—¡Falso! Son las actitudes como ésa las que han corrompido nuestra fe y nos han llevado a esta situación. Nuestro propósito en el mundo ya no consiste en ofuscarnos y discutir sobre semántica. Es lo que hemos hecho durante cinco siglos, y lo que nos ha llevado al borde del desastre.
—¡De modo que nos pondremos el hábito gris de los frailes mendicantes y predicaremos el nuevo mensaje por todo el mundo, convirtiéndonos en una orden de evangelistas y misioneros! —gritó Alembord a su vez.
—¡Basta! —interrumpió Macrobius—. Olvidáis vuestra posición. Quiero que mantengáis el decoro en mi presencia, ¿está claro?
Todos se apresuraron a asentir, vislumbrando por un momento la figura poderosa y autoritaria que había sido Macrobius antes de la caída de Aekir.
—Hablaré con el rey —continuó el pontífice—. En su momento. Le haré ver la importancia capital de nuestro descubrimiento. No olvidéis que estamos aquí por gentileza del soberano de Torunna, y, pese a todos los ideales, debemos pensar con cuidado antes de oponemos a sus deseos. Y no puedo creer que vaya a tomarse demasiado bien nuestras revelaciones. Albrec, Mercadius, quiero que continuéis con vuestras investigaciones.
Quiero hasta el último fragmento de prueba que podáis reunir en apoyo de esta obra de Honorius. Hermanos, esto se hará público muy pronto, y una vez se sepa no podremos echarnos atrás. Sed siempre conscientes de la importancia de lo que sabéis. Éste no es un tema sobre el que intercambiar chismes o especulaciones ociosas. El destino del continente está en nuestras manos… y no estoy exagerando. Una palabra equivocada en un momento de descuido podría traer las consecuencias más severas. Os suplico a todos que guardéis silencio mientras preparo mi encuentro con el rey.
Los presentes se inclinaron en sus asientos, y varios de ellos trazaron el signo del Santo sobre su pecho. Aquel pontífice no era el hombre humilde e indeciso al que habían conocido hasta el momento, sino que se mantenía erguido y autoritario mientras movía la cabeza a derecha e izquierda. De haber tenido ojos, habría perforado con la mirada a los demás clérigos.
—La manera apropiada de anunciar nuestro descubrimiento es una bula papal, pero ya no tengo regimientos de Caballeros Militantes para asegurarme de su rápida distribución entre los reinos. Tendremos que confiar en el rey Lofantyr para ello, y no quiero que le llegue una información que ya forme parte de las conversaciones diarias de los criados del palacio. Debemos ser discretos… por ahora. Albrec, tus impulsos te honran, pero monseñor Alembord también tienen parte de razón. Si no queremos sembrar el caos entre los fieles y minar fatalmente la nueva Iglesia, debemos tener cuidado. Tanto cuidado… —Macrobius se encogió. Su breve ejercicio de autoridad parecía haberlo fatigado—. Desearía que este cáliz hubiera pasado a otro, y estoy seguro de que vosotros también, pero, en su sabiduría, Dios nos ha elegido a nosotros. No podemos cambiar nuestros destinos. Hermanos, uníos a mí en la oración, y olvidemos nuestras diferencias.
Debemos pedir el consejo del bendito Santo.
Se hizo el silencio cuando todos unieron sus manos en meditación. Pero en la mente de Albrec no había ninguna plegaria. El pontífice se equivocaba. Aquello no era algo que debiera anunciarse por decreto, ni comunicarse a los fieles con sumo cuidado. Tenía que estallar como un obús apocalíptico sobre el mundo. Y los merduk… debían tener también su oportunidad de aceptarlo o rechazarlo, y lo antes posible. Si el martirio le aguardaba en aquel camino, que así fuera, pero era el único camino que Albrec creía poder tomar.
Y finalmente empezó a rezar, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
«Se ha abierto el foro de las charlas inútiles», pensó Corfe, fatigado.
La larga mesa era casi invisible bajo los papeles que la cubrían, y encima de todos ellos había un mapa a gran escala del norte de Torunna, todas las tierras desde la capital hasta la misma Aekir. Sobre el mapa se habían distribuido pequeñas fichas de madera, de color rojo o azul. Casi todas las azules estaban concentradas en el cuadrado negro que representaba a Torunn, mientras que las rojas estaban distribuidas por toda la región comprendida entre los ríos Torrin y Searil. El dique de Ormann estaba marcado con una ficha roja. Corfe sentía dolor sólo de mirarla.
