencerte para que hagas una excepción.

Arilyn tendió la mano.

—Ahora mismo soy especialmente vulnerable a la persuasión.

—¡Ojalá pudiera aprovechar! —comentó mientras le ponía el anillo—. Aunque resulta que no se me ocurre nada en este mundo que quisiera pedirte y que no tengamos ya, con la sola excepción de otros pantalones. —Efectivamente, los viejos pantalones estaban inservibles.

Arilyn frunció el entrecejo tratando de seguir su razonamiento. Entonces, recordó, y esbozó una leve sonrisa petulante que hizo las delicias de Danilo. Riéndose entre dientes tiró de la campanilla. Monroe, el mayordomo, acudió prontamente a la llamada, entreabrió apenas la puerta para no pecar de indiscreción y preguntó en qué podía servirlos. Danilo le mandó en busca de un vestido para Arilyn.

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