Las esferas de sueños (24 page)

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Authors: Elaine Cunningham

El elfo se agazapó para eludir su golpe de revés. Al levantarse, la espada fue abriendo un fino tajo del hombro al codo del hombre.

—Buen golpe —lo felicitó Ebenezer—. Francamente, ya era hora.

La burla del enano le escoció, aunque supuso que debía tomárselo más como un insulto a su capacidad de deducción que a su habilidad como luchador. Decidido a acabar de una vez, propinó un punzante golpe a su rival en la mejilla con la parte plana de la daga.

—Escucha —dijo bruscamente, y retrocedió.

Hasta ellos llegaban los sonidos de una caravana aprestándose para partir, apenas audibles por encima de los jadeos de Rhep.

—No tengo ninguna intención de ir andando hasta Luna Plateada. Si te mato, eso es lo que tendré que hacer. Vamos a dejar este asunto para más tarde y ocupémonos de lo que ahora es de verdad importante.

Envainó ambas dagas e inició el regreso al campamento. Rhep lo dejó pasar e inmediatamente lo atacó por la espalda.

Era un ataque previsible. Elaith agotó la paciencia. Eludió la arremetida y agarró al hombre por las muñecas cuando lanzó una estocada a un lado. Entonces, se volvió y retorció el brazo de Rhep por detrás. El mercenario soltó la espada y cayó de rodillas al suelo, con un brazo alzado en una posición forzada. Elaith tiró aún más arriba. El brazo se descoyuntó con un audible estallido. Antes de perder el sentido, el hombre gritó de dolor y rabia.

Elaith buscó al enano, pero Ebenezer se había esfumado. Por un instante, el elfo estuvo tentado de ir tras él, y si no lo hizo, fue porque sabía cuál era el plan. Sin duda, el enano habría regresado a la caravana para decir que Bronwyn y Elaith —a quienes todos habían visto compartir una hoguera aislada— habían decidido partir juntos. Si Elaith aparecía sin ella, tendría que explicar qué le había pasado a la mujer. Todos creerían que había jugado sucio con ella, especialmente cuando localizaran a su capitán y vieran el estado en el que se encontraba.

Lanzando un resoplido de frustración, Elaith viró y se adentró en la espesura.

Avanzando ágilmente entre las sombras del bosque, eludió el campamento y emprendió el descenso hacia la ciudad.

El sol lucía ya alto sobre el puente de la Luna cuando finalmente llegó a la ciudad solo y de un humor de perros. Tras pedir a un pregonero que le indicara, caminó por el laberinto de calles hasta dar con una tienda que exhibía un cartel que representaba una gema de múltiples caras.

Entró en la antecámara y se dirigió a la puerta cerrada. Los dos guardias que la flanqueaban contemplaron con recelo al adusto elfo que se aproximaba hacia ellos.

Elaith les lanzó un par de cuchillos sin perder el paso. Los cuerpos de ambos guardias se enderezaron bruscamente y quedaron clavados por la garganta al marco de la puerta.

El elfo apartó de un manotazo la mano que uno de los moribundos agitaba. A continuación, pivotó sobre el pie derecho y le propinó un tremendo puntapié con el izquierdo. La puerta se abrió con un ruido semejante a un trueno.

Mizzen en persona estaba detrás del mostrador acariciándose la barba de chivo, tan satisfecho como un gato relamiéndose los bigotes. Al ver entrar al elfo, se quedó helado y lanzó un quejumbroso grito de alarma. Desesperado, se lanzó hacia el tirador de una campanilla.

Elaith siguió avanzando hacia él, empuñando otro cuchillo. Lo arrojó y clavó la cuerda a la pared.

—Sólo para guardar las apariencias —dijo el elfo al mercader, que trataba de encogerse—. No os servirá de nada dar la alarma.

—Los guardias...

