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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (29 page)

—¿Lo quieres o no? —preguntó Balthorr al ver su renuencia—. Puedo venderlo fácilmente. Esta misma tarde, dos o tres personas lo han examinado.

Eso sí interesó a Elaith.

—¿Alguna te hizo una oferta?

—No —admitió el perista, y Elaith olvidó el tema.

La kiira era suya. La gema se adaptó a la palma de su mano con un inaudible suspiro de satisfacción, como si por fin hubiera hallado a un propietario adecuado. En ese instante, la esperanza de Elaith se apagó, y su corazón se convirtió en piedra. Ya tenía su respuesta. Ya no le quedaba nada elfo, excepto la Mhaorkiira. Eso tendría que bastarle; eso, y el poder que le conferiría.

Que así fuera. Tras guardar la gema en su casa más segura, se dirigió a toda prisa hacia el distrito de los muelles para acudir a la cita con sus contactos. El segundo grupo debía ya de haberse reunido allí tras atravesar el túnel que conectaba la torre y un almacén cercano. Los miembros del primero y el segundo grupo no se conocerían si se topaban por la calle. Era una de las precauciones que había aprendido muchos años atrás y que eran necesarias para quienes vivían como él.

El elfo entró con sigilo en el almacén y serpeó por el laberinto de pasillos limitados por muros de cajas apiladas. Sin aviso previo, la pila de enfrente se derrumbó y le cortó el paso.

Inmediatamente, se volvió a medias para ver al mismo tiempo delante y atrás. Un trío de hombres encapuchados saltaron desde arriba, y otros cuatro se le acercaron por la espalda. Elaith examinó rápidamente las cajas apiladas a ambos lados; había otros hombres con la rodilla hincada y ballestas prestas que le apuntaban al corazón.

Lo invadió una sensación de pesadumbre al reconocerse atrapado. Levantó las manos para mostrar que no llevaba armas y se encaró con la banda que tenía detrás.

—Si quisierais matarme, ya lo habríais hecho —dijo dirigiéndose a la figura embozada de mayor tamaño, pues sabía que en el tipo de jerarquía primitiva que solían establecer los matones humanos la fuerza bruta era muy valorada—. Tienes toda mi atención. Habla.

—Te traemos un mensaje —recitó una áspera voz familiar desde debajo de una capucha—. Has ido demasiado lejos. Te llaman el lord elfo.

—Y lo soy por derecho de nacimiento y de propiedad. Tengo intereses, tanto en esta ciudad como en la subterránea, que sobrepasan los de la mayoría de los clanes comerciantes; el tuyo, incluido —añadió astutamente.

La reacción de sorpresa del hombretón fue a la vez satisfactoria e iluminadora.

Hasta ese momento, no había estado del todo seguro de que fuese Rhep, el capitán mercenario al servicio del clan Ilzimmer, quien se ocultaba tras la capucha. Bueno, al menos ya sabía con quién trataba.

—Aguas Profundas es una ciudad con ciertas leyes y costumbres —prosiguió el

hombre, decidido a reconducir la discusión a su campo.

—¿De veras? —Elaith esbozó una insulsa sonrisa—. No sabía que la ley permitiera la entrada sin autorización en propiedad ajena a hombres armados. ¿Debo entender que esta pequeña visita es una de las costumbres locales?

—Cuidado con lo que dices, elfo —ladró Rhep—. Tu presencia en Aguas Profundas es molesta. Regenta una taberna si quieres, pero abandona los negocios en Puerto Calavera. Éste es el último aviso.

—Empiezo a estar harto de esta costumbre en concreto. Por favor, saludad de mi parte a vuestro amo.

Elaith metió una mano en un bolsillo cosido a la costura del hombro de su jubón y sacó una pequeña vara plateada. Apuntó con ella a la alta pila de cajas, marcadas con una runa curva que ninguno de esos patanes era capaz de leer.

La diminuta vara disparó una lluvia de chispas, que se unieron para formar un proyectil semejante a una flecha. Ésta dio en la caja, que estalló en una segunda y deslumbrante lluvia de chispas. La primera explosión fue seguida por una segunda cuando el contenido de la caja —polvo de humo altamente ilegal y tan imprevisible como los caprichos románticos de una dríada— se encendió.

Llovieron arcos de ardiente luz, que chisporrotearon y sisearon en el descenso.

Los ballesteros soltaron las armas y se aplastaron contra el suelo en un intentó de no caer de las altas y bamboleantes pilas de cajas.

Elaith desenvainó la espada y arremetió contra el trío que le cortaba el paso. De una estocada, hundió el acero en el vientre del primero; a continuación, desplazó el peso hacia la pierna más retrasada y alzó la ensangrentada espada para defenderse del ataque del segundo. Con un rápido giro, destrabó su espada y, tras un hábil volteo, le rebanó el pescuezo. Al describir un arco hacia atrás, desvió el arma del tercero. Entonces, impulsó la espada hacia arriba, obligando a las armas trabadas a levantarse, y apuntó con la varita de plata al pecho del rival.

Otra diminuta flecha luminosa se hundió en el torso del humano. Elaith se zambulló a un lado para escapar de la explosión mágica dentro del cuerpo del otro, que lo transformó en bruma carmesí.

