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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (34 page)

—¿Ah, sí? Qué maravilla, teniendo en cuenta el poco tiempo que pasáis juntos.

Tu dedicación al pueblo elfo es admirable; estoy segura de ello. ¡Ah!, ya estamos de nuevo en la puerta. Regresarás a la fiesta, por supuesto.

No era una pregunta, sino una orden. En vista de que nada sacaría de prolongar la entrevista, Arilyn se apeó y miró cómo el vehículo se alejaba.

Las palabras de lady Cassandra la habían alterado profundamente. Hasta entonces había alejado de sí indirectas y el suave sarcasmo de la dama como quien aparta con la mano un molesto mosquito. Arilyn estaba acostumbrada a los desaires. Cuando se trataba de sutiles insultos, ni el más altanero de los humanos podía compararse con un elfo, y los semielfos solían ser el blanco preferido de las flechas y las hondas elfas.

No obstante, en esa ocasión, las cosas eran distintas, y Cassandra se lo había

dejado muy claro. Con igual destreza que un maestro de armas, la dama había superado la guardia de Arilyn y había apuntado directamente a su corazón. Había empleado la espada más afilada que era posible blandir: la verdad clara y llana.

—La verdad es la más certera de las armas —musitó Arilyn.

Esas palabras le dieron ánimos mientras se recogía la centelleante falda y regresaba a la mansión Raventree. Danilo y ella descubrirían la verdad, y esa arma les serviría para abrirse paso entre engaños e intrigas. Luego, todo volvería a la normalidad.

Por el rabillo del ojo, percibió un leve aleteo. El viento otoñal soplaba con bastante fuerza y había arrastrado contra el muro de piedra que rodeaba el jardín de Galinda una de las alas que había arrojado por la ventana. Allí yacía, como un pájaro moribundo, fantasmagórica entre la oscuridad de la piedra y el remolino de las hojas secas.

Pese a que no era supersticiosa, a Arilyn se le antojó que las alas falsas eran un signo de mal agüero. Se había desprendido de la ilusión, y el resultado era la muerte.

Aunque seguía decidida a descubrir la verdad, inevitablemente se preguntó quién sería el próximo en caer bajo esa afilada espada.

Lilly empaquetaba rápidamente sus pertenencias, preparándose para el viaje que la llevaría lejos de Aguas Profundas hacia la libertad. Apenas poseía nada: unas pocas prendas de vestir, sus preciosas esferas de sueños, un peine de marfil al que sólo le faltaban unas pocas púas, una taza de peltre dentada y un pequeño pero bien cuidado surtido de cuchillos y ganzúas.

Dudó antes de colocar en el saco sus herramientas de ladrona, pues no le parecían adecuadas en el brillante futuro que la esperaba. No obstante, lo pensó mejor, las metió también y cerró bien el saco. Una chica nunca sabía qué sería necesario hacer.

La puerta se abrió de golpe con tanto ímpetu que chocó contra la pared. Lilly se sobresaltó e inmediatamente buscó un arma. Demasiado tarde recordó que las había guardado todas en el saco.

Isabeau entró en la alcoba como una hoja arrastrada por el vendaval. Mostraba un aspecto más despeinado y frenético que en lo más encarnizado de la batalla.

—Es como si acabaras de ver un fantasma, y no precisamente uno amable.

El comentario de Lilly le arrancó una débil y rápida sonrisa. Se serenó un poco, pero continuó caminando de un lado al otro de la alcoba como si buscara algo de vital importancia. El saco de arpillera le llamó especialmente la atención. Sin dejar de observarlo, empezó a juguetear con las cuerdas que le sujetaban la bolsa de las monedas al cinturón.

—¿Te marchas?

Lilly arrojó el saco de arpillera detrás de ella.

—Son cosas que quiero llevar a la lavandera, eso es todo.

Isabeau la estudió un instante antes de sonreír.

—Abajo hay un hombre y una mujer que preguntan por ti.

El alma se le cayó a los pies. ¡Isabeau sabía que planeaba escapar!

—Por supuesto, cuando supe qué pretendían, me hice pasar por ti. Tengo buenas razones para ausentarme de la ciudad unos cuantos días. Espero que no te importe que vaya en tu lugar...

Tomando a Lilly absolutamente por sorpresa, Isabeau blandió la bolsa y le asestó un doloroso y sonoro golpe en un oído. La alcoba empezó a dar vueltas, y de repente, Lilly sintió las duras planchas de madera en las rodillas.

Isabeau se levantó la falda y le propinó un puntapié justo debajo de las costillas que la dejó sin resuello. Fue incapaz de resistirse mientras Isabeau le metía en la boca un pañuelo perfumado.

Entonces, se arrodilló junto a ella, se llevó la palma de una mano a los labios y sopló como quien envía un beso. Lilly recibió en el rostro un polvo rojizo.

La muchacha inspiró aire, asustada. Instantáneamente se dio cuenta de su error.

