Las guerras de hierro (7 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Su caballería estaba desplegada en una línea doble, sobre una pendiente al norte del campamento enemigo, entre éste y las afueras de la propia Staed. Desde su punto de observación, podía ver el mar centellear bajo el cielo claro a su izquierda. Por delante, tal vez a una milla, ardían centenares de hogueras de campamento, cada vez más bajas a medida que se acercaba el amanecer.

El resto de sus hombres, a pie, deberían estar ya en el lado sur del campamento enemigo, ocupando sus posiciones bajo las órdenes de Marsch y Andruw. Su llegada y despliegue quedaría oculto por el bosquecillo, y el límite de los árboles por el norte sería el punto de partida. Eran los batidores; su misión consistía en sembrar la confusión y hacer salir del campamento al enemigo. Como cuando se hacía salir al jabalí de entre los arbustos directo a las lanzas de los cazadores. Corfe no tenía reservas. Todo dependía de la velocidad, la oscuridad, la sorpresa y el salvajismo desbocado de sus hombres.

Y empezó. Una oleada de chillidos en la noche, el agudo grito de guerra de los felimbri, un sonido que helaba la sangre. La montura de Corfe se estremeció debajo de él al escuchar los chillidos, mientras a su alrededor los demás jinetes parecieron erguirse en las sillas, olvidando su agotamiento.

Marsch y Andruw habían alcanzado el campamento enemigo. Los hombres estarían saliendo de sus tiendas, medio despiertos. Buscarían a tientas sus armas a la luz de las hogueras, huyendo de los atacantes desconocidos. No tendrían tiempo de formar ni de ponerse la armadura. Los oficiales no tendrían ninguna posibilidad. Si alguno reaccionaba o trataba de tomar el mando, Marsch y Andruw tenían órdenes de masacrarlo, de aniquilar cualquier signo de resistencia organizada. Por lo demás, su misión consistía simplemente en sembrar el pánico entre el enemigo y hacerlo huir hacia el norte. Hacia los brazos de la caballería catedralista de Corfe.

Hubo unos cuantos disparos de arcabuz aislados, resplandores seguidos de explosiones. Los gritos arreciaron. Hombres chillando de miedo, dolor, rabia. Rostros sobresaltados iluminados por el fuego en la oscuridad. Alguien estaba prendiendo fuego a las tiendas. Sombras y siluetas corriendo junto a las llamas, hogueras parpadeando cuando los hombres pasaban a su lado. Aquélla era la parte más difícil, decidir cuándo el enemigo se encontraría a campo abierto, lo bastante alejado del campamento para que la carga de Corfe no volviera a empujarlo hacia él. Ya podía verlo. Había una masa de hombres gritando mientras se retiraban, más parecida a un tumulto que a un ejército, cientos de hombres huyendo hacia la ciudad mientras los salvajes les pisaban los talones, sin darles un solo momento para reformar u organizar sus filas. En la confusión, no se darían cuenta de que eran más numerosos que sus atacantes.

Era el momento. Corfe confió en que sus hombres reconocieran las señales que Andruw y él habían tratado de enseñarles. Se volvió hacia Cerne, el corpulento felimbri que estaba a su derecha.

—Señal de avanzar.

Cerne se mojó los labios y levantó un cuerno de caza. Era una clase de corneta de caballería muy poco ortodoxa, pero cumplía su función, y resultaba apropiado que aquellos hombres fueran convocados a la batalla por la llamada clara y aguda de la cacería en sus propias montañas.

La primera hilera de jinetes pesadamente armados empezó a avanzar. Primero al paso, luego al trote. Tintineos de metal en el aire nocturno, resoplidos ahogados de caballos. Un sonido que era casi un zumbido profundo: el golpear de una miríada de cascos sobre la tierra dura.

Corfe avanzó al frente de sus hombres, con la lanza levantada. Tenía que mantenerlos en línea, conservar la cohesión de la unidad hasta el último momento, como quien encoge los dedos antes del puñetazo. Aquello era algo nuevo para sus hombres, avanzar a caballo en formación, y aunque había hecho todo lo posible por inculcárselo durante la marcha hacia el sur, no podía estar seguro de si recordarían las maniobras en el fragor de la batalla que se avecinaba. De modo que se mantuvo al frente de la línea, convertido en un punto de referencia que pudieran seguir.

Al medio galope. La línea empezó a volverse irregular cuando algunos hombres se adelantaron, mientras los caballos se estorbaban unos a otros. El enemigo era una negra multitud de formas sin rostro a doscientas yardas de distancia. Todavía luchaban contra los hombres de Marsch y Andruw en su retaguardia, y sus siluetas se recortaban contra el fuego del campamento incendiado. Estarían cegados por la luz de las llamas, y no podrían ver lo que se les acercaba en la noche. Pero oirían el atronar de los cascos, y se detendrían, asustados e inseguros.

—¡A la carga! —gritó Corfe, y puso la lanza en ristre. Cerne lanzó la sonora llamada de seis notas, típica de las Címbricas. Los jinetes espolearon a sus monturas hasta ponerlas a todo galope, y las lanzas descendieron para formar una barrera de madera y hierro.

