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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (12 page)

Danilo se dejó caer en la butaca y se frotó vigorosamente la cara con ambas manos. La inesperada entrevista con Khelben no le había dado muchas esperanzas. El archimago había mencionado que sentía magia elfa actuando. Arilyn y Elaith habían sido los únicos elfos presentes, lo cual señalaba a la hoja de luna como la fuente más probable de los problemas.

Cierto era que Khelben no le había aconsejado que se mantuviera alejado de Arilyn, pero había evocado a Laerel para apoyar su razonamiento, lo que distaba mucho de ser tranquilizador. No muchos años atrás, Khelben había sacrificado una parte

importante de su poder para liberar a Laerel de la Corona de Astas, un pérfido objeto mágico que la había esclavizado. Danilo convenía en que Laerel bien valía cualquier sacrificio, al igual que Arilyn. Por ella renunciaría gustosamente a todas su habilidades mágicas, adquiridas con tanto esfuerzo, hasta el más sencillo encantamiento, y jamás lo lamentaría.

Pero ¿y la magia de Arilyn? Un elfo y su hoja de luna eran inseparables, pues estaban unidos por lazos místicos. ¿Qué derecho tenía él a interponerse? ¿Y qué precio debería pagar Arilyn si lo hacía?

Siguió reflexionando hasta que el fuego se extinguió y el cielo nocturno se tiñó de un matiz plateado. Después de dar una y mil vueltas a los mismos argumentos, Danilo se limitó a contemplar la ventana que daba al este esperando con todas sus fuerzas que el alba le trajera la iluminación.

El sol del amanecer atravesaba la bruma marina que envolvía el puerto y velaba las ventanas superiores de La Sílfide de Seda. Pese a ello, Isabeau se fingía dormida, lo cual no resultaba nada fácil desde que Oth Eltorchul había despertado y había descubierto el robo.

La mujer permaneció con los ojos cerrados mientras el mago buscaba, mascullaba maldiciones y bufaba. No se movió hasta que Oth la agarró por los hombros y la sacudió. Isabeau lanzó un grito ahogado y se incorporó en el lecho, confiando en que el mago creyera su expresión desconcertada y frenética.

—Veo que estáis viva —dijo el mago en tono sombrío, fijando la mirada en los ojos abiertos de par en par de la mujer—. Bien. Empezaba a temer que el ladrón os hubiera asfixiado mientras dormíais.

—¿Ladrón? —preguntó, alarmada.

Inmediatamente se llevó una mano al cuello, como si buscara la gargantilla.

Luego, se lanzó hacia la mesilla de noche en la que había dejado sus joyas. Habían desaparecido. Entonces, se puso de rodillas con las manos vacías cerradas y agitando los puños.

—¿Cómo es posible que haya ocurrido? —gritó golpeando al sobresaltado mago—. ¿No dispusisteis protecciones? ¿No tenéis servidores que vigilen? ¡Mis rubíes!

¡Me los han robado! —Su voz se convirtió en un lamento y se echó a llorar con vehemencia.

Oth la empujó a un lado y volvió a pasearse con impaciencia.

—No ha sido un ladrón normal y corriente, sino alguien capaz de superar las poderosas protecciones que coloqué en puertas y ventanas. Tal vez haya una puerta secreta. No se me ocurrió comprobarlo.

El mago lanzó una mirada acusadora a Isabeau, como si la culpara por haberlo distraído. La mujer no estaba en modo alguno dispuesta a renunciar a su ofensiva, por lo que echó la cabeza hacia atrás, se secó las lágrimas y le devolvió la mirada con idéntico calor.

—¿Qué pensáis hacer? —le preguntó.

Como Isabeau sospechaba, la pregunta lo pilló por sorpresa. Si los nobles y los magos se oponían a las esferas de sueños, tal como Oth afirmaba, no les gustaría saber que al menos una veintena de ellas no tardarían en estar en circulación. Y tampoco creerían en la inocencia de Oth. El robo de esos valiosos objetos inmediatamente después de que se le prohibiera ponerlos a la venta les parecería demasiada casualidad.

—¿Y bien? —insistió Isabeau—. ¿Pensáis llamar a la guardia para informar del robo o debo hacerlo yo?

Tras un momento de intensa y silenciosa lucha, el mago recogió bruscamente la ropa de la mujer y se la arrojó.

—Olvidaos de este asunto. No tiene importancia.

Isabeau, que se estaba poniendo la camisa interior por la cabeza, se quedó de pronto quieta, como si las palabras del mago la hubieran paralizado. Con un movimiento airado, se acabó de poner la prenda, se levantó de la cama, avanzó hasta Oth y le hundió repetidamente el dedo índice en el pecho con furia.

—¡Cómo os atrevéis a decir que mis rubíes no tienen importancia! Si queréis que guarde silencio sobre este asunto, exijo una compensación.

La estrecha faz de Oth palideció por la ira.

—El chantaje no es aconsejable para una mujer sola.

La voz del mago sonaba fría y peligrosa, por lo que la asustada expresión de Isabeau no fue del todo fingida. Retrocedió dos pasos y alzó las palmas de las manos a modo de súplica.

