Las guerras de hierro (2 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Come
.

Himerius sollozaba, con la mente inundada de terror.

—Por favor, amo —balbuceó—. No estoy preparado. No soy digno de…

Come
.

Las zarpas se agarraron a sus bíceps y se vio levantando por los aires. La cama crujió debajo de ellos. Su rostro fue arrastrado hacia las calientes mandíbulas, que exhalaban un aliento repugnante, como el calor húmedo de una jungla rebosante de putrefacción.

Una entrada a un mundo diferente e impuro.

Tomó el trozo de carne con la boca, plegando los labios en un beso siniestro contra los colmillos del lobo. Masticó, tragó. Luchó contra el instinto de vomitar cuando la carne se deslizó por su garganta, como si buscara el camino ensangrentado hacia su corazón.

Bien. Muy bien. Y ahora el resto
.

—¡No, os lo suplico! —sollozó Himerius.

Fue arrojado boca abajo sobre la cama, y el camisón le fue arrancado de la espalda con un gesto negligente de la zarpa del monstruo. Luego el lobo se colocó sobre él, aplastándolo con su increíble peso, privándole del aire en los pulmones. Sentía que se asfixiaba, y ni tan sólo podía gritar.

Soy un hombre de Dios. ¡Oh, Señor, ampárame en mi tormento!

Y luego el dolor repentino e intenso cuando la bestia lo montó, penetrando brutalmente en su cuerpo con una sola embestida desgarradora.

Su mente se llenó de un color blanco agónico. La bestia le jadeaba en la oreja, y la saliva que goteaba de su boca le escaldaba el cuello. Las garras le desgarraron los hombros mientras era violado, y su pelaje era como el pinchazo de un millón de agujas contra su espina dorsal.

La bestia se estremeció sobre él, emitiendo un gruñido de liberación desde el fondo de su garganta. Las poderosas ancas se separaron de las nalgas del hombre. Se retiró.

Ahora eres realmente uno de nosotros. Te he hecho un regalo precioso, Himerius
.

Somos hermanos bajo la luz de la luna
.

Se sentía como si lo hubieran destrozado. Ni siquiera podía levantar la cabeza. Ya no había plegarias, no había nadie a quien rezar. Algo precioso le había sido arrebatado del alma, y en su lugar anidaba una presencia siniestra.

El lobo estaba desapareciendo, y su hedor abandonaba la habitación. Himerius lloraba amargamente contra el colchón, mientras la sangre le caía entre las piernas.

—Amo —dijo—. Gracias, amo.

Y cuando levantó la cabeza al fin, se encontró solo sobre la inmensa cama, en una habitación vacía, mientras el viento empezaba a aullar en torno a los claustros desiertos del exterior.

Primera parte
Pleno invierno

«El espíritu que no sabe rendirse, que no huye de

ningún peligro por formidable que sea, es la verdadera

alma del soldado.»

Robert Jackson, Visión sistemática de la formación,

disciplina y economía de los ejércitos, 1804

1

Nada de lo que habían explicado a Isolla podía haberla preparado para aquello. Había habido rumores, por supuesto, historias macabras de destrucción y matanzas. Pero la magnitud de los hechos la había cogido por sorpresa.

Estaba en el lado de sotavento del alcázar del galeón, con sus damas silenciosas como búhos junto a ella. Habían tenido un viento constante del noroeste sobre la cuadra de babor, y el barco avanzaba delante de él como un ciervo huyendo de la jauría, provocando con la proa una ola de diez pies a sotavento, que el débil sol invernal llenaba de arco iris.

No había sufrido ni rastro de mareo, lo que la hacía sentirse orgullosa; había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado en alta mar, mucho tiempo desde la última vez que había estado en cualquier parte. El terrible paso del golfo de Fimbria había resultado vigorizante tras el aburrimiento de la corte invernal, una corte que acababa de superar un intento de golpe de estado. Su hermano, el rey de Astarac, había librado y ganado media docena de batallas menores para conservar el trono. Pero eso no era nada en comparación con lo que había sucedido en el reino que era su destino. Nada en absoluto.

Avanzaban rápidamente por una enorme bahía, en cuyo extremo la capital de Hebrion, la vieja y bulliciosa Abrusio, se agazapaba como una prostituta sobre una bacinilla. Había sido el puerto más pendenciero, ruidoso y pecador del mundo occidental.

Y el más rico. Pero se había convertido en una cáscara ennegrecida.

La guerra civil había chamuscado las entrañas de Abrusio. A lo largo de tres millas, la orilla del agua era una ruina humeante. Los cascos de los espléndidos barcos asomaban fuera del agua junto a los restos de muelles y embarcaderos, y en el borde del agua empezaba una zona devastada de cientos de acres de extensión. La ruina todavía humeante de la Ciudad Baja, con los edificios destruidos por el infierno que la había arrasado. Sólo la torre del Almirante permanecía prácticamente intacta, como un centinela demacrado o una lápida.