—Os pido mil perdones —replicó el elfo con una burlona inclinación de cabeza— . Si os sirve de consuelo, siguen en sus puestos.

Mizzen palideció y se dejó llevar por el pánico. Sacó de debajo del mostrador puñados de cristales y gemas con los que apedreó a Elaith.

El elfo apartó con las manos algunos de los proyectiles, atrapó al vuelo un pedazo de jaspe realmente grande y se lo arrojó al mercader. La piedra dio a Mizzen en plena frente. El mercader giró las pupilas hacia dentro para tratar de identificar qué piedra le había golpeado, aunque enseguida se inclinó hacia atrás y se estrelló contra un estante cargado con todo tipo de chismes. Sobre el mercader llovieron baratijas de cristal como una granizada multicolor.

Mascullando, el elfo encontró una jarra de vino medio llena, que vertió sobre el hombre inconsciente. Mizzen volvió en sí farfullando de rabia. Sus imprecaciones

cesaron de súbito al recordar quién era su atacante y la situación en la que se encontraba.

—Coged lo que queráis —le suplicó haciendo un amplio gesto con las manos, que abarcaba todo lo que contenía su tienda.

Elaith miró a su alrededor sin sentirse especialmente impresionado.

—¿Un dragón de cristal? ¿Botellas de perfume? No, gracias.

—En..., entonces, qué. ¿Por..., por qué? —tartamudeó el hombre.

—Pretendía compraros el rubí del que me hablasteis hace tres noches. Pero ahora creo que simplemente me lo llevaré a cambio de todas las molestias que me ha costado.

—¡Oh, el rubí! —exclamó Mizzen con alivio, pues ya se imaginaba que el elfo iba a desplumarlo del todo—. Esta mañana se presentó una joven y me ofreció más de lo que vale. Nadie puede culpar a un hombre de negocios por sacar provecho —agregó hipócritamente.

—A no ser que saque provecho de lo que pertenece a otro. Tenía entendido que esa gema era propiedad de Oth Eltorchul.

—Lord Eltorchul —repitió Mizzen, cuya voz sonaba más fuerte por efecto de la ira—. Ese rubí cubre más o menos todo lo que me debía. ¡Era un tramposo y un ladrón!

Se ocultaba tras ese título y se comportaba como si un simple plebeyo no tuviera derecho a exigir su paga.

La queja de Mizzen sonaba sincera. Sabía por experiencia que cuanto más rica o más noble era una persona, menos se preocupaba por cumplir determinadas obligaciones financieras. Puesto que al clan Eltorchul no le sobraba el dinero, era muy poco probable que mercaderes como Mizzen vieran una sola moneda de Oth. Elaith no le culpaba por tratar de cubrir sus pérdidas.

—¿Y las esferas de sueños?

Mizzen se sorprendió al oírle decir eso, aunque se recuperó enseguida.

—Ya no las tengo. Lord Eltorchul se encargó de enviarlas a Aguas Profundas del mismo modo que llegaron aquí.

Elaith se disgustó, pero pensó que ya se ocuparía de ese pequeño contratiempo más adelante.

—¿Y el rubí? Sabéis algo de su verdadero valor; algo dijisteis cuando estabais borracho. Lo denominasteis «la gema elfa». ¿Por qué la habéis vendido?

—Porque no me gustaba —respondió Mizzen sin andarse por las ramas.

Era una respuesta razonable. Para instar al hombre a que se explayara sobre el asunto, cogió una daga del cinto y empezó a juguetear con ella, haciéndola girar hábilmente entre las manos.

—Las esferas de sueños. Oth utilizaba el rubí Mhaorkiira Hadryad, la gema elfa, para crearlas.

—Cierto, cierto —replicó atropelladamente Mizzen, cuya mirada estaba fija con horror y fascinación en la daga que giraba a una velocidad increíble—. Dijo que se trataba de un antiguo artefacto elfo que guardaba la memoria de todo un clan perdido. Él trasladaba parte de esos recuerdos a las esferas de cristal, y quien las compraba liberaba el sueño.

