Las guerras de hierro (22 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Los hombres en torno a Corfe callaron. Su furia les redujo al silencio. Había estado de aquel modo desde la batalla.

—Gracias, general. Y enhorabuena por tu ascenso.

—¿Qué pensáis hacer tú y tus hombres, Formio?

—Eso debes decidirlo tú.

—No te entiendo.

—La última orden del mariscal fue que nos pusiéramos a tu disposición. Hasta que reciba una nueva orden de los electorados, obedeceremos tus órdenes, no las de la corona toruniana. Buenos días, general. —Y Formio regresó a su lugar en la larga y disciplinada columna de piqueros.

—Un buen hombre —dijo Marsch con aprobación—. Esos fimbrios conocen bien su oficio. Me gustará volver a luchar a su lado. Sin embargo, no saben nada sobre caballos; es extraño.

—Corfe —dijo Andruw—. Te están esperando. La reina madre lo preparó todo: la salva, la entrada triunfal, todo. Si el pueblo está a tu lado, ni el mismo rey podrá tocarte.

Es parte del juego.

—Un gran juego —dijo Corfe, sonriendo al fin—. ¿De modo que es eso? De acuerdo, Andruw, guíanos. Saludaré, sonreiré y me comportaré como un general, pero al final del día quiero un baño, una botella de buen vino y una cama.

—Preferiblemente con algo dentro —dijo Ranafast con vehemencia.

Ante aquel comentario, el grupo estalló en carcajadas, y sus componentes emprendieron la marcha tras la columna de su ejército, en dirección a las multitudes vociferantes que les aguardaban.

Sin embargo, la naturaleza de la celebración se atravesó en la garganta de Corfe. Al banquete de aquella noche asistieron seiscientos invitados: oficiales del ejército toruniano con sus esposas, la nobleza, y hombres ricos sin título pero con portamonedas repletos.

La fiesta lo rodeó como una neblina de luz de velas y carcajadas. El vino corría libremente, y los platos iban y venían entre una nube de criados con librea y bandejas de plata. Tenía el estómago cerrado y se sentía desesperadamente cansado, de modo que bebió un vaso tras otro de vino (el mejor gaderiano), y permaneció sentado, vestido con su traje de corte, y con el nuevo galón plateado de general en el hombro.

Fue una fiesta superficial. El rey no se presentó. Había alegado que se encontraba indispuesto, lo que no era sorprendente. Corfe estaba sentado a la derecha de la reina madre, mientras ésta se las arreglaba para charlar con sus vecinos y conseguir que Corfe se sintiera parte de unas conversaciones a las que no contribuía en absoluto. Todo el mundo parecía decidido a emborracharse, y el ruido que producían los comensales era increíble, aunque los oídos de Corfe todavía resonaban con el estrépito de la batalla de la Cadena del Norte. Las costillas también le dolían, a consecuencia de la estocada que había recibido durante la lucha.

Andruw estaba de muy buen humor, flirteaba descaradamente con dos hermosas hijas de un duque sentadas frente a él y bebía vino como un hombre inconsciente de sus actos.

Marsch también estaba allí, incómodo y respondiendo a todo el mundo con monosílabos.

Parecía sobrio, aunque el sudor le corría por la cara y llevaba torcido el cuello de encaje.

Dos asientos más abajo estaba el alférez Ebro, ya borracho, que sonreía y obsequiaba a sus vecinos con siniestras historias de merduk masacrados. Y el fimbrio, Formio, sentado como en un velatorio, bebía agua y se mostraba cuidadosamente educado. Los comensales que le rodeaban (un oficial de estado mayor toruniano, un noble menor y sus esposas) lo estaban acribillando a preguntas. No parecía particularmente comunicativo.

Sus ojos se encontraron con los de Corfe, y le dirigió una inclinación de cabeza sin sonreír.

Martellus y la mayor parte de la guarnición del dique de Ormann, el mejor ejército que quedaba en el país, yacían muertos e insepultos en el norte. Los lobos estarían devorando sus cuerpos bajo el viento invernal. Junto a ellos, como hermanos, yacían tres mil compatriotas de Formio, además de su comandante. Y la ciudad lo celebraba como si se hubiera ganado una gran victoria y evitado una crisis. Corfe nunca se había sentido tan hipócrita. Pero no era un estúpido idealista. En otro momento, tal vez se hubiera arrancado el galón de general y abroncado a la multitud. Antes de Aekir. Pero había aprendido que eso habría sido inútil. Tenía rango, y estaba dispuesto a usarlo. Y tenía un mando de hombres con los que todavía era posible conseguir algo.

Pensó que comprendía la alegría frenética de los comensales. Era una última juerga, un desafío a la oscuridad que se avecinaba. Había visto antes algo parecido. En Aekir, cuando los merduk empezaron a rodear la ciudad, muchos nobles habían ofrecido banquetes como aquél, ahogando las noches en torrentes de vino y procesiones de bailarinas.

