Read Las esferas de sueños Online
Authors: Elaine Cunningham
—No estoy seguro de lo que creo. No obstante, he crecido rodeado de magia y sé que existen fuerzas antagónicas. Tal vez tu espada me considera una amenaza para el camino que debes seguir y te está forzando a elegir entre ella o yo.
—¡Eso es ridículo! —protestó la semielfa, tratando de imbuir sus palabras de una convicción que no sentía porque el argumento de Danilo le sonaba inquietantemente verosímil.
La sonrisa del joven fue al mismo tiempo deprimente y perceptiva.
—Ya renuncié a la espada una vez —afirmó Arilyn con rotundidad.
Finalmente, Danilo la miró a la cara.
—Sí, para liberar mi espíritu de una servidumbre que no había elegido por voluntad propia. ¿En tan baja estima me tienes para creer que aceptaría que tú te sacrificaras por mí? Porque eso sería lo que harías si rechazaras conscientemente el compromiso que adquiriste al heredar la espada.
Arilyn no pudo negar aquella simple verdad. En vez de ello, dio media vuelta y abandonó el rincón como si pretendiera alejarse de la sombra que las palabras de Danilo habían revelado.
El joven la siguió. Durante un rato, pasearon en un silencio total, solamente roto por los débiles sonidos de los invitados que se despedían y el crujido de las hojas secas, que recordaban que el verano ya había pasado.
Al llegar a la verja más alejada, Danilo cogió la mano de Arilyn y se la llevó a los labios. La expresión de sus ojos era triste, pero resuelta.
—En una ocasión me liberaste, aunque yo no te lo pedí. Ahora yo hago lo mismo.
Habían compartido muchas despedidas, pero ésa era distinta. Una profunda desolación se adueñó de Arilyn al pensar que tal vez no volverían a verse. Un opresivo dolor y una conmoción fría sacudieron atrozmente su cuerpo; era una sensación peor a cualquier herida que hubiese recibido en batalla. La joven sacudió la cabeza y pugnó por articular palabras de protesta, pero tenía un nudo en la garganta.
Era demasiado tarde. Danilo se había marchado dejando tras de sí una nube de débiles motas plateadas, que titilaron un momento en el aire y luego cayeron como lágrimas en el otoñal jardín.
La hoja de luna que le pendía de la cadera empezó a zumbar con su magia familiar por primera vez desde que había entrado en la villa Thann.
En la sala común de La Sílfide de Seda, Elaith Craulnober bebía a sorbos su cerveza mientras observaba cómo el personal preparaba el desayuno. En el aire flotaban buenos olores: pescado ahumado, gachas de avena endulzadas con miel y frutas secas, pan fresco y el penetrante olor de la madera de manzano que ardía. Era una taberna excelentemente gestionada y muy próspera. Elaith se había asegurado de ello. Había sido una suerte que su presa se hubiese refugiado en ese cubil en particular, aunque de todos modos el elfo habría dado con ella.
—Tu tarifa habitual —dijo, y colocó una pequeña bolsa de cuero encima de la mesa—. Buen trabajo, Zorn. Dale una propina al conductor que nos trajo hasta aquí tan rápidamente.
La bronceada manaza del mercenario pareció tragarse la bolsa cuando la alzó para calcular las monedas que contenía. Zorn era un humano fornido y de piel bronceada por los muchos años dedicados a vigilar caravanas. Aunque todo lo que tenía en fuerza bruta le faltaba en escrúpulos, a Elaith le divertía. La calva de Zorn contrastaba con un bigote y una barba negra rizada y muy poblada. Al elfo se le antojaba que el pelo emigraba hacia el sur en masa. En pocos años, si las cosas seguían de ese modo, Zorn tendría los pies tan peludos como un halfling.
—Sólo hay cuarenta monedas de oro —afirmó Zorn, hoscamente—. He tenido que pedir favores.
Elaith sintió cómo la irritación le estropeaba el humor. Ésa era la primera ocasión en la que el hombre se atrevía a sugerir que el pago no era suficiente. Era un precedente que el elfo no iba a permitir.
—Pues claro —repuso, como si estuviera explicando algo a un niño corto de entendederas—. Así es como consigues información, que es por lo que te pago, te recuerdo.
Zorn torció el gesto tras la barba.
—Apenas me disteis tiempo —se quejó Zorn—. He tenido que sacar de la cama a veinte hombres y más. Algunos me han pedido tarifa doble, y otros han jurado que no harían más tratos conmigo.
—Cálmalos con estas monedas y volverán a estar a tu servicio cuando yo te necesite a ti y tú a ellos.
—¿Sabéis lo que quedará para mí?
A Elaith se le acabó la paciencia.
—¡La vida, siempre y cuando dejes de gimotear ahora mismo!
El mercenario retrocedió. Un apagado rubor le floreció tras la barba y le tiñó el rostro de rabia contenida.
—Como digáis —masculló al mismo tiempo que alzaba su formidable corpachón de la silla.