Corfe notaba cómo su caballo subía y bajaba por las pequeñas elevaciones, según cambiaba la forma del terreno. Alguien tropezó; pudo verlo por el rabillo del ojo, y luego se oyó un grito cuando un caballo cayó dando tumbos. La madriguera de algún conejo, tal vez. Estaban ciegos a cualquier cosa que hubiera bajo los cascos de sus caballos, una experiencia enervante para un jinete, especialmente si además estaba impedido por armadura y lanza, y con la escasa visibilidad restringida por el pesado bulto del yelmo de hierro. Pero los hombres se mantuvieron juntos, lanzando su grito de guerra, agudo e infernal. Cien hombres armados sobre cien caballos pesados, con las lanzas a la altura del pecho. Chocaron contra el enemigo a toda velocidad, como un apocalipsis vestido de hierro que surgiera aullando de la oscuridad, y lo aplastaron contra el suelo, lo empalaron, lo destrozaron y lo hicieron volar por los aires.

Corfe empezó a ver con más claridad. El campamento en llamas convertía la noche en un circo caótico de sombras en conflicto, resplandores de acero, rostros entrevistos y luego aplastados, apuñalados con las altas lanzas o destrozados con espadas.

No hubo resistencia coherente. El enemigo no pudo formar, y la caballería los persiguió como a animales, alanceándolos y derribándolos al suelo. Fue una masacre, pura y simplemente. Los que pudieron escaparon entre las aberturas de la primera línea de Corfe, convertida en una serie de grupos de jinetes combatiendo inmóviles por la presión de hombres y bestias a su alrededor. Corrieron hacia lo que creían que era la salvación: hacia el norte, hacia Staed y el castillo de su señor.

Y los aterrados supervivientes que continuaron huyendo fueron alcanzados por la segunda línea de Corfe, que el alférez Ebro hizo surgir gritando de la noche a todo galope. Otra oleada atronadora de sombras gigantescas que se resolvió en ojos furiosos, cascos de caballos y hierro afilado; no eran jinetes, sino una terrible fusión de bestia y hombre surgida de algún mito de pesadilla. Se abrieron paso entre grupos de hombres, soltando las lanzas rotas y desenvainando las espadas para cortar y acuchillar mientras por debajo de ellos los corceles se encabritaban para golpear con sus cascos, o mordían y pateaban al unísono con sus jinetes.

Corfe no se sorprendió al oír que algunos de sus hombres reían mientras caracoleaban y acuchillaban sin cesar en aquella tormenta de muerte, su agotamiento olvidado, su sangre hirviendo en aquella exaltación extraña e irreflexiva que en ocasiones asalta a los hombres durante un combate. Eran jinetes de caballería natos, bien montados y en mitad de una batalla. Habían nacido para la guerra. Corfe comprendió en aquel momento que en aquellos pocos hombres tenía la simiente de lo que podía ser un gran ejército, una fuerza capaz de rivalizar con los tercios fimbrios. Con diez mil hombres como aquéllos podría borrar de la faz de la tierra a cualquier hombre que se le opusiera.

El sol salió al fin entre una confusión de nubes sangrientas sobre el mar resplandeciente.

Las tinieblas se demoraron en los recovecos de las colinas, y había una capa de niebla que ocultaba el campo de batalla, como una mortaja extendida para salvaguardar la decencia. Llegaba la mañana, con toda su gris frialdad, y con las consecuencias de la noche.

Era
Andaon
, el primer día del año del Santo de 552.

Más de setecientos cadáveres cubrían el suelo, y de ellos sólo treinta pertenecían a hombres de Corfe. El ejército del duque Narfintyr era una ruina desorganizada. Habían hecho más de mil prisioneros, y muchos más fueron abatidos y aniquilados durante la persecución hasta las afueras de Staed. Unos pocos centenares habían conservado algún resto de disciplina, logrando escapar de la trampa. A la sazón, se encontraban en las colinas, con el acceso a la ciudad bloqueado por la caballería pesada. Podían quedarse allí. Los hombres de Corfe estaban ojerosos y temblaban de agotamiento, mientras la adrenalina de la batalla desaparecía. Y habían perdido muchos caballos; los cadáveres de más de ochenta grandes corceles cubrían el campo.

Corfe estaba en pie junto a su caballo, que temblaba y resoplaba, mientras se palpaba el trozo de carne que una espada le había separado del hombro. Aquélla era la peor parte, la que más detestaba, cuando la gloria del combate daba paso a hombres y animales mutilados y a la temblorosa reacción después de la batalla. Cuando uno tenía que contemplar los rostros deformes y rotos de los muertos, y comprobar que se trataba de sus paisanos, muertos porque alguien les había ordenado abandonar sus pequeñas granjas y obedecer a sus amos nobles.

Andruw se unió a él, con la cabeza descubierta y el cabello rubio oscurecido por el sudor. Su habitual vivacidad había desaparecido.

—Pobres bastardos —dijo, tocando con el pie el cadáver de un muchacho muerto. No podía tener más de trece años.

