Read Las esferas de sueños Online
Authors: Elaine Cunningham
y un par de halflings saltaron al suelo para ayudarla. El vehículo no iba vacío, aunque tampoco Lilly había esperado tenerlo para ella sola. Un hombre y una mujer se acurrucaban como un par de tórtolos en un único asiento. Lilly se sentó en el asiento de enfrente, procurando mantener educadamente la vista baja para respetar su intimidad.
—Has ido de compras, por lo que veo —comentó una voz grave en tono gélido.
Lilly se quedó paralizada y miró a su socia con aire culpable.
—Pues sí —farfulló tratando en vano de sostener la dura mirada de los ojos oscuros de Isabeau Thione—. He vendido una de las esferas de sueños, tal como acordamos. Con las monedas, me he pagado una buena comida y el precioso sombrero que...
—Ahórrate las mentiras. Te he seguido y no has puesto los pies en ninguna taberna ni en ninguna sombrerería. Apuesto a que has vendido las siete esferas. Me gustaría saber cuánto te han dado por ellas.
«Sujétala —dijo Isabeau a su compañero, que Lilly reconoció como el capitán del grupo de bandidos, y el único que había sobrevivido.
Lilly se lanzó hacia la manija de la puerta con la intención de saltar en marcha.
Pero una manaza la agarró por la muñeca y la arrojó violentamente de vuelta al asiento.
De inmediato, el matón le cogió la otra mano y la levantó por encima de la cabeza. La tenía inmovilizada contra la pared del vehículo.
—Gritaré —amenazó Lilly.
—Si lo haces, date por muerta —replicó Isabeau.
Para asegurarse de que no daría la alarma, se sacó del bolsillo un gran pañuelo de seda y lo arrugó. Entonces, obligó a Lilly a abrir la boca y la amordazó.
Llena de rabia y frustración tuvo que soportar que Isabeau la registrara con manos expertas. Rápidamente, la mujer localizó la bolsa escondida, se sacó un cuchillo pequeño y estrecho que llevaba oculto en la cabellera y desgarró el vestido de Lilly.
Después de arrebatarle la bolsa, volcó el contenido en el regazo de su vestido de seda.
Sus oscuras cejas se alzaron en gesto desdeñoso.
—Eres buena comerciante. Nunca soñé que se pudiera sacar tanto por un puñado de esferas de sueños. Creía que habíamos acordado que eran para tu uso personal.
Lilly contempló, impotente, cómo su socia se guardaba los lingotes en los bolsillos.
—Normalmente, insistiría en repartirnos el botín a partes iguales —dijo con una dulce y falsa sonrisa—, pero en vista de que has roto los términos de nuestro acuerdo, me lo quedaré todo como castigo. Es lo justo, ¿no crees?
La falsa sonrisa desapareció de su rostro en un abrir y cerrar de ojos.
—Con tu codicia y tu descuido, me has puesto en peligro. No vuelvas a cruzarte en mi camino nunca más, ¿entendido? Espero que seas consciente de que si hablas de lo que hicimos, acabarás colgada de las murallas de la ciudad.
Lilly asintió enfáticamente, aunque la amenaza de Isabeau era mucho menos temible que la horripilante demostración con la que la habían obsequiado los tren.
—Bien. Ya veo que nos entendemos. Me pondré en contacto contigo cuando vuelva a necesitarte. Échala en el próximo callejón —ordenó a su esbirro.
El bandido abrió la puerta del vehículo y, sin esperar a que se detuviera, arrojó a Lilly afuera.
La joven se estrelló contra los adoquines y rodó sobre sí misma hasta chocar dolorosamente con una pila de cajas de madera. El carruaje siguió adelante con suavidad; nadie había sido testigo de la caída.