Y por la mañana habían ocupado sus puestos en las murallas. ¿Qué había hecho Corfe el día que empezó el asedio? Oh, sí. Aquélla había sido la última noche que había dormido en la misma cama que su esposa. La última vez que le había hecho el amor. Después de aquello, no quedó más tiempo. Ella solía llevarle la comida mientras él recorría las murallas, robando minutos preciosos de su compañía. Hasta el final.

—¡Estás borracho, Corfe! —gritó alegremente Andruw—. Señora —dijo, dirigiéndose a la reina madre—, será mejor que vigiléis al general. Conozco su afición al vino.

Realmente estaba borracho. Silencioso y pensativo. Para él ya no había alegría en el vino; beber simplemente hacía que el dolor del pasado regresara ante sus ojos, otra vez nuevo, intenso y centelleante. Sintió que la reina madre le tocaba una rodilla con la suya por debajo de la mesa.

—¿Te encuentras bien, general? —susurró.

—Mejor que nunca, señora —repuso Corfe—. Una hermosa fiesta, desde luego. Debo daros las gracias por esto… y por todo.

Volvió la cabeza y la miró a los ojos, aquellas peligrosas profundidades verdes, como el sol sobre un mar poco profundo. Era tan hermosa, y había hecho tanto por él. ¿Por qué? ¿Qué compensación le exigiría al final?

—Debéis perdonarme, señora. No me siento bien —dijo, con voz torpe.

Ella no pareció sorprenderse, y dio unas palmadas para llamar a los criados.

—El general está indispuesto. Acompañadlo a sus aposentos.

Se libró de sus cuidados en cuanto hubo abandonado el salón, y avanzó a solas por el palacio en penumbra. El estruendo del banquete se convirtió en un rugido dorado detrás de él. Su hombro frotaba las paredes mientras avanzaba. Hacía frío allí fuera tras el calor de la multitud, y la cabeza se le despejó un poco. ¿Por qué diablos había bebido tanto?

Tenía mucho que hacer al día siguiente, no podía permitirse una maldita resaca.

Su mente estaba demasiado aturdida para oír las suaves pisadas detrás de él.

El patio de formación delante del palacio. Salió a la noche estrellada, y permaneció contemplando el resplandor móvil de los cielos. Había hileras de edificios enormes a ambos lados de la plaza, pero la mayor parte de las ventanas estaban a oscuras. Sus hombres estaban alojados dentro, salvajes, torunianos y fimbrios. Allí no había celebraciones. Estaban demasiado cansados. Habían visto demasiadas cosas. Les daría unos días para descansar y recuperarse, y luego tendría que empezar a convertir aquellos elementos dispersos en un todo orgánico, una organización bien tejida.

Unos pasos detrás de él, más fuertes. Se volvió.

—¿Andruw?

Y vio una forma oscura abalanzándose sobre él, el rápido centelleo de un cuchillo. Se hizo a un lado, y en lugar de abrirle la garganta el cuchillo encontró su hombro derecho. El dolor le iluminó la mente, ahuyentando los vapores del vino. Se echó atrás mientras la hoja se acercaba siseando a su rostro, tropezó y cayó pesadamente de espaldas. Su atacante volvió a echarse sobre él, y Corfe consiguió plantarle una bota en el estómago y apartarlo. Rodó por el suelo, entre pinchazos de sus costillas rotas, y con el brazo derecho debilitado mientras brotaba la sangre, negra a la luz de las estrellas. Pero antes de que pudiera volver a ponerse en pie, apareció otra silueta, que cayó silenciosamente sobre su atacante. Hubo un borrón de movimiento, demasiado rápido para seguirlo en la oscuridad, y un siniestro crujido de huesos. Un cuerpo cayó sobre los adoquines del patio, y el recién llegado se inclinó sobre él.

—General, ¿estás herido?

Alguien le ayudó a ponerse en pie, con el brazo colgando, rígido e inútil.

—¡Formio! Por el Santo, has llegado justo a tiempo. Déjame echar una ojeada a ese bastardo.

Arrastraron el cadáver hacia el interior y lo examinaron. Llevaba una máscara de lana negra con ranuras para los ojos y la nariz. Al arrancarla, vieron un rostro moreno con los ojos abiertos por la sorpresa. Era un oriental, tal vez merduk. Tenía el cuello roto.

—Me ocuparé de que llamen a la guardia —dijo el fimbrio—. Puede haber más atacantes. Este hombre era un profesional.

—¿Cómo es que estabas aquí? —preguntó Corfe. La cabeza le daba vueltas por la pérdida de sangre y la oleada de adrenalina tras la pelea.

—Te he seguido. Tampoco me gustan demasiado los banquetes formales, y quería hablar… —Se interrumpió, con aire casi avergonzado.

—Ha sido una suerte para mí. Me hubiera cortado el cuello. Un asesino, por Dios. El sultán tiene un brazo muy largo.

—Si ha sido el sultán. No todos tus enemigos están al otro lado de las murallas.

Vamos, tienen que vendarte ese hombro.

Se produjo el inevitable tumulto cuando apareció la guardia y el palacio fue registrado habitación por habitación, en busca de otros asesinos. La reina madre fue informada, y ordenó inmediatamente que trasladaran a Corfe a sus aposentos personales, pero los comensales del banquete siguieron festejando hasta bien entrada la noche, ignorantes de lo sucedido.