«No es una liberación, sino de un intercambio», pensó Elaith. Cada vez que un estúpido zoquete usaba uno de esos juguetes, la piedra kiira absorbía uno de sus propios recuerdos o sueños. Sin duda, luego Oth los examinaba, conservaba los que podían serle útiles y el resto lo utilizaba para crear otras fantasías mágicas.

A primera vista, parecía un modo muy ingenioso de conseguir información. Elaith se sentía tentado a admirar a alguien capaz de hallar la manera de sacar provecho del maléfico artefacto. Era evidente que Oth poseía un dominio de la magia muy superior al

de Elaith. Por desgracia para Oth, estaba limitado por su arrogancia y su ignorancia humanas. Mientras que Elaith podía ser acusado, con razón, del primero de ambos defectos, a diferencia de Oth Eltorchul sabía de qué era capaz la gema y hasta qué punto era peligrosa. La kiira era uno de los objetos mágicos elfos más poderosos, pues se trataba del único que había sido contaminado por el mal, razón por la cual se denominaba asimismo «gema oscura». De algún modo, había absorbido las retorcidas ambiciones del clan Hadryad —desaparecido mucho tiempo atrás—, y de esa forma, había contribuido a la extinción de aquel antiguo linaje. Pero Elaith no se dejaba intimidar por eso.

—¿Cómo se crean las esferas de sueños?

—No lo sé. Lord Eltorchul nunca me confesó el secreto.

Apenas había acabado de pronunciar esas palabras cuando Mizzen comprendió que había cometido un error. Acababa de confesar que ya no podía ser de más utilidad a Elaith. Los ojos del mercader se desencajaron debido al miedo, y su mirada vidriosa indicaba que aceptaba la muerte.

El elfo no lo decepcionó.

Al salir, apartó un espejo dorado, el único adorno en la madera tallada y pulida de las paredes. Para su aguda visión elfa, la puerta secreta que ocultaba era ridículamente evidente. Elaith pasó con suavidad los dedos por las tallas, halló el pasador y lo corrió.

La caja fuerte guardaba una pila de piedras preciosas —auténticas— que le habían confiado a Mizzen para que hiciera falsificaciones. Elaith vació el contenido en su bolsa y se escabulló por la puerta de atrás. No sería difícil encontrar una caravana de criaturas voladoras. Lo único que le quedaba por hacer era encontrarla, hacerse con la Mhaorkiira Hadryad y ajustar las cuentas con Bronwyn y su aliado enano.

Tal como Elaith sospechaba, todo el mundo en Luna Plateada hablaba de la insólita caravana, pero para su consternación resultó que el rodeo que había tenido que dar por el bosque le había hecho perder más tiempo del que creía, y la caravana ya había partido después de cambiar las monturas.

Sin darse por vencido, buscó el establo en el que la caravana había hecho un breve descanso. Un par de mozos de cuadra, ambos elfos y ataviados con la librea de Gundwynd, se ocupaban de los cascos, el pelaje y las alas de los cansados pegasos.

La primera intención de Elaith fue desenvainar su espada, pero lo pensó mejor. Se trataba de dos elfos dorados, bien armados y entrenados. Si luchaba con ellos, perdería un tiempo precioso.

—Necesito uno de esos caballos —les dijo directamente—. Pagaré lo que me pidáis.

Los elfos lo miraron, atónitos. Jamás hubieran esperado escuchar tal petición de labios de otro
tel'quessar
, por mucho que se tratara de un plateado.

—No son caballos normales y corrientes. Y aunque lo fueran, han hecho un largo viaje y se merecen un día de descanso.

—Es importante.

—¿Qué es eso tan importante que justifique montar un pegaso cansado? — inquirió el otro mozo en un tono de voz que dejaba bien a las claras que era una pregunta puramente retórica.