Una sensación de letargo se adueñó con rapidez de su cuerpo, bloqueando la voluntad de actuar y su capacidad para moverse. Era muy similar al trance que provocaban las esferas de sueños, aunque sin el placer ni el abandono del sueño. Pese a que Lilly no podía controlar su cuerpo, lo notaba todo con vivida precisión. Acusó un segundo golpe en la cabeza, que casi le hizo perder el sentido, y luego notó una cuerda que se arrollaba con fuerza alrededor de las muñecas. A continuación, olió la sequedad del polvo cuando Isabeau la empujó debajo del camastro.

Sumida en su paralizador letargo, oyó el crujido de la vieja escalera de madera que anunciaba la llegada de quien debía rescatarla. Luchó en vano para hallar el modo de revelar su presencia. Finalmente, cada vez más desesperada, escuchó cómo Isabeau asumía su identidad y la reemplazaba.

La arpista era tan menuda y delgada como Lilly, con una melena rojiza no tan espesa ni brillante como la de ella, aunque en general el parecido era considerable. Se puso un vestido que Isabeau rescató del saco y, a cambio, le entregó su propia sobreveste y los pantalones de tartán con los que había llegado a la taberna. Cynthia expresó su extrañeza por el pelo oscuro de Isabeau, aunque aceptó sin preguntas la excusa que le ofreció ésta: de pronto, había sentido el impulso de disfrazarse, para lo cual había contado con la ayuda de un aprendiz de mago que le había vendido un hechizo por cinco monedas de cobre. Lilly no culpó a la arpista por su credulidad. Para desgracia suya, sabía cuán convincente podía ser Isabeau.

Cuando se hubieron intercambiado los puestos, Isabeau se escabulló por la escalera que daba al callejón, donde esperaba un vehículo.

El camastro se hundió peligrosamente cuando la joven arpista se sentó en el borde. Tarareaba una tonada a media voz mientras hacía tiempo, esperando que la taberna cerrara y las calles estuvieran lo suficientemente oscuras como para marcharse sin que nadie reparara en ella.

Nuevamente, crujieron los escalones, esa vez con más intensidad. Cynthia se levantó y fue de forma sigilosa hasta la puerta; separó los pies y se preparó mientras la puerta se abría lentamente.

Lilly vio primero a la criatura y la reconoció por los enormes pies garrudos. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y su energía en un vano intento de gritar una advertencia.

Pero lo que rompió el silencio no fue su voz, sino súbitos pasos de tren que corrían. La criatura se abalanzó sobre la arpista, giró sobre sí misma y gruñó al descargar un único y tremendo golpe.

No hubo tiempo para gritar, ni siquiera si Lilly hubiese sido capaz. La arpista se derrumbó. Lilly abrió mucho los ojos, horrorizada, cuando la sangre de Cynthia se derramó para formar un charco cada vez mayor. La mancha roja se fue extendiendo hacia ella en anchos arroyuelos, que, a los ojos de la aterrorizada muchacha, parecían dedos acusadores que revelaran su escondite.

No obstante, se sobresaltó cuando una enorme mano verde apareció bajo el camastro y la agarró por la falda. A la criatura le bastó un tirón parar arrastrarla fuera de su escondite, tras lo cual la obligó a ponerse de pie.

En algún rincón de su aletargada mente, Lilly se dio cuenta de que era capaz de mantenerse derecha sola. Los efectos del veneno que Isabeau le había administrado empezaban a desaparecer. No obstante, el terror que la embargaba era casi igual de paralizante. Allí se quedó, de pie e inmóvil, como un ratón frente a un ave rapaz,

contemplando fijamente y sin parpadear la mandíbula llena de colmillos de un tren.

—Tienes sueños muy interesantes —comentó el tren con voz casi musical—. Casi me da lástima tener que ponerles fin. Sin embargo, es necesario. Un paso hacia un fin que anhelo. Igual que éste.

El tren sostenía en el aire un fragmento de pergamino. Era la nota que Isabeau había robado al hombre barbudo, en la que se especificaban los detalles de la ruta que tomaría la caravana aérea. Abajo se había añadido una firma: la de su amante secreto.

—Encontrarán esto y creerán que lo hiciste tú. Desde luego, culparán a tu galante enamorado, el cual deberá pagar por las muertes y las mercancías robadas. Y la familia Thann también pagará.

Lilly sacudió levemente la cabeza, angustiada. ¡Su amor secreto no tenía nada que ver con todo eso! ¡La ladrona era ella, no él! ¡Ella nunca había querido que nadie muriera!

Mientras trataba de convertir el aire exhalado en una protesta, la criatura empezó a cambiar: su recio cuerpo se hizo más largo y esbelto, y sus facciones se afinaron.

Lilly recordó lo que sabía de Isabeau Thione y le pareció entender de qué enemigo huía. Pero Isabeau le había arrebatado la huida y la había dejado allí sola frente a ese apuesto monstruo.