—Debería estar a tu lado continuamente —dijo Odelia a Corfe mientras la herida de su hombro se cerraba bajo las manos de ella, y el débil olor a ozono del dweomer llenaba la habitación—. Así no te meterías en tantos problemas. ¿Dónde habéis dejado el cuerpo?

—Formio ha ordenado que lo arrojaran al río.

—Lástima. Me habría gustado examinarlo. ¿Un merduk, has dicho?

—Un oriental, en todo caso. Señora, me gustaría que tuviéramos a una docena de soldados con tus habilidades en el ejército. Nuestros heridos bendecirían sus nombres. —Corfe movió el brazo derecho experimentalmente y lo encontró algo agarrotado, pero ileso por lo demás. Quedaba una pequeña cicatriz, y eso era todo, aunque el cuchillo del asesino había dejado el hueso al descubierto.

—Te costaría encontrarlos —dijo ella—. Los practicantes de dweomer disminuyen año tras año. Ha transcurrido una década desde que tuvimos un auténtico mago en la corte aquí en Torunna. Golophin de Hebrion es el único que conozco que continúa siendo una figura pública. Todos los demás se han ocultado.

—Pero vos no.

—Yo soy reina. Mis… excentricidades se toleran. —Odelia lo besó en los labios, y cuando se apartó, Corfe vio con sorpresa que aquellos ojos increíbles estaban llenos de lágrimas inmóviles.

—¿Creéis que ha sido obra del sultán? —preguntó Corfe con aspereza, apartando la vista.

—¿Quién sabe? Los asesinos son mercenarios a sueldo, por mucho que vengan del este. Los que les contratan pueden ser merduk o ramusianos. Sólo hace falta que sean ricos.

—¿Ricos como un rey, tal vez?

—Tal vez. El mundo es un lugar peligroso para aquéllos cuya estrella está en ascenso. Hay hombres en este país que preferirían verlo reducido a cenizas antes que permitir que lo salvara un plebeyo.

—John Mogen era de origen plebeyo.

—Sí. Sí, lo era. Y nunca dejaba que nadie lo olvidara. —Odelia sonrió.

—¿Le conocisteis bien?

—Le conocí. Podría decirse que le apoyé del mismo modo en que te estoy apoyando a ti.

—De modo que éste es vuestro papel en el mundo. Apoyar a los generales.

—Mi papel es salvar este reino —le corrigió ella ásperamente—, por todos los medios disponibles.

—Me alegro de que me lo hayáis explicado —dijo él, con una aspereza igual a la de ella.

Odelia se levantó para marcharse.

—Pero soy mujer además de reina, Corfe. Buscaba un genio militar, y lo he encontrado. No busco amar ni ser amada, si eso es lo que te preocupa.

—Es un alivio oír eso —dijo él. Y se maldijo a sí mismo cuando ella abandonó la estancia con el dolor claramente reflejado en el rostro.

15

—Por las barbas del Profeta, ¿quiénes eran? Vestidos con nuestra armadura, surgiendo de la nada y desapareciendo otra vez. ¿Puede decírmelo alguien, u os habéis quedado todos mudos?

Aurungzeb el Dorado, conquistador de Aekir y sultán de Ostrabar, abroncaba al grupo de consejeros y oficiales que permanecían de rodillas sobre la hermosa alfombra delante de él. Las paredes de la gran tienda temblaban bajo el viento, y las cortinas divisorias ondulaban como serpientes erguidas.

—¿Y bien?

Un hombre vestido con media armadura de hierro lujosamente lacada levantó la voz.

—Hemos enviado docenas de espías, mi sultán. Por el momento, todo lo que tenemos son rumores transmitidos por los infieles capturados. Dicen que esta caballería es algo nuevo, que ni siquiera son jinetes torunianos. Una banda de salvajes mercenarios de las montañas Címbricas del oeste, al mando de un oficial toruniano en desgracia. Son pocos, sin embargo, muy pocos, y les causamos grandes daños durante la retirada. No son nada que deba preocuparnos indebidamente; son un… un fenómeno único, una rareza. Una prueba más de la desesperación de nuestro enemigo, que debe recurrir a contratar bárbaros, además de esos malditos fimbrios.

—Bien, pues. —Aurungzeb parecía algo tranquilizado—. Es posible que tengas razón, Shahr Johor. Pero no quiero más sorpresas como ésa. De no haber sido por esos diablos vestidos de escarlata, habríamos destruido a toda la guarnición del dique, además de a los fimbrios.

—Hemos doblado nuestras patrullas, temible soberano. Todas las fuerzas torunianas se encuentran ya tras los muros de su capital. No hay duda de que soportarán el sitio allí, y entonces podremos enviar fuerzas a través del paso de Torrin hasta Charibon, ese nido de paganismo. De este modo, habremos destruido los dos centros de la infame fe ramusiana. El Aekir ramusiano ya no es más que un recuerdo… y pronto sucederá igual con Charibon y sus sacerdotes vestidos de negro.

Aurungzeb asintió, con los ojos brillantes y pensativos en su rostro barbudo.

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