—Colgaré a Narfintyr cuando lo atrape —dijo Corfe en voz baja.

Andruw sacudió la cabeza.

—Ese pájaro ha volado. Subió a un barco cuando las noticias de la batalla llegaron a la ciudad. Está en el mar Kardio, probablemente dirigiéndose a uno de los sultanatos, acompañado por la mitad de sus seguidores. El muy desgraciado. Pero hemos cumplido nuestra misión, en cualquier caso.

—Hemos cumplido nuestra misión —repitió Corfe.

—Una carga de caballería nocturna —dijo Andruw—. Esto figurará en los libros de historia.

Corfe se frotó los ojos, apretándose los párpados con los nudillos hasta ver luces. La fatiga era como una manta empapada sobre sus hombros. Él y sus hombres eran fantasmas, los espectros de los diablos asesinos que habían sido durante la batalla.

Doscientos de ellos supervisaban el lento avance de los prisioneros hacia la ciudad, mientras los demás atendían a sus camaradas heridos y exploraban el campo de batalla en busca de alguien que hubiera sido ignorado y continuara con vida, yaciendo al aire libre.

Otros, al mando de Ebro, controlaban el castillo de Narfintyr y todo lo que contenía, creando un tosco hospital de campaña y recogiendo las provisiones que pudiera ofrecerles Staed. Tanto por hacer. La limpieza después de la batalla siempre era peor que los preparativos. Tanto por hacer… pero habían ganado. Habían derrotado a una fuerza que les superaba varias veces en número, y a un coste tan bajo para ellos que parecía casi obsceno. No había sido una batalla, sino una masacre.

—¿Has visto alguna vez hombres como éstos? —le preguntó Andruw, maravillado.

Observaba a los catedralistas, que recorrían el campo dirigiendo a sus fatigados caballos, con su armadura forjada al estilo extraño y bárbaro de Oriente. Parecían seres de otro mundo a la luz de la mañana.

—¿A caballo? Nunca. A su lado, los coraceros de Torunna parecen niños pequeños.

Tienen una… energía especial. Algo que nunca he visto antes.

—Has hecho un descubrimiento, Corfe —dijo Andruw—. No; estás creando algo. Has añadido disciplina al salvajismo, y la suma de los dos factores es algo impresionante. Algo nuevo.

Los dos estaban ebrios. Ebrios de fatiga y de muerte. Y tal vez de algo más.

—Unos cuantos supervivientes importantes nos esperan en la ciudad —dijo Andruw con más brusquedad—. Quieren negociar la paz y entregar las armas de su ejército. No tienen estómago para luchar después de esto.

—¿Saben cuán pocos somos y en qué estado nos encontramos? —preguntó Corfe.

Andruw esbozó una sonrisa malvada.

—Creen que tenemos a dos mil hombres aquí, y todos ellos auténticos diablos. Ni siquiera saben de qué país venimos.

—Que sigan en la ignorancia. Por Dios, Andruw, estoy débil como un gatito, y me siento como el rey del mundo.

—Es lo que tiene la victoria —dijo Andruw, sonriendo—. Por lo que a mí respecta, sólo quiero un baño y un rincón donde acostarme.

—Tardarás un poco en poder tenerlo. Nos espera un día muy ajetreado.

Albrec no había tratado con soldados antes, ni siquiera con las tropas almarkianas de la guarnición de Charibon. Había dado por sentado que los guerreros eran por necesidad toscos, bastos, ruidosos y maleducados. Pero aquellos hombres, aquellos fimbrios, eran distintos.

El cegador paisaje nevado se erguía en las cumbres salvajes y deslumbrantes a ambos lados del ejército. La nieve formaba banderas y estandartes sobre los picos más altos de las montañas Címbricas a su derecha y las de Thuria a su izquierda. Estaban en el paso de Torrin, el lugar donde Occidente se encontraba con Oriente, la antigua ruta, el camino de los ejércitos durante siglos.

Los fimbrios habían marchado por allí con anterioridad, en los primeros tiempos del imperio, cuando eran un pueblo inquieto y eternamente curioso. Habían enviado expediciones al nordeste, hacia los vastos desiertos de las llanuras de Tor, donde en la actualidad pastaban los caballos de Almark. Habían sido los primeros hombres civilizados en cruzar el río Searil hasta lo que luego se convirtió en el norte de Torunna, y sus grupos de geógrafos y botánicos habían cruzado las montañas de Thuria por el sur hasta lo que más tarde sería Ostrabar. Habían sido una nación llena de preguntas, segura de su lugar en el mundo. Albrec conocía bien la historia: había leído incontables volúmenes sobre la Hegemonía fimbria mientras era bibliotecario asistente en Charibon. Sabía que el mundo occidental tal como se concebía en su época había sido creado en gran parte por los fimbrios. Los reinos ramusianos habían sido provincias del imperio. Las capitales de los reyes de Occidente habían sido edificadas por ingenieros fimbrios, y las grandes carreteras de Normannia se habían construido para facilitar el paso de sus tercios.

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