Se despidió con una brusca inclinación de cabeza y abandonó la taberna. Elaith suspiró e hizo una seña a la menuda mujer que había contemplado atentamente la escena sentada en el guardarropa. La falsa criada se levantó y se escabulló del local en pos de Zorn. Le permitiría acabar con su tarea y luego se aseguraría de que fuese la última.
Era una lástima perder un informador tan bueno. Zorn gozaba de contactos entre los mercenarios de la ciudad y el gremio de los conductores de carruajes, y además se
mostraba muy diestro en sonsacar o arrancar por la fuerza información a guardias contratados. No obstante, Elaith contaba con muchos otros espías. Sus administradores y tenientes entregarían al menos una docena de bolsas similares antes del mediodía, y ninguno de sus informadores conocía la existencia de los otros.
Ése era el modo de funcionar. Elaith concebía sus negocios como un caudaloso río subterráneo alimentado por multitud de pequeños arroyos que desembocaban en él. La pérdida de Zorn no tendría efectos importantes en conjunto, y Elaith había aprendido a no tolerar ni el más mínimo desafío. Sus sicarios le eran completamente leales porque sabían que recibían una buena paga y un trato justo, y porque eran conscientes del precio de la más mínima traición.
Elaith alzó la jarra en forma de mudo saludo al mercenario ausente y bebió en su memoria.
Cuando el blanco torbellino del teletransporte se desvaneció, Danilo se encontró de pronto en una habitación fría y oscura. Desde luego, no era eso lo que esperaba hallar en su lujosa casa de la ciudad, ni de Monroe, su capaz mayordomo halfling.
No obstante, estaba demasiado abatido para que le importara tamaña incompetencia doméstica. Por él, Monroe podía quemar la casa hasta los cimientos; le traía sin cuidado. Cerró los ojos y lanzó un profundo suspiro.
—¿Qué estás haciendo aquí y a estas horas? —preguntó una voz masculina grave, furiosa y con un leve acento.
Era la voz de Khelben Arunsun.
Danilo abrió los ojos de golpe e inmediatamente los entrecerró para distinguir la alta figura oscura situada al otro extremo de la habitación.
—¿Eres tú, tío Khelben?
—Teniendo en cuenta que ésta es la alcoba de Laerel y que la espero de un momento a otro, eso creo. Vamos, explícate ahora mismo.
Rápidamente, Danilo conjuró un globo de luz con las manos; un hechizo muy sencillo. La reluciente esfera se materializó entre ambos. Una mezcla de luz y oscuridad reveló las facciones recias y severas del archimago de Aguas Profundas.
Khelben Arunsun aparentaba ser un hombre de mediana edad que conservaba su vigor, alto, fornido y musculoso. Aunque su cabello se batía en franca retirada, conservaba una mata espesa y con muy pocas canas. Llevaba una poblada y pulcra barba, con una distintiva raya plateada en el centro. Sobre los ojos, casi negros, las oscuras cejas se unían en gesto de consternación.
Pese a la tristeza que lo embargaba, Danilo vio la parte divertida de la situación.
—Tío, juro por Mystra que eres el único hombre vivo capaz de mostrarse temible vestido sólo con un camisón.
El gesto de malhumor del archimago se intensificó.
—Sólo un puñado de mortales pueden traspasar las barreras mágicas que protegen la torre. ¡Si deseas permanecer entre ellos, habla rápidamente y sin tonterías!
La lánguida sonrisa del joven se esfumó. Desde luego, Khelben se merecía alguna explicación, aunque a Danilo no se le ocurría ningún lugar, ninguna persona ni ninguna conversación que en ese momento le pareciesen más inoportunos.
—Un hechizo fallido, tío Khelben, nada más. Acepta mis disculpas. Me iré enseguida.
Pero el archimago no iba a dejarlo pasar.
—¿Qué te ocurre? ¿Estás enfermo? ¿Embrujado? ¿Te has vuelto totalmente idiota? Ya me he enterado de la broma que gastaste en la fiesta de tu madre. La verdad, todo el mundo lo sabe.
—Tío...
—¡Y ahora esto! ¿No has provocado ya suficiente ira por una noche? Ya me imagino que a Cassandra no le hizo mucha gracia el truco de la flor celeste, ni tampoco a Arilyn. Si te empeñas en tus frívolas chanzas, te aconsejo que se las gastes a personas que no puedan tomar represalias. Además...
—Tío Khelben. —Danilo interrumpió la diatriba del archimago con tono áspero y levantando una mano—. Créeme, el hechizo de la flor celeste no fue una de mis bromas.
Y tampoco quería transportarme hasta aquí.
La cólera desapareció de la faz del mago para ser reemplazada por la inquietud.
—¿Me estás diciendo la verdad?
—Absolutamente.
Khelben cabeceó con lentitud sin apartar la vista del joven mago.
—Esto podría ser serio. Existen algunos objetos mágicos, aunque no muchos, gracias a Mystra, que pueden tener esos efectos. ¿Has comprado otra espada cantarina, o cualquier otra tontería por el estilo?
—No, nada de nada. ¿Es preciso que lo discutamos ahora?