Había una poderosa flota anclada en la Rada Exterior. La armada de Hebrion, diezmada por los terribles combates para arrebatar la ciudad a los Caballeros Militantes y los traidores aliados con ellos, era a pesar de todo una fuerza a tener en cuenta; altos barcos cuyas vergas eran una maraña de cordaje y marineros furiosamente atareados reparando los daños de la guerra. Abrusio aún tenía dientes en abundancia.

Sobre la colina que dominaba el puerto, el palacio real y el monasterio de los inceptinos continuaban en pie, aunque marcados por los bombardeos navales que habían puesto fin a los últimos asaltos. Allí arriba, en algún lugar, un rey los esperaba, contemplando las ruinas de su capital.

Isolla era la hermana de un rey muy distinto. Una mujer alta, delgada y sencilla, con una nariz larga que parecía cubrirle la boca excepto cuando sonreía. Una barbilla hendida, y una frente grande y pálida manchada de pecas. Había renunciado tiempo atrás a intentar conseguir la pureza de porcelana que se esperaba en las damas de la corte, e incluso había dejado a un lado sus polvos y cremas. Y las ideas que la habían llevado a usarlos en primer lugar.

Se dirigía a Hebrion para casarse.

Era difícil recordar al niño que había sido Abeleyn, un niño convertido en hombre y en rey. En las ocasiones en que se habían visto de pequeños, Abeleyn había sido cruel con ella, burlándose de su fealdad y tirándole del flameante cabello rojo que era su único orgullo. Pero incluso entonces había existido cierta luz en él, algo que hacía difícil detestarlo y muy fácil apreciarlo. De niño solía llamarla «Issy Narizotas», e Isolla lo había odiado por ello. Pero cuando el joven príncipe Lofantyr la había derribado sobre el barro una tarde de invierno en Vol Ephrir, Abeleyn había sumergido al futuro rey de Torunna en un charco y frotado la nariz real con el mismo barro que cubría a Isolla. Dijo que lo había hecho porque ella era la hermana de Mark, y Mark era su mejor amigo. Y le había secado los ojos con la ternura brusca propia de un niño. Ella le había adorado aquel día, sólo para volver a detestarlo al siguiente, cuando volvió a convertirse en el blanco de sus burlas.

Sería su esposo muy pronto, el primer hombre con el que se acostaría. A los veintisiete años, ya no se preocupaba demasiado por aquel aspecto de las cosas, aunque por supuesto tendría la obligación de producir un heredero varón, y cuanto antes mejor.

Un matrimonio político sin ningún romance, sólo aspectos prácticos y convenientes. Su cuerpo era el tratado entre dos reinos, un símbolo de su alianza. Al margen de ello, no tenía ningún valor real.

—¡Once brazas en la marca! —gritó el sondador en la proa. Y luego—: ¡Dulce sangre de Dios! ¡A estribor, timonel! ¡Hay un pecio en la entrada!

El timonel hizo girar el timón del barco, y el galeón viró suavemente. Junto a la amura de babor, la compañía del barco pudo ver los restos naufragados de un barco de guerra, con los penoles asomando sólo un pie por encima de la superficie del mar, y con la silueta sombría de su casco claramente recortada bajo las aguas transparentes.

Toda la compañía del barco había estado contemplando las ruinas de una ciudad devastada por la guerra. Muchos marineros habían trepado como simios por los obenques para ver mejor. En el castillo de popa, los cuatro caballeros astaranos pesadamente armados habían perdido su aire impasible y observaban con la misma concentración que los demás.

—¡Abrusio, que Dios nos ayude! —dijo el capitán, a quien la emoción había hecho abandonar su hosquedad habitual.

—¡La ciudad está destruida! —gritó uno de los hombres del timón.

—Cerrad la boca y mantened el rumbo. ¡Sondador! Sigue cantando. Hatajo de idiotas sin seso. Seríais capaces de embarrancar el barco para poder ver a un oso bailarín.

¡Hombres de las brazas! Por Dios, ¿es que queréis perder el viento con el puerto a la vista, y quedar en ridículo ante los hebrioneses?

—No queda puerto —dijo uno de los cabos más lacónicos, escupiendo por encima de la barandilla de sotavento, para lanzar después una rápida mirada de disculpa en dirección a Isolla—. Ha ardido hasta la línea de flotación, capitán. Apenas queda un muelle donde podamos atracar. Tendremos que echar el ancla en la Rada Interior y enviar una barcaza.

—Bien, sí —murmuró el capitán, con la frente aún arrugada—. Poned aparejos en los penoles. Es posible que tengas razón.

—Un momento, capitán —dijo uno de los caballeros que formaban la escolta de Isolla—. Todavía no sabemos quién manda en Abrusio. Tal vez el rey no pudo recuperar la ciudad. Es posible que esté en manos de los Caballeros Militantes.

—La bandera real ondea en el palacio —le respondió el cabo.

—Sí, pero está a media asta —añadió alguien.