Su mortífero visitante sonrió como si le alegrara que la muchacha comprendiera cuál era su verdadera naturaleza y sus intenciones. Su sonrisa se fue haciendo más y más ancha de un modo horrible, y el rostro se le alargó hasta convertirse en el de un reptil. En su faz brotaron escamas y, al pensar en su víctima, al falso tren se le hacía la boca agua. Alzó las garras manchadas con la sangre de Cynthia, y las contrajo de un modo lento y deliberado, atormentando a Lilly. En sus ojos brillaba un pérfido placer.

Su intención era alimentarse del terror de la muchacha del mismo modo que un tren se habría alimentado de su cuerpo.

Lilly decidió no cerrar los ojos. Tal vez le había sido negado llevar una vida noble, sin embargo podía elegir cómo moriría.

Luchó contra el veneno paralizante con todas sus fuerzas y todo el valor que le quedaba. Alzó el mentón con una mezcla de orgullo y coraje, y miró a sus asesinos con una calma firme mientras las mortíferas garras caían sobre ella.

12

A la mañana siguiente, amaneció un día soleado y apacible. Al oeste de Aguas Profundas, pasada la puerta norte, se extendía una amplia pradera suavemente ondulada y, más allá, un agradable bosque. Era la zona de recreo preferida de la clase privilegiada de la ciudad: un excelente lugar para practicar la equitación y cazar. El aullido de los sabuesos y los excitados gritos de los jinetes azuzándolos indicaban que habían localizado un zorro. El cielo azul se veía salpicado por pequeñas motas revoloteantes que correspondían a halcones cazadores. En la arboleda, sonaba un golpeteo sordo de los batidores, que sacudían los árboles para levantar la caza y ponerla en el camino de los cazadores al acecho.

Pese a todos esos indicios de la cercana presencia de cazadores, ningún grupo humano estropeaba el paisaje inmediato. El aire transportaba el aroma del otoño: el penetrante olor de hojas de roble que se secaban, la esquiva fragancia de las últimas plantas en flor, la dulzura de las manzanas y la sidra que se desprendía de los carros que avanzaban lentamente por la carretera de tierra apisonada hacia los mercados de la ciudad. Elaith Craulnober trató de concentrarse en todas esas cosas agradables para olvidar el desagrado que le inspiraba la mujer que cabalgaba a su lado.

El día era tan espléndido que debería haberle resultado fácil. Montaba su mejor caballo —un plateado— y llevaba un halcón peregrino —sin caperuza y suelto— posado sobre una percha en el pomo de la silla.

Por el contrario, Myrna Cassalanter llevaba un pequeño «halcón de dama», confinado según la costumbre humana y posado sobre un brazal de cuero que cubría la muñeca de la mujer. El elfo tenía que morderse la lengua para no decir nada. Si era capaz de soportar la compañía de esa espantosa mujer, si era capaz de sonreír con afabilidad mientras ella se dedicaba alegremente a arrastrar por el lodo la reputación de los de su misma clase social, entonces, sin duda, también podía cerrar los ojos ante el tratamiento que daba a sus halcones. Después de todo, ¿qué era eso para un elfo cuya oscuridad interior sobrepasaba y dominaba la maldad de la Mhaorkiira?

Por fin, la mujer quitó al halcón la caperuza y lo lanzó al aire. La pequeña ave rapaz batió, agradecida, las alas en busca de caza y de una hora de libertad.

—Hacéis bien en investigar ese asunto —dijo Myrna, volviendo al tema inicial de su conversación—. Corren muchos rumores acerca de lo mal que la familia Gundwynd ha tratado a los elfos que estaban a su servicio. Se dice que lord Gundwynd estaba enterado del ataque y usó a los elfos como carne de cañón.

»Estoy segura de que podríais aprovecharos de la situación —añadió con una desagradable sonrisa—. Muchos elfos que ahora trabajan para los Gundwynd los dejarán y tendrán que buscarse otro empleo. Podríais contratarlos por un salario mucho más bajo del habitual.

Elaith no comentó lo que opinaba de tal consejo.

—Es una información importante —declaró, y ciertamente lo era; de otro modo, no habría lanzado él mismo ese rumor.

—El clan Ilzimmer también está bajo escrutinio —prosiguió Myrna con fruición—. Es otra información que puede seros útil. Las malas lenguas comentan que a Simón Ilzimmer, un mago de poca monta, le gusta visitar a las cortesanas bajo otra forma. La mayor parte de las cortesanas de la ciudad ya no quieren tener tratos con él.

—No veo cómo podría sacar provecho de ello —replicó Elaith secamente—. Y si seguís divulgando tales habladurías, no seréis muy popular.

—¡Al contrario! El apetito por historias como ésa es inmenso.

El elfo no tuvo más remedio que aceptar en su fuero interno que, lamentablemente, Myrna había dado en el clavo al juzgar la naturaleza humana.

—Para pagar la deuda que he contraído con vos, os explicaré una historia similar.

—Myrna cabeceó con entusiasmo, por lo que Elaith prosiguió—: Se cuenta que lord Gundwynd está furioso con su hija menor, Belinda Gundwynd, por coquetear con uno de los mozos de cuadra elfos.

Myrna dio una palmada, absolutamente encantada.

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