—No pretendía chantajearos, mi señor. Simplemente estoy deshecha por la pérdida de mis joyas. Tenéis mi palabra de que no diré nada sobre este asunto. Jamás lo haría, por miedo a dañar vuestra reputación y la mía. Muchos invitados nos vieron abandonar la mansión Thann en el mismo carruaje.

La mujer procuró mantener una mirada ingenua mientras Oth trataba de decidir si sus palabras podían interpretarse como una sutil amenaza. Finalmente, también él alzó las manos en señal de que cedía.

—No lloréis más por vuestras chucherías. La familia Eltorchul os resarcirá. ¡Pero antes de iros de la lengua, recordad que los nuevos rubíes comprometerán al silencio a quien los lleve!

Isabeau no tenía ninguna intención de comentar ese detalle al perista que los revendería.

—Es más de lo que osaría pedir, mi señor —dijo con una reverencia.

Oth la levantó, se quitó una sortija que llevaba y se la puso en la palma de la mano.

—Tomad. Mostrádsela al senescal de cualquiera de las mansiones Eltorchul y pedidle que os compense.

Isabeau aceptó la sortija.

—¿Me acompañaréis para protegerme, mi señor? —preguntó en tono vacilante.

—El ladrón ya se ha ido —respondió el mago con ceño—. ¿Qué otra cosa puede arrebataros que no hayáis perdido ya? ¿O que hayáis entregado gustosamente? —añadió con una lasciva sonrisa.

La mujer soltó un grito ahogado de sincera indignación.

—¡No sois un caballero!

—Eso no os lo pienso discutir —replicó Oth con desdén—. Aunque hace poco que llegasteis a Aguas Profundas, me atrevo a decir que habéis probado suficientes nobles como para consideraros una experta en el tema.

Isabeau agarró la lámpara de aceite y se la arrojó al mago. Oth no se movió, sino que se limitó a hacer un pequeño ademán con ambas manos. La lámpara se hizo añicos en el aire y cayó al suelo en una lluvia de fragmentos de cristal y gotas de aceite perfumado. Sin decir ni media palabra más, Oth se dio media vuelta y salió de la habitación, dejando a Isabeau temblando de rabia.

Y de temor, de triunfo y de excitación. Todo ello mezclado en un súbito y maravilloso estallido de alivio.

En cuanto se quedó sola, se lanzó a la cama y emitió un largo y silencioso grito de victoria. ¡Lo había logrado! ¡Había conseguido el tesoro de Oth, y el mago no albergaba ninguna sospecha!

Rápidamente acabó de vestirse, se escabulló por la escalera trasera y se sumergió

en una salida secreta en busca de un hombre que pondría a la venta esos tesoros por ella, lo cual la ayudaría en el camino que había elegido.

Cuando Oth Eltorchul bajó hecho una furia a la sala común de La Sílfide de Seda, Elaith lo esperaba.

—Un carruaje —ordenó el mago a una camarera—, y vino mientras espero. Una copa pequeña. Vamos, tengo prisa.

Elaith miró a la camarera y levantó dos dedos. La mujer se dispuso a atender el encargo modificado. El elfo se levantó, se aproximó a la mesa del mago y se sentó silenciosamente en la silla vacía.

Oth lo observó con una aversión que no se molestó en disimular.

—La taberna está casi vacía, elfo. ¿Por qué no te buscas otra silla?

Antes de que Elaith pudiera replicar, un fornido guardián de taberna, armado hasta los dientes, se adelantó e inclinó deferentemente la cabeza hacia Oth.

—Lord Craulnober puede sentarse donde guste. La taberna le pertenece, ¿comprendéis? —le dijo en tono confidencial.

—¡Ah!, claro que comprendo.

Oth sonrió levemente a su anfitrión, sentado al otro lado de la mesa, el cual extendió las manos en una parodia de reprobación contra él mismo.

—Parece que soy vuestro invitado.

—Un invitado de pago —repuso Elaith cordialmente para que no hubiese duda de ello.

—Por supuesto.

El mago alzó la vista cuando la camarera apareció con una botella de vino y su rostro se ensombreció al ver que colocaba dos copas encima de la mesa.

—¿Por qué no me acompañáis? —sugirió apretando los dientes.

—Muy amable de vuestra parte.

Elaith cogió la botella y sirvió dos generosas copas de vino élfico. No solía desperdiciar el precioso líquido con un humano, pero su sabor ligero y casi floral enmascaraba un efecto más contundente que una coz de un furioso centauro.

Oth bebió más rápidamente de lo que dictaba la prudencia. Tras apurar la copa, la dejó con un ruido sordo sobre la mesa y fulminó con la mirada a su anfitrión.

—¿Qué tipo de local regentas, elfo?

Su voz sonaba confusa y le costaba vocalizar. Desde luego, el vino había afectado su buen juicio, o no habría osado hablarle con tal belicosidad. Elaith dejó pasar el insulto, por el momento.

—Mi deseo es que La Sílfide de Seda ofrezca un servicio inmejorable. Si tenéis alguna queja, hablad y se os dará satisfacción.