Había hombres sentados a ambos lados de la mesa, con el rey en la cabecera. A la derecha de Lofantyr estaba el general Menin, comandante de la guarnición de Torunn y el oficial presente de mayor graduación. A su izquierda se encontraba el coronel Aras, con aire importante y satisfecho por verse sentado tan cerca del rey. Más abajo estaba sentado Passifal, el canoso intendente general, y cuatro hombres más que habían sido presentados a Corfe al inicio de la reunión. El hombre vestido con sombrías ropas de civil era el conde Fournier de Marn, presidente del consejo de la ciudad de Torunn. Tenía aspecto de escribano, de enamorado de las plumas, el pergamino y las notas a pie de página. Se rumoreaba que era el jefe de los espías de Torunna, con un presupuesto secreto para financiar las idas y venidas de sus subordinados anónimos. Frente a él había dos hombres más robustos: el coronel Rusio, comandante de la artillería, y el coronel Willem, jefe de la caballería. Sus títulos militares eran más bien una tradición. En realidad, eran el segundo y el tercero de Menin. Ambos eran hombres de mediana edad, con el cabello gris y sesenta años de servicio en el ejército entre los dos. Los rumores de la corte aseguraban que estaban tan indignados como el rey por el súbito ascenso del advenedizo de Aekir.
Sentado a su izquierda se encontraba un hombre corpulento de barba gris, vestido de cuero engrasado, con el rostro intensamente bronceado pese a la época del año. Sus ojos eran meros destellos azules bajo unos párpados que parecían siempre entrecerrados para protegerse de una galerna fantasmal.
Se trataba de Bersa, el almirante de la flota de su majestad. No era un toruniano nativo; había nacido en Gabrion, cuna de navegantes, pero llevaba veinte años sirviendo a Torunna, y sólo un leve acento revelaba sus orígenes.
Corfe estaba sentado al extremo de la mesa, junto a Andruw (ascendido a coronel por orden del propio Corfe), el comandante fimbrio Formio, y Ranafast, el antiguo jefe de caballería del dique de Ormann. Marsch, a quien Corfe también había ascendido, hubiera debido estar presente, pero había suplicado que lo excusaran. Tenía demasiadas cosas que hacer, y hablar nunca se le había dado bien. Además, había añadido que él servía a Corfe, no al rey de Torunna. En su lugar estaba sentado Morin, obviamente fascinado por aquella visión de las entrañas de la política militar de Torunna. El salvaje se había empeñado en ponerse la cota de malla para la reunión, aunque habían logrado convencerle de dejar atrás sus armas. Era evidente que todavía desconfiaba de todos los torunianos, a excepción de su general.
Llevaban allí dos horas, escuchando informe tras informe y especulación tras especulación. Habían oído recitar listas de tropas, equipamientos, caballos, distribuciones de alojamientos, infracciones menores de la disciplina y pérdidas de armas. Y nadie había dicho nada realmente útil, pensó Corfe. Más aún, apenas se había pronunciado una palabra sobre el intento de asesinato de la noche anterior. El rey había articulado alguna banalidad vaga sobre «el desdichado incidente», y había habido murmullos en torno a la mesa condenando a los merduk por recurrir a aquellas artes traicioneras, pero no se habló de la seguridad en el palacio, ni se especuló sobre cómo habría podido entrar el asesino. Estaba claro que el rey no deseaba que se comentara aquel tema.
Pero finalmente estaban llegando a los asuntos más relevantes. El despliegue de las fuerzas merduk. El interés vacilante de Corfe volvió a aumentar.
—La inteligencia sugiere —estaba diciendo Fournier, con una voz tan seca como sugería su apariencia— que los dos ejércitos principales merduk tienen intención de combinarse. Están en algún lugar de esta zona —utilizó un puntero de madera para indicar una posición sobre el mapa, a unas diez leguas al nordeste de la capital— y su número total se estima entre ciento cincuenta y doscientos mil hombres. Esto, caballeros, después de haber dejado en el dique un destacamento muy numeroso, y otro en la costa para proteger su base de aprovisionamiento. Los transportes de Nalbeni les traen las provisiones desde el otro lado del Kardio, y deben de haber construido unos cuantos centros de aprovisionamiento de buen tamaño por aquí… todavía no sabemos con exactitud dónde. Obviamente, se están preparando para un asedio. Yo diría que, en cuestión de una semana, tal vez dos, tendremos a su vanguardia acampada a la vista de las murallas.
—Que acampen todo lo que quieran —gruñó el general Menin—. No pueden rodear la ciudad mientras controlemos el río. Y Bersa puede repeler cualquier ataque desde allí.
—¿Qué hay de nuestra flota, almirante? —preguntó Lofantyr al lobo de mar—, ¿cuál es su condición?
Bersa tenía una voz profunda como un barril de vino, enronquecida tras años de gritar órdenes por encima del viento.
—En este momento, señor, los barcos grandes están anclados a lo largo de los muelles de la ciudad, cargando pólvora y munición. Tengo una escuadra de carabelas ligeras en la boca del Torrin, para que nos avisen si los nalbeni tratan de avanzar río arriba. Las obras en las dos cadenas están casi terminadas. Cuando estén listas, será imposible para ningún barco abrirse paso a la fuerza por el Torrin.
—Excelente, almirante.
—Pero, señor —continuó Bersa—, debo advertiros que las cadenas, ideales para la defensa, impiden nuestros movimientos ofensivos. Los merduk no pueden navegar río arriba, pero la flota tampoco puede llegar al mar. Mis barcos serán poco más que baterías flotantes cuando la ciudad quede sitiada.