La cabeza le martilleaba por efecto del golpe contra las piedras, y cuando quiso ponerse en pie el mundo empezó a girar a su alrededor. Se desplomó con un grito de
dolor. Se había torcido el tobillo en la caída. Incluso sin esa herida, dudaba de haber sido capaz de mantenerse en pie mucho rato. Rápidamente, se pasó revista: tenía un largo y profundo arañazo en un brazo, notaba un fuerte escozor en una mejilla, los oídos le zumbaban y veía chispas multicolores que estallaban ante sus ojos. Su vestido estaba desgarrado, además de los cortes hechos por Isabeau con el cuchillo. No tenía dinero para pagar un vehículo, y cada vez que intentaba caminar, sentía punzadas de dolor por todo su maltrecho cuerpo.
«No tengo elección», se dijo a sí misma mientras pugnaba por levantarse, luchando por no dejarse engullir por las oleadas de oscuridad. Pero el cuerpo no la obedecía. Apenas percibió los fuertes pasos de unas pesadas botas y el olor de armaduras de cuero cuando dos hombres se inclinaron sobre ella.
—Mira qué tenemos aquí —dijo uno de ellos, enroscando un mechón de pálido pelo cobrizo entre sus dedos—. ¡Hmmm!, ¿qué hace una florecilla de los muelles tirada en el arroyo?
El segundo hombre le retiró la mano de un golpe.
—¡Aparta, estúpido! Mírala bien. Si no es una de la carnada Thann, yo soy un ogro con tres patas. Si lady Cassandra se entera de que has insultado a uno de los suyos, ordenará que nos arranquen los ojos.
Su compañero gruñó.
—En ese caso, será mejor dejarla en su casa. ¿Llevas encima lo suficiente para pagar un coche de alquiler?
—¡Qué más quisiera yo! La guardia no paga tan bien. Espera..., llevo tres de plata.
¿Y tú?
Mientras los hombres hacían fondo común, Lilly intentó protestar, aunque sólo le salió un gemido semejante a un maullido cuando uno de los hombres la cogió en brazos y paró un carruaje. El vehículo partió a ritmo rápido en dirección a la mansión Thann, situada en el distrito norte. Aquello que la muchacha tanto había deseado estaba a punto de cumplirse: iba a conocer a su padre. La perspectiva la llenó de terror.
Su padre.
Nunca había pensado seriamente que lo conocería, y mucho menos se le habría ocurrido recurrir a él para buscar ayuda. Seguramente, la rechazaría, en el caso de que sus criados no la echaran antes a la calle. Lilly prefería quedarse tirada en un callejón que tener que sufrir el desdén que anticipaba. Esa idea la persiguió en la oscuridad y la atormentaba en sueños.
Lord Rhammas Thann examinó desde todos los ángulos el objeto de madera que sostenía en las manos y acarició la talla en relieve de un cuervo posado sobre la cabeza de un caballo. Era una pieza bien trabajada, aunque no excepcional, del tipo que un hombre podía descartar a capricho.
—Ciertamente, éste es el símbolo de mi familia, y me parece recordar este colgante. ¿Cómo ha llegado a ti?
Lilly se llevó una mano a las sienes, que le dolían, y respiró hondo para calmarse.
—Mi madre me lo regaló y me contó su historia, milord.
—Y supongo que habrás venido a explicármela. Comienza, te lo ruego. Debo ocuparme de otros asuntos.
Lilly se preguntó sinceramente qué otros asuntos serían ésos. La estancia en la que se encontraban parecía el estudio de un caballero, aunque la joven no vio por ninguna parte indicios de que se hubiera dedicado alguna vez a un estudio serio. Sobre un estante observó algunos libros, aunque los lomos de piel no estaban arrugados ni marcados, como debería haber sido si se hubieran leído. Una polvorienta pluma asomaba por un tintero de cristal que no contenía más que tinta seca. El único objeto que mostraba
señales de uso era una baraja de cartas muy sobadas y con las esquinas dobladas y desparramadas por la mesa.