Oth resopló y luego tendió la copa para que se la volviera a llenar.

—¿Así de fácil? —replicó—. He perdido algo irreemplazable.

Elaith comenzó a comprender. Sirvió una segunda copa y esperó hasta que el mago también la hubo apurado.

—Tal vez sí.

—¡Hmmm! —dijo Oth con desdén, aunque sin mucha convicción.

Su rostro, largo y taciturno como el de una mula de carga, adoptó una floja expresión de desesperación.

—Si os han robado en la taberna, la reputación y la rentabilidad de este negocio de primera están amenazadas. Confiad en mí, y yo me aseguraré, por todos los medios a mi alcance, de compensaros por vuestra pérdida, y si lo deseáis, vengaros —dijo Elaith con total seriedad.

Oth lo miró con la astucia de un borracho.

—No es un enemigo cualquiera —le advirtió—. Me robó el tesoro mientras dormía, pese a todas las protecciones que coloqué yo mismo.

El elfo disimuló cuidadosamente su sorpresa y su enfado. Había esperado oír una historia sobre una pertenencia perdida. Era habitual que los clientes atribuyeran las pérdidas a un robo antes que a su propio descuido, pero la posada debería haber impedido el robo. Si Eltorchul decía la verdad, los servidores de Elaith responderían por ello.

—No os preocupéis por el enemigo ni cómo voy a encontrarlo. Decidme qué ha robado y empezaré por ahí.

—Dinero, tal vez un centenar de monedas de platino —respondió Oth con astucia.

El elfo sospechó que la suma real sería un tercio de la mencionada—. Algunas joyas: un anillo de oro, un brazalete repujado también de oro, un collar de rubíes engarzados en filigrana de plata con pendientes y anillos a juego.

Elaith aguzó los oídos.

—¿Os acompañaba una dama? ¿Dónde está ahora?

—Se ha ido —respondió Oth escuetamente—. La pérdida de sus joyas la ha trastornado.

—Me lo imagino —murmuró el elfo, decidido a averiguar la identidad de la dama—. ¿A cuánto asciende vuestra pérdida?

El mago vaciló. La indecisión libró una batalla en su rostro y finalmente cedió ante la potente persuasión de la avaricia y el vino élfico.

—Eso no fue todo. Esferas de sueños; al menos, una veintena.

—Esferas de sueños...

—Se trata de pequeños orbes de cristal que contienen magia —le explicó el mago—. Conjuran una única ilusión que se experimenta como un vivido sueño al que su poseedor se siente transportado.

Elaith llevaba oyendo rumores sobre esos objetos desde hacía un tiempo. Se estaban haciendo muy populares entre los criados y los mercenarios de la ciudad. Lo que Arilyn le había contado sugería enormes posibilidades, por lo que el elfo tenía la intención de seguir esos nuevos juguetes mágicos hasta su origen.

—Una idea muy ingeniosa. Imagino que muchos en esta ciudad pagarían una pequeña fortuna por una de ellas.

—Ya lo están haciendo —alardeó Oth. Se inclinó hacia el elfo y añadió—: Me habéis ofrecido ayuda. Buscadlas, devolvédmelas y no os arrepentiréis.

Elaith suprimió un estallido de júbilo. No había esperado tal concesión por parte del mago. Tal vez se le ocurriría algo mejor. Ladeó la cabeza como si reflexionara sobre ello.

—Podría hacerlo, por supuesto.

—¿Pero...? —inquirió con cautela. Al parecer Oth no estaba tan borracho como podía pensarse.

El elfo esbozó una sonrisa de disculpa.

—Soy un hombre de negocios. Si se me presenta la oportunidad de obtener grandes ganancias, ¿debo contentarme con una simple recompensa, por generosa que sea? —añadió en tono conciliador.

Oth reflexionó. En su rostro asomó una ladina sonrisa.

—He oído hablar de vuestros negocios. Dicen que no os dejáis estorbar por la ley.

—Las leyes son cosas admirables y, muchas veces, convenientes; pero en muchas otras ocasiones, no.

—Cierto, cierto. —Oth se decidió de golpe—. Si encontráis las esferas, os proporcionaré otras para que las distribuyáis por canales de venta tan tortuosos que

nadie pueda acusarme. ¿Lo creéis posible?

—Os sorprendería saber cuántos negocios se realizan en esta ciudad del modo que proponéis —respondió Elaith, hablando por primera vez con absoluto candor.

—En ese caso, tenemos un trato.

Una vez tomada la decisión, el mago renunció a la lucha que mantenía contra el irresistible arrullo que el vino élfico cantaba en sus venas. Se levantó, vacilante. Sus ojos barrieron la taberna con mirada perpleja, tratando de recordar qué buscaba.

Elaith hizo un gesto a la camarera.

—Pide un carruaje para lord Eltorchul —le ordenó— y mételo dentro —añadió en un tono de voz tan bajo que era inaudible para oídos humanos.

La muchacha asintió y pasó un brazo alrededor de la cintura del mago.

—Permitid que os acompañe, mi señor —dijo mientras lo conducía a la puerta delantera y al carruaje que esperaba.

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