El elfo trepó rápidamente por las cajas derrumbadas y saltó con agilidad al otro lado. Sin perder tiempo, localizó una puerta secreta, que sólo él conocía, y se deslizó dentro del túnel que conducía a la tienda de un sastre, dos calles más abajo.

Cuando salió del probador, oyó el repique de campanas que llamaba a la guardia para apagar el incendio. No le preocupaba especialmente; el almacén era de sólida piedra y resistiría el fuego. En él se guardaban mercancías de poco valor y podía permitirse perder unas cuantas cajas vacías.

Tampoco lamentaba que algunos de los extraños mensajeros se hubieran salvado.

Tanto mejor si unos pocos escapaban para transmitir su desafío a los nobles comerciantes. Después de todo, poseía la Mhaorkiira y las esferas de sueños; tenía el arma perfecta para devolver el golpe a quienes sospechaba que le habían enviado el mensaje.

Ése era el plan. Su venganza sería prolongada, muy divertida y también letal.

El elfo regresó rápidamente a su fortificado hogar y hacia la imperiosa magia de la gema oscura que lo estaba llamando.

10

Arilyn abría la marcha por las estrechas callejas de Puerto Calavera mientras Danilo le pisaba los talones. Aunque ese lugar estaba situado justo en el subsuelo de Aguas Profundas, donde había nacido, y aunque ambas eran ciudades portuarias, no podían concebirse dos ciudades más distintas.

En Puerto Calavera, todo era miserable, sórdido y feo. Edificios destartalados se inclinaban y escoraban tan precariamente como barcos hundidos. Criaturas pertenecientes al menos a unas cuarenta razas, muchas de ellas proscritas en Aguas Profundas, avanzaban a empellones por las atestadas calles. La multitud derribó a un mendigo con una sola pierna, y el hombre, en lugar de pedir la ayuda que sabía que nadie iba a prestarle, trató de ponerse de pie por sí mismo apoyándose en una muleta de fabricación casera. No obstante, como la mayor parte de Puerto Calavera, su aspecto era engañoso. Lejos de ser inofensivo, cortó hábilmente una oreja a un goblin de cara taimada que trataba de vaciarle los bolsillos. Tampoco el goblin pidió ayuda. Se limitó a recoger la oreja, se la pegó a la cabeza y corrió en busca de un sanador, o quizá simplemente de un espejo y una aguja.

Danilo miraba a su alrededor con una consternación creciente. Arilyn había vacilado mucho antes de conducirlo a ese lugar frío, húmedo, lúgubre y sin ley. Aunque a causa de la insistencia de la semielfa vestía unas ropas toscas más propias de un estibador que de un noble bardo, destacaba como una mosca en un plato de leche.

—Debo decir que prefiero con mucho la cisterna de Oth —comentó Dan—. Al menos allí estábamos secos.

No le faltaba razón. En Puerto Calavera había agua por todas partes. Aunque se trataba de una ciudad portuaria, era enteramente subterránea y estaba situada muy por debajo del nivel del mar. El agua goteaba de los techos de las cavernas y formaba charcos en los callejones. Gracias a ella, tanto las paredes de los destartalados edificios como las calles, se veían cubiertas de extraños mohos rastreros y relucientes hongos. El olor de podredumbre y moho lo invadía todo, y una nauseabunda bruma se adhería a la luz de los faroles. A los pocos minutos de estar allí, Arilyn ya tenía la ropa húmeda pegada al cuerpo, y el malhumor de Dan era casi tan agobiante como el denso aire.

—Querías formar parte de mi mundo, ¿no? —le dijo exagerando sólo un poco—.

Pues éste es el tipo de sitios a los que debo ir.

Danilo señaló deliberadamente la espada elfa, que se mantenía oscura y silenciosa.

—Apuesto a que por aquí no encontraremos a muchos elfos del bosque. ¿Por qué no investigamos en otro lugar? Donde sea.

Arilyn se despegó de la garganta el cuello de la camisa y se echó hacia atrás un húmedo mechón que le caía sobre la frente.

—Cuanto antes acabemos, antes podremos irnos.

Con la cabeza, señaló una hilera de edificios de madera peligrosamente inclinados, alineados con la misma precisión que una patrulla de orcos borrachos, y se encaminó al callejón que serpeaba entre ellos.

A su espalda, Danilo maldecía con impresionante creatividad.

—¿Se puede saber qué buscamos exactamente?

—Perfume —contestó Arilyn secamente mientras evitaba un montón muy sospechoso.

Reconoció los excrementos de una mantícora y aceleró el paso. Era relativamente reciente, y no tenía el menor deseo de enfrentarse a un monstruo con el cuerpo de león y el rostro y el ingenio de un hombre.

—Perfume. Buena idea —la felicitó—. Teniendo en cuenta el lugar en el que estamos, sugiero que compremos toda una cuba.

Arilyn le echó un vistazo por encima del hombro.

—¿Piensas lamentarte durante todo el camino?

—Sí, y durante el de vuelta, también. Cuando hago algo, lo hago a conciencia.