Hubo una pausa. La tripulación miraba al capitán, a la espera de órdenes. El capitán abrió la boca, pero justo cuando iba a hablar se oyó la llamada del vigía.

—¡Ah de la cubierta! Veo un barco zarpando de la base de la torre del Almirante, con el gallardete real.

En aquel instante, la compañía del barco pudo ver varias columnas de humo surgiendo de las maltrechas murallas de la ciudad, y un instante después les llegó el sonido de los disparos, un trueno rítmico y distante.

—Una salva real —dijo el jefe de los caballeros. Su rostro se había animado considerablemente—. Los Caballeros Militantes y los usurpadores nunca nos dedicarían una salva; más probablemente, nos enviarían una andanada. La ciudad pertenece a los realistas. Capitán, será mejor prepararse para recibir a los emisarios del rey de Hebrion.

La tensión se había relajado en la cubierta, y los marineros habían empezado a charlar entre ellos. Isolla permaneció en silencio, y fue el observador cabo el que puso en palabras lo que pensaba.

—Lo que me gustaría saber es por qué la bandera está a media asta. Eso sólo se hace cuando el rey…

Su voz fue ahogada por el golpeteo de los pies desnudos sobre la cubierta mientras la tripulación se preparaba para recibir al barco hebrionés que se aproximaba. Cuando se acercó, una barcaza de veinte remos con un palio escarlata, Isolla vio que toda la tripulación iba vestida de negro.

—Al parecer, la dama ha llegado —dijo el general Mercado. Estaba en pie con las manos a la espalda, contemplando el mundo desde el balcón del rey. Podía ver toda la extensión de la destrozada Ciudad Baja, además de las grandes bahías que formaban los puertos de Abrusio y las fortificaciones navales que los salpicaban—. ¿Qué demonios vamos a hacer, Golophin?

Hubo un crujido en la penumbra de la habitación, adonde no llegaba la luz del balcón abierto. Una silueta oscura se destacó en silencio entre las sombras y se reunió con el general. Era más delgado de lo que podía esperarse en un hombre vivo; parecía fabricado con pergamino, palos y trozos de cuero roídos, un hombre sin cabello y pálido como un hueso. La larga capa que llevaba lo cubría por completo, pero dos ojos centelleaban en el destrozado rostro, y cuando habló, su voz sonó baja y musical, como hecha para la risa y la canción.

—Ganar tiempo, ¿qué si no? Una bienvenida apropiada, un lugar apropiado donde residir, y silencio absoluto en todo lo relativo a la salud del rey.

—Toda la ciudad está de luto. Me apuesto algo a que ya lo cree muerto —espetó Mercado. Un lado de su rostro estaba deformado por una mueca, pero el otro era una serena máscara de plata que no se había inmutado desde que Golophin la pusiera allí para salvarle la vida. El ojo del lado plateado carecía de párpado y estaba siempre inyectado en sangre, una visión espantosa que asustaba a sus subordinados. Pero que no podía asustar al hombre que la había creado.

—Conozco a Isolla, o la conocía —espetó a su vez Golophin—. Es una chica sensata; supongo que ya una mujer. Y, lo que es más importante, tiene cerebro, y no se pondrá histérica por una fruslería. Y hará lo que le digamos, por Dios.

Mercado pareció tranquilizarse. No miró hacia el cadavérico mago, pero dijo:

—¿Y tú, Golophin? ¿Cómo te va?

El rostro de Golophin se abrió en una sonrisa sorprendentemente dulce.

—Soy como una puta vieja que se ha abierto de piernas demasiadas veces. Estoy dolorido y cansado, general. No sirvo de mucho a hombres ni a bestias.

—No creo que llegue ese día —resopló Mercado.

Como un solo hombre, se apartaron del balcón y regresaron a las profundidades de la habitación. El dormitorio real, lleno de pesados tapices apenas entrevistos, cubierto de alfombras de Ridawan y Calmar, endulzado con incienso del Levangore. Y, sobre una enorme cama de cuatro columnas, una forma demacrada entre las sábanas de seda. La contemplaron en silencio.

Abeleyn, el rey de Hebrion, o lo que quedaba de él. Un proyectil lo había derribado en el mismo instante de su victoria, cuando Abrusio volvía a estar en sus manos y el reino había sido salvado de una salvaje teocracia. Algún capricho de los dioses antiguos tenía que haber causado aquello, pensó Golophin. Allí no había nada de la supuesta misericordia y compasión de la deidad ramusiana. Nada más que la amarga ironía de tener que verlo de aquel modo, no muerto pero apenas vivo.

El rey había perdido ambas piernas, y el tronco sobre los muñones estaba lacerado y roto, convertido en una masa de heridas y huesos destrozados. El rostro, antaño juvenil, estaba cerúleo, y su respiración débil y sibilante atravesaba con dificultad sus labios azules. Por lo menos, había conservado la vista. Por lo menos, estaba vivo.

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