En cuanto al caballero también mostraba signos de hastío. En el pasado, Rhammas Thann debía de haber sido un hombre muy apuesto y aún conservaba una gallarda figura. Tenía una espesa mata de pelo plateado y los ojos —aunque empañados por exceso de cerveza en el desayuno o por falta de interés hacia la vida que llevaba— eran de un precioso tono gris. Era comprensible que su madre le hablara con tanta añoranza de ese hombre.
—Mi madre me lo entregó junto con mi nombre. Dijo que, si alguna vez estaba en un apuro, os buscara y os contara quién soy. Creedme si os digo que, aunque necesito vuestra ayuda, no era mi intención venir aquí.
—Has dicho que te llamas Lilly, ¿verdad? Lo siento, pero no comprendo la importancia que pueda tener.
—¿Recordáis un lugar llamado El Jardín de la Dríada? Era una taberna en el distrito de los muelles que cerró hace mucho tiempo. Todas las chicas que servían allí llevaban nombres de flores: Maravilla, Margarita, Rosa. Mi madre se llamaba Violeta.
Tenía el mismo color de pelo que yo, si eso os ayuda.
En los ojos del caballero brilló una chispa de reconocimiento seguido por el pesar.
Por primera vez, se fijó en ella de verdad.
—La hija de Violeta... y mía, supongo. Sí, claro. Te pareces.
—Eso dijo vuestro mayordomo mientras se apresuraba a esconderme —dijo Lilly secamente.
Cuando la dejaron en la puerta de servicio, al mayordomo —un tipo austero que se comportaba como la discreción personificada— le bastó echarle un vistazo a la cara para llevarla apresuradamente a una habitación privada. Allí le curó las heridas, le dio de beber una poción de gusto infame y oyó su historia. Inmediatamente corrió en busca de su señor sin siquiera pedir que le enseñara el colgante que la joven presentaba como prueba.
—Buen hombre —murmuró el noble con aire ausente. Suspiró y la miró con inquietud—. Bueno, ya que estás aquí, ¿qué es lo que quieres?
«Una familia, un hogar, un apellido», pensó Lilly, pero no dijo nada de eso.
—Estoy en apuros, milord. No quiero causaros ninguna molestia, pero es preciso que abandone la ciudad cuanto antes.
—Sí, claro; eso será lo mejor. Me ocuparé de ello. Al salir habla con el mayordomo. No, espera. No podemos hacerlo de ese modo —murmuró—. Cassandra se ocupa de las cuentas. Es seguro que se fija en un gasto fuera de lo normal y no descansaría hasta averiguarlo todo. No; es imposible.
A Lilly se le cayó el alma a los pies. Se levantó e hizo una pequeña y descortés reverencia.
—En ese caso, me voy para no molestaros más, milord. Disculpadme.
Los ojos de Rhammas Thann se posaron de nuevo en ella, y esa vez su mirada gris reveló una pizca de emoción y también de pesar.
—No negaré la ayuda a ningún hijo, haya nacido de mi esposa o de otra mujer. Te enviaré a alguien que se ocupe de este asunto.
Lilly se inclinó de nuevo y se dispuso a marcharse.
—Una cosa más —le dijo el noble. Lilly le lanzó una inquisitiva mirada por encima del hombro—. Tu madre... ¿Está bien?
—Tan bien como puede estar una mujer muerta, milord. Falleció hace tiempo, pero estoy segura de que le alegraría saber que habéis preguntado por ella.
Involuntariamente, sus palabras sonaron a reproche. Rhammas se limitó a hacer
un gesto de asentimiento, como si lo esperara e incluso creyera que se lo merecía.
La dócil aceptación del hombre la desconcertó más que si la hubiera denunciado cruelmente o la hubiese acusado de ser una impostora. Estaba preparada para ambas cosas, pero no esperaba encontrar a un hombre vacío por dentro, reducido a la nada por una vida de lujos consagrada a trivialidades.