El archimago se limitó a enarcar una ceja. Danilo suspiró y se resignó a exponer lo que sospechaba y lo que había hecho.
—Como sabes —empezó—, la magia de la hoja de luna de Arilyn no siempre ha sido estable.
—Muy cierto, y a tu alrededor percibo un aura de magia elfa.
Danilo estuvo a punto de confesar que también la magia de la hoja de luna estaba afectada, pero recordó las palabras de su madre, de Oth y de Regnet, así como las palabras de todos los que le habían desaconsejado que se guiara por sus sentimientos.
La idea de que Khelben se sumaría con todo su peso a esa opinión le puso furioso.
—No debes preocuparte —dijo, enojado—. No pediré a Arilyn que elija entre mí y la hoja de luna. Es la única cosa de este mundo, o de cualquier otro, que podría inducirme a renunciar a ella, por muy semielfa que sea. Si eso te ofende, te agradecería que te guardaras tu opinión.
Khelben lo miró con genuina sorpresa.
—¿Por qué debería ofenderme? Arilyn es una buena mujer; probablemente, mucho mejor de lo que te mereces.
No era la respuesta que Danilo esperaba.
—Entonces, ¿apruebas nuestra relación?
Los labios del archimago esbozaron una breve e irónica sonrisa e hizo un amplio gesto, que englobó toda la alcoba, hasta señalar el retrato de una maravillosa mujer de pelo plateado.
—¿Cómo no? —dijo al fin—. Supongo que sabes que la madre de Laerel era semielfa.
—No, no lo sabía.
De hecho, era muy poco lo que se sabía acerca de Laerel, una de las famosas Siete Hermanas.
—La madre de Laerel fue una mujer magnífica, aunque como tantos otros semielfos, entre ellos mi propio padre, no tuvo una vida fácil.
Las piernas de Danilo le flaquearon al oír eso y tuvo que sentarse en el borde del lecho de Laerel, desde donde contempló al archimago con asombro.
—¿Tu padre era semielfo? —inquirió, maravillado, sin apartar la mirada del mago del que descendía—. ¡Así pues, hay sangre elfa en la familia Arunsun! Lady Cassandra la lleva en sus venas y me la ha pasado a mí.
—Sí, es lo normal —replicó Khelben con una cierta irritación—. No obstante, a Cassandra no le gustaría saber que yo lo he dicho y mucho menos que tú se lo cuentes a
alguien.
Danilo reprimió una sonrisa. Aunque Khelben Arunsun no era, tal como todos creían, el hermano menor de Cassandra Thann, inspiraba a la dama un temor reverencial.
—Tu secreto está seguro, y te agradezco que me lo hayas contado —dijo Danilo, de corazón.
No era más que un detalle, aunque se le antojaba que había dado con la clave de muchas de las incógnitas de su vida. Desde su niñez, se había sentido atraído hacia todo lo elfo sin saber el motivo. Entonces comprendió por qué una elfa había conquistado su corazón y por qué él respetaba tanto a los elfos que estaba dispuesto incluso a renunciar a ella si era necesario.
—¿Qué piensas hacer?
La pregunta del archimago le sorprendió, al igual que el amable tono con el que la había formulado. Por lo general, Khelben expresaba opiniones, impartía órdenes o formulaba preguntas para conseguir información, y era especialmente estricto con Danilo, por el cual se tomaba un asfixiante interés paternal. Sin embargo, el rostro habitualmente severo del mago reflejaba sincera preocupación. Todo ello instó a Danilo a hacer algo que no había hecho desde hacía años: pedir consejo.
—¿Qué me sugieres?
La mirada de Khelben voló al retrato de Laerel y volvió a posarse en el joven.
—Busca a Arilyn y aclarad las cosas. Si tus sospechas son ciertas y la magia de la hoja de luna es inestable, necesitará tu consejo y tu ayuda. No obstante, usa la magia con precaución. Tal vez deberías limitarte a ser un bardo hasta que toda esta situación se resuelva.
—Extrañas palabras viniendo de ti —murmuró Danilo.
—Nada de eso. La magia es un magnífico don, pero hay otras cosas más importantes.
—Me alegra oírtelo decir, mi señor —dijo una voz argentada detrás de ellos que sonaba divertida.
Ambos se volvieron y vieron a Laerel, que en modo alguno parecía avergonzada por haber escuchado la conversación, ni tampoco por el hecho de que apenas se cubría con más que su melena plateada. Tras dirigir una inclinación de cabeza a Danilo, sonrió a Khelben de una manera tan íntima que el joven se preguntó si realmente lo había visto.
—Debo irme —dijo levantándose.
Ninguno de los dos grandes magos de la Torre de Báculo Oscuro dieron señal de haberlo oído. Pese a la advertencia de Khelben, Danilo conjuró rápidamente un mágico sendero plateado y se confió a su trama y urdimbre. En esa ocasión, el hechizo funcionó y lo transportó a su estudio.
En el hogar ardía un débil fuego, y sobre la mesa situada al lado de su butaca favorita vio dispuestos pastelillos para el desayuno bajo una campana de cristal. No esperaba menos del capaz Monroe.