—Y, como tales, serán una valiosa contribución a la defensa de Torunn —dijo bruscamente el rey—. Sus andanadas dominarán los accesos a las murallas, duplicando nuestra potencia de fuego.
Bersa se calló, pero parecía descontento.
Corfe no pudo permanecer en silencio por más tiempo:
—Señor, con todos los respetos, ¿no sería mejor dejar a nuestra flota libre para maniobrar? El conde Fournier dice que el enemigo está construyendo una gran zona de aprovisionamiento en la costa. ¿Y si la flota hiciera una salida y la destruyera? Los merduk no tendrían más remedio que retirarse para preservar sus líneas de comunicación. Podríamos hacerles retroceder hasta el Searil, y Torunn se ahorraría un asedio.
El rey pareció intensamente molesto.
—Comprendo tu temor a los asedios, general —dijo—. Tu experiencia en tales casos es de todos conocida. Sin embargo, la estrategia del ejército y la flota ya ha sido decidida.
Tomamos nota de tus comentarios.
«Si ya está decidida, ¿para qué estamos aquí? ¿De qué estamos hablando?», se preguntó Corfe, furioso. La pulla sobre los asedios le había afectado profundamente. Era el único superviviente de la guarnición de Aekir, y se había salvado huyendo por la carretera del oeste en compañía del resto de los refugiados civiles, mientras el lugarteniente de Mogen, Sibastion Lejer, dirigía la última y desesperada acción de resistencia al oeste de la ciudad en llamas. Un gesto sin sentido. Podría haber sacado a ocho o nueve mil hombres ilesos de la ruina de Aekir, pero en lugar de ello había elegido una muerte gloriosa. Corfe no admiraba a los comandantes deseosos de morir. No cuando así condenaban a los hombres bajo su mando a morir junto a ellos. ¡El honor! Aquello era una guerra, no un gran torneo donde se consiguieran puntos a base de gestos quijotescos.
El almirante Bersa le miró a los ojos e hizo un gesto pequeño e impotente con una mano bronceada. De modo que Corfe supo que no era el único en pensar de aquel modo.
—Con la adición de las fuerzas que el general Cear-Inaf trajo recientemente a la capital —estaba diciendo Fournier—, disponemos de unos treinta y cinco mil hombres para la defensa de Torunn, sin contar con los marineros de la flota. Es un número suficiente para nuestros propósitos. Los ejércitos merduk se estrellarán contra nuestras murallas. No habrá necesidad de preocuparse por sus bases de aprovisionamiento.
Nuestra ocupación principal será el hostigamiento de un enemigo derrotado, con la posibilidad de recuperar el dique de Ormann. Me atrevo a decir, señor, que Aekir puede estar perdida para siempre, pero tenemos posibilidades de recuperar todas las tierras hasta el Searil.
—Estamos de acuerdo —dijo el rey—. Pues bien, lo que hoy nos preocupa, caballeros, es la organización de un ejército de campo capaz de hacer una salida en cuanto los merduk hayan sido rechazados de las murallas. General Menin.
El corpulento general se atusó el magnífico bigote mientras hablaba. El sudor relucía en su calva.
—Hay unos cuantos temas que deben decidirse antes, señor. Las tropas que comanda el general Cear-Inaf deben integrarse en el resto del ejército, y ese oficial debe recibir un mando más acorde con sus habilidades. —Menin no miró al otro extremo de la mesa—. Asistente Formio, doy por sentado que tus hombres están a nuestra disposición.
El fimbrio, elegante y compuesto con su uniforme negro, frunció levemente el ceño.
—Eso depende de a qué os refiráis exactamente.
—¿A qué me refiero? Me refiero, señor mío, a que vuestros hombres se encuentran ahora bajo la égida de la corona toruniana. ¡A eso me refiero!
—Debo discrepar. Las órdenes finales de mi mariscal fueron las de poner a mis hombres a disposición del oficial que… acudió en nuestra ayuda. Obedeceré las órdenes del general Cear-Inaf hasta que reciba nuevas instrucciones de mis superiores en los electorados.
El almirante Bersa soltó una carcajada que parecía un ladrido, mientras el rostro de Menin se volvía de color púrpura.
—¡No juguéis con las palabras, señor! El general Cear-Inaf está a las órdenes del alto mando, y sus tropas se desplegarán como el alto mando considere conveniente.
El fimbrio permaneció imperturbable.
—No serviremos bajo nadie más —dijo claramente.
Toda la mesa, incluyendo a Corfe, quedó estupefacta ante aquella afirmación. En el silencio, Morin levantó la voz.
—Los hombres de las tribus tampoco lucharemos bajo nadie más. —Sonrió, contento de haber contribuido a la discordia con su grano de arena.
—Sangre de Dios, ¿qué es esto? —se enfureció Menin—. ¿Un maldito motín?