No era ése el padre que había imaginado ni la vida que había soñado vivir. Lilly dio media vuelta y corrió de regreso a las estancias de servicio y a la discreta puerta trasera que el mayordomo le indicó. Por primera vez desde el robo no lamentó haber perdido su tesoro. Si ése era el precio que había que pagar por ser rico, prefería seguir siendo pobre.
A última hora de la tarde, Elaith entró en el jardín cercado, felicitándose por haber tomado la decisión de utilizar la Torre del Claro Verde como lugar de encuentro. Un grupo de sus capitanes mercenarios lo esperaba. Algunos llevaban allí horas. No era prudente reunirse muchas personas al mismo tiempo, pues eso llamaba la atención. Así pues, habían ido llegando en solitario o en parejas y de modo escalonado, lo cual era más discreto.
Sobre la larga mesa y sobre el suelo del jardín, podían observarse los restos de un festín. Los sabuesos roían los huesos que los mercenarios habían arrojado, y las camareras retiraban los trinchantes vacíos. Otras mujeres —y uno o dos jovencitos— habían sido contratados para realizar otras tareas. Algunos mercenarios tenían mujeres sentadas en el regazo, mientras que otros habían abandonado el salón en busca de la relativa intimidad de las alcobas, hasta hacía poco atendidas por cuidadosas manos elfas.
—Ya basta —ladró Elaith, aproximándose a la mesa.
Los mercenarios se levantaron como títeres a los que hubieran tirado del mismo hilo. Algunos lanzaron al suelo a sus acompañantes de pago, junto con otros restos de la fiesta.
A las mujeres no pareció importarles demasiado. Recogieron sus pertenencias desparramadas por el suelo y sus últimos retazos de dignidad, y se escabulleron por la puerta del jardín.
Su capitán más fornido —una mujer del Norland con llameante melena y varias pasiones encendidas— se despidió de su joven acompañante con una nostálgica mirada.
Elaith la eligió como blanco de sus iras.
—Tú, Hildagriff. Informa.
La capitana obedeció al punto.
—Balthorr, del distrito del castillo, ha comprado el rubí. Pide seiscientas monedas de oro por él.
Ésa era la noticia que Elaith esperaba. Las esferas de sueños ya habían sido localizadas, y la gema kiira era la última parte —la más vital— del plan trazado por Oth Eltorchul. Pese a que se cuidó mucho de dejar traslucir la importancia que para él tenía aquella información, escuchó apresuradamente los informes del resto de los capitanes y los despidió.
Tan pronto como se hubo quedado solo, encaminó rápidamente sus pasos hacia el perista del que Hildagriff le había hablado. Era una misión demasiado importante para encomendársela a algún subordinado; no podía confiar la Mhaorkiira —la gema oscura— a otras manos.
Más tarde en ese mismo día, Elaith dudó de ser capaz incluso él de manejar la gema elfa. Era un rubí precioso, mucho más hermoso de lo que se había imaginado. De color claro y sin mácula, sus diversas caras habían sido perfectamente talladas para absorber la luz. La kiira era una maravilla del arte elfo de trabajar las piedras preciosas,
y también de la magia elfa.
Se sintió agitado por el oscuro y absorbente poder que emanaba de la gema. Ni las más temibles leyendas oídas en su infancia lo habían preparado para soportar el impacto de la Mhaorkiira Hadryad. Ese rubí había pervertido primero y había destruido después a un antiguo clan de elfos. Solamente el último de ese linaje —un hechicero tan perverso que podría haber sido perfectamente orco, drow u otra abominación— había sido capaz de doblegar a la gema. Desde entonces, la kiira había reaparecido varias veces, pero siempre había vuelto a caer en el olvido tras propiciar la destrucción del elfo que había osado tomarla. Elaith corría un riesgo terrible; sabía que se estaba jugando de un modo literal la vida. ¿Era realmente tan importante llegar a conocer su propia naturaleza hasta el fondo?