Un trío de kobolds apareció por detrás de una pila de cajas y corrió hacia ellos.

Eran criaturas horrendas, de la familia de los goblins, cuya monda cabeza apenas llegaba a la altura del cinturón de la semielfa. Tenían ojos amarillos saltones y de mirada frenética, aunque meneaban la cola de rata en imitación inquietantemente exacta de un perro que trata de congraciarse con su amo. Iban cargados de telas y no de armas, pero Arilyn no aflojó el paso.

—Mira, quizá compra —suplicó uno de ellos, trotando al lado de la semielfa—.

Muchas, muchas capas buenas. Poco gastadas. Sólo una con sangre y vísceras, y ya está seca.

—Vaya, los vendedores ambulantes de Aguas Profundas deberían aprender a vocear sus mercancías de este modo —musitó Danilo, que se retrasó un poco para hablar con los kobolds—. Sangre y vísceras, ¿eh? ¿Hay que pagar extra por ese tipo de ornamentos?

—Claro, claro. Tú quieres, nosotros ponemos.

—¡Ah! Un trato admirable, siempre y cuando esos elementos decorativos no provengan de uno mismo.

Evidentemente, el pequeño mercader no entendió nada del comentario de Danilo.

Se sentó sobre los talones y agitó el rabo de rata con aire consternado. Pero ese momento pasó rápidamente. Los kobolds no se daban por vencidos.

Arilyn apartó a uno con un codazo.

—No los animes —aconsejó a Danilo—. ¿O es que quieres morir aquí abajo?

—No digas tonterías. Tres kobolds no son ninguna amenaza.

—Ni tampoco lo es un solo ratón. El problema es que nunca hay uno solo; los demás se esconden. ¿Cómo te imaginas que tres únicos kobolds han conseguido toda esa mercancía?

El excelente razonamiento de Arilyn instó al joven bardo a acelerar el paso y caminar junto a su compañera, que avanzaba sinuosamente por la mísera ciudad en dirección a una pequeña tienda en la que los asesinos compraban la muerte en gotas.

—Venenos Pantagora —dijo Danilo, leyendo el cartel en voz alta—. Da en el clavo, sin fingimientos ni disimulos. Me parece fantásticamente refrescante.

Arilyn le lanzó una mirada de advertencia y empujó la puerta. La escena con la que se encontraron era como un campo de batalla del Norland o la pesadilla de un carnicero.

En el aire flotaba el inconfundible olor dulzón de la sangre. Las moscas zumbaban alrededor de cuerpos empapados. En el viejo suelo de madera, se habían formado charcos oscuros, y de algún modo, la sangre había salpicado hasta las vigas del techo.

En algunos puntos se había secado mientras goteaba hacia abajo, con lo que parecía que la empapada madera hubiera derramado abundantes lágrimas oscuras por la muerte del vendedor de venenos.

Arilyn jamás había visto nada igual. Con el pie, apartó una bota vacía y se preguntó cómo la habría perdido su dueño. Siguiendo una intuición, contó mentalmente el número de cuerpos y de calzado; sobraba esa bota. Todo apuntaba a que el cuerpo de

su antiguo dueño se había disuelto como por efecto del fuego de dragón; desde dentro.

Se agachó junto a uno de los cadáveres. Después de haber visto la muerte tan a menudo, no necesitaba ni hechizos ni plegarias para que los cadáveres le hablaran.

Ahí estaban los signos, aunque contradictorios y profundamente perturbadores. En el cuerpo sin vida, Arilyn distinguió marcas de tajos delgados y precisos. Entonces, le dio la vuelta y le subió la camisa. En la espalda, apenas tenía moretones. No era de extrañar. Cuando murió apenas le quedaba sangre en el cuerpo para acumularse. La espada fina y delgada que lo había matado le había causado numerosas heridas; de hecho, lo había matado centímetro a centímetro, con finos tajos y suaves puntazos.

Alguien había jugado con él, tomándose su tiempo para matarlo, por lo que la víctima había aguantado mucho más de lo que Arilyn hubiese creído posible.

Extraño comportamiento para tratarse de un ladrón. Naturalmente, entraba dentro de lo posible que fuera un asesino profesional, tal vez cliente habitual, y a quien por sus habilidades y costumbres resultaba más cómodo matar que pagar. No obstante, el primer instinto de un asesino era la supervivencia, por lo que ninguno se arriesgaría a malgastar tanto tiempo y tanto vitriolo. Esas muertes mostraban todos los sellos distintivos de la venganza, o tal vez de furia, locura o una maldad tan intensa que ya no tenía en cuenta ni proporciones ni consecuencias.

Más extraña todavía era la naturaleza del arma empleada. Ninguna espada forjada por humanos podía ser tan delgada ni afilada. Arilyn no tenía ninguna duda de que el hombre había sido asesinado con una espada elfa. El pueblo de su madre contaba con temibles guerreros que también podían ser despiadados, pero tal depravación no parecía cosa suya. Sólo conocía a dos o tres elfos capaces de cometer tal acto. De hecho, pocos días antes, había visto a Elaith Craulnober jugar con un tren de modo muy similar.

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