Pero resultó que Elaith tenía una buena respuesta.

—La Mhaorkiira Hadryad. Una aventurera humana que viaja en la caravana de Gundwynd tiene la gema oscura.

Los elfos los miraron con los ojos muy abiertos.

—¿Ha aparecido? ¿Cómo? Llevaba perdida... no sé cuánto tiempo. Tres siglos o más.

—Si quieres, nos quedamos aquí charlando sobre los desaciertos en la historia elfa, aunque yo preferiría recuperar ese rubí antes de que haga más daño.

Los elfos dorados no discutieron más. Uno de ellos embaló provisiones para el viaje, y el otro puso arnés y silla a un corcel que se resistía mientras lo conducía al patio.

Montar al pegaso le llevó más tiempo del que Elaith hubiese deseado, pues la yegua se encabritaba, resoplaba y cabeceaba cada vez que trataba de acercarse a ella.

—No os han enseñado a montar pegasos, ¿verdad? —preguntó uno de los elfos casi como si se disculpara—. Ella lo siente.

Elaith lo dudaba. La yegua tenía los sentidos extraordinariamente desarrollados y probablemente percibía el rastro de venganza y muerte que arrastraba el elfo plateado.

Sin duda, era eso lo que asustaba a la criatura mágica.

Los mozos de cuadra continuaron halagándola, hasta que la yegua se quedó quieta el tiempo suficiente como para que Elaith la montara. Inmediatamente, las enormes alas blancas se desplegaron, y el pegaso alzó el vuelo.

El elfo se aferró a la silla de montar mientras la yegua ascendía y descendía vertiginosamente dibujando bucles en el aire. Lo estaba poniendo a prueba: respondía con excesiva brusquedad a las riendas y se inclinaba exageradamente a un lado y luego al otro. Pero Elaith era más terco que ella y se le pegaba como una lapa al lomo. Por fin, la yegua alada percibió la urgencia del jinete y la hizo suya. Entonces, Elaith aflojó las riendas, y el pegaso empezó a volar de manera firme y directa hacia Aguas Profundas.

Bajo ellos iban pasando los kilómetros tan velozmente como las hojas de otoño son arrastradas por una ventolera. El día tocaba a su fin, y Elaith tuvo que protegerse los ojos contra los rayos del sol del atardecer. Aunque la blanca yegua jadeaba y tenía los flancos cubiertos por sudor, Elaith la azuzaba con la esperanza de llegar antes de que cayera la noche al claro en el que la caravana había acampado en la primera noche de viaje hacia Luna Plateada.

Distinguió la caravana antes que el claro. Recortados contra un atardecer de otoño púrpura y oro, habían iniciado ya el descenso en espiral hacia el valle, en el que un arroyo de aguas frías y cristalinas procedente de las montañas formaba un profundo estanque.

La mirada del elfo barrió el valle para hacerse una idea de cuál sería el escenario de la batalla. No albergaba ninguna duda de que tendría que luchar. Tal vez los vigilantes de la caravana no estuvieran dispuestos a empuñar las armas para proteger la vida y la virtud de Bronwyn, pero no permitirían que un elfo rufián la robara. Quizá podría pedir ayuda a los jinetes de águila, aunque sólo como último recurso. Lamentaba haberse confiado a los mozos de cuadra de Gundwynd. Cuantos más elfos supieran que la Mhaorkiira había sido hallada, menos posibilidades tendría de conservar la gema hasta concluir su misión.

De pronto, distinguió una mancha de color en movimiento cerca de la cascada, a varios metros del suelo, donde no debería haber nada, pues parecía una pared de escarpada roca. Elaith comprendió enseguida el significado. Las colinas del Norland estaban horadadas por cuevas y túneles. El elfo entrecerró los ojos de modo que su visión no dependiera de la menguante luz del ocaso, sino que percibiera patrones de calor.

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